Solo fumaba mientras la estaba buscando.

Cada vez que encendía un nuevo cigarrillo, Lelle la veía a su lado, sentada en el asiento del copiloto, con una mueca de desaprobación mientras lo miraba por encima de la montura de sus gafas.

—Creía que lo habías dejado.

—Lo he dejado. Este es solo una excepción.

A continuación, observaba cómo ella negaba con la cabeza y le enseñaba sus colmillos puntiagudos, esos que tanto la avergonzaban. Era entonces, en aquellos momentos en que él conducía a través de una noche que la luz se resistía a abandonar, cuando su imagen se le aparecía con mayor nitidez. Su cabello, casi blanco cuando le daba el sol; la nariz salpicada de pecas oscuras, las cuales, en los últimos años, había comenzado a camuflar con maquillaje; y esos ojos a los que no se les escapaba nada, aun cuando no dieran la sensación de estar mirando. Se parecía más a Anette que a él, por suerte para ella, ya que la belleza no era algo que se encontrara en los genes de su padre. Y no pensaba que fuera guapa solo por ser su hija. Ya desde su más tierna infancia, Lina había hecho que la gente volviera siempre la cabeza para contemplarla; la niña conseguía arrancar una sonrisa incluso al más hastiado. Ahora, sin embargo, ya nadie se daba la vuelta para mirarla. Nadie la había visto en tres años; al menos nadie que quisiera darse a conocer.

El tabaco se le acabó antes de llegar a Jörn. Lina ya no iba en el asiento del copiloto. El coche estaba vacío y en completo silencio, y él, que tenía la mirada fija en una carretera que, en realidad, no veía, casi había olvidado dónde se hallaba. Llevaba tanto tiempo recorriendo aquella vía —conocida popularmente como la Carretera de Plata—, que se la sabía de memoria. Sabía cómo eran las curvas y dónde se abrían los huecos en el cercado que permitían a los alces y a los renos cruzarla a sus anchas. Sabía dónde se acumulaba la lluvia y en qué zonas la niebla emergía de las lagunas para emborronar el mundo. Ese trayecto, eco de un antiguo comercio argénteo entre Nasafjäll y el golfo de Botnia, ahora serpenteaba como un arroyo plateado entre las montañas y la costa, conectando el pueblo de Glimmersträsk con los restantes puntos del interior. Un camino que él nunca osaría abandonar por mucho que hubiera llegado a aborrecer sus meandros y su curso a través del corazón del bosque. Allí era donde ella había desaparecido; esa era la carretera que se había tragado a su hija.

Nadie estaba al tanto de sus travesías nocturnas en busca de Lina. De esas noches en que fumaba un cigarrillo tras otro mientras, con el brazo alrededor del asiento del copiloto, conversaba con su hija como si esta estuviera allí en carne y hueso, como si nunca hubiera desaparecido. No tenía a nadie a quien contárselo. Al menos, desde que Anette lo dejó. Según ella, la culpa había sido suya. Fue él quien llevó a Lina en coche hasta la parada del autobús aquella mañana. Sobre él pesaba la responsabilidad.

Llegó a Skellefteå a las tres de la madrugada. Se detuvo en la gasolinera para repostar y rellenar el termo de café. A pesar de la temprana hora, el chico que estaba detrás del mostrador lo saludó con unos ojos bien espabilados y vivarachos, que, en su fogosidad, acompañaban al pelo rojizo y peinado hacia un lado. Era joven, no pasaría de los diecinueve o veinte años. La misma edad que Lina tenía ahora. Aunque le costaba imaginarla tan mayor. Compró otro paquete de Marlboro Light haciendo caso omiso a su mala conciencia. Su mirada se posó en un expositor de ungüentos antimosquitos que se encontraba junto a la caja registradora. Lelle toqueteó, nervioso, la tarjeta de crédito. Todo le recordaba a Lina. Aquella mañana, ella iba embadurnada de repelente de mosquitos. Lo cierto es que eso era lo único de lo que se acordaba: de haber bajado la ventanilla para ventilar y hacer que desapareciera el fuerte olor después de dejarla en la parada del autobús. No recordaba de qué habían hablado, si estaban alegres o tristes, o qué habían tomado en el desayuno. Todo lo que sucedió después ocupaba demasiado espacio en su memoria, en la cual, no obstante, se quedó grabado el olor a repelente. Se lo había dicho a la policía esa noche: Lina apestaba a ungüento antimosquitos. Anette lo había mirado como si fuera un completo desconocido, alguien de quien se avergonzara. También se acordaba de eso.

Abrió el nuevo paquete de tabaco, si bien se dejó el cigarrillo sin encender entre los labios hasta hallarse de nuevo en la carretera, esta vez rumbo al norte. El regreso a casa, transido de un sentimiento de resignación, siempre transcurría más rápido. El corazón plateado de Lina colgaba de una cadenita enganchada al espejo retrovisor que atrapaba el resplandor del sol. Otra vez estaba sentada a su lado, con la melena trigueña cayéndole como un visillo sobre el rostro.

—Papá, ¿sabes que llevas veintiún cigarrillos en unas pocas horas?

Lelle sacudió la ceniza por la ventanilla y exhaló el humo, evitando alcanzarla.

—¿En serio han sido tantos?

Lina levantó la mirada hacia el techo del automóvil como si invocara a un poder superior.

—¿Sabías que cada cigarrillo que fumas te quita nueve minutos de vida? Así que esta noche has reducido la tuya en ciento ochenta y nueve minutos.

—Ah, vaya —replicó Lelle—. ¿Y para qué narices iba a querer seguir viviendo?

La sombra del reproche velaba los claros ojos de su hija al responder.

—Para encontrarme. Solo tú puedes hacerlo.

Acostada con las manos sobre el estómago, Meja trataba de ignorar los ruidos que le retumbaban en los oídos. El rugir del hambre bajo sus dedos y luego esos otros, los repugnantes sonidos que penetraban por entre las rendijas de las tablas del suelo. Los jadeos de Silje acompañados de los del nuevo hombre. El chirriar continuo de los muelles de la cama y los repentinos ladridos del perro. El bramido del sujeto ordenando al can que se fuera a dormir.

Aunque era plena madrugada, el sol brillaba con fuerza en aquel cuartucho del desván, arrojando cálidas franjas doradas sobre las paredes grisáceas y revelándole los dibujos que trazaban sus vasos sanguíneos bajo los párpados cerrados. Meja no podía dormir. Se arrodilló frente al bajo ventanuco y, con la mano, apartó la telaraña que lo cubría. Hasta donde alcanzaba su campo de visión, tan solo se extendía el bosque, bañado en el resplandor cerúleo del cielo nocturno estival. Si estiraba el cuello, llegaba a divisar un trozo de lago allá abajo, un atisbo de aguas negras, tentadoras y en calma. Se sentía como una princesa de cuento secuestrada, prisionera en una triste torre rodeada de una exuberante espesura y condenada a escuchar los juegos sexuales de su malvada madrastra en la planta inferior. Con la diferencia de que Silje no era su madrastra, sino su madre.

Ninguna de ellas había estado antes en Norrland. Durante el trayecto en tren, la duda se había apoderado de ambas, quienes habían discutido y llorado para, luego, guardar silencio durante largos intervalos mientras el bosque se iba haciendo más denso al otro lado de la ventana y la distancia entre las estaciones aumentaba cada vez más. Silje le juró que esa era la última vez que se cambiaban de casa. El hombre que había conocido se llamaba Torbjörn y era propietario de una finca en un pueblo llamado Glimmersträsk. Después de entablar amistad por Internet, habían pasado muchas horas hablando por teléfono. Meja había escuchado su habla apocopada característica del norte y había visto las fotos de un tío bigotudo de cuello robusto y ojos que se le achicaban como rendijas al sonreír. Una imagen lo mostraba con un acordeón en las manos, mientras que en otra se lo veía inclinado sobre un hoyo abierto en el hielo, enarbolando un descamado pez rojo. Torbjörn era un hombre de verdad, según Silje; un tipo que, acostumbrado a sobrevivir en las circunstancias más severas, cuidaría bien de ellas.

La estación donde finalmente se apearon no era más que una cabaña entre los pinos; al empujar la puerta, resultó estar cerrada. Sin nadie más alrededor, observaron con gesto impotente cómo el tren arrancaba de nuevo y desaparecía entre los árboles, dejando una estela de aire tras de sí y un prolongado temblor en el suelo bajo sus pies. Silje encendió un cigarrillo y comenzó a arrastrar la maleta por el desvencijado andén, mientras que Meja permaneció inmóvil unos instantes escuchando el murmullo de los árboles azotados por el viento y el zumbido de millones de mosquitos recién nacidos. Notó cómo la angustia le invadía el estómago. Aunque no quería seguir a su madre, tampoco se atrevía a quedarse allí. Enfrente, al otro lado de las vías, se erguía el bosque como un telón verdinegro contra el cielo iluminado, al tiempo que un millar de sombras danzaban entre las ramas. No se veía ningún bicho viviente, pero la sensación de que estaba siendo observada era tan intensa como si se hallara en medio de una plaza pública. Cientos de ojos le hacían cosquillas en la piel.

Silje ya había llegado al terreno resquebrajado del aparcamiento donde un Ford oxidado las esperaba. Apoyado en el capó y con el rostro ensombrecido bajo la visera de una gorra negra, se hallaba un hombre, el cual se enderezó al verlas venir y las saludó con una sonrisa que dejó a la vista la porción de tabaco en snus que llevaba colocada bajo el labio superior. En persona, Torbjörn tenía un aspecto aún más robusto, más fornido. Había, no obstante, algo torpón e inofensivo en su forma de moverse. Él mismo parecía no ser consciente de su tamaño. Silje soltó la maleta y lo abrazó como si fuera un salvavidas en medio del océano. Meja se quedó a un lado, mirando la grieta en el asfalto por la que se abrían camino un par de hojas de diente de león. Percibió el ruido de sus besos, de sus lenguas hurgándose mutuamente.

—Esta es mi hija, Meja.

Silje se limpió la boca y le tendió la mano. Torbjörn la oteó desde debajo de la visera y le dio la bienvenida en su dialecto de palabras trinchadas. Ella mantuvo los ojos fijos en el suelo para subrayar que todo aquello sucedía contra su voluntad.

El coche apestaba a pelo de perro mojado, y una áspera piel de animal gris cubría el asiento trasero. El relleno amarillo del respaldo había comenzado a sobresalir por el raído tapizado.

Meja se sentó muy al borde y respiró por la boca. Según su madre, Torbjörn tenía una posición económica desahogada, pero, a juzgar por el estado del vehículo, eso no podía ser más que una de sus exageraciones habituales. De camino a la finca no se divisaba nada más que el sombrío bosque de coníferas, entremezclado con áreas taladas y pequeños lagos solitarios que relucían como lágrimas entre los árboles.

Cuando llegaron a Glimmersträsk, un nudo abrasador le atravesaba la garganta. En el asiento delantero, la mano de Torbjörn descansaba sobre el muslo de Silje, y se levantaba solo de vez en cuando para señalar lo que consideraba importante: una tienda de comestibles, un colegio, una pizzería, la estafeta de correos y el banco. Parecía muy orgulloso de todo aquello. Las viviendas en sí eran grandes y se ubicaban a una distancia considerable unas de otras, separación que iba en aumento a medida que el coche seguía su trayecto y se veía salpicada de bosques, sembrados y establos entre finca y finca. Aquí y allá se oían dispersos ladridos de perro. En el asiento delantero, las mejillas de su madre resplandecían de alborozo.

—Mira qué bonito, Meja. ¡Es como un cuento de hadas!

Torbjörn le aconsejó que se calmara porque él vivía al otro lado del pantano. Meja se preguntó qué significaría eso. El camino comenzó a estrecharse, mientras el bosque los envolvía y un pesado silencio caía sobre el vehículo. Meja contemplaba con el corazón encogido los enormes pinos que pasaban junto a ellos.

La casa de Torbjörn se alzaba en un claro, solitaria y abandonada. Se trataba de una vivienda de dos plantas que acaso había conocido sus días de esplendor, pero que en esos momentos presentaba una fachada descolorida y parecía estar a punto de hundirse en la tierra. Un perro lanudo atado con una cadena les ladró cuando salían del coche. Por lo demás, reinaba un silencio absoluto, solo rasgado por el viento al sacudir los abetos. Meja sintió un mareo creciente a medida que miraba a su alrededor.

—Ya estamos aquí —dijo Torbjörn, extendiendo los brazos.

—Qué silencio y qué paz —repuso Silje con una voz que denotaba que el entusiasmo se había esfumado.

Torbjörn entró las maletas y las dejó sobre un suelo cubierto de mugre. Un hedor a cerrado, a hollín y a fritanga llenaba la casa. Muebles tapizados en una tela rugosa y rancia les devolvieron la mirada al entrar. El papel pintado que recubría las paredes se hallaba ornamentado con cuernos de animales y cuchillos enfundados en vainas curvas, más de los que Meja había visto en su vida. Ella intentó en vano captar la mirada de su madre, quien llevaba pegada al semblante esa sonrisa indicativa de que estaba preparada para soportar casi cualquier cosa, pero en absoluto dispuesta a admitir ningún error.

Los gemidos procedentes de la planta baja cesaron, lo que dejó espacio al canto de los pájaros. Nunca antes había escuchado un trinar así: histérico, desapacible. El techo se inclinaba formando un triángulo sobre su cabeza, con cientos de nudos en la madera que la escrutaban cual ojos fisgones. Torbjörn lo había llamado «el cuarto triangular» cuando, junto a las escaleras, le enseñó cuál iba a ser su dormitorio. Una habitación propia en el segundo piso. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuarto únicamente para ella. La mayoría de las veces solo había contado con sus propias manos para ocultar los ruidos. El fragor de las maldades adultas, de la desesperación, de los cuerpos embistiéndose mutuamente. Daba igual cuán lejos se fueran a vivir, los ruidos siempre acababan alcanzándola.

Lelle no fue consciente de lo cansado que estaba hasta que el coche se deslizó hacia el arcén, haciendo que los neumáticos zumbaran bajo sus pies. Bajó la ventanilla y se dio unos cuantos cachetes hasta que la piel del rostro comenzó a arderle. No había nadie en el asiento del copiloto. Lina se había ido. Ella tampoco habría visto con buenos ojos que condujera por la noche. Se puso otro cigarrillo entre los labios para mantenerse despierto.

Con las mejillas encendidas, regresó a Glimmersträsk. Redujo la velocidad al llegar a la parada del autobús y aparcó. Contempló con desconfianza la anodina marquesina de vidrio adornada con grafitis y excrementos de pájaros. El alba acababa de despuntar; el primer autobús aún no había salido. Se bajó del coche y caminó hacia el destrozado banco de madera. Envoltorios de caramelo y chicles en el suelo. Charcos en los que brillaba el sol nocturno: Lelle no recordaba que hubiera llovido. Tras dar algunas vueltas alrededor de la garita, se apostó, como siempre hacía, en el lugar exacto donde Lina se quedó cuando él la dejó allí. Apoyó el hombro contra el cristal sucio, tal y como ella había hecho, con cierto aire de indiferencia, como si quisiera señalar que aquello, su primer trabajo estival serio, no era para tanto. Replantar en el bosque de coníferas de Arjeplog, ganar un buen dinero antes de que comenzara el curso; nada del otro mundo.

Fue su culpa que llegaran tan pronto. Tenía miedo de que ella perdiera el autobús y se retrasara en su primer día de trabajo. Lina no se había quejado; la mañana de junio venía cargada de gorjeos e irradiaba ya calor. Allí se quedó, completamente sola en aquella cabina mientras el sol se reflejaba en las viejas gafas de aviador que pertenecían a su padre y que ella se había emperrado en heredar a pesar de que le cubrían media cara. Tal vez lo despidió con la mano, quizá incluso le lanzó un beso. Era lo que solía hacer.

El joven agente llevaba unas gafas de sol parecidas, las cuales se había colocado en la frente al entrar en el vestíbulo donde aguardaban Lelle y Anette.

—Su hija no llegó a subir al autobús esta mañana.

—No puede ser —protestó él—. ¡La dejé en la parada!

Las gafas se le cayeron hacia delante cuando el policía negó con la cabeza.

—Su hija no estaba en el autobús; hemos hablado con el conductor y los pasajeros. Nadie la ha visto.

Ya entonces lo habían mirado con recelo, se dio cuenta de ello. Tanto los policías como Anette. Sus ojos cargados de reproches lo perforaron, comenzaron a mermarle las fuerzas. Después de todo, era él quien la había visto por última vez, quien la había llevado hasta la parada, quien tenía la responsabilidad. Le formularon las mismas malditas preguntas una y otra vez, querían saber las horas con una precisión absoluta, en qué estado de ánimo se encontraba Lina esa mañana. ¿Estaba a gusto en casa? ¿Se habían peleado?

Al final, estalló sin remedio. Agarró una de las sillas de la cocina y la arrojó con toda la violencia de la que fue capaz contra uno de los agentes, un apocado fantoche que salió corriendo en busca de refuerzos. Lelle aún podía recordar el tacto de los fríos tablones del suelo contra la mejilla cuando se abalanzaron sobre él para ponerle las esposas, y el llanto de Anette cuando a continuación se lo llevaron. Ella, sin embargo, no acudió en su defensa. Ni entonces ni ahora. Había perdido a su única hija y no tenía a nadie más a quien echar la culpa.

Lelle arrancó y se alejó de la solitaria marquesina de la parada del autobús. Habían transcurrido tres años desde que ella se había quedado allí, sonriéndole. Tres años y él seguía siendo el último en haberla visto con vida.

Meja se habría quedado toda la eternidad en la habitación triangular si no fuera por el hambre. El hambre nunca la abandonaba por mucho que cambiaran de domicilio. Con una mano en la tripa para silenciar sus rugidos, entreabrió la puerta. Los escalones eran tan estrechos que se vio obligada a bajarlos de puntillas. Algunos de ellos chasquearon y gimieron bajo su peso, lo que dio al traste con todo su sigilo. No había nadie en la cocina. No se veía a nadie allí. La puerta de la habitación de Torbjörn estaba cerrada. El perro, que yacía espatarrado en el suelo del pasillo, la observó con atención conforme pasaba a su lado. Cuando, a continuación, abrió la puerta de entrada a la casa, el can se incorporó de un salto y se deslizó entre sus piernas antes de que a ella le diera tiempo de reaccionar. Levantó la pata juntó a los arbustos de grosellas y, luego, describió unos cuantos círculos sobre la hierba sin segar, olfateando el suelo.

—¿Por qué has soltado al perro?

Meja no había reparado en Silje, sentada allí, en una tumbona desplegada junto a la pared. Fumaba un cigarrillo y llevaba puesta una camisa de franela que no era suya. La despeinada melena leonina enmarcaba un rostro cuyos ojos delataban que no había dormido.

—No era mi intención, el muy sinvergüenza se ha escapado.

—La muy sinvergüenza —la corrigió Silje—. Es hembra; se llama Jolly.

—¿Jolly?

—Ajá.

Reaccionando al oír su nombre, la perra regresó como una exhalación al porche, donde, sin quitarles ojo, se tendió con la lengua colgando, como si esta fuera una corbata que le descolgara de la boca en dirección a la madera carcomida del suelo. Silje le ofreció a su hija el paquete de tabaco. Meja reparó en unas marcas rojas alrededor del cuello.

—¿Qué tienes ahí?

Silje esbozó una sonrisa burlona.

—No te hagas la tonta.

Meja cogió un cigarrillo, aunque lo que tenía no eran ganas de fumar, sino hambre. Esperaba que Silje le ahorrara los detalles. Miró hacia el bosque con ojos escudriñadores: le daba la sensación de que algo se movía en la espesura. Ni loca se adentraría allí. Al dar la primera calada lo invadió de nuevo esa sensación sofocante de hallarse presa y acorralada.

—¿En serio vamos a quedarnos a vivir aquí?

Silje pasó la pierna por encima del reposabrazos de la tumbona, dejando las bragas negras a la vista. Comenzó a hacer movimientos inquietos con el pie que colgaba.

—Tenemos que darle una oportunidad.

—¿Por qué?

—Porque no tenemos otra opción.

Silje desvió la mirada al responder. Desvanecida la euforia del día anterior, el brillo de los ojos se le había atenuado, pero su voz sonaba llena de determinación.

—Torbjörn tiene pasta. Una finca, un trabajo fijo. Podemos vivir aquí de lujo sin tener que volver a preocuparnos por llegar a fin de mes.

—Una choza en medio de la nada no es lo que yo llamaría vivir de lujo.

Silje se llevó una mano a la clavícula como para sofocar la llamarada que acababa de combustionarle en el pecho.

—No tengo fuerzas para otra cosa —replicó—. Estoy harta de no tener un duro. Necesito un hombre que nos cuide, y Torbjörn está dispuesto a hacerlo.

—¿Estás segura?

—¿De qué?

—De que está dispuesto a eso.

Silje hizo una mueca.

—Ya me encargaré de que lo esté, no te preocupes.

Meja apagó el cigarrillo a medio fumar aplastándola contra la suela del zapato.

—¿Hay algo para comer?

Tras dar una profunda calada a su cigarro, Silje esbozó una amplia sonrisa.

—Por supuesto, hay mucha más comida en esta choza de la que has visto en toda tu vida.

La vibración del móvil dentro de su bolsillo lo despertó. Se hallaba sentado en la tumbona, al lado del arbusto de lilas; su cuerpo se quejó de dolor mientras se llevaba el teléfono al oído.

—Lelle, ¿estás durmiendo?

—Qué dices, no —mintió—. Estoy trabajando en el jardín.

—¿Han empezado a madurar las fresas?

Lelle echó un vistazo al descuidado fresal.

—No, pero van por buen camino.

La trabajosa respiración de Anette se oía al otro lado de la línea, como si tratara de sosegarse.

—En la página de Facebook —dijo— he puesto información relativa a la vigilia del domingo.

—¿La vigilia?

—La víspera del tercer aniversario. ¿No te habrás olvidado?

La tumbona crujió según él se incorporaba. Un repentino vahído lo obligó a inclinarse hacia delante y a agarrarse a la barandilla del porche.

—¡Pues claro que no lo he olvidado!

—Thomas y yo hemos comprado velas, y el club de costura de mi madre ha mandado imprimir más camisetas. Teníamos pensado comenzar en la iglesia y marchar juntos hasta la parada del autobús. A lo mejor quieres preparar algunas palabras.

—No necesito prepararme. Todo lo que tengo que decir lo llevo en la cabeza.

La voz de Anette sonaba muy cansada al contestar.

—Lo mejor sería que nos mostráramos unidos, por el bien de Lina.

Lelle se frotó las sienes.

—¿Qué quieres, que vayamos de la manita? ¿Thomas, tú y yo?

Un profundo suspiro hizo chisporrotear el auricular.

—Nos vemos el domingo. Y, oye, Lelle...

—¿Sí?

—¿No estarás saliendo a conducir de noche?

Lelle elevó los ojos hacia el cielo, donde el sol pujaba por abrirse camino entre las nubes.

—Hasta el domingo —se despidió antes de colgar.

Eran las once y media de la mañana. Llevaba cuatro horas durmiendo en la tumbona después de su periplo nocturno: más de lo habitual. La nuca le picaba. Las uñas se le mancharon de sangre después de rascarse hasta hacerse heridas allí donde le habían atacado los mosquitos. Entró en casa, encendió la cafetera y se enjuagó la cara en el fregadero. Al secarse con un paño de cocina, casi le pareció oír las protestas de Anette irrumpiendo en el silencio. Los paños de cocina, sin rizo, eran para la porcelana y para superficies lisas, no para su áspera piel humana. Además, era a la policía a quien correspondía buscar a Lina, no a un padre espoleado por la angustia. Ella lo había abofeteado mientras gritaba que todo era culpa suya, lo había golpeado y arañado hasta que él la agarró de los brazos y la abrazó con todas sus fuerzas, logrando que se ablandara hasta derretirse en sus brazos. El día de la desaparición de Lina fue la última vez que se tocaron.

Anette buscó apoyo fuera de casa, en amigos, psicólogos y reporteros. Y lo encontró en Thomas, un terapeuta ocupacional que la esperaba con los brazos abiertos y una erección palpitante; un hombre dispuesto a aliviarle el dolor a base de escucharla y de follársela. Ella se medicó con somníferos y tranquilizantes que le restaban agudeza y la hacían hablar demasiado. Abrió una página de Facebook dedicada a la desaparición de su hija, organizaba reuniones y concedía unas entrevistas que a él le ponían los pelos de punta, pues aireaban detalles de su vida más íntima, además de información sobre Lina que habría querido salvaguardar.

Lelle, por su parte, no hablaba con nadie. No tenía tiempo. Debía encontrar a su hija. La búsqueda era lo único que le importaba. Los viajes a lo largo de la Carretera de Plata comenzaron ese verano: levantó todos y cada uno de los cubos de basura que encontraba a su paso, hurgó y cavó en contenedores, minas cerradas y terrenos pantanosos, empleando solo las manos como herramienta. Se pasó horas y horas sentado frente al ordenador leyendo interminables hilos en los foros de Internet donde completos desconocidos apuntaban sus teorías sobre la desaparición de Lina. Una larga y repulsiva sarta de hipótesis: que si se había escapado, perdido, ahogado; que si la habían asesinado, secuestrado, descuartizado, atropellado, forzado a prostituirse, así como un montón de otros escenarios de pesadilla que él no estaba dispuesto a asumir, pero que, aun así, se forzaba a leer. Prácticamente a diario llamaba a la policía para, a gritos, conminarlos a que hicieran su trabajo. No dormía ni comía. Regresaba a casa, después de largos días de búsqueda, con la ropa sucia y rasguños en la cara que era incapaz de explicar. Anette dejó de hacerle preguntas. Él puede que incluso se sintiera aliviado cuando ella lo dejó por Thomas, pues eso le daba la libertad de entregarse por completo a la busca. Eso era todo lo que tenía.

Se sentó frente al ordenador café en mano. Lina le sonrió desde el fondo de la pantalla. En la habitación sin ventilar se adensaba un aire cargado; las persianas estaban bajadas y el polvo se arremolinaba en los haces de luz que lograban colarse al interior; una flor muerta se doblaba sobre el alféizar de la ventana. Por todas partes acechaban tristes recordatorios de su decadencia, de la clase de persona en la que se había convertido. Se conectó a Facebook en busca de la invitación a la vigilia por Lina. El evento había recibido ciento tres «me gusta», y sesenta y cuatro participantes se habían inscrito. «Lina, te echamos de menos y nunca perderemos la esperanza», escribía una de sus amigas, terminando la frase con varios signos de exclamación y emoticonos llorosos. A cincuenta y tres personas les gustaba esa publicación: Anette Gustafsson entre ellas. Lelle se preguntaba si alguna vez se cambiaría el apellido. Siguió bajando por la página, dejando atrás poemas, imágenes y exclamaciones encolerizadas. «¡Si alguien sabe lo que le ha pasado a Lina, es hora de que dé la cara y diga la verdad!». Emoticonos rojos de rabia. Noventa y tres «Me gusta». Veinte comentarios. Se desconectó. Facebook solo conseguía deprimirlo.

«¿Por qué no puedes involucrarte en las redes sociales?», solía darle la murga Anette.

—¿Involucrarme en qué? ¿En un festín virtual de llantos?

—Se trata de Lina.

—No sé si te das cuenta, pero mi objetivo es encontrarla, no llorarla.

Lelle tomó un sorbo de café y se conectó a Flashback Forum. No había nada nuevo escrito en el hilo de conversación acerca de la desaparición de su hija. La última publicación, fechada en diciembre del año anterior, era la de un usuario que se hacía llamar «Buscador de la Verdad»:

«La policía debería comprobar qué camioneros circularon por la Carretera de Plata esa mañana. Todo el mundo sabe que es el oficio favorito de los asesinos en serie, fijaos si no en Canadá y Estados Unidos. Todos los días desaparece allí gente en las autopistas».

A juzgar por las mil veinticuatro publicaciones en el foro, los usuarios anónimos parecían estar sorprendentemente de acuerdo en que a Lina la había recogido un conductor antes de que llegara el autobús. La misma teoría que manejaba la policía, si bien expresada de otra forma. Lelle se encargó él mismo de llamar a multitud de empresas de transporte y de camiones para preguntar qué conductores habían pasado por la zona a la hora de la desaparición de su hija. Había llegado a tomar café con algunos de ellos, a registrar su vehículo y a dar su nombre a los investigadores de la comisaría. Pero nadie levantaba sospechas ni había visto nada. A la policía no le gustaba su obstinación. Eso era Norrland, no Norteamérica. Y la Carretera de Plata no era una autopista ni por allí rondaban asesinos en serie.

Lelle se levantó y se arremangó las mangas de una camisa que apestaba a tabaco. Apostado ante el mapa que colgaba de la pared, observó las chinchetas de colores apiñadas por la zona del interior de la región de Norrland. Sacó una nueva chincheta del cajón del escritorio y marcó con ella el lugar que había visitado la noche anterior. No se rendiría hasta que no hubiera cubierto cada milímetro de terreno, hasta que no hubiera inspeccionado cada trozo de la carretera, cada acequia, cada antigua tornamesa ferroviaria, cada podrido claro del bosque. Pasó una uña ensangrentada sobre el mapa en busca del siguiente rincón al que habría de pasar revista. Guardó las coordenadas en el teléfono móvil y, sin más dilación, fue en busca de las llaves del coche. Ya había perdido bastante tiempo.

Los ojos de Silje habían adquirido ese brillo de insensatez. Como si de pronto todo fuera posible, como si una choza perdida en el monte fuera la respuesta a sus plegarias. El tono de su voz se elevaba unas cuantas octavas, se volvía claro y melódico. Las palabras acudían a ella en tropel cuando abría la boca, tropezando una con la otra. Como si no hubiera tiempo para decir todo lo que necesitaba ser dicho. Torbjörn parecía disfrutar de aquello, guardando un silencio satisfecho mientras Silje continuaba con su gorjeo, refiriéndole lo contenta que estaba con él y con su heredad, asegurándole cómo todo aquello la entusiasmaba, desde el suelo de linóleo hasta el florido estampado de las cortinas. Por no hablar del hábitat salvaje que los circundaba, igual al que se le había aparecido en sueños durante los últimos años. Insistía en lo mucho que le gustaría sacar el caballete y los pinceles: juraba que pintaría sus mejores obras con ayuda de la singular luz nocturna del estío boreal. Era allí, en plena naturaleza, donde su alma encontraría respiro, donde por fin hallaría la capacidad de crear. Ese nuevo estado de exaltación la llevaba a ponerse en extremo empalagosa, a enfatizar sus discursos con besos, caricias y largos abrazos. Una oleada de miedo se apoderó de su hija ante la repentina energía de Silje. Sus delirios señalaban siempre el comienzo de nuevos calvarios.

Las medicinas fueron a parar a la basura ya la segunda noche: los cartones medio llenos observaban a Meja a través de las mondas de patata y los posos de café. Potentes pastillas de inofensivos colores pastel; pequeñas maravillas químicas capaces de contrarrestar tanto la locura como la oscuridad interior. Capaces de mantener viva a una persona.

—¿Por qué has tirado la medicación?

—Porque ya no la necesito.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Has hablado con el médico?

—No me hace falta hablar con ningún médico. Siento claramente que ya no tengo necesidad de ella. En este lugar me encuentro en mi elemento. Ahora puedo por fin ser quien soy. Aquí estoy a salvo de la oscuridad.

—¿Te estás oyendo?

Silje soltó su risa de violín.

—Siempre preocupándote por todo. Tienes que aprender a relajarte, Meja.

Durante las eternas noches luminosas, Meja observaba desde la cama la mochila, que contenía aún todas sus cosas. Podría robar algo de dinero y tomar el tren de regreso al sur, donde tendría la posibilidad de alojarse en casa de algunos amigos mientras buscaba trabajo. En el peor de los casos, siempre le quedaba la opción de acudir a los servicios sociales en busca de ayuda. Ellos conocían a su madre, eran conscientes de su potencial destructivo. Sin embargo, sabía que no se animaría a hacerlo. Debía quedarse para echarle un ojo a esa nueva Silje que ahora no paraba de soltar simplezas: «¡En la vida he respirado un aire tan fresco como este!»; «¿No es maravilloso este silencio?».

Meja no experimentaba silencio alguno. Por el contrario, del bosque llegaban incesantes ruidos que acallaban sus pensamientos y que se intensificaban por las noches, como el zumbido de los mosquitos, el trinar de los pájaros y el desgarrador alarido del viento que doblegaba los abetos. Y luego estaba la algarabía que subía de la planta de abajo: los gritos, los jadeos, las voces afectadas. Sobre todo, de su madre, por supuesto; él era de los discretos. Hasta que aquella sinfonía no cesaba, hasta que los ronquidos de Torbjörn no pasaban a ser lo único que resonaba en las habitaciones, no se aventuraba a bajar a la cocina en busca de los restos de vino que Silje se había dejado sin beber. El vino era lo único que la aliviaba contra los ruidos.

Lelle ya nunca lograba conciliar el sueño en las noches de verano. Echaba la culpa a la luz, al sol que nunca se ponía e insistía en colarse a través de los estores. Echaba la culpa a los pájaros que no paraban de meter bulla y a los mosquitos que zumbaban en torno a su cabeza tan pronto la posaba sobre la almohada. Culpaba a todo excepto a aquello que realmente lo mantenía en vela.

Desde el porche de la casa contigua llegaban las risas de los vecinos, el tintineo de los cubiertos. Lelle se agachó para que no lo vieran de camino al coche. Una vez dentro, retrasó todo lo que pudo el momento de encender el motor e hizo avanzar el automóvil en punto muerto durante un buen trecho por el camino de acceso. Y eso a pesar de ser bastante consciente de que todos estaban al tanto de sus desapariciones nocturnas, la forma en que su Volvo se arrastraba sobre la grava en cuanto caía la tarde.

El pueblo reposaba tranquilo, las casas silenciosas brillaban al sol vespertino. Al acercarse a la marquesina de cristal, el pulso se le aceleró en las sienes. En su interior moraba un infeliz que aún conservaba la ilusión de ver a su hija allí, con los brazos cruzados, esperando, justo igual que cuando la había dejado. Habían pasado tres años, y esa maldita parada del autobús todavía seguía cortándole la respiración.

La policía manejaba la hipótesis de que algún conductor que circulaba por la Carretera de Plata se había detenido para llevarse a Lina, bien ofreciéndose a acercarla a algún sitio, bien obligándola a subir a su vehículo a la fuerza. No había testigos que apoyasen dicha teoría, pero esa era la única explicación posible ante una desaparición tan rápida que no había dejado rastro alguno. Lelle se había despedido de su hija alrededor de las seis menos diez. Cuando, según el conductor y los testigos, quince minutos después llegó el autobús, ella ya no estaba en la parada. El margen era de quince minutos. Nada más.

Habían peinado todo Glimmersträsk. El pueblo entero se lanzó a la calle, rastrearon todos los cursos de agua y formaron cadenas humanas que patrullaron decenas de kilómetros en todas direcciones. La búsqueda se reforzó con perros, helicópteros y voluntarios procedentes de toda la región. Pero ni rastro de Lina. Jamás la encontraron.

Se negaba a creer que hubiera muerto. Para él, ella estaba tan viva ahora como aquella mañana. Había periodistas carroñeros o desconocidos sin tacto que se lo preguntaban:

«¿Cree usted que su hija sigue con vida?».

«Sí, así lo creo».

En la media hora que tardaba en llegar a Arvidsjaur le daba tiempo a fumarse seis cigarrillos.

No había nadie en la gasolinera cuando entró, salvo Kippen, quien se hallaba de espaldas fregando el suelo: su cráneo pelado relucía bajo los fluorescentes. Lelle se dirigió de puntillas hacia la cafetera y se llenó un vaso de papel hasta el borde.

—Me preguntaba por dónde andarías.

El encargado apoyó su opulenta figura en el palo de la fregona.

—Acabo de preparar café exclusivamente para ti.

—Te lo agradezco —dijo él—. ¿Cómo va todo?

—Bien, no me puedo quejar. ¿Y tú qué tal?

—Sigo viviendo.

Kippen solo aceptaba que le pagara el tabaco. Al café lo invitaba siempre, igual que al bollo de canela del día anterior que le envolvía en una bolsa de papel. Lelle desmenuzó un trozo reseco, que mojó en el líquido caliente mientras el hombre volvía a ponerse a fregar.

—Carretera y manta, por lo que veo.

—Sí, esta noche toca carretera y manta.

Kippen asintió con aire de tristeza.

—Se acerca el día.

Él bajó la mirada hacia el suelo mojado.

—Tres años. A veces me parece que fue ayer y otras veces me da la sensación de que hubiera pasado toda una vida.

—Y la policía, ¿qué hace?

—Vete tú a saber.

—¿No se habrán dado por vencidos?

—Yo sigo metiéndoles presión, aunque no sirva de mucho.

—Eso está bien. Si necesitas ayuda con algo, aquí me tienes.

Kippen retorció la fregona dentro del cubo para escurrirla. Lelle se guardó el tabaco en el bolsillo y equilibró el bollo de canela sobre el vaso de café. Al salir, con su mano libre le dio una palmada en el hombro al encargado de la gasolinera.

Este había sido partícipe de su búsqueda desde el principio. Tras la desaparición se pasó horas examinando las grabaciones de las cámaras de vigilancia de las estaciones de servicio, a la caza de alguna pista que pudiera conducir hasta la muchacha. En caso de que alguien se hubiera ofrecido a llevarla o la hubiera secuestrado con violencia, existía la posibilidad de que el perpetrador hubiese parado para repostar. Aunque no encontraron nada, Lelle tenía la sensación de que Kippen nunca bajaría la guardia por mucho tiempo que pasara. Pertenecía a esa clase de personas a las que había que cuidar.

De vuelta en el coche, sumergió el último trozo de bollo en el café. Contempló los desolados surtidores de gasolina mientras lo engullía. Había hecho un cálculo de hasta dónde podría haber llegado el secuestrador de Lina en caso de que, al recogerla en Glimmersträsk, llevara el depósito lleno. Con un vehículo de gran cilindrada podrían haberse adentrado en las montañas hasta atravesar la frontera noruega. Suponiendo que hubieran continuado por la Carretera de Plata, claro está. También cabía la posibilidad de que se hubieran desviado hacia carreteras más pequeñas y desconocidas, sin tráfico ni edificaciones de ningún tipo. Al fin y al cabo, nadie fue consciente de la desaparición hasta bien entrada la tarde, más de doce horas después, cuando el o los perpetradores debían de llevar ya una buena ventaja.

Tras limpiarse las manos en los vaqueros, encendió un cigarrillo y giró la llave. Dejó atrás Arvidsjaur para quedarse a solas con el bosque y la carretera, aspirando la fragancia de los pinos a través de la ventanilla entreabierta. Si los árboles pudieran hablar, habría habido miles de testigos.

La Carretera de Plata era la arteria principal que lo conectaba con una tupida red de vasos sanguíneos y capilares que se abrían paso bombeando sangre al interior de la región. Entre ellos cabía encontrar pistas forestales cubiertas de maleza, senderos para motonieves y caminos muy trillados que serpenteaban entre aldeas abandonadas y pueblos que iban perdiendo habitantes con el paso de los años. Había lagos, ríos y pequeños e irascibles arroyos que fluían tanto por la superficie como bajo tierra. Humeantes pantanos que se extendían como heridas abiertas e insondables lagunas de ojos negros. Buscar a una persona desaparecida por aquellos parajes era un trabajo de por vida.

Las construcciones salpicaban el paisaje, muy separadas unas de otras, así como el tráfico, que era muy poco denso, con vehículos conduciendo a gran distancia entre sí. Cada vez que un automóvil pasaba a su lado, sentía cómo el pulso se le desbocaba, casi como si esperase ver a Lina a través de la ventanilla trasera. Cuando, al igual que en tantas otras ocasiones anteriores, se detenía en un área de descanso para levantar la tapa de los contenedores de basura, el corazón parecía que se le quisiera salir del pecho, como si fuera la primera vez que lo hacía. Nunca se acostumbraría a ello.

Antes de llegar a Arjeplog se metió en uno de los vasos sanguíneos más pequeños, una vereda constituida por apenas dos surcos que discurrían entre los abetos. Lelle fumaba sin separar las manos del volante. Cendales de bruma colgaban de los árboles cual fantasmas. Oteó con los ojos entornados a través de aquellas nebulosas para hacerse una idea más precisa de dónde se hallaba. El camino era demasiado estrecho para dar la vuelta; si quería volver, no tenía más remedio que conducir marcha atrás. Sin embargo, hoy por hoy, Lelle no era de los que retrocedían. El Volvo se vio obligado a avanzar a duras penas sobre el pedregoso terreno mientras inadvertidamente la ceniza le caía sobre la pechera de la camisa. Perseveró hasta vislumbrar el primer edificio entre los troncos de los árboles. Una finca en ruinas yacía enmarcada por la maleza, con agujeros abiertos allá donde antaño estuvieron las puertas y ventanas. Más abajo, otro esqueleto de madera iba, asimismo, camino de ser engullido por el boscaje. Luego otro más. Predios en decadencia donde nadie vivía desde hacía décadas. Lelle detuvo el coche en medio de aquel paraje abandonado y permaneció inmóvil un largo rato antes de llenarse los pulmones de aire y sacar la Beretta de la guantera.

Meja había aprendido a mantenerse alejada de los novios de su madre. Evitaba quedarse a solas en la misma habitación con ellos, pues sabía que generalmente no solo era Silje quien les interesaba. Les encantaba restregarse contra ella, darle cachetes en el trasero, pellizcos en los pechos. Así había sido incluso antes de tener pechos que pudieran ser pellizcados.

Torbjörn, sin embargo, no iba a tocarla. Se dio cuenta de ello ya la tercera noche en la choza cuando, tras bajar las escaleras, se lo encontró solo en la cocina, sorbiendo café de un cuenco. Pasó junto a él con tanto sigilo como pudo, escabulléndose al porche como si no lo hubiera visto. No obstante, tan pronto hubo encendido el cigarrillo, él asomó la cabeza para preguntarle si quería recenar algo. Al ver cómo se le arrugaba la piel sobre su tenso semblante, ella observó que era mayor de lo que había creído en un principio, mucho mayor que Silje. Podría ser su abuelo.

Torbjörn desapareció de nuevo dentro de la casa; Meja lo oyó silbar mientras ella permanecía en el porche fumando, con la mirada fija en la espesura como en un intento de mantenerla alejada de sí. No le cabía en la cabeza que alguien pudiera querer vivir de esa forma por propia voluntad. Un desagradable crujir emanaba por debajo de los abetos, donde bailaban las sombras. El suelo de allí fuera desprendía un olor a podrido: las garras de Jolly golpearon contra la madera gris en el momento en que esta salió para tenderse a sus pies, rozándola con su áspero pelaje. De vez en cuando, la perra levantaba la cabeza y miraba hacia el bosque como si escuchara algo proveniente de sus profundidades. Cada vez que lo hacía, el corazón de Meja se encabritaba. Finalmente no aguantó más. El extraño que trasteaba en la cocina era preferible a la amenaza invisible que podía esconderse allá fuera.

Torbjörn había puesto sobre la mesa tazas, pan, queso y otras cosas.

—Por desgracia, no tengo nada dulce que ofrecerte.

Ella permaneció indecisa unos momentos en el umbral de la cocina; miró de reojo la puerta cerrada de la habitación tras la que se escondía Silje y, luego, dirigió la vista de nuevo a las viandas.

—Unos sándwiches están bien.

Se desplomó en una silla frente a él, si bien manteniendo la mirada en la mesa llena de rasguños. Él le sirvió un café tan caliente que el vapor formó un velo entre ellos.

—Tomas café, ¿no?

Meja asintió. Tomaba café desde que tenía uso de razón. O café o alcohol, aunque eso era algo que no estaba dispuesta a reconocer ante extraños. El pan, blanco y tierno, se le deshacía en la lengua. Ella engulló una rebanada tras otra, incapaz de atajar el hambre voraz que sentía. Torbjörn no pareció reparar en ello, sentado como estaba de cara a la ventana mientras hablaba y señalaba al otro lado del cristal. Indicaba con el dedo los senderos que cruzaban el bosque, así como el cobertizo de la esquina donde se guardaban las bicicletas, las cañas de pescar y otras cosas que, a lo mejor, ella podía desear usar.

—Todo lo que hay aquí en la finca está a tu disposición. Esta es tu casa ahora. Quiero que lo sepas.

Meja lo escuchaba entre bocado y bocado. Notó cómo le costaba tragar.

—En la vida he ido de pesca.

—No pasa nada, cuando quieras te enseño.

Le agradaba el modo en que la cara de él se le arrugaba al sonreír, le gustaba la melodía de sus palabras, a las que cortaba la última sílaba. Él solo mantenía contacto visual con su joven huésped a breves intervalos, como evitando invadir su espacio, de manera que ella fue relajándose, hasta el punto de atreverse a servirse otra taza de café, a pesar de que tenía que inclinarse sobre la mesa para alcanzar la cafetera. Lo cierto era que no debería beber café tan tarde, pero la luz del sol atravesaba la ventana con tanta intensidad que, en cualquier caso, no iba a ser capaz de conciliar el sueño.

—Anda, qué a gusto estáis aquí.

En el umbral apareció Silje en bragas, con los pechos colgándole flácidos y macilentos al intenso resplandor de la luz. Meja giró la cabeza a fin de desviar la mirada hacia otro lado.

—Ven y siéntate antes de que tu hija se coma todo el pan —la animó Torbjörn.

—Oh, sí, Meja se te podría comer a ti si la dejaras.

Su madre tenía esa voz aguda que hacía que a ella se le retorciera el estómago. Entró arrastrando los pies hasta pararse debajo del ventilador y se encendió un cigarrillo, al que dio una calada tan honda que parecía querer inhalar el humo hasta el fondo de sus entrañas. Meja contempló el reflejo de Silje en el cristal del viejo reloj de péndulo: los ojos brillantes, las costillas presionando contra la piel. Se preguntó si tendría síndrome de abstinencia al haber dejado la medicación, pero no quería preguntárselo allí con Torbjörn delante. Este levantó la cafetera para servir una taza a la recién llegada.

—Estaba diciéndole a Meja que eche un vistazo por la finca cuando quiera; tengo varias bicicletas, por si le apetece bajar al lago o al pueblo.

—¿Has oído eso, Meja? ¿Por qué no sales a echar un vistazo?

—Igual mañana.

—¿Qué otra cosa tienes que hacer? Coge la bicicleta y baja al pueblo, a ver si encuentras gente de tu edad. Es verano, caramba, no tiene sentido que te quedes aquí encerrada, muerta del asco.

Silje apagó el cigarro, alcanzó el monedero y sacó un billete de veinte coronas, que ofreció a su hija.

—Venga, cómprate un helado o algo así.

—No hay nada abierto a estas horas —intervino Torbjörn desde su asiento—. Pero los jóvenes suelen reunirse en el pueblo de todos modos. Seguro que se alegran de ver que llegan refuerzos.

De mala gana, Meja se levantó de la mesa y agarró el dinero. Su madre la siguió al porche.

—Es que Torbjörn y yo necesitamos estar a solas un rato —susurró—. ¿Nos das un par de horas? ¡Vamos, sal a divertirte un poco!

Inclinándose hacia delante, le rozó la mejilla con los labios y le dio un par de cigarrillos antes de entrar de nuevo dentro y cerrar tras de sí. Ella se quedó inmóvil unos instantes, con los ojos fijos en la puerta cerrada. El crepitar de los árboles a sus espaldas sonaba como una carcajada burlona. Se dio la vuelta despacio. De repente fue consciente de que la habían dejado a solas con el bosque. Justo lo que más temía.

El objeto de su búsqueda eran los terrenos abandonados. Zonas con heredades en ruinas y caminos invadidos por una vegetación descontrolada. Según una vidente de la ciudad lapona de Kemi, allí es donde encontraría a su hija. En un lugar «entre espesos bosques y devastados restos». No es que Lelle diera mucho crédito a las médiums, pero las circunstancias no permitían hacerle ascos a nada, y ya no vacilaba en agarrarse a un clavo ardiendo.

Daba gracias a la abundante luz nocturna cuando, al cruzar los umbrales de las fincas, se veía obligado a agacharse para pasar por las puertas, las cuales solían colgar inseguras de bisagras oxidadas; al deambular por los viejos suelos quejumbrosos manchados por la humedad y el tiempo; al deslizar la mirada por los cochambrosos sofás, las estufas de leña y las pantallas de las lámparas cuidadosamente envueltas en telarañas y polvo. En algunas casas resonaba el eco de un apolillado y absoluto vacío, mientras que otras parecían haber sido abandonadas con prisa, según delataban la frágil vajilla en los estantes y las labores de bordado enmarcadas que proclamaban genialidades varias:

«Ámame cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite».

«¡No olvides que lo poco agrada y lo mucho enfada!».

«La vida sonríe a quien le sonríe».

Con las paredes llenas de tales frases lapidarias, no era de extrañar que se hubieran largado. Pensó en las damas de carrillos sonrosados sentadas a la luz de las lámparas de queroseno durante las noches invernales, hilo y aguja en ristre. Se preguntaba si aquellas simplezas servían de consuelo a su estéril existencia, o si es que el fallo estaba en él por encontrarlas risibles.

El sol de medianoche brillaba a través de los huecos de las ventanas, trazando dibujos en la mugre que albergaba excrementos de ratón y de liebre. Entró en las distintas habitaciones, echando un vistazo debajo de las camas y dentro de los armarios, y moviéndose todo lo rápido que le permitía su atrevimiento sobre los inestables tablones del suelo. Cuando llegó a la última heredad, el latido de la sangre había dejado de golpearle los tímpanos. No le faltaba casi nada para terminar, pronto estaría de nuevo a salvo dentro del coche. Esa última finca tenía mejor aspecto: las ventanas conservaban los cristales y el tejado no presentaba huecos. La puerta de la entrada se resistía a ceder, de manera que se vio obligado a tirar una y otra vez de ella con todo su peso corporal hasta que se abrió de forma tan repentina que lo hizo caer de espaldas al suelo. Soltó unos cuantos improperios que rasgaron el silencio, mientras la humedad de la tierra se colaba a través de la tela vaquera de sus pantalones. A continuación, al enderezarse, sintió un dolor punzante alrededor del coxis. Lanzó una mirada por encima del hombro para cerciorarse de que no había nadie descojonándose de él allí en medio de aquellos andurriales.

Antes de que sus pies llegaran a traspasar el umbral, el hedor lo abofeteó. Un hedor asfixiante a muerte y podredumbre. Retrocedió con tal brusquedad que estuvo a punto de caerse de nuevo. Se llevó la mano a la pistola que colgaba de la cinturilla del pantalón y le quitó el seguro con un gesto rápido. De reojo miró el automóvil, que se hallaba a unos cincuenta metros, medio oculto por la maleza. Consideró la opción de salir corriendo para sentarse al volante y olvidarse de todo aquello, olvidarse de la puta vidente de Kemi y de toda la turbiedad que se escondía en aquellas casuchas deshabitadas sumidas en el olvido. Sin embargo, no lo hizo. En su lugar, se cubrió la cara con la mano libre y cruzó el umbral apuntando con el arma al frente. Dentro, la peste era insoportable. Las náuseas se le agolparon en la garganta al tiempo que avanzaba a tientas en la penumbra. Sonriéndole desde las paredes, unos rostros humanos lo recibieron: fotografías en blanco y negro sobre un papel pintado corroído por la humedad, muy cerca las unas de las otras. Niños pequeños de cabellos blancos con sonrisas desdentadas, una mujer ataviada con un vestido negro a juego con sus ojos. Lelle se adentró en la oscuridad. Una chimenea llena de hollín, sillas de madera de tres patas y una mesa de cocina cubierta por un florido hule. Debajo de la mesa, un informe bulto hinchado.

Se trataba de un topillo. Muerto y tumefacto, con la cola agarrotada contra su cuerpo rígido.

Lelle bajó el arma y se batió en retirada. Se apresuró a dejar atrás los semblantes sonrientes de las paredes y a salir de nuevo al aire libre.

Antes de entrar en el coche permaneció allí un momento, inclinado hacia delante con las manos en las rodillas, limpiándose los pulmones con el aire del bosque. El olor a podredumbre se le había quedado enganchado a la nariz, lo había seguido hasta el automóvil y no acabó de abandonarlo hasta que estuvo de vuelta en la carretera. Como si emanara de sus propias entrañas.

Meja calzaba solo unas sandalias livianas; las piñas secas y las raíces se le clavaban a través de las delgadas suelas. Fue el llanto lo que la había llevado a adentrarse en la espesura: no quería que Silje la viera sollozar. Tras correr durante un trecho, se detuvo, agobiada por una respiración que no quería sosegarse. Los ramajes se movían sobre su cabeza y a su alrededor, ondeando, crujiendo y raspándole los brazos como en un intento de agarrarla. Aunque la perra la había seguido, no paraba de desviarse a cada paso, desapareciendo de su vista entre la maleza. Ojalá tuviera una correa para poder mantenerla a su lado. El corazón le latía desbocado; sin embargo, no sabía qué era lo que le daba más miedo, si las sombras entre los árboles, los animales salvajes o, tal vez, simplemente, aquella sensación de desolación. En la vida había estado en un lugar así; un paraje en el que bien podía ponerse a gritar sin que ningún ser humano la escuchara. El aspecto de la vegetación revelaba su vejez, así como la falta de cuidados que la había llevado a crecer sin control. Los pinos presentaban gruesos troncos grises cubiertos de un liquen fibroso semejante al pelaje de un oso pardo. Si alzaba la vista hacia las copas, ella se volvía vertiginosamente pequeña. Aquel era un sitio idóneo para desaparecer.

Al llegar al lago que llamaban pantano, observó que era mucho más grande de lo que parecía desde el coche de Torbjörn. Paseó un rato por la ribera, donde el terreno se volvía más blando y pequeños abedules encogidos se descolgaban arañando la superficie cristalina con sus ramas. La perra salió de entre los matojos y comenzó a beber a lengüetadas del lago. Tras sentarse en una roca, Meja se quitó las sandalias y metió los dedos de los pies en el agua, para sacarlos de nuevo al instante y apoyarlos sobre una piedra recubierta de un liquen ennegrecido que recordaba a sangre coagulada. Cuando el animal se alejó de nuevo, sintió el impulso repentino de seguirlo. Un sendero de difícil tránsito serpenteaba obstinado a lo largo de la orilla, solo cediendo el paso a troncos caídos y a acelerados riachuelos. Al notar que el cansancio comenzaba a apoderarse de ella, se preguntó cuánto tiempo habría pasado, si ya podía volver a casa sin riesgo de suponer un estorbo. Sacó uno de los cigarrillos que llevaba consigo, y, tras encenderlo, le dio una buena calada.

Fue entonces cuando oyó las voces. La perra, que había salido corriendo en avanzadilla, emitía unos estridentes ladridos llenos de urgencia. Meja apretó el paso. Al otear entre las ramas, reparó en un puñado de personas sentadas a la orilla. Un fino bucle de humo se elevaba hacia el firmamento: habían hecho una hoguera. Por las risas que revoloteaban entre ellos supo que se trataba de hombres, un grupo de amigos que saludaron cariñosamente a Jolly y, luego, se volvieron para mirarla a ella. El cigarrillo le resbaló de la boca y cayó al suelo, aunque se inclinó de inmediato a recogerlo y le dio una rápida calada como si no hubiera pasado nada. Sentía cómo le ardían las mejillas.

Ahora que podía verlos bien, observó que eran jóvenes: sus rostros aparecían salpicados de espinillas y en el cuello sobresalían puntiagudas nueces que bailaban de arriba abajo cuando tragaban saliva. Uno de ellos se levantó y avanzó hacia ella. Tenía unos brazos largos e inquietos y una cara indescifrable, con unos ojos que la escudriñaban. Tras acercarse tanto que la obligó a retroceder un paso, extendió una mano como para estrecharle la suya, si bien lo que hizo fue arrancarle el cigarro de los dedos para, acto seguido, arrojarlo al agua sin dejar de mirarla.

—¿Qué narices haces?

—Las chicas bonitas no deberían fumar.

—¿Quién lo dice?

—Yo lo digo.

Desde la hoguera llegaron unas risas dispersas.

—¿Y quién eres tú, si puede saberse?

De los pálidos ojos del muchacho salían destellos pícaros; Meja se percató de que le estaba tomando el pelo.

—Me llamo Carl-Johan.

Tras limpiarse en los vaqueros, le tendió una mano de piel áspera y callosa.

—Yo, Meja.

—Y estos son Göran y Pär —señaló con la cabeza por encima de su hombro—; perros ladradores, poco mordedores.

Los dos chicos la saludaron con la cabeza desde el fuego, con repentina timidez. Los tres tenían el pelo rubio ceniza y vestían unos vaqueros y unas camisetas muy parecidas.

—¿Sois hermanos?

—Todos creen que yo soy el mayor —respondió Carl-Johan—, aunque es justo lo contrario.

Sacó un cuchillo de una funda que llevaba enganchada al cinturón y señaló con la punta hacia la fogata.

—Ven a sentarte con nosotros. Vamos a hacer una barbacoa.

Meja dudó unos instantes. La perra ya se había sentado junto a los jóvenes y solo tenía ojos para el pescado que estaban a punto de asar. Lanzó un vistazo al sendero que conducía de regreso a la casa de Torbjörn. El musgo relucía bajo la luz nocturna; de repente, el bosque tenía un aspecto menos atemorizador.

Al norte de Abborrträsk tomó un desvío más, a pesar de las protestas de Lina.

—Ya basta por esta noche.

—Solo uno más.

La grava raspaba contra el chasis del vehículo; a ambos lados de la carretera se abría el terreno pantanoso. Veía el vapor que emanaba del musgo goteante, como si la tierra misma respirara debajo de él. Tras avanzar unos pocos kilómetros vislumbró una laguna negruzca flanqueada por dos fincas en ruinas.

Dejó el cigarrillo colgando entre los labios y sostuvo la pistola con ambas manos; acto seguido avanzó apuntando con el cañón a la ciénaga, la cual parecía ondear bajo sus pies. No sabía muy bien por qué iba armado, ya que, a la hora de la verdad, no podía imaginarse disparándole a nadie. Pero tampoco quería estar del todo indefenso.

La primera de las dos casas desprendía ese olor, que ya le resultaba tan familiar, a madera carcomida y a abandono. De pared a pared colgaban largos jirones de telarañas que le hacían cosquillas en la cabeza mientras cruzaba las habitaciones tenebrosas. Al entrar en la alcoba, se arrodilló para mirar bajo la estrecha litera, donde encontró una caja de plástico verde con útiles de pesca y llena de ganchos y cebos relucientes. En la sala de estar abrió la portezuela de la estufa de hierro y removió los restos de carbón grisáceo. Una jarapa marrón jaspeada cubría el suelo como un sendero terroso hasta acabar en la cesta destinada a guardar leña, la cual se hallaba vacía. En la tela deshilachada de la alfombra podía distinguir unas huellas fangosas. Lelle se inclinó hacia delante y tanteó el barro con el dedo, solo para constatar que estaba frío, húmedo y, por lo tanto, fresco. Alguien había entrado allí hacía poco, con lodo de fuera adherido a los zapatos.

De espaldas a la estufa de leña, Lelle levantó el arma ante sí y dirigió la mirada a los cristales resquebrajados de las ventanas, a los abetos que ondeaban al viento en el exterior. Permaneció inmóvil en esa postura hasta que el corazón se le calmó y sus ideas se aclararon. Había otras personas que merodeaban por esos bosques, otras personas que buscaban calentarse en aquellas casas abandonadas, protegerse contra las inclemencias del tiempo, o que simplemente se inmiscuían con ánimo de explorar: eso era todo.

Salió afuera y comenzó a caminar alrededor de la laguna donde los nenúfares se apelotonaban sobre la pardusca superficie. Se preguntó qué profundidad tendrían las aguas, si eran tan insondables como aparentaban. Si resultaría posible rastrearlas. Tiró la colilla a la charca y se arrepintió de haberse acercado hasta allí. La tierra a su alrededor, cenagosa y movediza, parecía idónea para hundirse en ella. El zumbido de los mosquitos crecía en intensidad; encendió un nuevo cigarrillo en un intento de ahuyentarlos.

La otra finca estaba en mejores condiciones. Las paredes aún mostraban restos de color amarillo; la puerta de entrada se abrió sin chirriar y se cerró a su paso en cuanto hubo cruzado el umbral. Antes de tener tiempo siquiera de avanzar un paso más, notó de pronto el tacto de un rifle contra la nuca.

Levantó las manos y la pistola en el aire, y se quedó completamente inmóvil mientras la habitación parecía palpitar a su alrededor. Podía escuchar a la vez tanto su propio corazón como la respiración del hombre que se encontraba a sus espaldas.

—¿Quién eres? —preguntó la voz, apenas un susurro.

—Me llamo Lennart Gustafsson. No dispare, por favor.

Con el cañón del arma sobre la piel, Lelle sintió que una náusea de pánico se le asomaba a la boca. La Beretta que sostenía en la mano cayó al suelo; oyó cómo el sujeto la alejaba de una patada y, a continuación, le apretaba el cañón aún más fuerte contra la cabeza, hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. Lelle cerró los ojos: vio a Lina ante sí, contemplándolo con sus preciosos iris azules y un tono de reproche en la voz:

—¿Qué te había dicho?

Tras limpiarlos, ensartaron los cuerpos vacíos de los peces en unos palos que colocaron sobre el fuego.

Los oscuros montículos de pescado brillaban a la luz. Una vez arrojadas las vísceras detrás de una piedra, para deleite de Jolly, y tras lavarse las manos ensangrentadas en el lago, se los comieron tal cual, con un poco de sal y pimienta. Meja se sorprendió de su buen sabor. Los tres chicos no eran muy habladores; aunque, precisamente por eso, no dejaban de examinarla. La forma incisiva en que la observaban la hacía sentirse un tanto avergonzada. Empezó a ser consciente de cada movimiento, de cómo sus manos, sin saber qué hacer, se atusaban el cabello sin cesar.

Cada vez que se encontraba con los ojos de Carl-Johan, él sonreía, revelando una bonita dentadura y unos hoyuelos en las mejillas. Le costaba comer mientras la estaba mirando, le costaba hacer cualquier cosa. Resultaba obvio que el muchacho era el líder del grupo, su portavoz, mientras que los otros dos actuaban como ruedas auxiliares, asintiendo, resoplando y pavoneándose según requería la ocasión. Más alto que sus hermanos, aunque no tan tosco, presentaba unos rasgos suaves e inocentes como los de un niño. Tras endosarle otra perca a la brasa, le preguntó si su acento era de Estocolmo.

—He vivido un poco aquí y allá —respondió Meja, sintiéndose una mujer de mundo—, no tengo un acento muy definido.

—¿Y cómo es que, de todos los lugares posibles, has venido a parar a Glimmersträsk?

—Es mi madre quien ha querido venir aquí.

—¿Por qué?

—Conoció a un tío por Internet. Tiene una casa allá arriba. Digamos que mi vieja siempre ha soñado con algo así, con una vida sencilla en la naturaleza.

De repente sintió que la sangre le arrebolaba las mejillas. Odiaba hablar de Silje. Sin embargo, con el rabillo del ojo vio cómo a Carl-Johan se le iluminaban los ojos y los dientes.

—Una tía lista, tu madre, parece.

—¿Tú crees?

—Sí, eso creo. Todo el mundo debería aspirar a una vida más sencilla, teniendo en cuenta cómo está el mundo.

El muchacho se hallaba sentado muy cerca de ella, tanto que sus hombros y sus rodillas se tocaban. Meja se sentía abrumadoramente pequeña junto a él. No obstante, su voz suave, casi melódica, le resultaba de algún modo embriagadora. Parecía, además, como si, al mirarla, pudiera ver de verdad en su interior.

—¿Siempre salís por la noche? —preguntó ella.

—Es que es cuando pican más.

Carl-Johan señaló con la cabeza al pantano, donde se reflejaba el cielo iluminado.

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí a estas horas?

—No podía dormir.

—Ya dormiremos cuando estemos muertos —replicó él—. Ahora me parece que lo que toca es darse un baño.

Al quitarse la camiseta dejó al descubierto una tez bien bronceada. Como obedeciendo una orden, los otros dos chicos se despojaron asimismo de la ropa y lo siguieron hasta el agua. Solo ella se quedó en la zona de la barbacoa, hasta que, rindiéndose a la forma en la que Carl-Johan trataba con voz cantarina de engatusarla desde el lago, acabó accediendo. A pesar de estar vestida, se metió en el agua helada y fue vadeándola hasta, por fin, zambullirse del todo. Estaba tan fría que pensó que le iba a dar un infarto. Cuando más tarde se hallaban secándose como podían en un par de rocas que se erguían sobre la laguna, la perra acudió al lado de Carl-Johan como si también ella acatara su liderazgo. Meja recordó una cosa que Silje le había dicho cuando vivían con aquel granjero de Laholm: «Un tío que tiene buena mano con los animales es de fiar».

—¿Vivís en el pueblo? —les preguntó una vez que se tumbaron envueltos en las toallas.

—No, no vivimos en Glimmers. Somos de Svartsjö.

—¿Dónde está eso?

—A unos diez kilómetros de aquí.

Göran, el hermano mayor, tenía la tez picada, llena de toscos granos que no paraba de toquetearse. Ella evitó mirarlos directamente.

—Todo este país está yéndose a la mierda —sentenció—. Svartsjö es nuestro refugio.

—¿Refugio de qué?

—De todo.

Las palabras sonaron casi solemnes en el silencio. El hermano mediano, Pär, se había cubierto la cara con una gorra y no decía nada. Meja miró a Carl-Johan y vio que este sonreía.

—Ven a visitarnos y lo verás —dijo—. Tráete a tu madre también. Si lo que buscáis es una vida más sencilla, os encantará Svartsjö.

Ella palpó el último cigarrillo que Silje le había dado. A pesar de las ganas que tenía de encenderlo, consiguió contenerse.

—Sí que sois raros —declaró—. La mar de raros.

Ellos se echaron a reír.

Carl-Johan insistió en acompañarla en su camino de vuelta por el bosque, de modo que ella acabó aceptando, dando gracias para sus adentros de no tener que quedarse a solas con los árboles. El sendero era tan estrecho que se vieron obligados a recorrerlo en fila india. La perra abría la comitiva, azotando los groselleros con la cola. En segundo lugar iba Meja, buscando temas de los que hablar conforme sentía los ojos de él a sus espaldas, quemándole la nuca. No solía gustarle a los chicos, la verdad sea dicha; les resultaba demasiado callada e insegura. La mayoría se sentían atraídos por chicas a las que pudieran vacilar y que les rieran las bromas bien alto. Sin embargo, a ella no se le daban bien ninguna de las dos cosas: ni el vacile ni las carcajadas. Sus torpes intentos sonaban falsos, y la mirada de ellos siempre revelaba que no habían colado.

Carl-Johan, en cambio, no soltaba bromas. Conforme avanzaba detrás, hablaba de los animales que tenían en su parcela: vacas, cabras, perros. «En Svartsjö tenemos de todo», dijo varias veces, con una voz que vibraba de orgullo. Al darse la vuelta para mirarlo, Meja observó que había una seriedad en sus ojos que lo hacía parecer muy maduro. Le hubiera gustado saber cuántos años tenía, si bien se abstuvo de preguntárselo. Se notaba que se sentía a gusto en su propia piel. Todo lo contrario que ella.

Pensó en Silje. A esas alturas de la noche ya debía de estar fuera de combate, aunque eso nunca podía saberse con seguridad. Su madre era perfectamente capaz de seguir andando por ahí en pelota picada, bebida y lista para soltar cualquier lindeza.

Meja se detuvo bastante antes de llegar a casa, cuando apenas se divisaba el tejado y el ventanuco de la habitación triangular.

—Mi madre está enferma, así que no sé si es buena idea que entres conmigo.

Él estaba muy cerca; le llegaba su olor al agua del lago y a sangre de pescado, que le salpicaba la camiseta con manchas secas rosáceas. Según la miraba, ella notó un leve cosquilleo en el estómago. Acto seguido reparó en que la delgada piel sobre la clavícula de su acompañante vibraba al compás de los latidos de su corazón.

—Nos vemos —se despidió el muchacho.

Meja tuvo que agarrar con fuerza a Jolly del collar para que esta no lo siguiera conforme se alejaba. Cuando desapareció entre los abetos, la perra emitió un gañido de desconsuelo, lo cual hizo que también a ella le entraran ganas de echarse a llorar.

—Date la vuelta para que pueda verte.

Lelle contuvo la respiración. Poco a poco, muy despacio, giró el cuerpo hasta que el cañón le apuntó al pecho.

La silueta del hombre detrás del arma comenzó a cobrar forma entre las sombras. El cabello le colgaba a mechones enredados sobre los hombros, convergiendo con la barba, que le llegaba al pecho, y enmarcando unas roñosas mejillas y unos ojos afilados. La ropa le quedaba muy holgada y se veía deshilachada en las costuras. Un largo desgarrón en el jersey revelaba la palidez de la piel que se escondía debajo. De su cuerpo emanaba un olor acre a bosque, sudor y hoguera. Sin dejar de mirar al intruso, bajó el rifle.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Lo siento —repuso Lelle—, no sabía que aquí viviera alguien. Estoy buscando a mi hija.

—¿Tu «hija»? —inquirió el hombre como si le estuvieran hablando en otro idioma.

—Sí.

Bajó la mano izquierda, sacó la foto de Lina del bolsillo interior de la chaqueta y la sostuvo ante su lanudo interlocutor.

—Se llama Lina y está a punto de cumplir veinte años. Lleva tres años desaparecida.

El tipo se inclinó hacia delante para contemplar la foto durante un buen rato. El brazo extendido de Lelle temblaba inestable mientras seguía sin quitarle ojo al rifle, que todavía continuaba colgado de la axila del hombre.

—No la he visto —declaró por fin—. ¿Ha desaparecido por esta zona?

—Desapareció en una parada del autobús a las afueras de Glimmersträsk.

—Glimmersträsk queda lejos.

—Ya lo sé, pero la búsqueda me ha traído hasta aquí.

Los ojos del hombre refulgían en la oscuridad.

—Aquí no está. Eso te lo puedo asegurar.

Lelle se guardó de nuevo la foto de Lina en el bolsillo. Tal vez a causa de la tensión, los ojos se le bañaron en lágrimas. Se aclaró la garganta en un esfuerzo por contener el llanto.

—Pido disculpas por mi intromisión, creía que aquí no vivía nadie.

Se dirigió hacia la puerta, en busca de la luminosa noche. Apenas puso un pie en el umbral, oyó cómo la voz ronca lo llamaba de nuevo.

—¿Quieres tomar un café?

Él se acomodó en una silla de madera destartalada mientras el sujeto barbudo vertía el café a puñados en la cafetera. Había apartado el arma a un lado. Una lona oscura recubría las ventanas, mientras una solitaria lámpara de queroseno colocada sobre la mesa arrojaba un tímido resplandor sobre las paredes de pino. El tipo era más joven de lo que parecía; Lelle lo notó por sus movimientos, por la forma en que se le marcaban los músculos bajo la desgarrada tela del jersey.

—Perdóname por haberte encañonado con el rifle —dijo el hombre—. Pero es que me has dado un buen susto.

La pistola de Lelle, que este había recogido del suelo, se encontraba al alcance de su mano.

—No pensé que hubiera nadie aquí. ¿Puedo preguntarte cómo te llamas?

—Patrik —respondió el extraño individuo tras dudar un poco—. Pero me llaman Patte.

—¿Vives aquí?

—A veces, cuando me queda de paso.

—Esto no queda muy de paso de nada.

Los dientes de Patte brillaron en la penumbra cuando este sonrió. Sirvió el café en dos tazones de metal y le acercó uno de ellos a Lelle. Aunque el líquido era viscoso como el alquitrán, olía divinamente en el aire viciado de la estancia.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—De casualidad. Llevo tres años recorriendo la Carretera de Plata con el coche. Me meto por todos los caminos forestales y todos los desvíos de mierda que encuentro.

—¿Para buscar a tu hija?

Él asintió.

—¿La policía no te ayuda?

Antes de contestar sacó el paquete de tabaco, se puso un cigarrillo entre los labios y le ofreció otro a su acompañante.

—Son unos inútiles.

Patte asintió como si entendiera muy bien lo que quería decir. Ambos encendieron los cigarrillos y dejaron que el café y el tabaco llenaran el silencio. Lelle miró de soslayo al joven y se percató de que inspiraba el humo profundamente, dejándolo reposar en sus pulmones como si se tratara de hachís. La piel alrededor de las aletas nasales, llena de úlceras, le temblaba, pero por lo demás parecía haberse calmado.

—¿Qué haces tú en un sitio así?

Patte alzó la mirada y la clavó en su visitante a través de las espirales de humo.

—Supongo que también estoy buscando a alguien.

—¿A quién?

Se levantó y desapareció en una habitación contigua. Lelle volvió a mirar el rifle apoyado contra la pared. El hombre regresó con una manoseada foto, que le entregó a continuación. Una imagen de un joven de pelo rapado y gesto adusto, vestido con ropa color arena y con un fusil de asalto colgándole del pecho. Estaba de pie junto a un edificio de color gris sucio que tenía las ventanas rotas y la fachada cubierta de agujeros de bala.

—Este era yo. Antes de que la guerra me destruyera.

Mirando más de cerca la fotografía, comparó al tipo barbudo que se hallaba enfrente con el aseado muchacho de la foto. No veía parecido alguno, excepto quizá en los ojos.

—¿La guerra? ¿Qué guerra?

—Afganistán —respondió Patte con una leve mueca.

—¿Así que eras soldado de la ONU?

Él asintió.

—Joder.

Lelle se reclinó en su silla y apuró los posos del café. Una franja dorada de luz solar envolvía la lona negra; fuera, el canto de los pájaros sonaba como un recordatorio de que la alegría aún tenía cabida en el mundo. Patte, que había sacado un cuchillo de caza con el que había empezado a limpiarse las uñas, miró a su invitado por encima del mango.

—¿No vas a preguntarme si allá maté a alguien?

—Los soldados suecos de la ONU no suelen participar activamente en la batalla, ¿no es así?

El joven dejó escapar una risa hueca que pronto se convirtió en tos.

—Eso es lo que vosotros os creéis. La verdad es mucho más turbia.

Levantó siete dedos en el aire. Las palmas de las manos, quemadas, estaban mudando la piel.

—Maté a siete personas. Y he visto morir a aún más.

Se dio unos golpecitos en la frente con el cuchillo.

—Sus gritos nunca se callan. Los oigo a todas horas.

Lelle se aflojó el cuello de la camisa. El confinado espacio comenzaba a resultar sofocante.

—Suena terrible.

—Lo peor es si no se mueren de inmediato. Si les han reventado los miembros pero siguen viviendo. De modo que tienes que acercarte y rematarlos. Cara a cara. Entonces es cuando comprendes que va en serio. Cuando ves cómo se apaga el brillo de sus ojos. Cómo la vida abandona el cuerpo.

Señaló con la punta del cuchillo hacia Lelle.

—Hay algo en el hecho de matar que se mete bajo la piel, que te aniquila desde dentro. Nadie nos advirtió de eso antes de ir allá. Nadie nos explicó qué ocurre cuando trabas conocimiento con la muerte, cuando la miras a los ojos. Cómo se te queda de algún modo pegada y se convierte en parte de ti.

—¿Te habrías quedado en casa de haberlo sabido?

Patte bajó la mirada. La piel de su rostro parecía moverse por su cuenta, trémula y agitada.

—Siempre me ha perdido la puta curiosidad —dijo al fin—. Además, todos, tarde o temprano, debemos familiarizarnos con la muerte. Ante ella no es posible cerrar los ojos.

Lelle apartó la taza de café. La falta de oxígeno en la habitación lo había dejado agotado. Carecía de fuerzas para hablar sobre la guerra y la muerte; ya tenía bastante con su propia guerra y su propia muerte. Las piernas le dolieron al levantarse.

—Gracias por el café, pero es hora de que me vaya.

—Hay más gente como yo aquí por los bosques, otros que se encuentran perdidos y ya no se ven capaces de seguir viviendo en el mundo. Podría ser el caso de tu hija. ¿No cabe la posibilidad de que se haya tomado un descanso?

—A Lina el mundo le gusta.

—¿Crees que alguien le ha hecho daño?

—Ella no nos dejaría por propia voluntad. Estoy seguro.

Patte acompañó a Lelle hasta la puerta principal, como no del todo decidido a dejar que se marchara.

—Estaré al tanto por si la veo.

—Gracias. Te lo agradezco.

—Por mi experiencia, normalmente hay que tener cuidado con las personas que sonríen.

—¿A qué te refieres?

—A los que sonríen sin razón, los que enseñan los dientes para atraer a otra gente hacia sí mismos. Ellos son los que habitan el mal.

—Lo tendré en cuenta.

Cuando Lelle abrió la puerta, Patte levantó una mano para protegerse del sol de medianoche.

—Te ayudaría a buscarla —añadió—, pero no soporto la luz.

—Lo entiendo. Te mina las fuerzas.

Se dieron la mano sin decirse nada más, limitándose a mirarse fijamente en una especie de silenciosa compenetración antes de que la puerta se cerrara del todo. Fuera, la laguna se asemejaba en su negritud a un charco de petróleo derramado entre las dos parcelas. Lelle avanzó tan rápido como pudo a través del terreno movedizo, deseoso de alejarse de allí.

Durante el fin de semana, ambos le daban a la botella. Con la cara enrojecida, Torbjörn se ponía a meter bulla y a hablar sin parar sobre la mina abandonada que había hundido su carrera. Silje cocinaba chuletas de cerdo y gratinado de patatas, que servía en la vajilla de porcelana que había pertenecido a la madre de él. Este comía ensuciándose el bigote de restos, mientras ella, sentada en un extremo de la mesa, se limitaba a fumar un cigarrillo tras otro. Con los ojos rodeados por unas enormes ojeras, se quejaba de que el calor le quitaba el apetito. Siempre tenía nuevas excusas. Sus hombros huesudos, sobre los que resbalaban los tirantes del sujetador, evocaban en Meja la imagen de un polluelo recién nacido.

—Deberías comer. Pareces un esqueleto.

—No todo el mundo es tan tragón como tú, Meja.

No asumía la realidad. La falta de apetito era algo relativamente nuevo en ella. Al principio, le había echado la culpa a los fármacos, que provocaban que la comida se le hiciera bola en la boca. Sin embargo, ahora que había dejado la medicación, no le quedaba más remedio que ofenderse cuando su hija le recordaba que no se podía vivir a base de vino tinto.

Meja subió a su dormitorio. Tumbada en la estrecha litera, contempló el techo puntiagudo en el punto en el que se encontraban las vigas. Una etérea telaraña cruzaba el listón central; en ella se agolpaban los mosquitos y las moscas disecados que habían encontrado su fatal destino allí, en una red que otra criatura hilaba. A pesar de que solo se trataba de bichos repugnantes, algunas lágrimas le asomaron a los ojos.

No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a oírse los jadeos de Silje provenientes de la planta inferior; al principio eran una suerte de débiles piadas que, enseguida, se convirtieron en gritos cada vez más agudos. Torbjörn bramaba mientras las patas de la cama chirriaban contra el suelo de madera. Sonaba como si la estuviera matando. Meja se tapó los oídos con las manos y miró las copas de los pinos meciéndose hacia atrás y hacia delante. La soledad conjuraba en su cabeza las otras voces. Esas que se cachondeaban de ella.

«¿Es verdad que a tu madre le pagan?».

«Sabes lo que eso significa, ¿no?».

El teléfono móvil reposaba apagado en la mesilla de noche. Nadie la había llamado desde que tomaron el tren rumbo a Norrland. En la ciudad que acababa de dejar atrás nadie la extrañaba, nadie se preguntaba adónde había ido. Ni siquiera aquellos a quienes les proporcionaba tabaco y pastillas los fines de semana: había creído que, si no a ella, al menos sí echarían de menos aquellos suministros.

Estaba quedándose dormida cuando sonó el primer golpe. Se incorporó de un salto para mirar la puerta y el respaldo de la silla que había colocado bajo el picaporte para que nadie pudiera colarse en su habitación mientras dormía. Aunque Torbjörn no había hecho ningún tipo de repulsivo intento con respecto a ella, se sentía más segura así, bloqueando la puerta antes de que le venciera el sueño. Al segundo ruido sordo se dio cuenta de que procedía del exterior. Se agachó detrás de la cortina y oteó hacia la noche soleada. Sus ojos se posaron en una sombra que se movía junto al porche. La cadena de la perra tintineó según esta se sacudía para desperezarse; la negra figura masculina se inclinó sobre ella para hacerle mimos. Meja reconoció a Carl-Johan en el momento en que este giró el rostro para mirar en su dirección.

Entreabrió la ventana y se asomó.

—¿Qué haces?

—Iba a bañarme en el pantano. ¿Vienes conmigo?

—¿Ahora? —susurró ella—. ¿En plena madrugada?

—Ya dormiremos cuando estemos muertos.

Ella volvió a girar la cabeza hacia la puerta, aguzando el oído en busca de los ruidos procedentes del dormitorio de Torbjörn y Silje. Sin embargo, todo lo que se oía eran los suspiros de la vieja casa. El reloj del móvil mostraba la una y media. Sonrió al visitante.

—¡Dame diez minutos, y que nadie te vea!

Tras lavarse los dientes y ponerse desodorante, se dejó el pelo suelto y se aplicó un poco de brillo en los labios. No había tiempo para más. De forma mecánica, se metió el tabaco en el bolsillo de los vaqueros; sin embargo, enseguida se arrepintió. A Carl-Johan no le gustaban las chicas que fumaban, se lo había dejado bien claro. Con un gesto rápido, tiró el paquete a la papelera, enterrándolo bajo los demás desperdicios, de modo que no se viera.

Acto seguido se escabulló escaleras abajo, evitando el último escalón, que chillaba como cuando se pisa a un gato. Torbjörn dormía en el sofá, con la cabeza colocada en un ángulo extraño. Estaba desnudo, y su flácido miembro asomaba por debajo de la tripa estirada y las sombras del vello púbico. Meja desvió la mirada y continuó hacia la puerta principal. Del cuarto de baño llegaban unas náuseas entrecortadas que hacían que a ella también se le taponara la garganta. Nada más meter los pies en las Converse, se detuvo. Silje bebía y tomaba pastillas, por eso vomitaba; aquello no era nada nuevo. Aun así, ella no lograba desprenderse del maldito miedo. El miedo a que ocurriera algo. Permaneció con la mano en la puerta un buen rato, esperando a que cesaran las arcadas. Entonces, la abrió y salió corriendo.

Fuera, la niebla había salido del bosque y se extendía como una espiral de humo sobre la hierba del prado. Carl-Johan, escondido en el lindero, la atrajo hacia él en un abrazo. Desprendía un olor acre a granero y a animales de granja.

—¿Y tus hermanos?

—Han tenido que quedarse en casa.

Tomándola de la mano, la condujo entre los pinos. Trenzó sus dedos entre los de ella como si fuera la cosa más natural del mundo. La perra gimió desconsolada al verlos desaparecer en la espesura. Los pies salpicaban a su paso, y el rocío trazaba líneas oscuras en los pantalones de la pareja. Solo una franja del sendero permanecía visible antes de ser tragada por la bruma. Al mirar la nuca de su acompañante, donde el cabello se le rizaba, Meja sintió un escalofrío, como si algo se hubiera despertado en su interior tras un gran letargo. Algo nuevo y ajeno.

La niebla se cernía sobre el lago, enroscándose fantasmal alrededor de los abetos azulados. Carl-Johan la llevó hasta la zona de la barbacoa, donde le soltó la mano para avivar el fuego encendido. Arrancó unas cuantas ramitas con las que hizo un montoncito de leña, sacó un encendedor del bolsillo y prendió una yesca con la que alimentar las brasas. Sopló suavemente para que las llamas cogieran fuerza, hasta que ardió una buena hoguera. Los rasgos menudos y llenos de vida de su rostro relucían hermosos a la luz. Con la mirada en las llamas, Meja sintió que se tensaba cada músculo de su cuerpo cuando él se colocó junto a ella. Los nervios le daban ganas de fumar. Al no saber qué hacer con las manos, las extendió hacia la hoguera y, mientras oía cómo el lago gorgoteaba contra las piedras, trató de hallar un tema de conversación.

—Cuéntame algo sobre ti —le preguntó Carl-Johan de pronto.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Un secreto. Algo que nunca le hayas dicho a nadie.

Meja lo miró fijamente; las llamas danzaban en sus ojos. Vaciló, pensando que el borboteo del agua sonaba como una burla. Miró de nuevo al fuego un rato antes de lanzarse.

—La primera vez que me emborraché solo tenía cinco años.

—¿Me tomas el pelo?

—No. Silje solía llamar al vino el «zumo de los mayores». Yo le daba la tabarra para que me dejase probarlo, pero ella me contestaba que solo era para las personas mayores. Los niños se morían al instante si tocaban una sola gota.

Meja resopló un poco.

—Eso no hizo sino que me picara aún más la curiosidad, así que, una noche que ella se había quedado dormida en el sofá, decidí darle un tiento. Y debió de gustarme mucho, porque a la mañana siguiente me desperté en el hospital. Habían tenido que hacerme un lavado de estómago. Estuve a punto de morir.

Carl-Johan parecía consternado.

—¿Y solo tenías cinco años?

—Según el informe médico, sí. Según mi madre, era mayor. Pero ella recuerda tan solo lo que quiere.

El fuego hacía que le escocieran las mejillas. Meja se dio la vuelta, arrepentida de lo que acababa de contarle. Fue consciente de que él no esperaba escuchar un secreto así. El viejo nudo de vergüenza que siempre le había atenazado la garganta se hinchó tanto que le dolía al tragar. Carl-Johan estiró un brazo, la atrajo hacia él y apoyó la mejilla contra su frente.

—Me alegro de que sobrevivieras, así he tenido la oportunidad de conocerte.

Con el tacto áspero de la barbilla del muchacho contra su frente, ella sintió un interno y sorprendido regocijo. Notó las vibraciones de su pecho mientras él continuaba:

—¿Quieres que yo te cuente uno de mis secretos?

Meja asintió.

—Prométeme que no vas a reírte.

—Te lo prometo.

—En la vida me he emborrachado. No he bebido nunca alcohol. Ni una gota.

—¿En serio? ¿Es eso verdad?

—Verdad al cien por cien.

Ella alzó la cabeza para mirarlo, a los ojos.

—¿Me consideras ahora un pringado?

—Te considero valiente por ir a tu aire.

El sol había comenzado a escalar por detrás del bosque, cegándolos un poco con sus luminosas punzadas; sin embargo, ella acertó a ver que él esbozaba una sonrisa.

Lelle descorchó la botella de Laphroaig, se la llevó a la nariz y aspiró el embriagador aroma del whisky, su virulento olor a hoguera de Valpurgis, a mar salada, el cual prendía fuego a las vías respiratorias. Esa sed, el deseo de entumecer la circulación de su sangre con alcohol, era tan fuerte que le provocaba escalofríos. La idea de emborronar todo pensamiento y caer en un profundo sueño durante un par de horas, de desplomarse en el sofá bajo una dulce anestesia: esa era la razón de tan poderoso anhelo. Sin embargo, el sol vespertino brillaba con fuerza a través de las persianas y Lina aguardaba en el umbral. Una pequeña Lina recién levantada, en pijama y con el pelo revuelto, abrazada a su tuerto osito de peluche. Una Lina de ojos brillantes como las flores blancas en forma de estrella que pueblan los bosques escandinavos. La criaturita que nunca lo vería emborracharse. Eso fue lo que le prometió al nacer; que tendría una infancia como Dios manda.

Con los dedos temblando como una hoja, volvió a tapar la botella con el corcho. El sudor frío bajo los brazos lo hizo ponerse a tiritar según salía al vestíbulo. Fuera, el verano comenzaba a respirar de forma verdaderamente profunda; la exuberancia, la algazara que llegaba con el despuntar estival, los aromas a barbacoa y a hierba recién cortada lo golpearon como un puñetazo. Nunca había pensado que llegaría a odiar el verano, el cual ahora solo le recordaba la felicidad desvanecida.

Tras acomodarse detrás del volante, se puso a fumar con las ventanillas cerradas, cuidándose mucho de no mirar hacia la casa de los vecinos. El paso de los años había hecho que se volviera diestro a la hora de insensibilizarse ante las idílicas atmósferas a su alrededor. Al llegar a Storgatan, la calle principal, giró a la izquierda, hacia el centro del pueblo. La sangre se le agolpaba en la cabeza; lamentó no haberse tomado al menos un trago para los nervios.

El peligro residía en los hombres cercanos a su hija. Lelle se había familiarizado con las estadísticas. Si alguien había hecho daño a Lina, era bastante probable que se tratara de una persona que ella conocía, que tal vez incluso amaba. Un novio, por ejemplo.

Unos endebles abedules se inclinaron a su paso conforme el vehículo tomaba un camino de grava más pequeño. Frente a él, una finca al más puro estilo de la provincia de Vestrobotnia campeaba sobre una exuberante colina, con su fachada roja centelleando al sol y las ventanas emitiendo destellos deslumbrantes cual espejos. Lelle aparcó al final de la alameda, apagó el cigarrillo y encendió uno nuevo enseguida. Bajó la ventanilla, aunque permaneció sentado sin apearse, con el motor encendido, por si alguien le arrojaba algo. No sería la primera vez.

Sacó los prismáticos de la guantera e hizo un barrido por el frontal de la casa. El resplandor solar se interponía como un escudo, protegiendo el edificio de las miradas ajenas. Unos cuantos muebles blancos de jardín plegados descansaban apoyados contra la pared, al tiempo que unas flores recién plantadas sonreían desde sus voluminosas macetas de cerámica. No había nada de particular en todo aquello, pero aun así sintió cómo la ira le corroía por dentro. A algunos les resultaba fácil seguir adelante, como si no hubiera ocurrido nada.

Un repentino chirrido acompañó la apertura de la puerta de la entrada; acto seguido, una figura apareció en las escaleras. Un joven alto y flaco con una gorra y enfundado en una camiseta bajo la cual se le notaban las costillas. Al divisar al visitante, se acercó despacio, cruzando el césped con movimientos inestables, como si se tratara de un ternero recién nacido. Una lata de cerveza de marca barata relucía en su mano derecha. Lelle se vio invadido por una oleada de rabia. Soltó el volante y cerró las manos en sendos puños.

El joven se detuvo a unos diez metros, abriendo los brazos en actitud desafiante. El gesto hizo que las piernas se le curvaran, aunque consiguió mantenerse erguido, mirándolo bajo unos pesados párpados, con la boca entreabierta como a punto de gritarle algo. Lo que hizo, sin embargo, fue levantar la mano que tenía libre y, formando con el pulgar y el índice una pistola, le apuntó de frente. Entornó un ojo y dejó que la mano rebotase en el aire, tras lo cual se llevó el dedo a la boca y sopló, sin apartar sus ojos soñolientos de Lelle.

Este miró la guantera donde se encontraba su propia pistola. En su interior, se imaginó a sí mismo alargando la mano para empuñarla y responder al disparo imaginario con uno de verdad. Una bala entre ceja y ceja y todo terminaría. Las protestas de Lina a su lado lo persuadieron de que debía contenerse y, en lugar de eso, dar marcha atrás. Tras describir un desgarrador círculo que hizo saltar la grava del suelo, pisó a fondo el acelerador y desanduvo el camino entre los soberbios abedules, dejando atrás la escuálida figura del hombre, envuelta en una ventisca de guijarros.

En el asiento del copiloto, su hija ocultaba la cara entre las manos.

—Mikael nunca me haría daño, papá.

—Pues mira cómo se comporta.

—Está cabreado porque no dejas de sospechar de él. Tú mejor que nadie deberías saber cómo sienta eso.

Lina había conocido a Mikael Varg el año anterior a su desaparición. El chico pertenecía a una de las familias más acomodadas del pueblo. Sus padres eran queridos y respetados, personas refinadas que se involucraban con entusiasmo en las asociaciones locales y los grupos de caza, e invertían generosas sumas de dinero en todo tipo de proyectos que pudieran revitalizar la comarca. Por desgracia, el hijo les había salido un gamberro malcriado que, desde muy pequeño, se había dedicado a aterrorizar a toda la vecindad. Primero con diabluras más bien inocentes, pero luego con cosas cada vez más serias, como robos y conducción ilegal. Anette, no obstante, cayó rendida bajo sus encantos aquel año que estuvo saliendo con Lina. Mikael Varg tenía el don de la palabra; además, era un buen partido, alguien que en su momento heredaría espléndidas propiedades. El sueño de cualquier suegra en el sentido tradicional del término. Ella siempre restó importancia a sus tropelías, calificándolas de deslices juveniles que acabarían por desvanecerse con el tiempo.

La policía lo interrogó después de la desaparición. Varg insistió en que «estaba acostado durmiendo» esa mañana en la que Lina había de tomar el autobús, y, por supuesto, sus padres respaldaron su versión, a pesar de que no se podía decir que montaran guardia precisamente junto a la cama del chaval a esas horas tempranas. La policía había dado por buena esa coartada; sobre todo teniendo en cuenta que no tenían nada de que acusarlo. No había signo alguno de delito. Ni tampoco había aparecido ningún cuerpo.

A Lelle, en cambio, su relato no lo había convencido en absoluto. Se prometió no quitarle ojo a Mikael Varg hasta el día en que recuperara a Lina. Varias veces a la semana recorría con el coche aquella condenada alameda de abedules solo para mostrarle al tipejo que seguía vigilándolo, aun cuando todos los demás hubieran decidido hacer la vista gorda. El hecho de que los Varg se hubieran hartado ya hacía mucho tiempo de su acoso, no conseguía que se inmutara lo más mínimo. Podían soltarle todas las amenazas, gritos y disparos imaginarios que quisieran. La concordia vecinal y la solidaridad entre los habitantes del pueblo lo traían sin cuidado. Lo único que le importaba era encontrar la verdad.

A la noche siguiente fueron a recogerla en coche. Meja esperaba ya vestida en la cama cuando la primera piedra golpeó la ventana. Aunque de la sala de estar llegaba el zumbido de la televisión, la puerta de la habitación de los adultos estaba cerrada y los ronquidos de él arañaban la pared como si fuesen papel de lija.

Fuera, en la húmeda madrugada, Carl-Johan aguardaba agazapado detrás del viejo coche de Torbjörn. Sintió un cosquilleo interior al verlo. Él la cogió de la mano y señaló el sendero de grava.

—Mi hermano nos está esperando detrás de la loma.

A pesar de sentirse decepcionada por el hecho de que no hubiera venido solo, se guardó muy mucho de mostrarlo. En lugar de tomar el camino que llevaba hacia el lago, recorrieron correteando el terreno pedregoso que conducía a la aldea. Aparcado junto a la zanja se encontraba un Volvo 240 rojo con los faros antiniebla encendidos. Era Göran, que iba sentado al volante, cubierto con una capucha, como para ocultar sus mejillas granujientas. Cuando Meja subió al asiento trasero, se volvió hacia ella con una sonrisa.

—Mejor que te aprietes bien el cinturón, porque vamos a patinar.

El vehículo hizo un derrape tan atroz sobre la grava que a ella se le revolvió el estómago de inmediato y se vio obligada a aferrarse al respaldo delantero. Carl-Johan se volvió hacia ella.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó.

—Nada. Intentar no morirme del aburrimiento.

—¿Aburrimiento? —Sonrió—. Pues eso vamos a remediarlo ahora mismo.

Atravesaron el pueblo, donde todo dormitaba en calma. Al salir a una carretera asfaltada más grande notó como Göran aumentaba la velocidad, manteniendo solo dos dedos en el volante. Ella se hundió en el asiento rugoso y se dedicó a ver pasar los pinos a toda velocidad. No preguntó adónde iban. Solo el hecho de ir a alguna parte hizo que se sintiera feliz, adondequiera que fuese. Lejos de Silje.

—¿Y vosotros? ¿Qué habéis hecho hoy?

—Trabajar —respondieron al mismo tiempo.

—¿En qué trabajáis?

—Hacemos un poco de todo —replicó Carl-Johan—. Con los animales y la tierra.

—Entonces, ¿sois granjeros?

Ellos se echaron a reír al oír aquello. Meja se inclinó hacia delante entre ambos asientos para contemplar la carretera desierta. No se cruzaron con ningún otro automóvil, y había mucha distancia entre los escasos asentamientos habitados: diminutas aldeas donde las casas se hallaban encajonadas entre los árboles, sin ninguna alma a la vista. Parecía casi como si ellos fueran los últimos supervivientes en un mundo extinto. Si no fuera por CarlJohan, tal vez le habría entrado cierto miedo. Las manos de él tamborileaban contra sus vaqueros; no necesitaba verle los labios para saber que estaba sonriendo.

El primer vehículo con el que se encontraron fue uno de la policía, aparcado en un área de descanso. Meja percibió que aminoraban la velocidad.

—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó Göran.

—Tranquilo —dijo Carl-Johan—. Está dormido.

Su hermano siguió soltando exabruptos mientras pasaban por delante del coche. Ella miró hacia las ventanillas, sin acertar a ver quién se escondía detrás. Una vez lo hubieron dejado atrás, sin que el automóvil hiciera amago alguno de seguirlos, Göran golpeó con el puño en el salpicadero y emitió un aullido de victoria.

—¿Qué hace la policía aquí en medio de la nada? —inquirió Meja en cuanto se hubo calmado.

—Eso mismo me pregunto yo —respondió Göran—. Putos cabrones corruptos.

Carl-Johan se volvió hacia ella con un guiño.

—Creo que debería informarte de que ninguno de los dos tenemos carné de conducir, así que siempre nos entra un poco de canguelo cuando nos topamos con la pasma.

—¿Cómo es que no tenéis carné?

Göran se bajó la capucha, lo que dejó al descubierto sus erosionadas mejillas, y giró el espejo retrovisor para poder verla mejor.

—Llevo media vida conduciendo —declaró—. ¿Por qué he de pagar un montón de pasta al Estado solo para que me dé el visto bueno?

Meja se hundió de nuevo en el asiento.

—Nosotras ni siquiera hemos llegado nunca a tener coche.

A medida que el sol se elevaba en el firmamento, observó que estaban pasando cerca de una ciudad más grande. La torre de la iglesia y los tejados se vislumbraban abajo en el valle y un ancho río atravesaba los edificios. Dejaron atrás varios chalés de poca altura y Göran estuvo en un tris de atropellar a un gato que deambulaba por la carretera. Meja no preguntó adónde habían ido a parar. No le importaba. Una parte de ella deseaba no regresar jamás.

Tras tomar el desvío que conducía a una gasolinera abierta a esas horas de la noche, aparcaron junto a uno de los surtidores. Carl-Johan le preguntó si quería un helado. Cuando salieron, él le rodeó la cintura con el brazo. No había nadie en la tienda iluminada, a excepción de la dependienta, una atractiva joven con el cabello recogido en una gruesa trenza oscura que le caía sobre un hombro. Göran volvió a cubrirse con la capucha y se atusó el flequillo. Una vez eligieron los helados, fue él quien se ofreció a pagar. Meja oyó cómo le decía algo a la chica detrás de la caja, quien, a modo de respuesta, esbozó una sonrisa forzada.

De regreso al coche, Carl-Johan optó por sentarse en el asiento trasero junto a ella. Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el hombro a su hermano.

—¿Cómo te ha ido? ¿Le has pedido su número?

—Qué va.

—¿Y a qué esperas?

—No va a querer dármelo.

—¿Cómo lo sabes, si nunca vas a atreverte a pedírselo?

Göran se llevó el helado a la boca y giró la llave para arrancar el motor.

—Tengo ojos en la cara —repuso—. De chicas como ella me puedo ir olvidando.

Durante todo el camino de vuelta, Carl-Johan mantuvo el brazo alrededor de Meja. Ella cerró los ojos bajo el resplandor del sol, dejándose mecer en su abrazo. En el asiento delantero, su hermano se había quedado callado como un muerto bajo la capucha.

Tras aparcar junto al risco de Marakläppen, Lelle se cercioró de que estaba solo antes de salir del coche. Caminó con paso ligero hacia el enorme abismo hasta colocarse tan cerca que los dedos de los pies sobresalieron por el borde. La tierra se había ablandado con las lluvias, de modo que una polvareda de arena cayó a las profundidades. El lugar había servido de precipicio suicida en tiempos remotos; un lugar sacrosanto donde deshacerse de los viejos y los inválidos, aquellos que ya no podían aportar su granito de arena a este mundo.

Encendió un cigarrillo y se asomó al precipicio aún más, hasta estremecerse. Le gustaba esa sensación, una prueba de que la sangre todavía le corría por las venas, a pesar de que se sentía más muerto que vivo. La posibilidad de saltar también resultaba liberadora; le reconfortaba saber que había opciones, a pesar de ser consciente de que solo se trataba de vanas quimeras: nunca podría acabar con su vida hasta averiguar lo que le había ocurrido a Lina. De lo contrario, hacía mucho tiempo que lo habría hecho.

Oyó el ruido de un automóvil que se acercaba a sus espaldas hasta detenerse. La puerta del coche que se abría reveló el ruido saturado de una radio de policía. Pasos pesados sobre la arena y el tintineo de unas llaves. Lelle levantó una mano a modo de saludo sin volverse. Ya sabía quién era.

—Joder, Lelle, ¿tienes que ponerte tan al borde?

Él giró la cabeza para mirar al agente.

—Ahora tienes la oportunidad de deshacerte de mí. Un empujoncito y no seré más que un mal recuerdo.

—La idea se me ha pasado por la cabeza, no puedo negarlo.

Hassan era hoy en día lo más cercano a un amigo que tenía, a pesar de que fuese madero. Una amistad improbable nacida de la desaparición de Lina.

El policía se detuvo a pocos metros del precipicio con las manos sobre el cinturón mientras disfrutaba de la panorámica. Lelle lanzó el cigarrillo a las profundidades y alzó la vista. Más allá de la sima que se abría a sus pies, se extendían kilómetros y kilómetros de bosque negro. Aquí y allá, el paisaje aparecía salpicado de corrientes de agua y áreas deforestadas. Algunas turbinas eólicas campeaban sobre una colina como un recordatorio del imparable progreso humano, un aviso de que nada había de permanecer intacto.

—Bueno, aquí lo tenemos otra vez —dijo Hassan—. El verano.

—Pues sí, joder.

—¿Se puede saber qué haces aquí de madrugada?

—Estoy buscando a Lina.

—Ya sabes mi opinión al respecto.

Lelle le dio la espalda al barranco con una sonrisa. Estiró la mano para propinar una palmada en el hombro a su amigo. La tela oscura de su uniforme estaba caliente por el sol.

—Aun a riesgo de parecer irrespetuoso, tu opinión me resbala.

Hassan le devolvió la sonrisa y se pasó los dedos por el pelo rizado. Los músculos del cuello se le marcaban por encima de la chaqueta abrochada. Era de constitución recia, de espaldas anchas que imponían respeto. Lelle se sentía frágil a su lado. Consumido.

—¿Supongo que no tendréis ninguna noticia que darme?

—Ahora mismo no, aunque de cara al tercer aniversario albergamos esperanzas de que alguien se aventure a dar un paso al frente.

Lelle bajó la mirada: junto al calzado reluciente del policía se alineaba el suyo, recubierto de barro y mugre.

—Anette ha organizado una vigilia, una procesión con antorchas por todo el pueblo.

—Eso me han dicho. Está bien. Lo último que queremos es que la gente se olvide.

—Yo ya no doy ni un duro por la gente.

El aire se enfrió en un visto y no visto cuando el sol desapareció detrás de las nubes.

—Hablando de gente —añadió Hassan—, ¿te acuerdas de Torbjörn Fors?

—El que subió al mismo autobús que Lina esperaba aquella mañana. ¿Cómo me voy a olvidar del menda?

—Lo vi en el súper el otro día. Con una mujer.

A Lelle le dio un ataque de tos. Se golpeó el pecho con el puño y miró con incredulidad a su interlocutor.

—¿Que Torbjörn ha conocido a una tía después de todos estos años? Me gustaría verlo.

—Yo te cuento lo que he visto.

—No me digas que se ha traído a alguna pobre chica importada de Tailandia.

—Era del sur, y, además, joven; mucho más joven que él. Tenía un aspecto un poco cascado, pero no pasaría de los cuarenta.

—Hostia puta. ¿Cómo se las habrá apañado, el pobre diablo?

—No tengo ni idea. Y, por cierto, no iba sola.

—¿A qué te refieres?

Hassan tensó las mandíbulas.

—Llevaba consigo a su hija. Una adolescente.

—¿Estás de coña?

—Ojalá lo estuviera.

La voz quebrada de Silje sonaba como la de una persona muy vieja o muy enferma. Meja la miró con ojos achicados mientras se servía el vino con mano trémula. No era la primera copa que su madre se echaba al gaznate, como delataban sus párpados pesados y su tono farfullante. No sabía si Torbjörn se daba cuenta; en cualquier caso, él no decía nunca nada, al menos no mientras ella estaba delante, sino que se limitaba a mirarla con expresión afable.

—Estás saliendo mucho últimamente, Meja. ¿Has hecho amigos en el pueblo?

Silje estiró una mano para acariciarle el pelo.

—Ella es muy independiente, no es muy de hacer amigos.

—Pues sí que he conocido a alguien. A un chico.

Su madre giró despacio la cabeza, con un destello en los ojos neblinosos.

—¡Qué me dices! ¿A quién?

—Se llama Carl-Johan. Nos conocimos en el lago.

—¿«Carl-Johan»? ¿En serio se llama así?

Sin hacer caso a Silje, Meja miró a Torbjörn, quien se metió el dedo índice bajo del labio para sacarse el snus y dejarlo caer sobre el plato bien rebañado.

—No me suena ese nombre —dijo él—. ¿De dónde es?

—De Svartsjö.

—¡Svartsjö! —Una llovizna de saliva marrón amarillenta cayó sobre la porcelana—. ¿En serio? ¿No será el chico de Birger Brandt?

—Sí —asintió ella con el corazón acelerado.

—No es que yo sea nadie para decir nada, sobre todo con la fama que tengo de ser el rarito del pueblo, pero Birger y su mujer también son muy peculiares.

—¿En qué sentido?

A Torbjörn le silbaban ligeramente los pulmones al respirar.

—Tienen una especie de comuna hippy. Viven como en el siglo XIX. No les gusta mucho la tecnología moderna. Recuerdo que se armó la de Dios es Cristo cuando Birger se negó a escolarizar a sus hijos. Él pretendía educarlos en casa, pero las autoridades municipales no estaban de acuerdo.

—¿Se negó por cuestiones religiosas? —preguntó Silje.

—A saber. Aunque no me sorprendería.

Esta apuró el vino y señaló con la copa vacía a su hija.

—¿Por qué no lo traes a casa para que veamos cómo es?

—Ni lo sueñes.

—Venga, tráelo.

Meja volvió la vista hacia la espesura, donde la luz del sol se asomaba entre los árboles alumbrando los remolinos de frutos y semillas. Desde su posición, divisaba el claro donde se habían quedado al amanecer, después de que Göran los dejara. Evocó el vértigo que la había invadido cuando él posó sus labios sobre los de ella.

Lelle enfiló la Carretera de Plata hacia el sur, pasando de largo la parroquia de Jörn-Boliden mientras el sol se ocultaba por detrás del bosque. Redujo la marcha mucho antes de ver los radares de velocidad. Al llegar a Skellefteå se detuvo para repostar y comprar cigarrillos a un solitario dependiente nocturno que no paraba de teclear en un teléfono. Un camionero con la gorra calada hasta las cejas y la boca llena de snus estaba junto a la máquina de café sirviéndose dos tazas grandes. Allá fuera, donde no alcanzaba la claridad de las luces fluorescentes, la noche yacía envuelta en un crepúsculo azul que recordaba al mar. Lelle se sentó de nuevo tras el volante con un cigarrillo en la boca, tratando de pensar en otra cosa que no fuera esa imagen que hacía que su mente viajara hacia las aguas marinas. Sin embargo, al arrancar de nuevo supo que era demasiado tarde. En el cruce, sus manos giraron el volante hacia la izquierda, en dirección al recuerdo. Mientras sacudía con torpeza la ceniza a través de la ventanilla, pasó ante casas sin luz, establos y oscuras franjas boscosas. Percibió cómo el aire se volvía cada vez más salado a medida que se acercaba. Condujo rumbo al horizonte hasta que el mar se abrió frente a él. El cielo brillaba allá donde el sol comenzaba a atravesar las nubes. Aparcó y caminó a lo largo de un estrecho rocoso hasta llegar a la franja de costa cubierta de vegetación donde la casa se había erigido en el pasado. Aunque no quedaba ni un solo tablón en pie, aún podía distinguir las líneas de lo que había sido el sótano bajo las capas de limo. Dio unas torpes patadas con las botas en el suelo mientras dejaba caer la ceniza sin control a su alrededor, sintiendo cómo se le cortaba la respiración y que el corazón se le aceleraba ante los recuerdos. Había sido el hogar de su infancia. El sitio donde su padre se reventó bebiendo y donde Lelle se quedaba a solas por las noches mientras su madre trabajaba. Tenía apenas siete u ocho años cuando comenzó a llevarse al gaznate los culos de las botellas que su progenitor no había apurado. Aprendió enseguida la diferencia entre la cerveza de alta y de baja graduación solo por el sabor; al igual que entre el vodka de verdad y el de garrafón. Era todavía muy joven cuando se emborrachó por primera vez, para despertarse al día siguiente con un charco de vómito junto a la cama. No recordaba haber vomitado. Su madre, por supuesto, notó el olor a alcohol, pero nunca se le habría ocurrido decir ni mu ni a su marido ni a su hijo. Hacer la vista gorda ante la bebida era la regla número uno en su hogar.

Daba gracias de que Lina nunca lo hubiera visto beber. Se trataba de una parte de sí mismo que había enterrado allí, a la orilla del mar. Ella nunca había visto la casa de su infancia ni había llegado a conocer a sus abuelos. Cuando nació, su abuelo ya estaba muerto, y respecto a su abuela, él le había mentido diciéndole que también había pasado a mejor vida. A medida que la niña fue haciéndose mayor, comenzaron las preguntas acerca de su infancia, a las que él siempre había respondido con evasivas. Eso era lo único que se prometió a sí mismo cuando ella vino al mundo: que nunca se quedaría sola. Nunca la descuidaría por causa del alcohol o de cualquier otra cosa. Sin embargo, a pesar de su solemne y sagrado juramento, había fracasado. Había fracasado por completo.

Lelle continuó bajando hacia la franja de playa que una vez perteneció a su familia, se inclinó sobre las rocas y buscó una que fuera razonablemente plana y lisa. Lanzó un guijarro al agua con mano experimentada, arrojándolo con fuerza, como si el mar fuera el objeto de su ira. Hoy por hoy, bastaba el olor a sal para que le entraran náuseas. Un olor que, a continuación, lo persiguió hasta el coche, donde permaneció sentado un largo rato, fumando y observando la espesa capa de malas hierbas que recubría sus recuerdos. La vieja sed le brotó en la garganta, pero sus manos siguieron firmes alrededor del volante mientras conducía de vuelta hacia el interior.

Estaba a punto de llegar a casa cuando de súbito empezó a caer una lluvia torrencial que lo obligó a detenerse junto a la carretera, dado que a los limpiaparabrisas no les había dado tiempo a reaccionar. Se fumó un nuevo cigarro mientras oía el agua azotando contra la chapa. El día que desapareció, Lina vestía unos vaqueros azules y un jersey blanco de manga larga. Nada que pudiera protegerla ante un chaparrón semejante. Durante ese primer verano le había preocupado mucho que ella no llevara la ropa adecuada, que pudiera helarse de frío, o empaparse, o ser devorada por los mosquitos. Lo que lo inquietaba eran los elementos naturales, ya que en el factor humano prefería no pensar.

Un coche aparcó detrás del suyo en el área de descanso. Los faros antiniebla relumbraban entre la lluvia; el conductor no era visible en medio de aquel chaparrón. Asimismo, dudaba de que pudiera verlo a él.

El aguacero arreció al tiempo que el viento empujaba los abetos contra el cercado. Lelle estaba empezando a dar gracias por contar con un trasto como el suyo para guarecerse, cuando alguien golpeó en la ventanilla. Su violento respingo hizo que el cigarrillo se le cayera al suelo, lo que provocó una nueva quemadura en la alfombrilla del coche. El rostro del hombre al otro lado del cristal, enmarcado por una capucha, carecía de contornos. Al bajar la ventanilla, vio que se trataba de un señor mayor de mejillas hundidas. Buscó a tientas el cigarro mientras el olor a plástico quemado se extendía por el angosto espacio.

—No era mi intención asustarlo —dijo el sujeto—. ¿Podría quizá usar su teléfono? Me he quedado sin batería.

Los mechones canosos encanecidos se le pegaban al cuero cabelludo y la lluvia le corría en copiosos regueros sobre las cejas, la nariz y el surco nasolabial. Él miró el móvil que reposaba en el portavasos.

—Suba y haga la llamada que tenga que hacer, por favor. —Señaló con la cabeza hacia el asiento del copiloto—. No quiero que mi teléfono se moje.

El hombre rodeó el vehículo y entró, chorreando.

—Gracias —repuso—, muchísimas gracias.

Lelle salió del vehículo mientras el extraño marcaba el número. Tenía las piernas entumecidas de llevar tanto rato sentado, así que salió a dar una vuelta para estirarlas. Caminó alrededor del otro coche, aprovechando, con toda la naturalidad de que fue capaz, para echar una ojeada a través de las relucientes ventanillas. El tipo había dejado puestos los limpiaparabrisas, que se contoneaban incansablemente sobre el cristal mojado. La luz estaba encendida y una taza de café reposaba en el portavasos. El asiento trasero se hallaba cubierto con una lona negra y diversos desperdicios: envoltorios de caramelo, hilo de pescar, latas de cerveza vacías, una sierra de mano y un rollo de cinta aislante. En el del copiloto se adivinaba un trozo de tela blanca; a través del vaho reconoció en ella los contornos del rostro de Lina: «¿Me has visto? Llama al 112». Era una de las muchas camisetas que Anette había encargado imprimir a lo largo de los últimos tres años. ¿Quién era el hombre que estaba usando su teléfono? ¿Alguien de Glimmersträsk?

Las sienes le palpitaban al regresar a su vehículo. El sujeto le devolvió el teléfono.

—Gracias, pero no era mi intención hacerlo salir del coche con esta tormenta.

—De todos modos, me hacía falta estirar las piernas.

El tipo presentaba un diente frontal roto; la lengua asomaba por el hueco cuando sonreía.

—Vaya tiempo de mierda —añadió—. He tenido que llamar a la parienta para decirle dónde estoy; si no, se raya.

—¿Vive lejos?

—En Hedberg, así que me queda un trecho, sí.

—Pues vaya con cuidado —se despidió Lelle, secándose la cara con la manga de la chaqueta.

—Igualmente.

El hombre salió y subió de nuevo a su coche. Él cerró las puertas. Tras sacar la pistola de la guantera, anotó en el móvil el número de matrícula y una somera descripción: hombre, cincuenta o sesenta años, 1,75-1,80, peso normal, incisivo roto. ¿Hedberg?

La manecilla roja del reloj del vehículo mostraba las cuatro y media. ¿En serio la mujer de ese hombre iba a estar levantada esperándolo a esas horas? Le parecía bastante inverosímil. Al echar una ojeada al espejo retrovisor, vio que el individuo se reclinaba en su asiento. No había manera de distinguir si tenía los ojos abiertos, si bien su inmovilidad sugería que estaba esperando a que amainara el temporal, el cual arrojaba furiosas cortinas de agua alrededor de ambos automóviles. Lelle comenzó a trastear con el teléfono. Hassan respondió al segundo tono, a pesar de la hora intempestiva.

—¿Qué pasa ahora?

—Voy a darte un número de matrícula que me gustaría que comprobaras, por favor.

Torbjörn se empeñaba en preparar en desayuno: en cuanto Meja bajaba las escaleras, asomaba la cabeza y le insistía en que se sentara a la arañada mesa de cocina mientras él zascandileaba en los fogones con la radio encendida. Al principio había intentado que también Silje los acompañara, pero tras un par de tentativas infructuosas se dio por vencido. Su madre nunca fue una persona madrugadora. Meja ni se acordaba de si alguna vez habían llegado a desayunar juntas.

Torbjörn preparaba el café en un puchero de cobre y sacaba a la mesa más comida de la que ninguno de ellos era capaz de engullir: yogur, gachas de avena, huevos pasados por agua, pan tierno de centeno, dos tipos de queso, jamón cocido y una carne oscura de aspecto dudoso que ella evitaba, pero que él se empecinaba en hacerle tragar.

—¡Tienes que probarla! Es carne de reno ahumada, una cosa tan rica no la tenéis en el sur.

Meja arrancó un trocito, que se llevó a la boca intentando no pensar en su procedencia. La inundó un sabor salado, salvaje y desconocido. Miró a Torbjörn con un gesto de fascinación.

Su anfitrión se echó a reír, lo cual le permitió darse cuenta de lo separados que tenía los dientes, así como de la forma en que las migajas de pan se le quedaban enganchadas al bigote cuando comía. Aun así, él no la incomodaba; había algo reconfortante en el modo en que sus ojos la miraban sin quedarse fijos en ella, como si quisiera conocerla pero sin importunarla.

—Sí que le gusta dormir a tu madre.

—Es capaz de tirarse todo el día en la cama.

—Lástima que se pierda el desayuno. A mí me parece la mejor comida del día.

Llevaba puesta una camiseta de malla mugrienta y su cuerpo sin duchar desprendía ligeros efluvios al moverse. Meja se preguntó si Silje aguantaba la respiración cuando se acostaba con él; si cerraba los ojos y pensaba en el bosque.

Tras secarse en la pernera del pantalón, Torbjörn se pasó el dorso de una mano por el bigote lleno de migas.

—Mi madre estará ahora mismo sonriendo en su tumba, Meja. Te lo aseguro.

—¿Por qué?

—Por ti. Siempre me estaba dando la lata con que tuviera hijos. Según ella, eso era más importante que encontrar una mujer; tener a alguien que pudiera cuidar de la finca cuando a uno ya le fallaran las fuerzas.

Meja no supo qué replicar, así que en su lugar alargó la mano hacia la carne de reno, se sirvió una loncha sobre una rebanada de pan y le dio un buen bocado, con la esperanza de que eso alegrara a su interlocutor. Efectivamente, él reaccionó con una sonrisa.

Después, Torbjörn vertió el café sobrante en un termo y agarró sus auriculares de protección auditiva. Ella no tenía muy claro en qué trabajaba; solo sabía que se pasaba el día en el bosque. Se puso una cazadora verde con coderas de piel y un chaleco naranja que le colgaba por encima de su fofa barriga.

—No te olvides de que hay bicis en el cobertizo si te cansas de estar aquí.

Una vez se hubo marchado, Meja entreabrió la puerta del dormitorio de Silje. Un olor acre a cenicero y vino tinto la golpeó. Su madre se hallaba tendida en la cama, con los brazos extendidos sobre la sábana y la cabeza colgando hacia un hombro, como Jesús en la cruz. Los pezones florecían de los senos, semejantes a moratones en la exangüe piel; las costillas le presionaban la carne al respirar. Siempre se aseguraba de comprobar primero su respiración.

—¿Estás despierta?

Se acercó a la cama, pasó las manos bajo la espalda de Silje e hizo fuerza contra el colchón para girarla hacia un costado. Ella no emitió ningún ruido ni dio señal alguna de que estuviera consciente. Meja le dobló sus flacas piernas hacia la tripa de modo que se quedara en posición fetal, tras lo cual la empujó suavemente sobre la arrugada sábana hasta que su rostro reposó junto al borde de la cama. Esa era una postura más segura en caso de que necesitara vomitar mientras dormía.

El timbre del teléfono invadió la habitación, lo que provocó que se le derramase el café, al tiempo que el corazón le daba un vuelco. Lelle nunca se acostumbraría a ese sonido, ese tono que cortaba el silencio y que podía significar que ese sería el día en que todo terminara, en que todo saltara por los aires.

—He hecho pesquisas acerca del tipo con el que te encontraste el otro día, el de Hedberg —anunció Hassan al otro lado de la línea.

—¿Y?

—Parece que tienes olfato para los hijos de puta. Se llama Roger Renlund; lo condenaron por violación en el setenta y cinco, y, más tarde, en los años ochenta, por violencia doméstica en un par de ocasiones. Ahora recibe una pensión por incapacidad. Por lo visto ha heredado la parcela de Hedberg de sus padres. Lleva viviendo ahí solo desde dos mil once.

—¿Solo? ¿Estás seguro?

—Es el único empadronado en esa dirección, sí.

—Le presté el móvil para que llamara a su «parienta». Comprobé el número: es el de una residencia de ancianos en Arvidsjaur.

—A lo mejor su chica trabaja allí. O es que le van maduritas.

Hassan hablaba con la boca llena. Lelle echó una mirada al reloj de la cocina: las doce y diez. Hora de almorzar para la gente normal.

—¿Vas a ponerte en contacto con él?

—¿Por qué motivo? ¿Porque en el coche lleva una camiseta con la cara de Lina? Medio Norrland tiene una de esas camisetas a estas alturas.

Él apretó el teléfono con tal fuerza que los dedos comenzaron a dolerle.

—Vale —replicó con sequedad—. Lo entiendo.

—Lelle —le reprendió Hassan—, no hagas ninguna tontería.

Con las persianas bajadas, Lelle estudiaba la imagen por satélite de la parcela de Roger Renlund. Se hallaba muy aislada, rodeada por una densa frondosidad arbórea a sus espaldas y una descuidada pradera por delante, e integrada por dehesas vacías en las que no se veía rastro alguno de vacas o caballos. La finca tenía un establo, tres cobertizos pequeños y un gallinero. Además, podía ser que eso en la esquina izquierda del terreno fuera una cueva despensa, aunque era difícil distinguirlo. Se trataba, en cualquier caso, de un lugar en el que no faltaban recovecos ni escondrijos. La propiedad más próxima se hallaba casi a cinco kilómetros; exceptuando vía satélite, la heredad de Roger Renlund no era visible para nadie. Algo muy conveniente si uno tiene secretos que ocultar.

A pesar de que, por lo general, rehusaba detenerse en esos pensamientos, estos eran el único consuelo que le quedaba, pues se negaba a creer que Lina hubiera muerto. Le insistió en ello a Anette ya desde un primer momento: alguien tenía a su hija; alguien, en algún lugar de esos parajes, sabía dónde se hallaba ella. Él encontraría a ese alguien, aunque fuera lo último que hiciese en su vida. Durante el primer verano se dedicó a llamar a la puerta de todos los tipos raros y hombres solitarios que conocía, pidiéndoles permiso para echar un vistazo en sus sótanos y desvanes. Las reacciones habían sido muy variopintas, desde los que lo echaban con cajas destempladas hasta quienes lo invitaban a tomar café. Todo lo que sacó de esas visitas fue una enorme sensación de soledad, de que la soledad reinaba en todas partes y se extendía con un poder corrosivo por los linderos de aquellas tierras remotas, propagándose como una plaga entre aquellos que se quedaban allí aislados una vez que todos los demás se habían marchado a otro lugar. Ahora, él era uno de ellos, de los que estaban solos.

—¿Has oído hablar de un pueblo llamado Hedberg?

—Sí, claro.

—¿Y de un tal Roger Renlund? ¿Lo conoces?

Kippen entrecerró los ojos y frunció los labios, fijando la mirada en el estante del tabaco, como si la respuesta se encontrase allí.

—No me suena ese nombre. ¿Por qué?

—Me parece que va a recibir una visita inesperada.

—¿Vas a ir allí a registrar su casa?

Asintiendo, Lelle le quitó el plástico a la cajetilla de cigarrillos.

—Si no regreso, ya sabes lo que tienes que hacer.

La piel flácida del cuello del encargado de la gasolinera vibró mientras este sacudía la cabeza. Sin embargo, no dijo nada, sino que se limitó a emitir un débil silbido. Unos jóvenes entraron en la tienda; Lelle se llevó un cigarro a la boca e hizo un guiño a su amigo antes de salir por la puerta.

Aparcó junto a una tornamesa, una reliquia ferroviaria cubierta de maleza que había encontrado gracias a las imágenes del satélite. Después, debía seguir el surco grabado por un antiguo arroyo o riachuelo hasta la parte trasera de la finca que se proponía inspeccionar. Se abrió paso entre una espesa vegetación descontrolada que le llegaba hasta la altura de las axilas y de la que emergían oscuros enjambres de moscas según avanzaba. La finca de Roger Renlund se asemejaba a una fortaleza medieval, rodeada de prado salvaje y bosque impracticable. Iba a ser un infierno adentrarse hasta allí.

Lelle se remetió los pantalones de faena por dentro de las botas y se cubrió la cabeza con la capucha a fin de protegerse de los mosquitos. En el lindero de la finca arrancó una rama para usarla como espantamoscas. El zumbido de los insectos se arremolinaba a su alrededor, al tiempo que una sensación de malestar comenzaba a invadirlo por dentro. El terreno era húmedo y cenagoso; el sol nocturno daba pinceladas de luz entre los árboles, donde las piñas secas se aglomeraban en pertinaces montones. A pesar de la capucha y la rama que sacudía en torno a él, tenía la sensación de que lo estaban acribillando los bichos; sentía sus rabiosos picotazos diminutos en la cabeza, justo donde el sudor le había empapado el pelo. Con la pistola enganchada a la cinturilla del pantalón, le parecía percibir el olor a miedo que emanaba de sus poros. Tal vez era eso lo que atraía a esos hijos de perra.

No acertaba a decir qué era lo que lo asustaba: si se trataba del desasosiego que le producía entrar sin permiso en una propiedad ajena arriesgándose a ser descubierto o, más bien, el temor ante lo que pudiera encontrar o no encontrar allí. Daba igual. Estaba decidido a buscar a su hija por todos los medios posibles, legales o no. Acaso lo que lo atemorizaba era la idea de perder la razón. Para él, cada tipo que viviese solo constituía un criminal en potencia. Nadie veía lo mismo que él ni llegaba a las mismas conclusiones. Estaba solo en esa batalla, era consciente de ello. Puede que lo que tuviera que hacer fuera abandonar sus rastreos, atiborrarse de Valium y Orfidal y pasarse las noches llorando a su hija desaparecida en las redes sociales. Eso es lo que parecía funcionarle a Anette. Ella no infringía ninguna ley, no rondaba las casas de los demás en plena noche con una pistola en la mano, no conducía hasta pueblos abandonados para buscar a su pequeña entre las ruinas. Era él y solo él quien hacía esas cosas.

Cuando el bosque comenzó a abrirse, la camiseta se le había pegado a la piel y ya no oía el zumbido de los mosquitos, acallado por el sonido de la sangre bombeándole dentro de la cabeza y resonándole en los oídos. Una vez en el claro, divisó un prado donde se acumulaba el pasto, intacto durante años. Agachándose entre el musgo y las flores, miró hacia la casa: una construcción de dos plantas azotada por el viento y humedecida por las lluvias. El cielo nocturno se reflejaba en las tristes ventanas. Ningún indicio de vida humana o animal. Lelle se arrastró furtivamente a través del prado. Ahora sí, vio el Volvo de Roger Renlund aparcado junto a la fachada. A su lado, una moto o escúter descansaba bajo una lona. Reptó ante una carretilla oxidada llena de tierra oscura y, más adelante, al lado de un patatal removido que la broza empezaba a invadir. El suelo bajo sus pies estaba húmedo y frío. Al divisar el cobertizo más cercano, y tras cerciorarse una vez más de que ningún ladrido de perro amenazaba su intrusión, tomó impulso y se levantó. Acto seguido inició un suave trote en dirección a su meta, si bien al cabo de unos instantes se vio obligado a echarse de nuevo al suelo: un chirrido de bisagras de hierro rasgó el silencio, seguido de unas toses secas. Intentó quedarse inmóvil, a pesar de los espasmos producidos por el corazón y los pulmones. La hierba cubierta de rocío se le colaba a través de las capas de ropa; el frío que le hacía tiritar le recordó aquella vez en que, de niño, se cayó en un hoyo abierto en el hielo. Sus manos laceradas al rasparse contra el borde, su padre saliendo repentinamente de la embriaguez y gritando que se aferrara a la cuerda. «¡Agárrate bien a la cuerda, chico!».

A través de las briznas divisó la figura que se recortaba en las escaleras del porche. Renlund iba en calzoncillos, unos gayumbos verdes sobre cuyo elástico colgaba la panza. Se llevó las manos a la boca para emitir un silbido; a su llamada, un perro grisáceo acudió corriendo desde la linde del bosque. Lelle apretó la mejilla contra la hierba y cerró los ojos. Oyó cómo el hombre le decía algo al can, tras lo cual un nuevo chirrido indicó que la puerta se cerraba de nuevo tras ambos. Permaneció allí tendido sin moverse un largo rato, hasta que la humedad le caló por completo los huesos, lo que hizo que las piernas y la mandíbula comenzaran a sacudirse sin control. Emprendió de nuevo su reptar hasta el cobertizo, sin apartar en ningún momento la vista de la casa, de las ventanas donde se reflejaba el cielo deslumbrante. No se puso en pie hasta que no estuvo totalmente fuera del campo de visión de su morador. Echó a correr los pasos que le faltaban hasta el objetivo, donde se coló de canto a través de la puerta entreabierta. Entornó los ojos para ver en la penumbra, mientras aspiraba el aroma a madera seca. La leña se apilaba en montones de varios metros de altura que cubrían toda la pared, más que suficiente para tres inviernos. Renlund quizá fuera un hijo de puta, pero desde luego no se le podía acusar de vago.

Procedió a continuación a visitar la cuadra, que no albergaba a ningún animal y apestaba a heno podrido. Iluminó los rediles con la linterna: las telarañas y excrementos de pájaro que recubrían las paredes atestiguaban que ningún caballo se había alojado en ellos desde hacía mucho tiempo. Agarró un rastrillo para hurgar en los montones de heno, para cerciorarse de que no ocultaban nada. Salió entonces a inspeccionar la siguiente construcción: una perrera donde los comederos no rebosaban otra cosa que lluvia y tierra. Justo al lado, se alzaba un cobertizo de caza de paredes irregulares. Dos liebres colgaban de la puerta, esperando ser desolladas. Por una ventana quebrada, Lelle observó que en el interior había un gran número de herramientas, cañas de pescar y cuchillos. Un banco de despiece se apoyaba en una de las paredes cortas. Volvió a dirigir la mirada hacia la vivienda; en realidad, era allí donde más quería echar un vistazo, en esa casa demasiado grande para un hombre solo, llena de habitaciones desocupadas.

Se hallaba a medio camino cuando resonó la detonación, un estruendoso disparo de escopeta que hizo temblar las copas de los pinos. Lelle se agachó y echó a correr. Por encima del hombro observó que Renlund había vuelto a salir a las escaleras del porche, aún en calzoncillos, pero con el arma apoyada en la axila, gritando algo que no alcanzó a oír. Acto seguido, un nuevo tiro le pasó silbando; se lanzó al suelo y emprendió la huida a gatas. Pronto, el ladrido del perro se acercó peligrosamente. La tierra temblaba bajo sus rodillas y, cuando las zarpas del animal se apoyaron en su espalda, Lelle cayó de bruces. Mientras el can no paraba de ladrar con ese ladrido que señala la captura de una presa, él se protegió la cabeza con las manos y permaneció completamente inmóvil. Enseguida, unos plomizos pasos aplastaron el verdor a su lado. Una voz ronca ordenó al perro que se callara. Cuando hizo ademán de incorporarse, un pie apostado entre sus omóplatos lo obligó a bajar de nuevo boca abajo contra el suelo.

Sentada en el porche, Meja contemplaba la frondosa arboleda que se abría ante ella. El claro cielo nocturno se extendía como un brazo de mar sobre las copas de los abetos, si bien un tenue crepúsculo se abría paso entre las ramas, lo que daba al bosque un aspecto oscuro, intimidante e inhóspito. Solo rasgaban el silencio los ronquidos de Torbjörn, vibrando a través de las desgastadas vigas. La espera diurna se le había hecho muy larga; Carl-Johan solo iba a verla por las noches. Si iba. Ella aguzó el oído tratando de distinguir el raspar de neumáticos en la grava, el eco de voces bajas, sin quitar ojo al lindero, como si intentara invocar la presencia de aquel a quien añoraba. A la mente le vino el recuerdo del paquete de tabaco arrojado a la papelera; un cigarrillo solo no le haría daño. Sin embargo, no quería que se le quedara impregnado el olor, no fuera a ser que, de pronto, a él le diera por aparecer entre los pinos.

Llegó un momento en que la inquietud la empujó a salir de la casa. El aire frío estaba cargado de humedad; no se atrevía a adentrarse en el bosque. La perra, que le iba pisando los talones, enseguida la abandonó, atraída por olores diversos: su cimbreante cola se perdió entre los groselleros hasta desaparecer en las sombras. Meja la llamó, a pesar de que no le gustaba nada oír su propia voz resonar en aquella soledad. El viento azotaba los árboles, los forzaba a alargarse hacia ella, erizándole la piel, cubriéndole los hombros con un manto de malestar. Optó entonces por buscar refugio en una de las casetas de la finca.

La pesada puerta se resistía a abrirse. En el interior de techos altos diversos vehículos dormitaban bajo lonas oscuras, y herramientas variopintas adornaban una de las paredes. A Torbjörn parecían entusiasmarlo en particular las hachas, pues poseía una colección de como mínimo una docena, colgadas en hilera, con las afiladas hojas descansando dentro de sus fundas de cuero. Meja acarició los bastos mangos con las yemas de los dedos, preguntándose qué se sentiría al colgarse una de esas al hombro, aunque se abstuvo de comprobarlo. Quizá podía pedirle a su anfitrión que le enseñara a manejarlas.

Dos bicicletas se apoyaban en un rincón, ambas modelos antiguos sin cambio de marchas, equipadas con enormes portapaquetes. Sin hacerles caso, siguió avanzando hasta un cuartito contiguo de paredes tapizadas con diversas pieles de animales y un grueso gancho de hierro colgando del techo. Un banco de trabajo se alzaba en el centro; al acercarse comprobó que abundantes manchas de sangre oscurecían la superficie. Entendió que allí era donde Torbjörn debía de sacrificar a todos los animales cuya carne abarrotaba los congeladores del sótano. Nada más ser consciente de aquello, se dio la vuelta de inmediato.

Se disponía ya a salir de allí, respondiendo a los súbitos ladridos de la perra que la reclamaba en el exterior, cuando sus ojos repararon en otra puerta, que se hallaba un tanto descolgada de su marco y dejaba pasar un haz luminoso por la rendija. Se acercó a tantear el pomo, el cual cedió casi enseguida; la hoja de madera se abrió con un ruidoso bostezo. Tras ella se escondía un cuartucho, apenas un rincón. Un ventanuco sucio filtraba la luz. De la pared sobresalían unos estrechos estantes en los cuales se alineaban, muy apretadas, figuritas de madera talladas con primor: desde conejos y ardillas hasta vaqueros del Oeste americano y mujeres pechugonas. Una alfombra de serrín tapaba el suelo, en el cual reposaban viejas cajas de refrescos llenas de revistas.

Al instante percibió de qué tipo de publicaciones se trataba: páginas brillantes que mostraban a mujeres desnudas, fotografías en primer plano de vulvas y de nalgas separadas. Imágenes que a un tiempo repelían y fascinaban. Se imaginó a Torbjörn allí dentro, pasándose las noches tallando figuritas de madera mientras hojeaba revistas porno. La escena era más patética que risible. Revolvió al azar entre los papeles hasta dar con un fajo de instantáneas de naturaleza más amateur , las cuales cayeron al suelo como si fueran marcapáginas sueltos. Eran estampas de mujeres bañándose; chicas con vistosos biquinis que aparecían detrás de unos peñascos y se envolvían en toallas de baño, a todas luces inconscientes de que alguien las estaba fotografiando. Mientras entornaba los ojos para tratar de distinguir sus semblantes, Meja notó cómo una sensación de malestar le brotaba en el pecho. Cuando, en el exterior, la perra volvió a la carga con sus ladridos, se apresuró a dejar las fotos. Empujó las cajas de refrescos haciendo chirriar el serrín, intentando tragarse esa desagradable sensación que crecía dentro de ella.

Salió a toda prisa de la caseta, dejando atrás el banco de carnicero y las hachas y cerró la pesada puerta tras de sí. Corrió con piernas trémulas hacia la vivienda, ató el animal que ya la esperaba en el porche y subió de un par de saltos a la habitación triangular, donde, tras levantar la habitual barricada contra la puerta, se tumbó en la cama con las manos sobre el corazón desbocado. La noche tocaba a su fin; era evidente que él ya no iba a venir. Nada había cambiado: seguía sola y sin poder confiar en nadie en este mundo.

Roger Renlund preparaba café en la antigua cocina de hierro mientras Lelle, sentado en una silla a cierta distancia, palpaba el hule a rayas marrones que debía de llevar allí desde los años sesenta. El elkhound noruego, su perro, yacía tumbado frente a la puerta, vigilándolo con ojos soñolientos. Renlund escupió el snus en el fregadero y vertió en tazas de plástico verde el espeso y negro café, que, recién hecho, humeaba a la luz del sol.

—Me disculpo por el disparo de advertencia —dijo—, aunque ha sido sin intención de alcanzarlo. He tenido problemas con ladrones de gasolina en los últimos años, así que pensé que ya era hora de que les diera una lección.

La mano de Lelle aún temblaba al levantar la taza.

—Es lo que pasa —replicó—. No debería haberme colado en su propiedad en plena noche.

—Entonces ¿no hace falta que llamemos a la policía?

—No, joder.

Sorbieron el líquido caliente en silencio durante un rato. Lelle miró a su alrededor. Estaba claro que aquello era el hogar paterno de aquel tipo, con muebles heredados de generación en generación: un sofá de respaldo recargado y cojines amarillos; un reloj de madera que suspiraba los segundos; paredes con revestimientos de pino y papel pintado a rayas, de las que colgaban cuchillos de caza y ramos de plantas secas.

Renlund amasaba briznas sueltas de snus entre los dedos, con la mirada fija en su invitado.

—Oiga, yo lo conozco, usted es el de la otra noche. ¿No fue usted quien me prestó el móvil para llamar a mi parienta?

—Eso es.

—Joder.

Con el ceño fruncido, el hombre miró la foto de Lina que descansaba sobre el hule.

—Entonces, ¿es su hija?

—Usted tenía una camiseta con su foto. En el coche.

—Claro, nos hemos implicado mucho en su caso, la parienta y yo. Hemos participado en varias batidas a lo largo de estos tres años.

Lelle lo miró fijamente.

—¿Dónde está su mujer? —preguntó.

—Tiene una casa en Baktsjaur, no vivimos juntos.

—¿Por qué no?

—Porque yo no quiero vender la casa de mis padres y ella no quiere vender la de los suyos.

—Ya. ¿Y trabaja en una residencia de ancianos?

Renlund reaccionó con un gesto de sorpresa.

—¿Cómo lo sabe?

—Ahí fue donde llamó la noche que nos encontramos.

—Se empeña en trabajar por las noches —explicó—. Dice que es entonces cuando la gente se muere. No quiere que nadie se muera solo.

Acto seguido, mientras Lelle reflexionaba sobre aquellas últimas palabras, se hizo un largo silencio, el cual solo se vio interrumpido por los ruidos que hacía su anfitrión sorbiendo café y arrojando gargajos de snus en una escupidera de metal que reposaba en el suelo. El perro se había puesto panza arriba, enseñando el pelaje blanco del estómago.

—Pero todavía no entiendo por qué iba su hija a estar justo aquí, en mi parcela —dijo Renlund por fin.

Lelle respiró hondo.

—No lo sé. Solo sé que lleva tres años desaparecida y que mi tarea es buscarla. Estoy al tanto de ciertas cosas sobre su pasado, y, para serle sincero, a mis ojos cualquier hijo de vecino es un sospechoso en potencia. Hasta que averigüe lo que le ha pasado a Lina, recelaré hasta del rey si es necesario. Así que no se lo tome a mal.

El hombre frunció los labios y caviló antes de contestar.

—Lo entiendo. Si yo tuviera hijos, haría lo mismo. No es que esté precisamente orgulloso de las cosas que hice en mi juventud, créame. Pero le juro que no tengo nada que ver con la desaparición de su hija.

Era completamente de día cuando Lelle salió a las escaleras y comenzó a desandar el camino hacia el coche, el cual lo esperaba en el boscaje. La mirada de Renlund le hacía cosquillas en la nuca; antes de desaparecer entre los árboles, se volvió y levantó la mano. Desde la entrada, el hombre solitario le devolvió el saludo, con la escopeta apoyada en la pared de la casa y el perro sonriendo a su lado. Él se abrió paso entre los abetos y, tan pronto como perdió de vista la casa, echó a correr a toda velocidad.

—¡Estás hecho un asco!

Anette arrugaba la nariz ante Lelle.

—Y hueles fatal.

—Gracias por los cumplidos.

Ella lo miró con ojos llorosos. Su rostro presentaba nuevas arrugas que él no recordaba. Parecía mayor, cansada. Sin embargo, a diferencia de su exmujer, él se abstuvo de hacer ningún comentario. No había tenido tiempo de cambiarse de ropa ni de arreglarse. Se notaba el cuerpo magullado después de la noche en Hedberg.

Anette sacó una servilleta de su bolsillo y se enjugó los ojos.

—Tres años —dijo—. Tres años sin nuestra niña.

Lelle no pudo sino asentir con la cabeza; sabía que la voz no le aguantaría si intentaba hablar. Le tendió la mano a Thomas, que se mantenía a un lado. Un tropel de gente se había reunido a su alrededor, aunque solo podía ver los contornos de una masa informe, sintiendo las miradas pero sin distinguir los rostros. No tenía fuerzas para eso.

Encendieron antorchas que procedieron a repartir entre los asistentes. La multitud cobró vida a la luz de las llamas, cuyo resplandor actuaba como escudo. Los hombros de Lelle se relajaron un poco, su pecho hundido se abrió. Anette se apostó en el puente que conducía a la vieja escuela y dijo algo con su habitual tono claro que él no entendió. Sin embargo, le gustaba oír ese timbre familiar en su voz.

Otras voces la siguieron. El agente Åke Ståål habló brevemente acerca de la investigación que todavía seguía en marcha, acerca de la búsqueda que nunca terminaría. Uno de los amigos de Lina leyó un poema; otro cantó una canción. Lelle mantuvo los ojos fijos en el suelo, deseando alejarse de allí, deseando subir al coche y ponerse de nuevo a recorrer la Carretera de Plata en busca de su hija.

—¿Lelle? —La voz de Anette interrumpió sus pensamientos—. ¿Querrías decir unas palabras?

Sintió cómo le ardía la cara bajo el peso de todas aquellas miradas. A pesar del chisporroteo de la antorcha que sostenía en la mano, oía los sollozos dispersos. Se aclaró la garganta y humedeció la lengua.

—Solo quiero dar las gracias a los que habéis venido hoy. Estos tres años sin Lina han sido los peores de mi vida. Y las cosas no van a mejor. Es hora de que la traigamos de vuelta a casa. Necesito a mi hija.

Justo cuando la voz comenzaba a quebrársele, bajó la vista al suelo. No podía decir más, eso era todo. Alguien le dio una palmada en la espalda, de la misma manera que se le da en el lomo a un caballo. Al echar un vistazo a los zapatos que estaban junto a los suyos, se dio cuenta de que pertenecían al marrullero de Ståål, el viejo inepto.

Comenzaron la procesión con las antorchas encendidas, en dirección a la parada del autobús donde se vio a Lina por última vez. Un reportero del Norran tomaba fotografías. Lelle iba con la cabeza gacha y el cuello de la chaqueta cubriéndole las mejillas. El aire estaba cargado de humedad y aroma a lilas. Más adelante marchaba Anette, con el brazo de Thomas alrededor de sus hombros. El resto de los presentes se le antojaban planos, carentes de dimensiones. Como si no estuvieran realmente vivos.

Cuando la marquesina se divisó sobre la loma, el corazón se le aceleró una vez más. Una oleada de vértigo se cernió sobre él; para no sucumbir a ella se concentró en sus pasos, en levantar los pies del suelo, uno tras otro, y en respirar hondo. La esperanza de que Lina estuviera allí aguardando seguía, como de costumbre, bullendo en su interior.

La presencia de los lugareños lo incomodaba. Era una sensación a la que no podía poner palabras, de la que no acertaba a explicar el motivo. La rabia lo quemaba por dentro, le impedía mirarlos a los ojos. Los amigos de su hija acompañados de sus padres; sus maestros y conocidos; sus vecinos y los vecinos de sus vecinos: personas todas que deberían haber visto algo, deberían saber algo. Que acaso estaban involucradas. Todo Glimmersträsk se hallaba en deuda con él. Hasta el día en que recuperara a Lina, miraría mal a cada habitante de aquel lugar.

Cuando llegaron a la parada, la ira que le llenaba las entrañas había crecido tanto que le costaba mantener la antorcha firme. Se visualizó a sí mismo blandiendo el fuego frente a la multitud, chamuscando los semblantes curiosos más próximos a su persona. Casi oía sus gritos. Entonces, agachó la cabeza hacia el asfalto mojado y se puso a contar las grietas del suelo. De algún lugar le llegó de nuevo el eco de la voz de Anette. Se sorprendió de lo clara y firme que sonaba.

Cuando se atrevió a levantar la vista vio que empezaban a repartir las camisetas, el mismo modelo que reposaba en el coche de Renlund, con Lina en la parte delantera y gruesas letras negras rubricando su sonrisa: «¿Me has visto? Llama al 112». La grisácea masa sin rostro alargó la mano en busca de la tela blanca, de modo que, enseguida, se encontró con ella sonriéndole desde todas las direcciones. Cientos de rostros de su hija lo rodeaban, se reflejaban en el vidrio resquebrajado de la marquesina de la parada del autobús. Con un nudo en la garganta, Lelle bajó de nuevo los ojos al pavimento y contempló los pares de zapatos que se agolpaban a su alrededor: calzados planos de paseo, botines, botas, zapatillas de deporte de colores chillones. Se preguntó cómo serían los que habría llevado puestos Lina si estuviera allí.

La multitud cantaba y lloraba en desorden. Por todas partes se oían voces. El rostro de Anette, enrojecido por el llanto, presentaba, no obstante, también cierto lustre, una especie de alegría debida al sentimiento de comunidad que la unía con los allí congregados. Al reparar en ello, la boca de Lelle se llenó de un regusto amargo. Qué sensación de estar perdiendo el tiempo; la misma que cuando entraba en la página de Facebook a leer todos aquellos comentarios huecos que no conducían a nada. Por fin, agitó con fuerza la antorcha por encima de su cabeza para atraer las miradas hacia él.

—Me alegra ver que somos tantos los que queremos que Lina vuelva —dijo, aclarándose la garganta—. Pero creo que es importante que no nos quedemos en casa llorando, sino que salgamos a buscarla de manera activa. Que hagamos preguntas. Que busquemos respuestas. Que removamos las piedras para echar un buen vistazo por debajo. Que presionemos a la policía cuando no hace su trabajo.

Miró de soslayo a Åke Ståål. Luego, volvió a dirigirse a la masa gris, que se había quedado muda. El sol ardía sobre los árboles, obligándolo a entornar los ojos, casi a cerrarlos por completo.

—Alguien por ahí sabe algo. Es hora de que ese alguien se dé a conocer. Anette y yo ya hemos esperado bastante. Queremos recuperar a nuestra hija. Y a los que no sabéis nada, solo tengo una cosa que deciros: dejad de lloriquear y empezad a buscar, a buscar de verdad.

Acto seguido sumergió en un charco de agua la antorcha, que se apagó con un rabioso chisporroteo, y se alejó sin más, dándoles la espalda.

Tras subirse de un salto a la bici, Meja pedaleó con todas sus fuerzas para alejarse cuanto antes de la finca. Aunque, como de costumbre, Torbjörn le tenía preparado el desayuno, le resultaba imposible mirarlo a los ojos sin pensar en las imágenes de su colección de revistas. Su semblante triste le resultó de pronto incómodo, y el estrecho espacio de la cocina, repentinamente claustrofóbico. Así que sacó una de las bicicletas antediluvianas del cobertizo y se marchó sin darle siquiera los buenos días.

Bajo un sol que no calentaba mantuvo la boca cerrada para impedir el paso de los mosquitos, dando gracias al viento que corría por protegerla de su ataque. Pasó una eternidad hasta que vislumbró algún tipo de asentamiento, unas cuantas fincas con casas rectangulares pintadas de rojo y generosas extensiones de césped y bosque a sus espaldas. Los perros ladraban a su paso desde sus casetas, mientras los magníficos caballos que paseaban por los prados exuberantes azotaban las colas a modo de espantamoscas. El olor a estiércol y vegetación lo envolvía todo. En cuanto aparecieron dichos signos de presencia humana, se atrevió a reducir la velocidad, aunque la sensación de malestar no la abandonaba. A pesar de los muchos y diversos lugares en que Silje y ella habían vivido a lo largo de los años, nada le causaba tanta extrañeza como aquellos parajes.

Llegó a un camino más ancho que la hizo pasar ante una iglesia con su correspondiente cementerio. Las lápidas descansaban a la sombra de pesados abedules llorones. Un hombre viejo y calvo que rastrillaba la hierba la saludó con la mano al verla cruzar. Aparte de él, no se veía ni un alma, ni ningún otro vehículo apareció en el camino. Las esparcidas parcelas parecían dormitar a la luz del sol. Glimmersträsk se revelaba cada vez más como un pueblo fantasma.

Entonces oyó las voces. Un rumor creciente de voces humanas y de pasos que raspaban el asfalto. Meja metió la bicicleta entre los árboles al ver cómo se aproximaban. Parecía una manifestación o algo semejante. Un grupo de gente marchaba en fila portando antorchas; un humo negruzco y un denso olor a quemado se elevaban hacia al cielo. Notó el calor del fuego cuando pasaron a su lado. Ella permaneció completamente inmóvil, fundiéndose con los árboles. No quería que la vieran, atenazada por el miedo al rechazo y la sensación de exclusión. El grupo estaba compuesto por viejos y jóvenes, hombres y mujeres, con rostros ensombrecidos y gestos serios. No reinaba ningún ambiente festivo; al contrario, algunos de ellos lloraban a lágrima viva y se abrazaban con fuerza. Meja contuvo la respiración.

—Viéndolos, se diría que era una puta estrella de rock.

La repentina voz le hizo dar un respingo y soltar la bicicleta, que aterrizó con suavidad en la mullida alfombra herbácea. Al girar la cabeza vio una figura sentada entre los groselleros, de espaldas a una gran piedra. Se trataba de una chica de su edad, con el pelo rosa y grandes piezas de madera perforándole los lóbulos de las orejas. Fumaba un cigarrillo liado de forma algo chapucera, al tiempo que la miraba con ojos sombreados en un tono oscuro de maquillaje.

—¿Quién?

—Lina Gustafsson. Es por ella por la que marchan.

Meja observó de nuevo la procesión de antorchas antes de agacharse a recoger la bicicleta.

—¿Es que… está muerta?

—Probablemente, aunque nadie lo sabe seguro.

La chica lanzó un escupitajo al musgo.

—Lo único que tienes que hacer para que te santifiquen en este puto agujero es desaparecer sin dejar rastro. Entonces, todos empiezan a competir por quién era el que más te quería.

Sacudiendo las agujas de pino que se habían quedado pegadas al sillín, Meja miró hacia la multitud, que se movía como una serpiente de fuego en dirección a la loma. Se preguntaba cuál sería su destino final.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la chica con los pulmones llenos de humo.

—Meja. ¿Y tú?

—Me llaman la Cuervo.

—¿La Cuervo?

—Ajá.

Con un atisbo de sonrisa en los labios que, sin embargo, no llegó a prender, la muchacha le alargó el cigarro.

—¿Quieres una calada?

—Lo he dejado.

La Cuervo inclinó la cabeza a un lado; sus ojos reflejaban el resplandor del cielo.

—Eres del sur.

—Ajá.

—¿Y qué haces aquí?

—Mi madre y yo acabamos de mudarnos.

—Anda, ¿y eso?

Meja vaciló, notaba que la sangre le encendía las mejillas.

—Su chico vive aquí.

—¿Cómo se llama?

—Torbjörn. Torbjörn Fors.

La chica soltó una estrepitosa carcajada, con lo que dejó a la vista un aparato de ortodoncia traslúcido.

—Estarás de coña, ¿no? ¿Tu madre está con Pornobjörn?

—¿Pornobjörn?

—Sí, lo llaman así porque tiene la colección de porno más grande del norte de Norrland. No hace otra cosa. A los chavales del pueblo les encanta pulular cerca de su ventana a ver si logran echar un vistazo.

Meja apretó con fuerza el manillar hasta que las manos le dolieron. El habitual nudo de vergüenza se abría paso por su garganta. La Cuervo esbozó una sonrisa triunfante.

—¿Seguro que no quieres una calada? Parece que te sentaría bien.

Ella negó con la cabeza agachada, dejando que el cabello le cubriera las mejillas. Oyó cómo la muchacha intentaba encenderse el cigarrillo con un encendedor estropeado, que acabó tirando al bosque; después, acompañó el gesto de una larga sarta de improperios que sonaron bastante cómicos en aquel silencio sepulcral. Meja se tragó la vergüenza.

—¿Y tú por qué no participas en esto? —preguntó.

—Porque no soy una hipócrita de mierda. No me da la gana de hacer como que echo de menos a una tía a la que nunca tragué. Lina no me caía nada bien antes de su desaparición, así que ¿por qué iba a caerme bien ahora?

—¿Por qué no te caía bien?

La Cuervo se miró las uñas, cortas y pintadas de negro. Entre los nudillos llevaba unos símbolos tatuados que, desde su posición, ella no acertó a distinguir qué representaban.

—Lina no tenía ningún problema en agenciarse las cosas que no eran suyas. Ahora, interprétalo como quieras.

Tras asentir como si entendiera a qué se refería, Meja comenzó a empujar la bicicleta a través de los abedules, de regreso al asfalto. La procesión de antorchas había desaparecido detrás de la loma; tan solo quedaban las voces y el olor a fuego, preservados por el viento.

—Bueno, voy a seguir mi camino. Encantada de conocerte.

La chica hizo un saludo militar, tras lo cual se mordió los carrillos y frunció los labios pintados de rojo.

—¡Recuerdos a Pornobjörn! —gritó la Cuervo cuando Meja regresó a la carretera.

Lo peor era que no lo recordaba todo. Los momentos posteriores a la desaparición de Lina aparecían fragmentados en su memoria: el policía en el pasillo que no quería quitarse la chaqueta, la cara distorsionada de Anette, el timbre del teléfono haciendo que el corazón le saltara del pecho, todos los rostros inexpresivos que lo miraban fijamente allá adonde iba.

Se echó a la carretera casi de inmediato, tal vez la misma noche. Condujo hasta Arjeplog, donde, en un claro del bosque, halló a veintitrés jóvenes enarbolando plantones de abetos y tubos plantadores, listos para reforestar al amanecer. Él se había colado dentro del círculo de chicos y, una vez allí, había dado una vuelta completa para poder ver sus caras una por una, asegurándose de que ella no estaba entre ellos.

«Estoy buscando a mi hija, que iba a venir a plantar árboles con vosotros».

Apestaban a repelente de mosquitos y a bosque húmedo; no recordaba nada de lo que le dijeron, solo que lo hicieron sentarse en un todoterreno negro a descansar con un termo de café en la mano. Fue el tipo que supervisaba el trabajo de repoblación quien insistió en que debía serenarse. Hablaba sueco con acento finés y permitió a Lelle fumar dentro del vehículo.

«No puedes asustar así a los chicos. Ya no se atreverán a venir aquí a trabajar».

Después, le había prometido que lo llamarían tan pronto como ella apareciera. Si es que lo hacía.

El primer verano fue un completo caos. Los zapatos embarrados en el pasillo. Todo el correo sin recoger. En la planta superior, Anette durmiendo al lado de sus somníferos, tan profundamente que no había manera de despertarla. Él no dejaba de agradecer aquella circunstancia, pues así se ahorraba sus acusaciones y sus lloros. Sin embargo, lo asustaba verla tan ausente. Las pastillas se alzaban como un muro entre ambos. Lelle, por su parte, se limitaba a beber. Le dieron línea directa con la policía, a la que recurrió de manera asidua. Escuchó incluso su propia voz temblorosa en la radio local haciendo un llamamiento a los oyentes en busca de cualquier información que pudiera ser de utilidad. De todos los rincones llegaron noticias de Lina. La gente decía haberla visto en diferentes automóviles, en los arcenes, en un ferri a Dinamarca y en una playa de Phuket. La habían visto en todas partes. Sin embargo, no la encontraron en ningún sitio.

Lelle tomó un atajo a través del bosque para regresar a casa. Con la antorcha apagada pegada al cuerpo, las piernas se le movían inestables sobre el musgo. El suelo hacía aguas bajo sus pies, como tratando de succionarlo. Aunque notaba la vibración del móvil en el bolsillo, se abstuvo de detenerse a contestar la llamada. No tenía fuerzas para escuchar la decepción de Anette; le bastaba y sobraba con la suya propia. La sed le corroía la garganta. Pensó en su botella de whisky de malta y se prometió a sí mismo dos tragos, nada más que dos buenos tragos, que lo ayudaran a dejar atrás la maldita procesión de antorchas y retomar su búsqueda con una energía renovada. Los ojos de los lugareños aún seguían quemándole en el cogote a medida que avanzaba a través de la espesura; sus acusaciones mudas le daban impulso.

Sin preocuparse de quitarse los zapatos al entrar en casa, se dirigió como una exhalación a la sala de estar, dejando un reguero de huellas de barro en el suelo. Acto seguido agarró la botella de Laphroaig y se mojó el gaznate con un buen trago, el cual, inmediatamente, hizo que se le revolviera el estómago. Se tapó la boca con la mano para intentar contener las náuseas. Sentía como si toda la garganta se le hubiera incendiado, como si se estuviera quemando por dentro. Guardó el licor y despotricó en voz alta en medio del silencio. Ni siquiera le quedaba ya el consuelo del alcohol.

Un ruido sordo procedente de la planta superior le hizo pegar un respingo. Miró hacia el techo agrietado, conteniendo la respiración, con los músculos de todo el cuerpo tensos hasta el umbral del dolor. De nuevo sonaron sobre su cabeza unos golpes amortiguados, como de pasos, que parecían provenir de la habitación de Lina.

Tras salvar las escaleras con tres grandes saltos, al llegar al rellano dio un traspié. Detuvo la caída con ambos brazos, mientras notaba el sabor a sangre en la boca. Abalanzándose hacia el dormitorio de su hija, empujó la puerta con el codo. La ventana estaba abierta; el viento rasgaba las cortinas y sacudía destempladamente los pósteres de las paredes. Unos segundos de conmoción en el umbral. Aquella ventana hacía tres años que no se abría; él mismo se había empeñado en no ventilar nunca allí dentro para conservar la presencia de la ausente.

Se inclinó sobre el marco y miró el techo del porche. Era posible deslizarse hasta el canalón y luego, de ahí, no había más que un simple salto hacia los arbustos de lilas. Había pillado a Lina in fraganti en más de una ocasión cuando intentaba escaparse por la noche. Su mirada efectuó un barrido por la parte trasera de la finca, donde se erguían los manzanos sobre el descuidado césped. Tras ellos se alzaba el seto que mantenía al vecino a distancia y, más allá, la hilera de matojos que señalaba dónde concluía la parcela. Daba la impresión de que todo se movía bajo el azote de un viento racheado sobre el follaje. Tal vez por eso lo vio. Un bulto inmóvil escondido entre las matas.

Sin pensarlo, Lelle sacó una pierna por encima del marco de la ventana, seguida de la otra. Resbaló con torpeza sobre las tejas rígidas del techo hasta que sus pies descansaron en el canalón. Entonces, permaneció allí, colgando durante un par de respiraciones vertiginosas antes de soltarse hacia el suelo. A pesar de que unos desagradables chasquidos acompasaron su aterrizaje, los pies reaccionaron con presteza cuando volvió a dirigir la mirada hacia las matas.

El bulto se había levantado y ahora corría como alma que lleva el diablo. El cabello oscuro de la figura se recortaba contra el cielo gris, y las largas y flacas piernas cojeaban entre la hierba alta.

El corazón le aporreaba el pecho conforme seguía al intruso.

—¡Es tontería que corras, ya te he visto!

Lesionado, el joven solo alcanzó el lindero del bosque antes de caer de bruces. Segundos más tarde, Lelle se abalanzó sobre él. Lo agarró del cabello empapado de sudor y giró el pálido semblante hacia el suyo.

—¿Se puede saber qué cojones estás haciendo?

Michael Varg gimió. Chorretones de lágrimas roñosas le cruzaban el crispado rostro.

—Suéltame —rogó—. Por favor.

Cuando regresó a casa, observó que Silje había colocado el caballete mirando al bosque. Iba como su madre la trajo al mundo, con las pálidas nalgas sonriendo al sol, y era perfectamente visible desde la ventana de la cocina, donde Meja se sentó junto a Torbjörn. Se fijó en que el sudor trazaba rayas oscuras en la camiseta de malla de este.

—Tu madre parece una de esas estatuas griegas.

Meja se cubrió disimuladamente con la mano, mientras soplaba el café y hacía como si Silje no estuviera allí.

—Esta mañana he cogido la bici para acercarme al pueblo.

—Ah, ¿sí?

—Había mucha gente manifestándose con antorchas encendidas, por una chica que ha desaparecido.

Torbjörn sacó una lata de cerveza de la nevera, y se la llevó a las acaloradas mejillas y al cuello.

—Sí, ahí tienes el mayor misterio de Glimmers. Han pasado varios años, pero la gente no parece recuperarse. Nadie se olvida.

—¿Qué crees que le pasó?

—Vete tú a saber.

Él abrió la bebida y se volvió en busca de un vaso limpio. Platos sucios se apelotonaban en hileras sombrías sobre el fregadero. Las marcas del carmín de Silje sonreían en lo alto de las copas de vino. Ya había abandonado la comedieta de ser ama de casa. Qué más daba: mientras anduviera desnuda por ahí, Torbjörn aún no osaría quejarse.

Este acabó por desistir y se resignó a beber a morro de la lata, sorbiendo su contenido tan rápido como si fuera agua. Ni se molestó en reprimir el eructo posterior.

—Dicen que iba a tomar el autobús esa mañana y que desapareció mientras esperaba. Pero eso no es cierto.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque yo estaba allí! Por aquel entonces tenía un Volvo que no hacía más que joderse una y otra vez, así que tenía que ir en autobús por la mañana. Vaya calvario. La policía vino a por mí, me interrogaron. Me pusieron toda la finca patas arriba, aunque yo ni siquiera había llegado a ver a la pobre muchacha. El conductor tampoco la vio. No creo que ella estuviera allí.

Apuró la cerveza y estrujó la lata en la mano antes de tirarla a la basura. A pesar del calor, a Meja se le puso la carne de gallina.

—Entonces, ¿sospechaban de ti?

—¡Sospechaban de todo el pueblo! Yo no fui ninguna excepción. Y la cosa no va a mejor según pasan los años sin que aparezca.

Silje se había puesto a cantar fuera, tratando de llamar la atención. Su hija vio a través de la cortina cómo se inclinaba de manera seductora hacia la hierba donde se escondía la botella de vino. Acto seguido se llenó la copa hasta el borde y dejó que el pincel reposara contra el hombro mientras bebía. A Torbjörn le centelleaban los ojos. Meja pensó en las fotos que guardaba en el cobertizo, preguntándose si sería él quien las tomó.

—¿Crees que se escapó o algo así? —preguntó—. ¿O que alguien le hizo daño?

—No me sorprendería nada que su padre estuviera detrás de todo. Todos saben que Lelle Gustafsson tiene muy mala uva. Lo echaron del equipo de caza porque siempre armaba bronca. Tal vez se enfadó con la chica y se le fue la olla. Y luego intentó emborronarlo todo cuando volvió en sí. Eso es lo que yo creo.

Torbjörn se quitó la camiseta de malla y, con la tela amarillenta, se secó debajo de los brazos.

—Ahora deberíamos salir al sol con tu madre. No vale la pena quedarnos aquí sentados comiéndonos el coco.

En la cocina, Mikael Varg sudaba profusamente. El pie lesionado reposaba en la silla de enfrente mientras su rostro macilento no dejaba de sufrir espasmos. Lelle no podía determinar si el muchacho había bebido o tomado alguna otra droga, pero el caso es que las palabras le salían de forma atropellada y tenía las pupilas contraídas como las de un depredador al acecho.

—¿Cómo te atreves a forzar la entrada de mi casa?

—No he forzado nada. La puerta estaba abierta.

—¿Qué hacías en la habitación de Lina?

Con la mirada perdida, Varg se roía las uñas.

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

Lelle asestó un violento puñetazo a la mesa, lo que hizo que la vajilla temblara en la vitrina.

—Será mejor que empieces a hablar cuanto antes, porque no tengo ninguna intención de dejarte marchar hasta que esto se aclare.

El semblante del joven se retorció en una mueca.

—Me duele una barbaridad el pie.

—Me importa tres cojones. Si quieres salir vivo de aquí será mejor que cantes. ¿Qué hacías en la habitación de Lina?

—Quería sentirme cerca de ella.

—¿Y para sentirte cerca de mi hija te cuelas sin permiso en mi casa?

Sobre sus sucias mejillas comenzaron a rodar unas lágrimas silenciosas que Varg no se molestó en enjugar.

—No eres tú el único que la echa de menos. No pasa un minuto sin que piense en Lina. Sabía que ibas a ir a la puta vigilia esa, así que pensé que esta era mi oportunidad de sentirme otra vez cerca de ella. Solo quería ver su habitación. Ver sus cosas. Oler su ropa.

Lelle levantó una mano entre ellos.

—A ver si lo entiendo bien: ¿se organiza una marcha por tu novia desaparecida y decides no participar en ella?

—No es fácil participar cuando todo el pueblo te mira mal.

—No vas a hacer que te compadezca.

Varg no parecía darse cuenta de que estaba llorando. La camiseta, mojada y manchada de verdín, se le pegaba como una segunda piel a su enjuto cuerpo. La piel de la cara se le tensaba sobre las mandíbulas, como si fuera demasiado escasa para cubrirlas. La verdad es que el chico había adelgazado mucho desde que Lina ya no estaba. Antes tenía un aspecto saludable, más relleno, así como una risa que llenaba toda la casa. Anette adoraba esa risa.

Lelle se inclinó hacia delante sobre la mesa, lo bastante cerca como para sentir el hedor a miedo que emanaba del muchacho.

—Vacíate los bolsillos.

Las pupilas de Varg se dilataron.

—¿Por qué? No he cogido nada.

—¡Que te levantes y te vacíes los bolsillos antes de que te disloque el otro pie!

La vacilación le produjo nuevos espasmos alrededor de los ojos. No se apresuró a obedecer hasta que Lelle alargó una mano hacia él. Tras vaciarse tanto los delanteros como los traseros con puños temblorosos, colocó en hilera sobre la mesa resquebrajada un iPhone con la pantalla rota, una billetera de cuero negro y una navaja de bolsillo.

Lelle agarró la billetera y la inspeccionó. Cincuenta coronas en efectivo, tarjetas de crédito y dos fotos de Lina muy manoseadas. Una de ellas mostraba a su hija en primer plano, mirando a la cámara con expresión misteriosa y una leve media sonrisa. En la segunda foto, ella yacía tendida en una cama, sin ropa alguna a excepción de las bragas. Su cara estaba vuelta hacia un lado y el pelo le caía sobre los pechos desnudos.

Al notar cómo el aire se le atascaba en los pulmones, Lelle levantó instintivamente la mano y propinó a Varg un bofetón que hizo que se golpeara contra el respaldo de la silla.

—¿Qué mierda son estas fotos?

—Son mías. Yo se las hice.

—Se las hiciste. Eso ya me lo figuro, joder. Lo que quiero saber es si Lina era consciente de que le hacías fotos desnuda. ¿Eh?

Lelle observó cómo Varg se encogía en su asiento ante la figura amenazante de él, protegiéndose la cara con ambas manos.

—¡Sí, claro que ella lo sabía! Estábamos juntos. Nos hacíamos fotos el uno al otro. No había nada raro en ello.

La ira hizo que toda la habitación comenzara a palpitar a su alrededor. Agarró la foto de su hija y, con dedos convulsos, la rompió en pedazos, que dejó caer sobre la mesa. Luego, se volvió hacia el muchacho y lo tiró de la silla.

—¡Sal de aquí antes de que te raje!

Dos noches sin que Carl-Johan diera señales de vida. Una vez los mayores se hubieron dormido, Meja aguardó en el porche, sin perder la esperanza, con los pies reposando sobre el áspero pelaje de la perra y bebiéndose el vino de su madre, no para emborracharse, sino para acallar todo aquello que le roía y desgarraba por dentro. Para conjurar la sensación de soledad. Al encender un cigarrillo, se le antojó que su peluda acompañante la miraba con expresión de reproche.

—¿Qué más da? —se excusó—. Si no va a venir.

Sin embargo, esa noche él acabó yendo. Fue Jolly quien, oyéndolo la primera, echó a corretear hasta tensar la cadena y agitar su flaco cuerpecillo. Al ver su sombra apostada en el lindero del bosque, y notando cómo le empezaba a burbujear el estómago, Meja se apresuró a apagar el cigarrillo y a derramar el vino en un seto a su lado.

Él se acercó con esa sonrisa que la hacía vibrar de la cabeza a los pies.

—¿Estabas esperándome?

—No podía dormir.

La abrazó contra su pecho; si percibió el olor a tabaco, se abstuvo de hacer ningún comentario al respecto.

—¿Bajamos al lago?

Ella asintió. Dejaron a la perra atada y trotaron hacia el bosque, hacia el sendero, donde gruesas raíces semejantes a gigantescos peines sobresalían del suelo, donde los árboles se cernían sobre ellos. Él la cogió de la mano y Meja sonrió a sus espaldas mientras luchaba por seguir el ritmo de su acompañante. El zumbido de la euforia se acompasaba con el de la frondosidad que los rodeaba.

Cuando llegaron al lago, Carl-Johan la condujo a una de las rocas que emergían del agua. Las olas rompían contra ella y el aire era fresco a pesar de la luz.

Luego, la rodeó con un brazo. De su cuerpo emanaba un leve olor a granero y a animales de granja.

—Ya casi creía que te habías olvidado de mí —dijo ella.

—¿Olvidarme de ti? —Rio él—. Nunca en la vida.

—He estado esperando varios días a que aparecieras.

—Es que hemos tenido un montón de trabajo en casa. No me he podido librar.

Contempló la piel enrojecida y llena de callosidades de sus manos; no le parecía que tuviera edad para eso.

—Ni siquiera me has dado tu número —le recordó Meja—. Si no, te habría enviado un mensaje.

—No tengo móvil.

Ella se quedó mirándolo.

—¿Cómo es eso?

—A mi padre no le va mucho la tecnología moderna.

El agua batía contra la roca. Meja se preguntó cómo podía él sobrevivir sin teléfono, si bien no quiso preguntárselo; le dio la sensación de que el tema lo incomodaba, como si se avergonzara de ello. Tal vez venía de una familia humilde y no les llegaba para comprarse uno. Ella misma había estado en esa situación; recordaba muy bien los periodos oscuros de su vida en los que todo el dinero se gastaba en otras cosas. Fundamentalmente, en alcohol y pastillas para Silje.

—¿Qué has hecho con tus hermanos esta noche? —preguntó en su lugar.

—Los he dejado en casa. Quería estar a solas contigo.

Un arrebato de embriaguez le brotó en el pecho. Meja miró el agua, cómo se ondulaba al compás de su propio ritmo interno. Junto con el olor a coníferas, el viento traía una temperatura fresca, pero ya no tenía frío. Carl-Johan apoyó la mejilla en su frente.

—Aunque a Göran le gustaría saber si tienes alguna hermana, claro.

Ella esbozó una sonrisa.

—No tengo hermanos, al menos que yo sepa.

—Debes de haber tenido una infancia muy solitaria. Y tu padre, ¿dónde está?

Meja se encogió de hombros y tragó saliva; la efervescencia en el estómago fue reemplazada por un dolor sordo.

—No lo sé —respondió—. Se largó antes de que yo naciera. Nunca llegué a conocerlo.

—Qué pena.

—Bueno, es difícil echar de menos algo que nunca has tenido.

—Eres fuerte —observó Carl-Johan—, me doy cuenta. Yo no habría podido: sin mi familia, no sería nada.

Acto seguido le acarició con dedos ligeros el pelo que le colgaba sobre las mejillas; mientras tanto, la miraba a través de sus albinas pestañas. A ella se le cortó la respiración; ya no oía ni el rumor del agua ni el murmullo de los mosquitos: solo alcanzaba a ver cómo él los apartaba a manotazos intermitentes.

—¿Nos damos un chapuzón?

Se bañaron a pesar de que la temperatura del agua entumecía las articulaciones y hacía que los dientes batieran el silencio con un inquietante castañeteo. Bajo la piel del muchacho se transparentaban sus venas azuladas; los músculos largos y delgados se le marcaban en los hombros mientras nadaba delante de Meja, que tenía que esforzarse por mantenerse a su altura. Aunque en el lago se hacía pie hasta bien adentro, el fondo, blando y poco firme, cedía bajo ellos. Carl-Johan se volvó para atraerla hacia sí, quería llevarla hasta el centro, donde un anillo de rocas los esperaba. Ella se avergonzaba de ser tan mala nadadora, y cuando sintió la caricia fría de un banco de pececillos rozarle los muslos, se dio media vuelta bruscamente.

—Me estoy congelando.

De regreso a la orilla, se envolvió el pelo chorreante en una de las toallas que Carl-Johan había llevado consigo, mientras observaba cómo este hacía un fuego. Sus movimientos denotaban que se hallaba en su elemento: los ágiles dedos que quebraban ramitas y desgajaban cortezas de los árboles; las rodillas que se arrastraban por aquella rasposa alfombra de piñas y agujas secas sin inmutarse; las ásperas palmas que podían tocar cualquier cosa sin sangrar. Entonces, contempló sus propias manos y sus endebles piernas, laceradas por el liquen, la broza y los matojos; cubiertas de erosiones sanguinolentas que no dejaban de picarle y escocerle.

—Estoy fuera de lugar —dijo, conforme el fuego chisporroteaba hacia el cielo—. Me siento perdida.

Entonces, tomando su mano, Carl-Johan apoyó los labios en un arañazo fresco que cruzaba el dorso de esta. Un escalofrío recorrió el cuerpo de su chica, erizándole la piel.

—Yo te enseñaré todo lo que sé —repuso él, inclinando la frente hasta tocar la de ella—. Cuando termine contigo te moverás como pez en el agua por estas tierras salvajes. Serás un hacha, ya verás.

Sus palabras le hacían cosquillas en el labio superior. Meja bajó la mirada tierna hacia su boca, instándole a que la besara. Cuando, finalmente, él se animó a hacerlo, ella entreabrió un poco los ojos para asegurarse de que su pareja tenía los suyos cerrados. Silje le había dicho en alguna que otra ocasión que no se podía confiar en un hombre que besaba con los ojos abiertos. «Si no los cierra, sal corriendo». Sin embargo, Carl-Johan los tenía cerrados. Muy cerrados.

La noche respiraba. Filtraba su aliento húmedo entre los árboles, distorsionándolos; soplaba velos de bruma sobre los lagos y vías fluviales, haciéndolos bailar. Se volvía impenetrable. Apoyado en el capó, Lelle se llenaba los pulmones de tabaco y humedad. La luz de los faros antiniebla solo alcanzaba unos metros en aquel espesor. El camino yacía como una trampa mortal a su lado, abandonado, a la espera. Iba a perder toda una noche de búsqueda.

Un coche se detuvo detrás del suyo. Unos chillones colores policiales se entrevieron a través de los cendales de niebla. Él se volvió para darle la espalda. El eco de la puerta del vehículo retumbó en el silencio.

—Joder, Lelle, no puedes conducir con este tiempo.

—¿Me ves conducir?

La silueta de Hassan se presentó difusa ante Lelle, quien, asimismo, parecía haber cambiado de aspecto, encogido en la neblina. Un termo brillaba en la mano de su amigo según se acercaba. Se sentó a su lado, desenroscó la tapa y se sirvió en ella, llenado la noche con aún más vapor.

—¿Te acompaño a casa? —preguntó, alargándole la tapa que hacía las veces de vaso.

—¿Qué hago yo en casa?

—Descansar. Comer. Ducharte. Ponerte algo en Netflix. Lo que hacen las personas normales.

—No tengo paz mental para eso.

Tomó un sorbo del líquido, que escupió de inmediato.

—¿Qué es esta mierda?

—Es té blanco. De China. Se supone que va de miedo para la circulación.

—Joder.

Le devolvió la tapa, escupiendo las briznas de té que se le habían quedado en la lengua. Con una risita, Hassan le dio unos buenos tragos, asegurándose de relamerse, satisfecho. Lelle se llevó un cigarrillo húmedo a los labios, que chisporroteó al ser revivido. Agradecía la compañía, aunque se guardaba muy mucho de reconocerlo.

—Mikael Varg se coló ayer en mi casa. Durante la vigilia por mi hija.

—¿Qué me dices?

—Al llegar a casa me lo encontré escondido entre las matas. Se había torcido el tobillo al saltar desde la ventana de la habitación de Lina.

—¿Por qué no me llamaste?

—Ya me ocupé de él.

Enroscando de nuevo la tapa al termo, su amigo suspiró:

—Miedo me da preguntar qué le hiciste.

—Bueno, no lo invité a té y pastas precisamente. Pero acabé por dejarlo marchar.

—¿Trató de robar algo?

—Qué va.

Lelle contempló el cigarrillo que le brillaba entre los dedos. Visualizó los ojos de Varg, fijos en él. Su rostro demacrado, sus mejillas hundidas. El llanto que manaba de él a torrentes.

—Tenía una foto de Lina en la cartera. Una foto de ella semidesnuda.

—¿De cuando estaban juntos?

—Supongo.

Sin decir nada, Hassan aspiró la niebla. Él tiró el cigarrillo a la cuneta, al tiempo que notaba cómo una vaga náusea se asomaba a su garganta. Se secó la cara húmeda con la manga del jersey. Se le antojaba que el mundo entero rompía a llorar, que todo estaba a punto de hacer aguas.

—Tú eres profesor de instituto —apuntó Hassan—, ya sabes los jueguecitos que se traen los chicos con las fotos hoy en día. No es nada raro. Estamos hartos de verlo: padres que denuncian, imágenes que se difunden y acaban donde no deberían. A los jóvenes de ahora les gusta experimentar y correr riesgos.

—Ya lo sé. Pero no me fío de Varg. El tío ha bajado de peso aún más que yo en estos tres años desde que Lina desapareció.

—A lo mejor la echa de menos.

—A lo mejor. O es que le remuerde la conciencia.

Su amigo se incorporó del capó, aliviando la carga sobre el coche en el que Lelle permaneció apoyado.

—¿Quieres que hable con él?

—No, dejémoslo estar. Tarde o temprano se pondrá en evidencia.

Carl-Johan quería ver cómo vivía ella. Meja esperaba con la mirada perdida en la carretera mientras trataba de calmar el malestar interno.

—¡No estaría mal que te pusieras algo encima! —le gritó a Silje, que caminaba por la sala de estar en ropa interior.

Su madre se miró, confundida, la facha que llevaba: las bragas dadas de sí y el sujetador manchado de pintura acrílica roja.

—Ya sabes cómo soy cuando me pongo a pintar —dijo—. ¡No veo más que colores!

Se apresuró a meterse en su habitación para volver a salir poco después, enfundada en un quimono de seda violeta y con el pelo recogido en un moño despeinado. Sin embargo, el cuello aún exhibía restos de pintura y su mirada perdida anunciaba la impredecibilidad de su conducta.

Oyeron la grava levantarse al paso de los neumáticos mucho antes de ver el coche, el viejo Volvo de Carl-Johan, largo y de líneas rectas, oxidado alrededor de las ruedas. Silje se inclinó sobre el hombro de Meja, tan cerca que esta percibió el olor fermentado del vino que había bebido.

—¿Ya conduce? ¿Qué edad tiene, si se puede saber?

—Diecinueve.

—El chico de Birger seguramente llevará conduciendo desde los doce —intervino Torbjörn desde su lugar en la mesa—, eso no es nada raro por estos lares.

Su madre se alisó el quimono.

—¡Oye, menudo guaperas! —exclamó cuando el muchacho se apeó del vehículo—. ¡Caramba, Meja, no sabía que fueras tan superficial!

El invitado entregó a su chica un ramo de margaritas que ya comenzaban a marchitarse, gesto al cual ella respondió con un incómodo abrazo en el porche. El pelo, aún húmedo, le olía a champú. Llevaba la camisa abotonada hasta arriba y, sobre el cuello, lucía una barba de dos días. Ya no era un niño. Meja se dio cuenta de ello por la reacción de su madre cuando entraron al comedor; se había quedado impresionada. A Torbjörn se le salió la porción de snus al saludar. Preguntó cómo estaba Birger y presentó a Silje como su nueva compañera. Esta inclinó la cabeza hacia atrás echándose a reír y dejando al descubierto sus empastes dentales. Aunque había bebido, su mirada clara examinaba con descaro a Carl-Johan de los pies a la cabeza.

—Os tomáis un café, ¿no?

—No, vamos a subir a mi cuarto.

Meja agarró la fría y húmeda mano de él y tiró de ella escaleras arriba; cuando llegaron a la habitación triangular, se la soltó.

—Tienes que disculpar a mi madre. No está del todo sobria.

—Pero si me ha parecido muy agradable.

Carl-Johan tuvo que inclinarse para no chocar con las vigas del techo. Miró a su alrededor como si buscara algo, haciendo con sus ojos azul hielo un barrido sobre las paredes vacías hasta posarlos en la mochila de Meja, la cual se hallaba entreabierta, mostrando sus escasas posesiones. Ella se quedó inmóvil, avergonzada.

—De modo que así es como vives.

—Es solo temporal. No pienso quedarme aquí.

—¿No?

Meja negó con la cabeza.

—En otoño, cuando cumpla dieciocho años, me vuelvo al sur.

Él le tendió una mano y la acercó hacia sí.

—Yo no quiero que te vayas, acabamos de conocernos.

Le acarició el pelo, apartándoselo a un lado, y la besó en el cuello debajo de la oreja. Deslizó entonces las yemas de los dedos sobre su clavícula al tiempo que murmuraba que no la dejaría ir hasta que lo hubiese visto todo. A continuación, sus labios se encontraron, e instantes después ella yacía debajo de él en la cama rechinante. Sentía el peso de su acalorado cuerpo encima, sus manos que le hurgaban a tientas por debajo del jersey. Cuando Meja lo apartó un poco para comenzar a desabrocharle la camisa, el pecho de él se hinchó. Sentía curiosidad por saber si se había acostado con muchas chicas, aunque se abstuvo de expresarla en voz alta. La camisa del chico fue a parar al suelo junto al jersey de ella. Acababan de fundirse en un solo cuerpo, solo labios y piel cálida. Con un eco turbador en la cabeza, Meja clavó con fuerza los dedos en sus hombros, dominada por el ansia de no separarse de su acompañante. No pararon hasta oír la risa de Silje desde la planta inferior. El rostro de Carl-Johan, encendido por la exaltación, lucía un intenso rojo escarlata.

—¿Te ha contado Torbjörn algo de mí? ¿Acerca de mi familia?

Ella vaciló antes de responder, con una sensación extraña en los labios, como tumefactos.

—Solo que sois un poco... hippies.

—¿Hippies?

—Sí, que vivís de la tierra. Como en el pasado.

La carcajada con que respondió le dejó al descubierto todos los dientes. Una de sus manos descansaba en el pecho de ella, justo por encima del latido del corazón.

—¿Vamos a mi casa? Mis padres quieren conocerte.

—¿Les has hablado de mí?

—Pues claro.

—¿Qué les has dicho?

—Nada en particular. Solo que eres la persona más maravillosa que he conocido en toda mi vida.

Un zumbido salvaje se desató en los oídos de Meja, como si el bosque entero habitara dentro de su cabeza. Carl-Johan apoyó la frente contra la suya y sonrió con los ojos.

—¿Qué dices? ¿Vamos?

La lengua de Meja no obedeció, se le había atascado la garganta de la alegría. Lo único que pudo hacer fue asentir con la cabeza.

Ya entrada la mañana, chapoteó con el coche a lo largo de una ciénaga después de que la niebla se disipara. Todo el vehículo apestaba a lodo cuando regresó a casa. Con las botas y los pantalones embadurnados de barro rojo y hebras de musgo, Lelle se apoyó en la barandilla del porche para descalzarse antes de entrar. Al enderezarse reparó en que la puerta principal estaba abierta. Acto seguido vislumbró unos zapatos en la penumbra interior, reposando sobre la alfombra del vestíbulo. El corazón comenzó a latirle a toda velocidad. Se plantó de un salto ante el umbral en calcetines, aguzó el oído y miró a través de la rendija. Sus dedos descansaban en la pistola, que colgaba dentro de la cinturilla del pantalón. No había daños en la puerta, nada que indicara que hubiese sido forzada. Se deslizó de canto hacia dentro, moviéndose con todo el sigilo que pudo. ¿Se había olvidado de cerrar con llave? Otra vez esa maldita memoria suya en la que no se podía confiar. Después de adentrarse un par de pasos, percibió un leve aroma a perfume, que, estaba seguro, no pertenecía a esa casa: un olor femenino.

Recorrió de puntillas el pasillo y cruzó por delante de la cocina sin apartar la mano de la pistola. Trató en vano de oír algo que no fuera su propia respiración o la sangre rompiendo contra sus oídos. El perfume se hizo más intenso. Al doblar la esquina, observó que la lámpara de su despacho estaba encendida: un haz de luz se filtraba por debajo de la puerta cerrada. Con un par de pasos ligeros se colocó ante ella, posó una mano en el pomo y sacó con la otra la pistola. Entonces, abrió la puerta de golpe y apuntó con el arma al frente. Primero vio la sombra moviéndose por la pared; luego, la persona a la que pertenecía. Un grito asustado y dos brazos levantados.

—¡Por todos los demonios, Lelle!

—¿Qué cojones estás haciendo aquí?

Él bajó el arma y miró a Anette. Había entrado con su llave, claro. La llave que tantas veces le había pedido que devolviera. Su ex tenía un aspecto consumido, con las mejillas apagadas y el pelo cayéndole a mechones lacios y sin vida. Se hallaba de pie frente al mapa de las regiones de Västerbotten y Norrbotten, el cual colgaba de la pared como un tapiz cambiante, adornado con chinchetas y notas adhesivas. Ella agitó la mano hacia él.

—¿Qué haces por ahí pistola en ristre? ¿Te has vuelto loco o qué?

—Creía que alguien había entrado para robar.

—He llamado, pero no me abrías.

—¿Es que te crees que puedes irrumpir aquí como si nada? Esta ya no es tu casa, Anette. Quiero que me devuelvas la llave.

Ella levantó la barbilla y se cruzó de brazos. Luego lo miró de arriba abajo, deteniéndose en la camiseta empapada en sudor y los calcetines rotos.

—¿De dónde vienes? Estás hecho unos zorros.

—He estado buscando a nuestra hija. Y tú tampoco tienes muy buena pinta.

Tras echar el seguro a la Beretta, la dejó en la estantería. Su ira contenida lo asustaba. Anette lo contempló un buen rato con ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Se volvió hacia el mapa, al embrollo de abigarradas chinchetas que sobresalían del papel.

—¿Y esto qué es?

—¿Pues qué va a ser? Un mapa.

—¿Y todas estas chinchetas?

—Indican los lugares donde he buscado.

Ella se llevó uno de los puños a la boca, para contener la respiración y el llanto. Permaneció inmóvil mirando el mapa durante un largo rato. Acto seguido giró despacio la cabeza hacia él.

—He venido para decirte que puedes dejar de buscar —dijo—. Lina ya no existe. Está muerta.

Meja hurgaba en la mochila en busca de algo que ponerse, avergonzada de la poca ropa que tenía: un par de vaqueros desgastados, cuatro camisetas descoloridas, calcetines desparejados. Toda la vida se habían metido con ella por llevar la misma vestimenta día tras día, por ir mal vestida y mal aseada. Sin embargo, a CarlJohan, sentado en la cama, le centelleaban los ojos al mirarla.

—Estás bien como eres —le aseguró—. No has de hacer nada.

Silje y Torbjörn se habían retirado a su habitación cuando bajaron. La perra, que rascaba desconsolada la puerta cerrada a cal y canto, les lanzó una mirada de reproche según pasaban junto a ella. A pesar de que la televisión estaba encendida, se oían muy bien los jadeos al otro lado. Meja se apresuró a salir al pasillo.

—¿No les dices que nos vamos?

—No se enteran de nada.

La señal que indicaba el acceso a Svartsjö apuntaba directamente hacia el bosque y el camino en sí no consistía más que en un par de profundos surcos hechos por las ruedas de los coches y separados entre sí por un ondeante rastro de hierba. Los abetos estaban tan cerca que raspaban los espejos retrovisores. Parecía irreal que aquella estrecha vereda pudiera conducir a alguna parte.

Una repentina e inesperada lluvia emborronó la imagen del bosque. Carl-Johan se puso a silbar bajo el repiqueteo del agua en el techo del vehículo, con tan solo una despreocupada mano apoyada en el volante, como si el coche se condujera por sí solo. De vez en cuando miraba a Meja y sonreía, como queriendo cerciorarse de que su acompañante seguía allí. Ella tensaba el gesto, tratando de no revelar la inquietud que la roía por dentro. Siempre cruzaba el umbral de las casas ajenas con un nudo en el estómago. Los hogares que realmente merecían tal nombre eran mundos extraños cuyas reglas le resultaban desconocidas, acostumbrada como estaba a los colchones tirados en el suelo, a los cuartos de baño sin papel higiénico y a las cocinas que solo albergaban un lúgubre eco. Con su madre nunca había tenido un hogar de verdad, sino tan solo una sucesión de versiones aproximadas que nunca acababan por convertirse en tal. Todo lo contrario que el muchacho, que tan orgulloso parecía de sus orígenes.

Por fin, llegaron ante una verja alta de barrotes gruesos. «Bienvenidos a Svartsjö», rezaba una inscripción en la parte superior. Meja se hundió aún más en su asiento conforme Carl-Johan salía del coche para abrir.

—¡Vaya pasada de verja! —exclamó ella.

—La construimos mis hermanos y yo. Todo lo que vas a ver en esta finca lo hemos hecho nosotros con nuestras propias manos.

Ante ellos se extendía un vasto prado donde pastaba un puñado de vacas. Una explanada circular de grava precedía a una enorme casa pintada de rojo que se erguía como un castillo de madera junto al lindero del bosque. Una serie de construcciones más pequeñas, destinadas a graneros y cobertizos, la flanqueaban. Meja sintió una oleada de estupefacción ante tal magnificencia.

Carl-Johan señaló los establos y la formidable perrera, rodeada de una verja en la que una manada de nerviosos canes apoyaba las patas delanteras mientras ladraban con ardor. Un espléndido patatal del tamaño de una cancha de tenis se extendía al lado.

—No puedes verlo porque lo tapa el bosque, pero allí está el pantano.

—Sí que vivís bien.

Ella permaneció un rato en el coche, con las manos sobre la tripa, que comenzaba a rugir, respirando hondo en un intento de deshacer los nudos que se le habían formado en su interior. Odiaba conocer a los padres de otras personas. No soportaba el modo en que la juzgaban, la evaluaban. Sobre todo las madres, que siempre tenían un ojo increíble para detectar sus carencias.

«¿A qué se dedican tus padres?».

«Mi madre es artista».

«¿Artista? ¡Ahí va! ¿Qué tipo de artista?».

«Pinta cuadros».

«¿Puede ser que hayamos oído hablar de ella?».

«No creo».

«Y tu padre, ¿qué hace?».

«No lo sé».

«¿No sabes en qué trabaja tu padre?»

«Es que no vive con nosotras».

«Ah, ya».

Eso era lo máximo a lo que llegaba la conversación. En el peor de los casos, ya sabían quién era Silje y se abstenían por completo de hacer preguntas.

Lelle bajó los ojos al suelo para evitar ver la cara desencajada de Anette. No obstante, aún seguía oyendo sus sollozos ahogados, los mocos que acompañaban sus lágrimas.

—Los dos primeros años aún la sentía junto a mí, sentía que estaba viva. Se me encendía una especie de luz en el pecho al pensar en ella, como un calor. Pero ya no está, esa luz se ha apagado.

—No sé de qué me hablas.

Ella dio unos pasos hacia él, le echó los brazos alrededor del cuello y apoyó la mejilla en su brazo.

—Está muerta, Lelle. Nuestra hija está muerta. Lo llevo sintiendo desde el pasado invierno. Hay algo dentro de mí que se ha roto y no puedo explicarlo, pero sé que es así: Lina está muerta.

—No voy a hacer caso de estas gilipolleces.

Intentó zafarse de su abrazo; sin embargo, su exmujer se asió con firmeza, apretó su cara mojada de lágrimas contra su jersey y buscó su piel con las manos, agarrándola y arañándola con atropello. Por fin, él se rindió y se dejó abrazar, permitiendo, asimismo, que sus propios brazos la rodeasen a ella, flojos al principio, luego cada vez con más fuerza, hasta que se aferraron el uno al otro como si les fuera la vida en ello. Lelle no recordaba que jamás se hubieran abrazado de tal forma. Como si estuvieran a punto de morir por dentro.

Entonces, Anette levantó la cara hacia la de su exmarido y lo besó sin vacilar. Él saboreó su llanto salado y apretó contra ella labios y entrepierna en un intento desesperado por acercarse. Necesitaba acercarse. Un segundo después, Anette comenzó a arrancarle la ropa, buscó a tientas su bragueta y tiró de su cuerpo, derrumbándolo encima del suyo y ayudándolo a entrar en ella. Le rodeó la cintura con las piernas, amarrándolo, como queriendo encadenarlo. Él la embistió con violencia, más fuerte de lo que deseaba, mientras veía cómo las lágrimas llovían desde su rostro sobre el de ella. Las uñas se le hundían en la piel, desgarrándolo. Entonces fue consciente de que eso era lo que buscaba: la punzada lacerante. El dolor en sí.

Momentos después yacían el uno al lado del otro, compartiendo un cigarrillo. El sol los contemplaba burlón a través de las persianas, trazando franjas diagonales sobre sus cuerpos desnudos. Anette le metió un dedo entre las costillas.

—Sí que has adelgazado.

—No me pasa nada.

—Estás flaco y desaseado y duermes muy poco. Vas a acabar contigo.

Cuando ella se levantó para vestirse, Lelle contempló la piel pecosa de su pecho, añorando descansar la mejilla en ese lugar, justo encima del latido del corazón. Aún sentía en sus carnes el escozor de los arañazos. No sabía bien qué significaba que se hubieran acostado, si su exmujer iba a contárselo a Thomas al regresar a casa, o si se trataba de un secreto que había de quedar entre ambos. Una parte de él la quería retener a su lado, pero al mismo tiempo sabía que ya no había lugar para Anette en su vida. Bajo el peso de una implacable fatiga, pensó en echarse a dormir allí mismo, desnudo, en el suelo. Sin embargo, ella se escabulló hacia la cocina, desde donde enseguida le llegaron ruidos antaño familiares: el trajinar de sartenes, el cascar de huevos, los resoplidos de la cafetera, la cháchara de la radio. Junto al aroma a café, la voz cantarina gritándole que tenía que comer.

Cuando Lelle entró en la cocina, ella había abierto las persianas y su silueta se recortaba a la luz. Por un momento, todo volvía a ser como tenía que ser: Lina en su cama en la planta de arriba; en unos instantes, su madre saliendo a las escaleras para llamarla. El sol brillaba con tal convicción que no había lugar para ninguna pesadilla. No volvió a la realidad hasta que no reparó en el rictus de tristeza de Anette mientras servía el café. Sentada frente a él, en el mismo sitio donde solía hacerlo cuando vivía allí, si bien con la espalda más rígida y una tensa incomodidad en el cuerpo. Dos masas humeantes de huevos revueltos reposaban entre ellos sobre la mesa. Sentía un hambre tan voraz que se mareó al hincarle el tenedor a una de ellas. Anette lo miró a través del vapor que humeaba su taza caliente.

—No te enfades, pero la verdad es que lo decía en serio; estoy segura de que Lina ha muerto.

—Me da igual lo que digas. No pienso darme por vencido hasta que la encuentre.