CAPÍTULO SEIS
Marilla toma una decisión
Y allí llegaron, sin embargo, a su debido tiempo. La señora Spencer vivía en la ensenada de White Sands y apareció en la puerta con una mezcla de sorpresa y bienvenida en la cara.
—Caramba —dijo—, son ustedes las últimas personas que yo esperaría hoy, pero estoy encantada de verlas. ¿Dejará suelta la yegua? ¿Y, cómo estás, Anne?
—Estoy todo lo bien que puede esperarse, muchas gracias —dijo Anne sin sonreír. Sobre ella pareció haber descendido la desgracia.
—Nos quedaremos un rato mientras descansa la yegua —dijo Marilla—, pero he prometido a Matthew regresar temprano. El hecho es, señora Spencer, que se ha cometido un error en alguna parte y he venido a ver dónde. Matthew y yo mandamos decirle a usted que nos trajera un muchacho de diez u once años.
—¡No me diga, Marilla Cuthbert! —dijo desesperada la señora Spencer—. Pero si Robert me lo mandó decir por su hija Nancy y ella dijo que ustedes querían una niña, ¿no es así, Flora Jane? —preguntó a su hija, que subía las escaleras.
—Ciertamente, señorita Cuthbert —corroboró Flora Jane.
—Lo siento terriblemente —dijo la señora Spencer—. Es una lástima, pero usted verá que no ha sido por mi culpa. Hice cuanto pude y pensé que seguía sus instrucciones. Nancy es terrible. A menudo he debido reprenderla por su descuido.
—Fue culpa nuestra —dijo Marilla resignadamente—. Debimos haber venido nosotros, y no dejar que un mensaje de tal importancia fuera pasado verbalmente. De todas maneras, el error ha sido hecho y debemos corregirlo. ¿Podemos devolver la niña al asilo? Supongo que la volverán a tomar.
—Supongo —dijo pensativamente la señora Spencer—, pero no creo que sea necesario enviarla. La señora de Peter Blewett estuvo ayer por aquí y me dijo cuánto desearía que le mandaran una niña por mi intermedio para que la ayudara. La señora de Peter tiene una familia grande y le cuesta encontrar ayuda. Anne será exactamente lo que necesita. Es cosa del destino.
Marilla no estaba de acuerdo. Aquí tenía inesperadamente una buena oportunidad de deshacerse de la indeseada huérfana, y ni siquiera se sentía contenta por ello.
Sólo conocía de vista a la señora Peter Blewett, apenas un poco de carne superflua en los huesos. Pero había tenido noticias de ella. «Una trabajadora terrible y una negrera», se decía de la señora de Peter, y las sirvientas despedidas contaban historias horripilantes de su carácter y su mezquindad, y de sus hijos malcriados y pendencieros. Marilla sentía un escrúpulo de conciencia ante el pensamiento de entregarle a Anne.
—Bueno, entraré y conversaremos sobre el asunto.
—¡Mire, es la señora de Peter que viene por el sendero en este mismo instante! —exclamó la señora Spencer, haciendo cruzar a sus huéspedes a través del vestíbulo y entrando en el comedor, donde las recibió un frío glacial, como si el aire hubiera perdido hasta la última partícula de calor al cruzar las cortinas verdes cerradas—. Es una verdadera suerte pues así podemos arreglar el asunto inmediatamente. Siéntese en el sillón, señorita Cuthbert. Anne, siéntate aquí en el sillón y no te muevas. Denme sus sombreros. Flora Jane, ve a poner la cacerola. Buenas tardes, señora Blewett, estábamos diciendo cuán afortunado era que usted viniera. Permítame que las presente: la señora Blewett, la señorita Cuthbert. Perdónenme un instante: olvidé decirle a Flora Jane que saque los pasteles del horno.
La señora Spencer desapareció, luego de correr las cortinas. Anne, sentada en silencio en el sillón con las manos fuertemente apretadas sobre su falda, contemplaba a la señora Blewett como fascinada. ¿La dejarían al cuidado de esa mujer de ojos agudos y cara afilada? Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y cerró dolorosamente los ojos. Empezaba a temer que no podría retener las lágrimas, cuando volvió la señora Spencer, decidida, capaz de desvanecer cualquier dificultad, física, mental o espiritual.
—Parece que hubo un error respecto a esta niña, señora Blewett —dijo—. Yo creía que el señor y la señorita Cuthbert querían adoptar una niña. Así se me dijo, pero lo cierto es que querían un varón. De manera que si piensa lo mismo que ayer, creo que aquí tiene lo que quería.
La señora Blewett escudriñó a Anne de la cabeza a los pies.
—¿Qué edad tienes y cómo te llamas?
—Anne Shirley —murmuró la niña sobrecogida—, y tengo once años.
—¡Hum! No pareces valer gran cosa. Pero eres flaca. No sé por qué los flacos resultan mejores. Si te tomo habrás de ser buena; ya sabes, buena, pulcra y respetuosa. Espero que te ganes el sustento, no te vayas a equivocar a ese respecto. Sí, supongo que podré desembarazarla de ella, señorita Cuthbert. El niño está terriblemente travieso y estoy cansadísima de atenderlo. Si usted lo desea, puedo ya llevármela a casa.
Marilla miró a Anne y se ablandó ante la vista de la pálida cara de la niña y su mirada de mudo dolor; el dolor de una indefensa criatura que se encuentra nuevamente atrapada en la trampa de la que acababa de escapar. Marilla tuvo la incómoda convicción de que si desconocía el ruego de aquella mirada, su recuerdo la perseguiría hasta la muerte. Más aún, no le agradaba la señora Blewett. ¡Entregar a tal mujer una criatura sensible! ¡No, no podía cargar con la responsabilidad de ese hecho!
—Bueno, no sé —dijo lentamente—. Yo no dije con seguridad que Matthew y yo hubiéramos decidido completamente que no podíamos quedarnos con ella. En verdad, puedo decir que Matthew está predispuesto a quedarse con la niña. Yo sólo vine a ver cómo había ocurrido el error. Será mejor que la vuelva a llevar a casa y lo discuta con mi hermano. Creo que no debo decidir nada sin consultarle. Si decidimos no quedarnos con ella, la traeré o se la mandaré mañana por la noche. Si así no ocurre, es que se queda, ¿le conviene así, señora Blewett?
—Supongo que sí.
Durante el discurso de Marilla, el sol había salido en la cara de Anne. Primero se desvaneció la mirada de desesperación; luego alumbró débilmente la esperanza; sus ojos brillaron como estrellas. La niña estaba casi transfigurada, y cuando la señora Spencer y la señora Blewett salieron en demanda de la receta de cocina que esta última había venido a buscar, de un salto cruzó la habitación en dirección a Marilla.
—Oh, señorita Cuthbert, ¿dijo en realidad que quizá me dejarían ustedes quedarme en Tejados Verdes? —murmuró, como si hablando en alta voz pudiera romper esa hermosa posibilidad—. ¿Lo dijo usted en realidad, o sólo fue imaginación mía?
—Creo que será mejor que gobiernes esa imaginación tuya, si es que no puedes distinguir entre lo que es real y lo que no —dijo Marilla—. Sí, me has oído decir eso y nada más. No está decidido y quizá resolvamos que la señora Blewett se quede contigo. Con toda seguridad que ella te necesita mucho más que yo.
—Volvería al asilo antes de vivir con ella —dijo apasionadamente la niña—. Parece exactamente… una arpía.
Marilla escondió una sonrisa ante la seguridad de que Anne debía ser reprendida por tal palabra.
—Una niña como tú debería avergonzarse de referirse así a una señora desconocida —dijo con severidad—. Vuelve, siéntate correctamente, cállate, y pórtate como una niña buena.
—Trataré de hacerlo si se queda usted conmigo —dijo Anne volviendo dócilmente a su otomana.
Cuando regresaron esa tarde a Tejados Verdes, Matthew se les unió en el sendero. Desde lejos, Marilla lo vio caminar allí y se puso a pensar en el motivo de ello. Estaba preparada para el alivio que vería en su cara cuando viera que por lo menos volvía con Anne. Pero no le dijo nada del asunto hasta que estuvieron tras el establo, ordeñando las vacas. Allí le relató suavemente la historia de Anne y la entrevista con la señora Spencer.
—Yo no le daría ni un perro a esa señora Blewett —dijo Matthew con desconocido vigor.
—A mí tampoco me agrada su aspecto —admitió Marilla—, pero hay que elegir entre eso o quedarnos nosotros con ella, Matthew. Y, ya que tú pareces querer quedarte con ella, supongo que yo también tendré que quererlo. He estado dándole vueltas a la idea, hasta acostumbrarme un poco. Parece un deber. Nunca he criado una criatura, especialmente una niña, y creo que me confundiría terriblemente. Pero haré lo mejor que pueda. En lo que a mí respecta, Matthew, puede quedarse.
La tímida cara de Matthew brillaba de alegría.
—Bueno, Marilla, esperaba que lo vieras así. Es una chiquilla tan interesante.
—Sería mejor si pudieras decir que es una chiquilla útil —respondió Marilla—, pero yo procuraré que así sea. Y ten en cuenta, Matthew, que no te permitiré interferir en mis métodos. Quizás una solterona no sepa mucho sobre cómo se cría a los niños, pero por cierto que sabe más que un solterón. De manera que déjame manejarla. Cuando fracase, tiempo tendrás de darme una mano.
—Bueno, bueno, Marilla, puedes hacer lo que quieras —dijo Matthew tranquilamente—. Sólo te pido que seas tan buena y amable con ella como puedas serlo sin malcriarla. Me parece que esta niña es de esa clase de personas de las que se puede obtener cualquier cosa con sólo conseguir que te quieran.
Marilla lanzó un bufido para expresar así su desprecio por las opiniones de Matthew respecto de las cosas femeninas, y salió hacia el tambo con los baldes.
—No le diré esta noche que puede quedarse —reflexionó mientras ponía la leche en las cremeras—. Se excitaría tanto que no podría dormir. Marilla Cuthbert, te has entusiasmado. ¿Has pensado alguna vez que llegaría el día en que adaptarías una huérfana de un asilo? Sí que es una sorpresa; pero no lo es tanto como la de que Matthew es el causante de ello; él, que siempre pareció tener un terror mortal por las niñas. De cualquier modo hemos decidido probar. Y sólo Dios sabe lo que saldrá de todo esto.
n