CAPÍTULO SIETE
Anne dice una oración
Cuando Marilla llevó a Anne a acostarse esa noche, le dijo seriamente:
—Escucha, Anne, he notado que anoche al desnudarte desparramaste tu ropa por todo el piso. Es una costumbre muy desaliñada y no puedo permitirla. En cuanto te saques una prenda de vestir, la doblas cuidadosamente y la colocas sobre la silla. No me agradan en absoluto las niñas que no son pulcras.
—Anoche tenía la mente tan perturbada que ni pensé en la ropa —dijo Anne—. La doblaré mejor esta noche. Siempre lo hacíamos en el asilo, aunque la mitad de las veces lo olvidaba, tal era mi apuro por meterme en la cama para estar tranquila e imaginar cosas.
—Pues si has de estar aquí, tendrás que recordarlo un poco mejor —la amonestó Marilla—. Di tus oraciones y a dormir.
—Nunca rezo —anunció Anne.
Marilla pareció aterrorizada:
—Pero, Anne, ¿qué estás diciendo? ¿Nunca te han enseñado a rezar? Dios quiere que las niñas siempre digan sus oraciones antes de acostarse. ¿Sabes quién es Dios, Anne?
—Dios es un Espíritu purísimo, infinitamente bueno, sabio, justo, poderoso, principio y fin de todas las cosas —respondió Anne rápidamente y muy suelta de lengua.
Marilla se mostró algo aliviada.
—¡De modo que sabes algo, a Dios gracias! No eres pagana del todo. ¿Dónde aprendiste eso?
—Oh, en la escuela dominical del asilo. Nos hacían estudiar todo el catecismo. Me gustaba bastante. Hay algo espléndido en algunas palabras: «infinitamente», «poderoso», «principio y fin». ¿No es grandioso? Tiene la grandiosidad del sonido de un gran órgano. Uno no puede llamarlo poesía, supongo, pero se le parece mucho, ¿no es cierto?
—No estamos hablando de poesías, Anne; estamos hablando sobre tus oraciones. ¿No sabes que es algo terriblemente feo no decir oraciones por la noche? Temo que seas una niña muy mala.
—Si usted tuviera el cabello colorado, se encontraría con que es mucho más fácil ser mala que buena —dijo Anne con reproche—. La gente que no tiene cabello rojo no tiene idea de la molestia que significa. La señora Thomas me dijo que Dios me había hecho el cabello de ese color a propósito, y desde ese entonces no me ocupé más de Él. Y, de cualquier modo, estaba siempre tan cansada por las noches que no me molestaba en rezar. La gente que tiene que cuidar mellizos no tiene tiempo para pensar en rezar. Con sinceridad, ¿no lo cree usted así?
Marilla decidió que la instrucción religiosa de Anne debía comenzar inmediatamente. No había tiempo que perder.
—Mientras estés en mi casa, deberás decir tus oraciones, Anne.
—Por supuesto, ya que usted quiere que lo haga —asintió la niña alegremente—. Haría cualquier cosa por complacerla. Pero por esta vez tendrá usted que indicarme qué debo decir. Cuando me acueste, pensaré una linda oración para decirla siempre. Creo que será muy interesante, ahora que me ha hecho usted pensar en ello.
—Debes arrodillarte —dijo Marilla con embarazo.
Anne se arrodilló frente a Marilla y preguntó gravemente:
—¿Por qué la gente tiene que arrodillarse para rezar? Si yo realmente quisiera rezar, voy a decirle lo que haría. Iría a un campo grande, solitario, o me internaría en lo más profundo del bosque, y allí miraría al cielo, arriba, arriba, arriba, a ese maravilloso cielo azul que parece no tener fin. Y entonces, realmente sentiría una plegaria. Bueno, estoy lista. ¿Qué tengo que decir?
Nunca había sentido Marilla más incomodidad. Tenía intenciones de enseñarle a Anne la clásica oración de los niños: «Con Dios me acuesto». Pero poseía, como ya se ha dicho, una cierta visión del sentido del humor —que es simplemente otra denominación del sentido de la oportunidad—; y repentinamente se le ocurrió que aquella simple plegaria, sagrada para una niñez vestida de blanco, balbuceada sobre el regazo materno, era algo completamente inapropiado para esta chiquilla pecosa que nada conocía del amor de Dios, desde que éste no le había llegado por medio del amor humano.
—Eres lo suficientemente grande como para rezar por ti misma, Anne —dijo por fin—. Sólo dale gracias a Dios por sus bendiciones y ruégale con humildad que te conceda lo que deseas.
—Bueno, haré lo que pueda —prometió Anne escondiendo la cara en el regazo de Marilla—. «Padre nuestro amantísimo…» Así es como decía el ministro en la iglesia, de modo que supongo que estará bien para una plegaria privada, ¿no es cierto? —se interrumpió alzando la cabeza por un momento—. «Padre nuestro amantísimo, te doy las gracias por el Blanco Camino del Encanto y por el Lago de las Aguas Refulgentes y por Bonny y por la Reina de las Nieves. Te estoy extremadamente agradecida por ello. Y éstas son todas las cosas que tengo que agradecerte por el momento. En cuanto a las que tengo que pedirte, es tanto que tomaría mucho tiempo el nombrarlo, de manera que sólo mencionaré las dos cosas más importantes. Por favor déjame quedarme en Tejados Verdes; y por favor, haz que sea linda cuando crezca.
»Tuya sinceramente,
Anne Shirley.»
—Ya está. ¿Lo hice bien? —preguntó ansiosamente mientras se levantaba—. Podría haberlo hecho mucho más florido de haber tenido algo más de tiempo para pensarlo.
Lo único que impidió que a la pobre Marilla le diera un colapso fue el convencimiento de que no era la irreverencia lo que motivaba la original petición de Anne, sino una simple ignorancia religiosa.
Arropó a la niña en la cama, mientras para sus adentros se hacía la promesa de que al día siguiente le enseñaría una verdadera oración, y ya dejaba la habitación con la lámpara en la mano, cuando Anne la llamó.
—Ahora me doy cuenta. Debería haber dicho «amén» en vez de «tuya sinceramente», ¿no es cierto?; así decían los ministros. Lo había olvidado, pero me parecía que a una oración había que terminarla de alguna manera y por eso dije así. ¿Cree usted que tendrá importancia?
—Yo… yo creo que no —dijo Marilla—. Ahora duérmete como una niña buena. Buenas noches.
—Hoy puedo decir buenas noches con la conciencia tranquila —dijo Anne abrazándose a la almohada.
Marilla se retiró a la cocina, puso la lámpara sobre la mesa y dirigió a Matthew una mirada penetrante.
—Matthew Cuthbert, ya es tiempo de que alguien se haga cargo de esa niña y le enseñe algo. Está casi a punto de ser una perfecta pagana. ¿Puedes creer que nunca había dicho una plegaria en su vida hasta esta noche? Mañana mandaré pedir a la rectoría el libro de religión; sí, eso es lo que haré. Y asistirá a la escuela dominical tan pronto como pueda hacerle algunas ropas apropiadas. Preveo que tendré muchísimo que hacer. Bueno, bueno, no podemos pretender pasar por el mundo sin nuestra carga de tribulaciones. Hasta hoy he llevado una vida bastante fácil, pero ha llegado mi hora por fin y creo que tendré que enfrentarla lo mejor que pueda.
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