CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Una alumna de la Academia

de la Reina

Las tres semanas siguientes fueron de mucha actividad en Tejados Verdes, pues Anne se estaba preparando para ir a la Academia y quedaba mucho por coser, además de varios arreglos y conversaciones. El equipo de Anne fue variado y lindo, pues Matthew se ocupó de ello y por una vez Marilla no objetó nada que él eligiera o comprara. Más aún, una tarde subió ella misma a la habitación oriental con los brazos llenos de un delicado material verde pálido.

—Anne, aquí tienes algo para un lindo vestido vaporoso para ti. No creo que lo necesites en realidad; tienes bastantes vestidos lindos, pero he pensado que te gustaría algo elegante para ponerte si tuvieras que salir de noche alguna vez en la ciudad, a una fiesta o cosa por el estilo. He oído que Jane, Ruby y Josie tienen trajes de noche, como se los llama, y no tengo intención de que seas menos que ellas. La señora Allan me ayudó a elegirlo la semana pasada en el pueblo, y conseguiremos que Emily Gillis te lo cosa. Emily tiene buen gusto y sus conjuntos son inigualables.

—Oh, Marilla, es simplemente hermoso —dijo Anne—, muchísimas gracias. No creo que deba ser tan buena conmigo; cada día se me hace más difícil irme.

Confeccionaron el vestido verde con cuantos volados, alforzas y frunces permitiera el buen gusto de Emily. Anne se lo puso una noche para placer de Marilla y Matthew y recitó «El voto de la doncella» para ellos en la cocina. Mientras Marilla contemplaba la cara brillante y animada y los movimientos gráciles, sus pensamientos volvieron a la noche en que Anne llegara a Tejados Verdes y se representó la vívida imagen de la niña extraña y asustada con su ridículo vestido de lana pardo amarillento, con la dolorosa mirada en sus ojos. Algo en aquel recuerdo trajo lágrimas a los ojos de Marilla.

—Mi recitado la ha hecho llorar, Marilla —dijo Anne alegremente, inclinándose sobre la silla de ésta para depositar un suave beso en su mejilla—. A eso llamo yo un triunfo positivo.

—No, no lloraba por la declamación —dijo, Marilla, que se hubiera despreciado por mostrar tal debilidad ante poesías—. No pude evitar pensar en la niñita que fuiste, Anne. Y deseaba que te hubieras quedado así, a pesar de tus rarezas. Ya has crecido y te vas y pareces tan alta y elegante y tan… tan… completamente diferente con ese vestido… como si ya no pertenecieras a Avonlea… y yo me sentí tan solitaria al pensarlo.

—¡Marilla! —Anne se sentó en la falda de su protectora, tomó su arrugada cara entre sus manos y la miró a los ojos grave y tiernamente. —No estoy cambiada en lo más mínimo, de verdad. Es mi exterior. El verdadero yo, aquí dentro, está igual. No modificará nada donde vaya o cuanto cambie exteriormente; en el corazón seré siempre su pequeña Anne, que querrá a usted, a Matthew y a Tejados Verdes más y mejor cada día de su vida.

Anne apoyó su fresca mejilla joven contra la ajada de Marilla y alargó la mano para palmear el hombro de Matthew. Marilla hubiera dado cuanto tenía por poseer el poder de Anne para traducir en palabras sus sentimientos; pero la naturaleza y la costumbre lo habían decidido en sentido contrario, y lo único que podía hacer era abrazar a la muchacha y apretarla contra su corazón, deseando no tener nunca que dejarla ir.

Matthew, con una sospechosa humedad en los ojos, se puso de pie y salió al campo. Bajo las estrellas de la azul noche de verano cruzó el jardín hasta la puerta de los álamos.

—Bueno, sospecho que no ha sido mal criada —murmuró orgullosamente—. Creo que el que me entrometiera ocasionalmente no produjo mucho daño. Es inteligente y linda y adorable también, que es lo mejor de todo. Ha sido una bendición para nosotros, y nunca hubo un error con más suerte que el de la señora de Spencer, si es que fue cosa de suerte. No lo creo. Fue la Providencia, pues el Todopoderoso vio que la necesitábamos.

Llegó por fin el día en que Anne hubo de partir. Ella y Matthew salieron en el coche una hermosa mañana de septiembre, después de una lacrimosa despedida con Diana, y otra, seca y práctica, con Marilla, por lo menos por parte de ésta. Pero cuando Anne hubo partido, Diana secó sus lágrimas y fue a una excursión a la playa de White Sands con algunos de sus primos de Carmody, donde consiguió alegrarse bastante; mientras que Marilla se lanzó fieramente al trabajo innecesario y continuó en él durante todo el día, con el más amargo dolor de cabeza, el que quema y desgarra sin poder deshacerse en lágrimas. Pero esa noche, cuando Marilla se acostó, aguda y miserablemente consciente de que en la pequeña habitación bajo el tejado no palpitaba la presencia de una vida juvenil, ni la quietud era turbada por ningún suave suspiro, hundió su cara en la almohada y lloró por su muchacha con sollozos tan apasionados que la aterraron cuando recobró la calma lo suficiente como para reflexionar sobre lo malo de querer tanto a un ser pecador como ella.

Anne y el resto de los colegas llegaron al pueblo justo a tiempo para entrar apresuradamente en la Academia. Ese primer día transcurrió bastante placenteramente en un torbellino de excitación, al trabar amistad con los nuevos estudiantes, a aprender a conocer a los profesores de un golpe de vista y al ser repartidos y organizados en clases. Anne, aleccionada por la señorita Stacy, tenía intención de cursar el segundo curso; Gilbert eligió lo mismo. Esto significaba obtener el título de maestro de primera clase en un año en vez de dos si se tenía éxito; pero también significaba más trabajo. Jane, Ruby, Josie, Charlie y Moody Spurgeon, que no estaban turbados por el aguijón de la ambición, siguieron el curso para maestros de segunda clase. Anne tuvo noción de su soledad al encontrarse en una habitación con otros cincuenta estudiantes, ninguno conocido, con excepción del muchacho alto de cabellos castaños que estaba del otro lado de la habitación; las condiciones en que lo conocía tampoco la ayudaban mucho, como reflexionó pesimista. Sin embargo, estaba innegablemente contenta de estar en su misma aula; la vieja rivalidad seguiría adelante, y de faltarle, apenas si hubiera sabido qué hacer.

—No me sentiría cómoda sin ella —reflexionó—. Gilbert parece terriblemente resuelto. Supongo que en este mismo momento está decidiendo ganar la medalla. ¡Qué mentón tan espléndido tiene! Nunca lo había notado antes. Quisiera que Josie y Ruby hubieran elegido nuestro curso también. Supongo que no me sentiré tan solitaria cuando haga amistades. ¿Cuáles de estas muchachas serán mis amigas? Es realmente una especulación interesante. Desde luego que he prometido a Diana que ninguna chica de la Academia, no importa cuánto la aprecie, llegará a serme tan querida como ella; pero tengo muchísimos afectos que otorgar. Me gusta el aspecto de esa muchacha de ojos castaños y blusa púrpura. Parece vívida y rosada; luego está esa otra pálida y rubia que mira a través de la ventana. Posee un hermoso cabello y mira como si soñara. Me gustaría conocerlas a ambas, conocerlas lo suficiente como para caminar juntas con los brazos a la cintura y llamarlas por sus sobrenombres. Pero en este momento no las conozco y ellas no me conocen a mí y probablemente no quieren conocerme particularmente. ¡Oh, estoy tan solitaria!

Todavía era más solitario cuando Anne se encontró sin compañía en su dormitorio al caer la noche. No se alojaba con el resto de las muchachas, que tenían parientes en el pueblo que las tomaron a su cargo. La señorita Josephine Barry la hubiera albergado gustosa, pero Beechwood se hallaba tan lejos de la Academia que no era conveniente; de manera que la señorita Barry buscó una casa de huéspedes, asegurando a Matthew y Marilla que era el lugar más apropiado para Anne.

—La señora de la casa es una dama venida a menos —explicó la señorita Barry—. Su marido era un oficial británico, y es muy cuidadosa con los pensionistas que toma. Anne no encontrará bajo su techo ninguna persona objetable. La mesa es buena y la casa está cerca de la Academia, es un barrio tranquilo.

Todo esto podía ser cierto, y lo fue, pero no ayudó materialmente a Anne en el primer dolor de la nostalgia que se apoderó de ella. Miró desmayadamente su estrecha habitación, con sus paredes oscuramente empapeladas y desnudas, su pequeña cama de hierro y su vacía biblioteca, y se le hizo un horrible nudo en la garganta al recordar su blanco cuarto en Tejados Verdes, donde tenía la sensación placentera de un exterior grande, verde, tranquilo; de dulces guisantes creciendo en el jardín y la luz de la luna dando en el huerto; del arroyo bajo la cuesta y las ramas de pino movidas por el viento nocturno; de un vasto cielo estrellado y de la luz en la ventana de Diana brillando entre los árboles. Aquí no había nada de eso; Anne sabía que fuera de su ventana estaba la dura calle, con la red de hilos de teléfono cerrando el cielo, el golpeteo de pies extraños y mil luces brillando en casas extrañas. Sabía que estaba por llorar, y luchó contra ello.

No lloraré. Es tonto y débil… Ahí va la tercera lágrima resbalando por mi nariz. ¡Y ahora siguen otras! Debo pensar en algo divertido para detenerlas. Pero no hay nada divertido que no tenga alguna relación con Avonlea, y eso empeora las cosas… Cuatro… cinco… Volveré el viernes a casa, pero parece que aún falta un siglo. Oh, Marilla está en la puerta, buscándome en el sendero… Seis… siete… ocho… ¡para qué contarlas! Ya son un torrente. No puedo alegrarme… No quiero alegrarme. ¡Es más lindo estar triste!

El torrente de lágrimas hubiera corrido, sin duda, de no haber aparecido en ese momento Josie Pye. En la alegría o ver una cara familiar, Anne olvidó el poco amor que le tuviera a Josie. Como parte de la vida de Avonlea, hasta una Pye era bienvenida.

—¡Estoy tan contenta de que hayas venido! —dijo Anne sinceramente.

—Has estado llorando —dijo Josie, con piedad agraviante—. Supongo que sientes nostalgia; algunos tienen muy poco autocontrol a ese respecto. Yo no tengo intención de sentir nostalgia. ¡La ciudad es tan linda después de la vulgar Avonlea! Pienso cómo he podido existir allí tanto tiempo. No deberías llorar, Anne; no hace bien al cutis y los ojos y la nariz se te enrojecen. He tenido un día magnífico en la Academia. Nuestro profesor de francés es un tipo de lo más raro. Su bigote te daría risa. ¿No tienes algo comestible, Anne? Me estoy muriendo literalmente de hambre. Ah, sospeché que Marilla te mandaría con una torta. Por eso vine. De otro modo hubiera ido al parque a oír tocar a la banda con Frank Stockley. Él se hospeda en el mismo lugar que yo y es un caballero. Te vio hoy en clase y me preguntó quién era esa muchacha pelirroja. Le dije que eras una huérfana que habían adoptado los Gilbert y que nadie sabía mucho sobre ti antes de eso.

Anne estaba cavilando si, después de todo, las lágrimas y la soledad no eran cosa mejor que la compañía de Josie, cuando aparecieron Jane y Ruby, cada una con una cinta con los colores de la Academia, azul y escarlata, prendida orgullosamente en el saco. Como Josie no se «hablaba» con Jane por aquel entonces, tuvo que sumirse en relativa inocuidad.

—Bueno —dijo Jane con un suspiro—, siento como si hubieran pasado siglos desde la mañana. Debía estar en casa estudiando a Virgilio; ese horrible profesor viejo nos dio veinte versos para mañana, para empezar. Pero esta noche no me podría sentar a estudiar. Anne, me parece que veo trazas de lágrimas, confiésalo. Restauraré mi autoestima, pues lloraba libremente antes de que llegara Ruby. No me importa ser una llorona si alguien también lo es. ¿Torta? ¿Me darás un trocito? Gracias. Tiene el verdadero gusto de Avonlea.

Ruby, notando sobre la mesa el calendario de la Academia, quiso saber si Anne tenía intención de tratar de obtener la medalla de oro.

Anne se ruborizó y admitió que lo pensaba.

—Oh, eso me recuerda —dijo Josie— que la Academia conseguirá por fin una de las becas Avery. Hoy llegó la noticia. Frank Stockley me lo dijo; uno de sus tíos está en la Comisión de Gobernadores, ¿saben? Mañana lo anunciarán en la Academia.

¡Una beca Avery! Anne sintió que su corazón latía con más rapidez, y los horizontes de su ambición se ampliaron como por arte de magia. Antes de que Josie trajera la noticia, el pináculo de sus aspiraciones había sido una licencia provincial de maestra de primera clase al fin del año y quizá la medalla. Pero ahora, en un instante, se vio ganando la beca Avery, siguiendo un curso de bachiller en artes en el colegio de Redmond y graduándose con su toga, todo eso antes de que se extinguiera el eco de las palabras de Josie. La beca Avery era para inglés, y Anne sentía que aquí su pie se apoyaba en el brezo natal.

Un rico industrial de Nueva Brunswick había muerto y legado parte de su fortuna para sostener un gran número de becas, que debían distribuirse entre las distintas escuelas secundarias y academias de las provincias marítimas, de acuerdo con su respectiva importancia. Se dudó mucho de si se le otorgaría una a la Academia de la Reina, pero el asunto se arregló al fin, y al terminar el año el graduado que tuviera las mejores calificaciones en inglés y literatura inglesa ganaría la beca: doscientos cincuenta dólares por año durante cuatro años en el colegio de Redmond. ¡No era de extrañarse que esa noche Anne fuera a acostarse sin las mejillas encendidas!

—Ganaré la beca, si lo que hace falta es trabajar duro —resolvió—. ¿No se enorgullecerá Matthew si llego a ser bachiller en artes? ¡Oh, es delicioso tener ambiciones! ¡Estoy tan contenta de tener tantas! Y nunca parecen llegar a su fin; eso es lo mejor de ellas. Tan pronto se obtiene una, se ve otra brillando más alto. ¡Hacen que la vida sea tan interesante!

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