CAPÍTULO TRES

Marilla Cuthbert se lleva

una sorpresa

Cuando Matthew abrió la puerta, Marilla se adelantó con vivacidad. Pero cuando sus ojos tropezaron con la singular figurita desmañadamente vestida, de largas trenzas rojizas y anhelantes y luminosos ojos, se detuvo asombrada.

—Matthew Cuthbert, ¿qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde está el niño?

—No había ningún muchacho —dijo Matthew lastimosamente—. Todo lo que había era ella.

Señaló a la niña con la cabeza, cayendo en la cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre.

—¡Ningún muchacho! Pero debía haber habido un muchacho —insistió Marilla—. Le mandamos decir a la señora Spencer que trajera un niño.

—Bueno, pues no lo hizo. La trajo a ella. Le pregunté al jefe de estación. Y tuve que traérmela a casa. No podía quedarse allí, sea cual fuere la equivocación.

—¡Bueno, hemos hecho un hermoso negocio! —exclamó Marilla.

Durante este diálogo la niña había permanecido en silencio, volviendo sus ojos del uno a la otra sin muestra de emoción en su rostro. Repentinamente, pareció captar todo el significado de lo que se había dicho. Dejando su preciada valija, dio un paso hacia adelante y juntó sus manos.

—¡Ustedes no me quieren! —gritó—. ¡No me quieren porque no soy un muchacho! Debí haberlo esperado. Nunca me quiso nadie. Debí haber comprendido que todo era demasiado hermoso para que durara. Debí haber comprendido que nadie me quiere en realidad. Oh, ¿qué puedo hacer? ¡Voy a echarme a llorar!

Y lo hizo. Sentándose en una silla junto a la mesa, puso los brazos encima y escondiendo la cara entre ellos, comenzó a llorar estrepitosamente. Marilla y Matthew se dirigieron sendas miradas de desaprobación. Ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Finalmente Marilla se decidió a actuar.

—Bueno, no hay necesidad de llorar así por eso.

—¡Sí, hay necesidad! —La niña levantó rápidamente la cabeza, mostrando su rostro lleno de lágrimas y sus labios temblorosos. —También usted lloraría si fuera una huérfana y hubiera venido a un sitio que creía iba a ser su hogar para encontrarse con que no la quieren porque no es varón. ¡Oh, esto es lo más trágico que me ha sucedido!

Lo que parecía una sonrisa algo entorpecida por falta de práctica suavizó el torvo semblante de Marilla.

—Bueno, no llores más. No vamos a dejarte fuera esta noche. Tendrás que quedarte aquí hasta que investiguemos este asunto. ¿Cómo te llamas?

La niña vaciló un momento.

—Por favor, ¿pueden llamarme Cordelia? —dijo ansiosamente.

—¡Llamarte Cordelia! ¿Es ése tu nombre?

—No-o-o, no es exactamente mi nombre, pero me encantaría llamarme así. Es un nombre tan perfectamente elegante…

—No entiendo nada de lo que estás diciendo. Si no te llamas Cordelia, ¿cuál es tu nombre?

—Anne Shirley —balbuceó de mala gana—. Pero, por favor, llámeme Cordelia. No puede tener para usted mucha importancia cómo tenga que llamarme, si sólo voy a estar aquí poco tiempo, ¿no es cierto? Y Anne es un nombre tan poco romántico.

—¡Disparates novelescos! —dijo la desconsiderada Marilla—. Anne es un nombre realmente bien sencillo y sensato. No tienes por qué avergonzarte de él.

—Oh, no, no me avergüenzo —explicó Anne—, sólo que me gusta más Cordelia. Siempre me he imaginado que mi nombre era Cordelia… por lo menos durante los últimos años. Cuando era joven, imaginaba llamarme Geraldine, pero ahora me agrada más Cordelia. De cualquier modo, si usted quiere llamarme Anne, hágalo.

—Muy bien, entonces Anne, ¿puedes explicarnos cómo ocurrió toda esta confusión? Nosotros le mandamos decir a la señora Spencer que nos trajera un muchacho. ¿No había niños en el asilo?

—Oh, sí muchísimos. Pero la señora Spencer dijo claramente que ustedes querían una niña de unos once años. Y la directora pensó en mí. No pueden imaginarse lo encantada que estaba yo. No pude dormir durante toda la noche por la alegría. Oh —agregó con reproche volviéndose hacia Matthew—, ¿por qué no me dijo en la estación que no me querían, y me dejó allí? Si no hubiese visto el Blanco Camino Encantado y el Lago de las Aguas Refulgentes, no me resultaría tan penoso.

—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Marilla enfrentando a Matthew.

—Ella… ella se está refiriendo a una conversación que tuvimos en el camino —dijo Matthew precipitadamente—. Salgo a guardar la yegua, Marilla. Prepara el té para cuando regrese.

—¿Trajo la señora Spencer a alguien más que a ti? —continuó Marilla cuando Matthew hubo salido.

—Trajo a Lily Jones. Lily tiene sólo cinco años y es muy hermosa. Tiene cabellos castaños. Si yo fuera tan linda y tuviera cabellos castaños, ¿me dejaría quedarme?

—No, queremos un muchacho para que ayude a Matthew en la granja. Una niña no nos sería útil. Sácate el sombrero. Lo pondré junto con tu valija sobre la mesa del vestíbulo.

Anne se quitó el sombrero humildemente. En seguida regresó Matthew y se sentaron a cenar. Pero Anne no podía comer. En vano mordisqueaba el pan untado con mantequilla y picoteaba las manzanas agrias en almíbar.

—No comes nada —dijo Marilla toscamente, mirándola co­mo si esto fuera una falta seria. Anne suspiró.

—No puedo. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación. ¿Puede usted comer cuando se encuentra en los abismos de la desesperación?

—Nunca estuve en los abismos de la desesperación, de modo que no puedo decirlo —respondió Marilla.

—¿No? Bueno, ¿ha tratado alguna vez de imaginárselo?

—No.

—Entonces no creo que pueda comprender cómo es. Ciertamente, es una sensación muy desagradable. Cuando uno trata de comer, se forma un nudo en la garganta y no se puede tragar nada, ni aun un caramelo de chocolate. Una vez, hace dos años, comí un caramelo de chocolate, y me pareció simplemente delicioso. Desde entonces sueño muy a menudo que tengo montones de caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo en el momento en que voy a comerlos. Espero que no se sienta ofendida porque no puedo comer. Todo es extremadamente sabroso, pero así no puedo comer.

—Sospecho que está cansada —dijo Matthew, quien no había hablado desde que regresara del establo—. Mejor será que la acuestes, Marilla.

Marilla había estado pensando dónde haría dormir a Anne. Tenía preparado un catre en la cocina destinado al deseado niño que esperaban. Pero aunque estaba limpio y pulcro, de cualquier manera no parecía el lugar más apropiado para poner a una niña. No se podía pensar en el cuarto de huéspedes para una niña desamparada, de manera que sólo quedaba la buhardilla del la­­­do este. Marilla encendió una lámpara e indicó a Anne que la siguiera, lo que ésta hizo sin ningún entusiasmo. Al pasar junto a la mesa del vestíbulo recogió su sombrero y su maletín. El vestíbulo mostraba una limpieza que intimidaba y el pequeño cuarto en el que se encontró repentinamente le pareció a Anne más limpio aún.

Marilla colocó la lámpara sobre una mesa triangular de tres patas y dobló las cobijas.

—¿Supongo que has de tener un camisón? —preguntó.

Anne asintió.

—Sí, tengo dos. Me los hizo la directora del asilo. Son terriblemente cortos. Nunca alcanza nada en un asilo, esas cosas son siempre escasas, por lo menos en un asilo pobre como es el nuestro. Odio los camisones cortos. Pero se puede soñar tan bien con ellos como con esos otros maravillosos que se arrastran hasta los pies, que tienen volados alrededor del cuello; es el único consuelo.

—Bueno, desvístete lo más rápidamente posible y métete en la cama. Dentro de unos minutos regresaré a buscar la lámpara. No me atrevo a que la apagues por ti misma. Eres capaz de prender fuego a la casa.

Cuando Marilla se hubo retirado, Anne miró pensativamente en derredor. Las paredes blanqueadas resultaban tan penosamente desnudas y llamativas que Anne pensó que debían de sufrir por su propia desnudez. El piso también se encontraba desnudo, excepto el centro, cubierto por un felpudo redondo acordonado. En un rincón estaba el lecho, alto y an­tiguo, con cuatro oscuros postes torneados. En la otra esquina se hallaba la ya citada mesa triangular adornada con un grueso mantel de terciopelo rojo, lo suficientemente fuerte co­mo para doblar la punta del más arriesgado alfiler. Sobre éste colgaba un pequeño espejo. A mitad de camino entre la cama y la mesa se hallaba la ventana, cubierta con una cortina de muselina blanca, y frente a ella se encontraba el lavabo. Toda la habitación era de una austeridad imposible de describir con palabras, pero que hacía estremecer a Anne hasta los huesos. Con un sollozo se despojó apresuradamente de sus vestidos, se puso el corto camisón y se metió en el lecho apretando la cara contra la almohada y cubriéndose la cabeza con las cobijas. Cuando Marilla regresó en busca de la luz, sólo unas mezquinas ropas de vestir desparramadas por el suelo y la forma tempestuosa del lecho, indicaban que había alguien en el cuarto.

Con circunspección recogió las ropas de Anne, colocándolas prolijamente sobre una bien cuidada silla amarilla. Luego, tomando la lámpara, se volvió hacia el lecho.

—Buenas noches —dijo algo torpe, aunque gentilmente.

El rostro pálido de Anne y sus grandes ojos aparecieron entre las cobijas con alarmante rapidez.

—¿Cómo puede usted llamar a ésta una noche buena cuan­do sabe que será la peor noche que he pasado en toda mi vida? —dijo con reproche. Luego se ocultó otra vez entre las sábanas.

Marilla bajó lentamente a la cocina y procedió a lavar los platos de la cena. Matthew fumaba, síntoma evidente de que estaba preocupado. Fumaba muy rara vez, pues Marilla lo consideraba un hábito pernicioso, pero en ciertas ocasiones y temporadas se sentía arrastrado a él, y entonces Marilla hacía la vista gorda, comprendiendo que debía tener un desahogo para sus emociones.

—Bueno, nos metimos en un lindo problema —dijo airadamente—. Esto nos pasa por mandar hacer las cosas en vez de ir nosotros mismos. De cualquier modo, los parientes de Robert Spencer han enrevesado el mensaje. Uno de nosotros tendrá que ir a ver a la señora Spencer mañana; eso, fuera de duda. Esa niña debe ser enviada de vuelta al asilo.

—Sí, supongo que sí —respondió Matthew de mala gana.

—¡Supones que sí! ¿No estás seguro?

—Bueno… después de todo, es una linda niña, Marilla. Es una pena enviarla de vuelta cuando se muestra tan ansiosa por quedarse aquí.

—¡Matthew Cuthbert, no querrás decir que debemos dejarla quedar aquí con nosotros!

El asombro de Marilla no hubiera sido mayor de haber afirmado Matthew que prefería pararse de cabeza.

—Bueno, no. Supongo que no… no exactamente —tartamudeó Matthew viéndose acorralado—. Supongo… que no podemos quedarnos con ella.

—Claro que no. ¿Qué beneficio nos reportaría?

—Podríamos reportárselo nosotros a ella —dijo Matthew repentina e inesperadamente.

—¡Matthew Cuthbert, creo que esa chiquilla te ha embrujado! ¡Se ve a las claras que quieres quedarte con ella!

—Bueno, es una niña realmente interesante —insistió Matthew—. Tenías que haberla oído hablar cuando volvíamos de la estación.

—Oh sí, para hablar es muy rápida. Lo vi de inmediato. Y no es nada en su favor. No me gustan las chicas que hablen mucho. No quiero una huérfana, y si la quisiera, ésta no es del estilo de la que elegiría. Hay algo que no puedo entender en ella. No; debe ser devuelta directamente al lugar de donde vino.

—Puedo emplear a un muchacho francés para que me ayude, y ella resultaría una compañía para ti.

—No deseo compañía alguna —dijo Marilla con presteza—. Y no voy a quedarme con ella.

—Bueno, se hará como tú dices, por supuesto, Marilla —di­jo Matthew incorporándose y guardando su pipa—. Me voy a dormir.

Y a dormir se fue Matthew. Y cuando hubo terminado con los platos, a dormir se fue Marilla, con el entrecejo resueltamente fruncido. Y arriba, bajo el tejado del este, una criatura solitaria, sufriente y desamparada lloraba hasta ser vencida por el sueño.

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