CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

La curva del camino

Marilla fue a la ciudad al día siguiente, y retornó al atardecer. Anne había ido a la Cuesta del Huerto y regresó para encontrar a Marilla en la cocina, sentada frente a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano. Nunca había visto a Marilla sentada en forma tan inerte.

—¿Está muy cansada, Marilla?

—Sí… no… no lo sé —dijo Marilla lentamente, alzando la vista—. Supongo que estoy cansada, pero no había pensado en ello. No es ésa la razón.

—¿Vio usted al oculista? ¿Qué le dijo?

—Sí, lo vi. Me examinó los ojos. Dice que si abandono por entero la lectura y la costura y cualquier otra clase de trabajo que canse los ojos, si tengo cuidado de no llorar y si llevo los lentes que me ha recetado, cree que mis ojos no empeorarán y se me curarán los dolores de cabeza. En caso contrario, dice que estaré completamente ciega en seis meses. ¡Ciega! ¡Anne, piensa en ello!

Anne quedó en silencio por un minuto, luego de su primera exclamación. Le parecía que no podía pronunciar palabra. Entonces dijo valientemente, no sin un temblar en la voz.

—Marilla, no piense en eso. Le han dado esperanza. Si tiene cuidado, no perderá la vista por completo; y si los lentes le curan los dolores de cabeza, será una gran cosa.

—No me parece que sea una esperanza verdadera —dijo Marilla amargamente—. ¿Para qué viviré si no puedo ni leer, ni coser, ni hacer cosa por el estilo? Mejor sería estar ciega… o muerta. En lo que se refiere a llorar, no puedo evitarlo cuando me siento sola. Pero no se gana nada con hablar de ello. Te agradecería una taza de té. Estoy exhausta. No digas nada a nadie sobre esto por un tiempo. No podría resistir que los amigos vinieran a hacer preguntas, a apiadarse de mí y a charlar sobre ello.

Cuando Marilla hubo cenado, Anne la convenció de que se acostara. Entonces Anne se trasladó a la habitación oriental, donde se sentó junto a su ventana, sola con sus lágrimas y su tristeza en el corazón. ¡Cuánto habían cambiado para mal las cosas desde que se sentara allí la noche siguiente a su regreso! Entonces se sentía plena de esperanzas y alegría y el futuro parecía promisorio. Anne tenía la sensación de haber vivido años desde entonces, pero antes de que se acostara, en sus labios tenía una sonrisa y en su corazón, paz. Había mirado valerosamente a la cara a su deber y lo encontró amigable, como siempre se lo encuentra cuando lo enfrentamos francamente.

Una tarde, pocos días después, Marilla volvió lentamente del prado, donde había estado hablando con un visitante; un hombre a quien Anne conocía de vista como John Sadler, de Carmody. Anne se preguntó qué había dicho para que Marilla trajera esa expresión.

—¿Qué quería el señor Sadler, Marilla?

Marilla se sentó junto a la ventana y miró a Anne. A pesar de la prohibición, había lágrimas en sus ojos y dijo a Anne con voz quebrada:

—Supo que estaba por vender Tejados Verdes y quiere comprarla.

—¡Comprarla! ¿Comprar Tejados Verdes? —Anne pensó si había oído bien. —Oh, Marilla, ¿no pensará usted vender Tejados Verdes?

—Anne, no sé qué otra cosa puede hacerse. Lo he pensado mucho. Si mis ojos estuvieran fuertes, podría quedarme y administrar las cosas, con un buen criado. Pero como estoy, no puedo. Quizá pierda la vista del todo y quede inútil para administrar las cosas. Oh, nunca pensé que vería el día en que tendría que vender mi casa. Pero las cosas irán de mal en peor hasta que llegará el momento en que nadie querrá comprarla. Cada centavo se nos fue con ese banco y aún deben pagarse algunos pagarés que firmó Matthew el otoño pasado. La señora Lynde me aconseja que venda la granja y me hospede en cualquier parte; supongo que con ella. No se obtendrá mucho; es pequeña y los edificios, viejos. Pero será suficiente como para vivir. Estoy agradecida de que poseas esa beca, Anne. Lamento que no tengas un hogar donde pasar las vacaciones, pero supongo que te arreglarás.

Marilla cedió y se lanzó a llorar amargamente.

—Usted no debe vender Tejados Verdes —dijo Anne resueltamente.

—Oh, Anne, quisiera no tener que hacerlo. Pero tú misma puedes verlo. No puedo quedar aquí sola. Enloquecería de dolor y soledad. Y mi vista desaparecería; lo sé.

—No tendrá que quedarse aquí sola, Marilla. Yo estaré con usted. No voy a Redmond.

—¡Que no vas a Redmond! —Marilla alzó su arrugada cara de entre sus manos y contempló a Anne. —¿Qué quieres decir?

—Lo que oye. No voy a aceptar la beca. Lo decidí la noche después de que usted regresó de la ciudad. Seguramente que no irá a pensar que la dejaré sola en su dolor, Marilla, después de todo cuanto ha hecho por mí. He estado pensando y trazando planes. Déjeme que le cuente mis proyectos. El señor Barry quiere arrendarnos la granja el año próximo, de manera que no tendrá que preocuparse por ese lado. Yo enseñaré. He solicitado el colegio local, pero no sé si lo obtendré, pues tengo entendido que los síndicos se lo han prometido a Gilbert Blythe. Pero puedo tener la escuela de Carmody. El señor Blair me lo dijo anoche en la costa. Desde luego, no será tan lindo o conveniente como enseñar en Avonlea. Pero me puedo quedar a vivir aquí, viajando todos los días hasta Carmody, por lo menos durante el tiempo caluroso. Hasta en invierno puedo venir a casa los viernes. Guardaremos un caballo para eso. Oh, lo tengo todo planeado, Marilla. Y le leeré a usted y la mantendré alegre. No deberá sentirse ni triste ni sola. Y seremos felices juntas, usted y yo.

Marilla había escuchado como en sueños.

—Oh, Anne, sé que me podría desempeñar realmente bien si tú estuvieras aquí, pero no puedo dejar que te sacrifiques por mí. Sería terrible.

—¡Tonterías! —dijo Anne, riendo alegremente—. No hay ningún sacrificio. Nada sería peor que dejar Tejados Verdes; nada podría herirme más. Debemos guardar este viejo y querido lugar. Ya estoy decidida, Marilla. No voy a Redmond y voy a quedarme aquí a enseñar. No se preocupe lo más mínimo por mí.

—Pero tus ambiciones y…

—Tengo tantas ambiciones como siempre. Lo único que ha cambiado es el objeto de ellas. Seré una buena maestra y salvaré su vista. Además, tengo pensado estudiar en casa y tomar un pequeño curso. Oh, tengo docenas de planes, Marilla. Los he estado pensando durante una semana. Daré lo mejor de mi vida y la vida me devolverá lo mejor de ella. Cuando dejé la Academia, la vida parecía extenderse recta como un largo camino. Parecía perderse en el horizonte. Ahora, hay una curva en él. No sé qué habrá tras ella, pero creeré que será lo mejor. Esa curva posee cierta fascinación, Marilla. Pienso cómo será el camino tras ella. Lo que hay de verde gloria y de luz y sombra suave; qué nuevos paisajes; qué nuevas bellezas; qué curvas, colinas y valles se extienden más allá.

—No sé si debería dejarte abandonarla —dijo Marilla, refiriéndose a la beca.

—Pero si no puede evitarlo. Tengo dieciséis años y medio y soy «obstinada como una mula», como me dijo una vez la señora Lynde —dijo Anne—. Oh, Marilla, no me tenga lástima. No me gusta que se compadezca de mí y no hay necesidad de ello. El sólo pensar en quedarme en Tejados Verdes me alegra el corazón. Nadie querrá la casa como usted y yo, de manera que debemos quedarnos en ella.

—Bendita muchacha —dijo Marilla cediendo—. Siento como si me hubieras inyectado una nueva vida. Sospecho que debía azotarte y mandarte a la escuela, pero sé que no puedo, de manera que no lo intentaré.

Cuando se corrió la voz en Avonlea de que Anne Shirley había rechazado la beca y tenía intenciones de permanecer allí y enseñar, se discutió bastante el asunto. La mayoría de la buena gente, que nada sabía sobre los ojos de Marilla, lo creyó una tontería. La señora Allan, no. Se lo dijo a Anne con tales palabras de aprobación que trajeron lágrimas a los ojos de la muchacha. Tampoco lo consideró así la buena de la señora Lynde. Llegó un atardecer y encontró a Anne y Marilla sentadas en la puerta principal, al cálido y perfumado crepúsculo. Les gustaba sentarse allí cuando caía el sol; las mariposas blancas volaban por el jardín, y el olor a menta llenaba el aire húmedo.

La señora Rachel depositó su sustancial persona sobre el banco de piedra junto a la puerta, tras el cual crecía una alta planta de rojas y amarillas malvas, con un largo respiro, mezcla de fatiga y alivio.

—Me alegro de sentarme. He estado de pie todo el día y doscientas libras de peso son una buena carga para que un par de pies la lleven de un lado a otro. Es una bendición no ser gorda, Marilla. Espero que usted la aprecie. Bueno, Anne, he oído que has abandonado tu intención de seguir estudiando. Me alegra de veras saberlo. Tienes tanta educación como la que puede sufrir una mujer con comodidad. No creo en eso de las muchachas yendo a la escuela secundaria con los varones y atiborrándose la cabeza con griegos y latines y tonterías por el estilo.

—Pero si voy a estudiar lo mismo griego y latín, señora Lynde —dijo Anne riendo—. Seguiré el curso de Artes aquí en Tejados Verdes y estudiaré las mismas cosas que en el colegio secundario.

La señora Lynde alzó sus manos en sagrado terror.

—Anne Shirley, te matarás.

—No. Tendré éxito. No voy a excederme en las cosas. Tengo muchísimo tiempo libre durante las largas noches de invierno y no tengo vocación por hacer cosas tontas. Enseñaré en Carmody, ¿sabe?

—No lo sé. Sospecho que enseñarás en Avonlea. Los síndicos han decidido darte el colegio.

—¡Señora Lynde! —gritó Anne, saltando sobre sus pies de la sorpresa—. Pero si yo creía que se lo habían prometido a Gilbert Blythe.

—Así fue. Pero tan pronto Gilbert supo que tú lo habías solicitado, fue a verlos; sabrás que anoche tenían una reunión en el colegio, y les dijo que retiraba su solicitud y sugería que aceptaran la tuya. Dijo que enseñaría en White Sands. Desde luego que dejó el colegio para beneficiarte, porque sabía cuánto querías quedarte con Marilla, y debo decir que fue muy bueno y sensato de su parte, eso es. Es un verdadero sacrificio, también, pues tendrá que pagarse el alojamiento en White Sands y todo el mundo sabe que debe ganarse el pago de sus estudios. De manera que los síndicos decidieron tomarte a ti. Me alegré muchísimo cuando Thomas vino a decírmelo.

—No creo que deba aceptarlo —murmuró Anne—. Quiero decir, no pienso que debería dejar que Gilbert haga tal sacrificio por… por mí.

—Sospecho que ya no puedes evitarlo. Ha firmado con los síndicos de White Sands. De manera que de nada serviría que ahora te negaras. Desde luego que te harás cargo del colegio. Te irá muy bien, ahora que ya no quedan Pye. Josie fue la última de ellos y es una suerte, eso es. Durante los últimos veinte años ha habido algún Pye en el colegio y sospecho que su misión en la vida era recordar a los maestros que la tierra no era su mundo. ¿Qué quieren decir esas luces en el tejado de los Barry?

—Diana me hace señales de que vaya —dijo Anne—. Ya sabe que seguimos la vieja costumbre. Perdóneme si corro a ver qué desea.

Anne descendió como un ciervo por la cuesta de los tréboles y desapareció entre las pinosas sombras del Bosque Embrujado. La señora Lynde la contempló indulgente.

—Todavía tiene mucho de niña en ciertas cosas.

—Pero hay mucho de mujer en otras —respondió Marilla, con un momentáneo retorno a su vieja hosquedad.

Pero la hosquedad ya no era más el carácter distintivo de Marilla. La señora Lynde le dijo a Thomas esa noche:

—Marilla Cuthbert se ha vuelto melosa. Eso es.

Anne fue la tarde siguiente al pequeño cementerio de Avonlea, a poner flores frescas en la tumba de Matthew y regar la rosa de Escocia. Se quedó allí hasta el anochecer, gozando de la paz y calma del lugar, con sus álamos cuyo murmullo era cual una suave y gentil conversación y el pasto sibilante creciendo libremente entre las tumbas. Cuando partió por fin y bajó la larga colina que moría en el Lago de las Aguas Refulgentes, ya hacía tiem­po que había caído el sol y toda Avonlea estaba ante ella, iluminada por la mortecina luz, «el fantasma de una antigua paz». En el aire había una frescura como si el viento hubiera soplado sobre los dulces campos de tréboles. Las luces de las casas parpadeaban aquí y allá entre los árboles. A lo lejos estaba el mar, brumoso y púrpura, con su murmullo incesante y embrujador. El occidente era una gloria de suaves tonos y la laguna los reflejaba en todas sus gamas. La belleza de todo hizo estremecer el corazón de Anne y, agradecida, le abrió las puertas de su alma.

—Mi mundo querido —murmuró—, eres muy hermoso y me alegra vivir en ti.

A mitad de camino en la colina, un muchacho alto salió silbando de la puerta de la casa de los Blythe. Era Gilbert, y el silbidito murió en sus labios cuando reconoció a Anne. Se sacó cortésmente la gorra, pero hubiera cruzado en silencio, si Anne no se hubiera detenido, alargándole la mano.

—Gilbert —dijo, con las mejillas rojas—, quiero agradecerte que me cedieras el colegio. Fue muy bueno de tu parte y quiero que sepas cuánto lo agradezco.

Gilbert tomó ansiosamente la mano que le ofrecían.

—No fue nada particularmente bueno de mi parte, Anne. Me agradó prestarte algún pequeño servicio. ¿Vamos a ser amigos después de esto? ¿Me has perdonado de verdad mi vieja culpa?

Anne rio y trató sin éxito de retirar su mano.

—Te perdoné aquel día en el embarcadero. Fui una tonta tozuda. Desde entonces, debo confesarte, lo he sentido terriblemente.

—Seremos los mejores amigos —dijo Gilbert con júbilo—. Hemos nacido para serlo, Anne. Has burlado al destino mucho tiempo. Sé que nos podemos ayudar uno a otro de muchas maneras. Tú vas a continuar estudiando, ¿no es así? Yo también. Ven, te acompañaré a casa.

Marilla miró curiosamente a Anne cuando ésta entró en la cocina.

—¿Quién venía contigo por el sendero, Anne?

—Gilbert Blythe —respondió Anne, avergonzada de encontrarse sonrojada—. Lo encontré en la colina de los Barry.

—No creí que tú y Gilbert fueran tan buenos amigos como para estar charlando media hora en la puerta —dijo Marilla, con una seca sonrisa.

—No lo éramos; fuimos buenos enemigos. Pero hemos decidido que será más sensato ser buenos amigos en el futuro. ¿Estuvimos de verdad media hora? Parecieron unos pocos minutos. Es que, sabe usted, tenemos cinco años de silencio que vencer.

Anne se sentó esa noche junto a su ventana acompañada de un alegre sentimiento. El viento soplaba suavemente entre las cerezas y llegaba el olor de la menta. Las estrellas titilaban sobre los agudos pinos en el valle y la luz de Diana brillaba a la distancia.

Los horizontes de Anne se habían cerrado desde la noche en que se sentó allí a su regreso de la Academia; pero si la senda ante sus pies había de ser estrecha, sabía que las flores de la tranquila felicidad la bordearían. Las alegrías del trabajo sincero, de la aspiración digna y de la amistad serían suyas; nada podía apartarla de su derecho a la fantasía o del mundo ideal de sus sueños. ¡Y siempre estaba la curva en el camino!

—«Gloria a Dios en las Alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» —murmuró suavemente Anne.

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