El silencio le resultaba aún peor que la oscuridad. No oía ni el viento, ni la lluvia, ni los pájaros. No oía pasos ni voces. Parecía que no existiera el mundo ahí fuera. Apoyó la oreja en la pared y aguzó el oído, aunque no pudo percibir nada más que el latido de su propio corazón. Los cardenales de los brazos le sonrieron en la negrura: estaban repartidos por aquí y por allá, e iban desvaneciéndose y adquiriendo un tono amarillento con el tiempo. Ya había dejado de oponer resistencia; no tenía fuerzas para ello. Las venas se le veían hinchadas bajo la piel flácida, como si hubiera empezado a envejecer prematuramente, como si la vida misma se le estuviera escapando.

La bombilla en el techo proyectaba su sombra en la pared, y se sorprendió saludándola desde el camastro. Vio cómo los dedos larguiruchos de la silueta umbría le devolvían el saludo, luchando contra la soledad.

El habitáculo era un cubo perfecto; tenía la sensación de que se hallaba en el interior de una caja. En uno de los muros se apoyaban la cama y una mesilla de noche en la que reposaba la comida, intacta: un termo con sopa y bocadillos de queso envueltos en film transparente. Olisqueaba el líquido caliente cuando la invadía el hambre, si bien le entraban arcadas nada más intentaba tomar un sorbo. Esa era la única manera que tenía su cuerpo de rebelarse, el grito de protesta de su ser interior contra el cautiverio.

Enfrente, junto a la puerta, descansaba un cubo que servía de inodoro y otro lleno de agua. Evitaba hacer uso de ambos en la medida de lo posible. Comía y bebía tan poco que apenas necesitaba orinar. Por otro lado, no tenía fuerzas para lavarse. El cabello le caía sobre los hombros en tiesas greñas, las cuales dejaban sus huellas grasientas sobre la almohada. A ellas se sumaba el mal olor que desprendía su cuerpo, aunque ella misma no era capaz de percibirlo. No obstante, confiaba en que de verdad oliese mal, en despedir un hedor suficientemente desagradable como para que él se mantuviera alejado de ella.

Intentaba dormir durante las infinitas horas muertas, trataba de matar el tiempo durmiendo. Cuando la inquietud hacía presa de su persona, se ponía a caminar en círculos hasta que le dolían las piernas. Golpeaba las paredes con los nudillos en busca de alguna oquedad tras ellas; se esforzaba por percibir algún sonido que no fuera solo el de su propia respiración; trataba de encontrar sin remedio ruidos que no existían. Sin luz natural era difícil saber cuántos días llevaba perdidos. Las horas pasaban unas detrás de otras, solo punteadas por el sueño y los paseos en círculo. Y por la escucha. Mantenía la mirada fija en la puerta durante largos periodos. Su propia sangre se había quedado incrustada en su clara superficie metálica. Aunque llevaba mucho sin aporrearla, sus dedos seguían desollados, la piel rehusaba cicatrizar en la oscuridad. Cuando él se ofreció a vendárselos, ella se contrajo haciéndose una bola, sacando las espinas como si fuera un erizo. Lo último que quería era que su captor la tocara.

Lelle sorbía el café frío mientras observaba las cabezas agachadas sobre los papeles. Los bolígrafos volaban por encima de ellos rasgando el silencio en su garabatear. Por lo visto, el pelo largo estaba de moda, ya que varios de los chicos llevaban unas greñas que se veían obligados a retirarse de la cara cada dos por tres. Las chicas se daban más maña a la hora de peinarse. Una de ellas lucía unas mechas de color rosa en el flequillo, otra se había afeitado un buen trozo por encima de la oreja. Su juventud, su frescura y su indolencia hacían que se le encogiera el corazón.

A esas alturas, Lina ya sería mayor que todos ellos. Iba a cumplir veinte años, aunque a él le costara hacerse a la idea. ¡Cuánto tiempo había hablado de las cosas que haría cuando tuviera esa edad, de todos los países a los que deseaba viajar! Tailandia, España, tal vez Estados Unidos. Quería trabajar como au pair .

«¡Pero si tú no sabes nada de niños!».

«Bueno, no puede ser muy difícil».

Le agradaba soñar despierto, imaginar a su hija conduciendo por alguna carretera de California con la melena al viento y dos niños pijos en el asiento trasero. Fantasear con que nunca había llegado a desaparecer.

La oscuridad ya estaba de vuelta; un verano más que se quedaba en agua de borrajas. El otoño pendía ahora sobre su cabeza como una sentencia de muerte, obligándolo a abandonar la búsqueda y volver a las aulas. Los nuevos alumnos sabían quién era él, lo veían en sus ojos, lo observaban llenos de una fascinación y una compasión que le provocaban náuseas. No obstante, se abstenían de preguntar. Cuando se presentó a la nueva promoción, no mencionó a su hija en ningún momento. No hacía falta, todos lo sabían. Todo Glimmersträsk lo sabía. La gente tenía miedo, y los jóvenes sentados frente a él habían aprendido a vivir con ese miedo. Habían aprendido a no salir nunca solos y a estar siempre alerta. Sin embargo, Lelle dudaba mucho de que alguna vez los hubieran dejado tirados a ninguno de ellos en una parada solitaria, esperando un autobús que nunca llegaría a tiempo. Ahora, la desaparición de Hanna Larsson arrojaba nueva leña al fuego, se presentaba como un recordatorio de que el peligro seguía acechando, de lo importante que era tener a los muchachos vigilados, incluso en una pequeña comunidad como Glimmers.

Con todo, el trato con los estudiantes le resultaba más fácil que con los adultos. Una vez terminada la clase, cuando salían por la puerta, él permanecía allí, sentado en el silencio que ellos dejaban tras de sí. Era la sala de profesores lo que de verdad lo angustiaba. Sus compañeros cargados de sonrisas tensas y buenas intenciones huecas.

Cuando no le quedaba más remedio que entrar, lo hacía escudándose en las risas dispersas, encaminándose directo a la cafetera de cuyo lado no se apartaba hasta pasado un buen rato. Removía el café con una cucharilla, a pesar de no haberle añadido ni leche ni azúcar; el tintineo del metal en la porcelana lo ayudaba a esconderse. A través de las ventanas veía los abedules amarillentos que comenzaban a perder las hojas. Una frágil membrana de hielo cubría los charcos de lluvia.

Claes Forsfjäll, uno de los docentes, se le acercó y empezó a hablar de la caza del alce. Lelle emitía educadas interjecciones de asentimiento, sin apartar la vista de los charcos helados del exterior. El profesor le puso en el hombro una mano impregnada de aroma a plátano y a gominolas de regaliz.

—Que sepas que cuando salimos al bosque siempre tenemos a tu hija en mente.

Él giró la cara hacia los ojos llorosos de su compañero, mientras un estremecimiento le recorría la espina dorsal.

—¿Qué te hace pensar que puede estar en el bosque?

Forsfjäll chasqueó los labios, sonrojado.

—No quería decir eso, me refería solo a que pensamos en ella, que estamos ojo avizor.

Al bajar la cabeza, Lelle de pronto fue consciente de la dureza del suelo, del peso que tenían que contrarrestar sus pies solo para mantenerlo erguido.

—Gracias —dijo—. Significa mucho para mí.

El profesor se alejó para sentarse junto a los demás miembros del cuerpo docente, esos que se arrellanaban cómodamente en sus asientos, capaces de mantener una conversación normal. La mirada de él se posó entonces en Anette, acomodada en una silla de madera levantando ambas manos al hablar, como hacía siempre cuando estaba en público. Llevaba un jersey oscuro ceñido, que no disimulaba el pequeño bulto duro que sobresalía de la cinturilla de sus vaqueros. Al notar cómo las piernas le flaqueaban, Lelle apoyó una mano en el alféizar de la ventana; al cabo de unos segundos oyó el café salpicando el suelo al derramarse y vio las camisas y blusas aproximándose a él de forma compasiva. Todo le daba vueltas cuando se apresuró a salir de la estancia. Por un momento se le antojó que le decían algo, que exclamaban «¡Pobre infeliz! No sé cómo tiene fuerzas para seguir viviendo».

Llegaba siempre sin previo aviso. Tan solo anunciaba su presencia el chirrido de las bisagras cuando la pesada puerta se abría. Si la bombilla estaba apagada, él tiraba de la cuerdecilla del interruptor y la miraba con los ojos entrecerrados. Su mirada le atravesaba los párpados, incluso cuando ella fingía dormir. Una vez se aseguraba de que seguía viva, recogía los cubos y desaparecía de nuevo. Ella alcanzaba por un instante a vislumbrar las escaleras a sus espaldas. Sin embargo, nunca lograba ver atisbo alguno de la luz del sol. Él regresaba tras haber vaciado la orina de un cubo y haber llenado el otro con agua limpia y fresca, dejando charcos oscuros sobre el hormigón.

La puerta se cerraba con un mecanismo automático; nunca oyó el ruido de ninguna llave. Un día —al principio, cuando aún le quedaban fuerzas— había intentado asaltarlo por sorpresa aprovechando su regreso con los cubos. Apostada junto a la entrada, se abalanzó sobre él en el momento justo en que cruzaba el umbral, haciendo que el agua se derramase a diestro y siniestro. Él reaccionó golpeándola en la espalda con uno de los cubos metálicos con tal saña que quedó allí tirada sin poder levantarse, sin fuerzas para protestar cuando, a continuación, la llevó de nuevo en brazos al camastro, la acarició con sus manos repugnantes y le dio unas palmaditas en el lomo como si fuera un animal al que hay que calmar antes de la matanza.

Una máscara negra con agujeros para la boca y los ojos le cubría el rostro. El color claro de estos contrastaba con la tela oscura. Nunca le había visto el cabello; puede que tal vez no tuviera, que por debajo se ocultara un cráneo calvo y deformado.

No acertaba a adivinar su edad. Suponía que era más joven que su padre, aunque no podía asegurarlo. En aquel espacio minúsculo parecía grande; la silueta de sus espaldas anchas se recortaba ampliamente contra la puerta cerrada. Sin embargo, no estaba segura de que allí fuera, en el exterior, se tratara de un hombre corpulento. Sus movimientos eran ligeros a pesar de las gruesas botas de trabajo que calzaba, y su cuerpo exhalaba siempre un agrio olor a sudor reciente, como si hubiera venido corriendo. Su voz sonaba suave y baja, como si sus cuerdas vocales se hallaran en lo más profundo de su estómago.

—¿Por qué no comes?

Recogió con gestos impacientes el almuerzo intacto y lo reemplazó por comida recién hecha: verduras humeantes junto a un trozo de carne jugosa. A pesar del hambre que tenía las náuseas la invadieron casi de inmediato. Su estómago era como una ventosa de succión.

—No puedo comer. Vomito nada más intentarlo.

—¿No hay nada que te apetezca en especial, algo que eches de menos?

Ella percibía sus esfuerzos por mostrarse amable, aunque el temblor en la afectada voz delataba su ira.

—Necesito aire fresco. Solo un poco. Por favor.

—No empecemos otra vez.

Acto seguido, él desenroscó la tapa del termo, la llenó y se la alargó. El vapor le acarició agradablemente los labios resecos y cortados. Olía dulce, a fruta.

—Es sopa de escaramujo —dijo—. Bebe un poco, te sentará bien.

Ella acercó los labios, fingiendo que bebía, mientras sus ojos se posaban en la bota de él, en la que se había quedado pegada una hoja amarilla. El termo se le resbaló de las manos y cayó en su regazo.

—¿Ya ha llegado el otoño?

Entonces, él se tensó y comenzó a retroceder hacia la puerta.

—Cuando vuelva, quiero ver que te lo has comido todo.

—He soñado que estabas embarazada.

Carl-Johan se había retirado, dejándola sobre la mancha húmeda que se extendía por la sábana. Ella apartó la colcha y se levantó.

—Eso habrá sido más bien una pesadilla.

—¡Estabas guapísima con tu tripón!

Meja se metió en el baño y cerró la puerta para que no la siguiera. Se lavó los dientes, se peinó y se puso un poco de rímel en las pestañas. No había tiempo para nada más. Cuando volvió a salir, él seguía allí con su media sonrisa. Se acercó de nuevo a la cama y se inclinó sobre el muchacho; luego, lo besó y sintió el calor que desprendía su cuerpo. Su novio alargó ambos brazos y la tendió a su lado.

—¿De verdad te tienes que ir? ¿No puedes quedarte aquí conmigo?

—Voy a perder el autobús si no me dejas marchar.

Él la apretó con fuerza y le revolvió el cabello. Ella se soltó de su abrazo.

—¿Por qué me despeinas?

—¿Y qué más da? ¿Para quién quieres estar guapa?

Ni Birger ni Carl-Johan entendían que deseara terminar la secundaria. Les parecía una pérdida de tiempo. Meja se vio obligada a explicarles una y otra vez que se lo había prometido a sí misma, que ambicionaba llegar ser a algo más en esta vida, no seguir el ejemplo de Silje, quien abandonó el instituto cuando le hicieron un bombo.

—Tu madre no se perdió nada —sentenció el padre de los chicos—. Traer un niño al mundo es una misión mucho más importante que someterse a un lavado de cerebro por parte de los lacayos más manipuladores del Estado sueco.

Le habría resultado fácil dejarse convencer, ya que lo cierto era que no le gustaba la escuela. Nunca había vivido en un mismo lugar el tiempo suficiente para aclimatarse a ninguna de ellas. Tan pronto como comenzaba a sentirse más o menos a gusto en una clase, las maletas las esperaban en el vestíbulo, listas para partir a otro lugar. A su madre le daba igual que el semestre no hubiera terminado; cuando se le antojaba, había que marcharse. El anhelo de ser una persona distinta de Silje era lo que siempre estimulaba a Meja a avanzar en la vida, el deseo de desarrollar su propia identidad.

Había tres kilómetros hasta la Carretera de Plata, donde paraba el autobús. Como nadie tenía tiempo de acercarla en coche, no le quedaba más remedio que recorrer a pie ese trecho, el cual se le hacía interminable al amanecer. Birger se lo había advertido: «Ya verás en noviembre, cuando todo esté oscuro». La verdad es que ya estaba bastante oscuro. El bosque se alzaba a su alrededor como una masa de sombras negras, lo que la forzaba a clavar la vista en el sendero pedregoso que se extendía ante su persona a fin de evitar ver el inquietante movimiento de los árboles. La clave para abrir la verja era una serie de números que tuvo que memorizar, ya que no le permitieron anotarlos. Más tarde se enteró de que coincidían con la fecha de nacimiento del cabeza de familia. Siempre que la alta cancela rompía el silencio con su chirrido, sentía su mirada desde la casa, con sus ojos inquisitoriales puestos en ella. Tras asegurarse de que cerraba bien, echaba a trotar por el camino, dejando atrás los tristes pinos grisáceos y los abedules, que comenzaban a desnudarse. Mientras la grava crujía bajo sus pies, le parecía oler en el aire la inminente llegada de la nieve.

La garganta le ardía cuando llegaba a la carretera asfaltada; tenía que adentrarse bien en el arcén para que el conductor del autobús la viera. Se trataba de un hombrecillo rubicundo que bebía café de un termo y cortaba tanto las palabras que ella apenas lo entendía, aunque suponía que le preguntaba qué tal estaba Birger.

El vehículo acababa llenándose de estudiantes tras pasar por las aldeas de la comarca. A menudo no se veían las casas de las que los jóvenes salían, solo los letreros que indicaban el sendero que conducía a ellas entre los árboles. Todos se saludaban unos a otros en el arcén y llenaban el autobús con sus voces alegres. Meja apoyaba la frente en el frío cristal y cerraba los ojos cuando subían. Era consciente de que la miraban con curiosidad, pero la dejaban en paz.

El instituto de Tallbacka estaba en Glimmersträsk y consistía en un triste edificio de ladrillos amarillos. El viento frío atravesaba las ventanas, de modo que la mayoría se dejaba el abrigo puesto dentro de las aulas. Detrás de las puertas batientes se alzaban hileras de casilleros pintados de verde. Meja colgaba su chaqueta en el gancho de la taquilla; luego, palpaba el estante donde reposaban los libros hasta hallar el cartón redondo de pastillas, del cual extraía una de las azules y, acto seguido, se la tragaba sin agua.

Al cerrar, se encontró con la Cuervo: una sonrisita socarrona se dibujaba en el rostro enmarcado por su desmelenado cabello rosa.

—¿Qué pasa, que tus padres no saben que tomas la píldora?

—Me he ido a vivir con Carl-Johan.

Los ojos de la chica se abrieron de asombro.

—Entonces, ¿es él quien no lo sabe?

Meja hizo una mueca.

—Él quiere que me quede embarazada.

La siguiente vez que él apareció por allí, ella se había tomado toda la sopa de escaramujo. Su visitante olía a aire frío y a hojas marchitas; llevaba el otoño agarrado a la ropa. No le hizo falta preguntarle si el verano había terminado.

—Cómo me alegra verte comer.

Traía bollos de canela y leche. El aroma se interponía entre ellos con ánimo conciliador.

—Quédate un rato —rogó ella.

Él se tensó un poco ante la invitación; los ojos se le comenzaron a mover, recelosos, dentro de los agujeros de la tela negra. Al cabo de un segundo, se sentó en el suelo de espaldas a la puerta, rascándose las mejillas tras la máscara como si debajo se escondiera una barba.

Ella le alargó la bolsa con los bollos y volvió a desplomarse en el catre.

—Es muy aburrido comer sola.

Él cogió uno. La máscara negra cobraba vida al masticar. Como ella no era capaz de probar bocado, dominada por el miedo que le inundaba el estómago y le estrangulaba la garganta, se limitó a fingir que comía.

—¿Por qué no te quitas la máscara?

—¿Cuándo vas a dejarte de preguntas estúpidas?

Sonreía burlonamente, como para hacerla rabiar. Una ráfaga de esperanza se abrió en el interior de ella, de modo que trató de encontrar algo en su cabeza con que ablandarlo.

—¿Los has hecho tú?

—Qué va.

—¿Son comprados?

—¿Qué te he dicho que les pasa a las niñas curiosas?

Él, sacudiéndose las migajas del pecho, agarró un bollo más. Llevaba un jersey oscuro de Helly Hansen que le quedaba bastante holgado. Al percibir cierta irritación en su voz, ella apretó los hombros en la pared fría. No le gustaba que le hiciera preguntas.

A continuación, él se levantó y avanzó hacia ella con las manos entrelazadas. Un desagradable chirrido salió del camastro cuando se sentó. Ella cerró con fuerza los ojos en el momento en que él alargaba la mano; notó sus dedos deslizándose sobre el jersey, la clavícula y el pecho, hasta que los nudillos tamborilearon contra las costillas.

—Tienes que comer, te estás consumiendo.

—No tengo apetito. Necesito aire fresco.

Ella se obligó a mirarlo, intentando tragarse el miedo. Tenía el blanco de los ojos enrojecido, acaso fruto de las drogas o del insomnio. Sus pupilas dilatadas no revelaban gran cosa. Aún conservaba el olor al frío de fuera. Tal vez interpretó el contacto visual como una invitación, ya que, acto seguido, se inclinó y la atrajo hacia él. Cuando ella intentó zafarse, él la agarró aún más fuerte mientras metía una mano debajo de su jersey. Ella asió sus dedos fríos y trató de quitárselos de encima. Al hacerlo, percibió cómo la cólera lo recorría como una sacudida eléctrica. Tras soltarla por fin, él dio un puñetazo en la pared, tan cerca de su cara que notó la corriente de aire que había levantado el golpe.

—Has de aprender a mostrar gratitud —profirió— por todo lo que hago por ti.

No lo vio marchar. Solo oyó cómo se cerraba la puerta detrás de él. Después, la soledad.

Ya comenzaba a oscurecer cuando Meja salió por las puertas del instituto. La Cuervo estaba agazapada bajo un abedul llorón liándose un cigarro, dejando a la vista un relumbrante piercing en la lengua al lamer el papel. El pelo rosa se le rizaba con la humedad. Levantó su barbilla hacia ella.

—¿Me acompañas a la pizzería? Yo te invito.

—No puedo. Mi autobús va a pasar enseguida.

—¿No es un coñazo vivir en Svartsjö?

—Qué va, a mí me gusta.

—Claro, tienes a Carl-Johan para pasar el rato.

Acto seguido, la chica se puso bizca de forma burlona mientras aspiraba seductoramente el cigarrillo sin filtro.

—¿Qué tal es él? En la cama, quiero decir.

—Y a ti qué te importa.

—¡Joder, qué tía tan aburrida eres! —Se echó a reír—. A juzgar por el color de tus mejillas diría que está a la altura de las expectativas.

Meja se arrebujó en la chaqueta. La Cuervo continuó:

—Siempre me ha parecido un tío guapo. Un poco raro, claro está, pero guapo.

Un coche se acercó a ambas. Al reconocer de inmediato la carrocería oxidada, ella sintió cómo se le encogía el estómago. Torbjörn llevaba la ventanilla bajada y se inclinaba sobre el volante. Estaba solo, Silje no lo acompañaba. Con una amplia sonrisa bajo el bigote, saludó a la Cuervo, quien respondió exhalando círculos de humo en su dirección.

—Meja, ¿tienes un momento?

Ella hizo una mueca a la chica del pelo rosa y bordeó el automóvil para sentarse en el asiento del copiloto.

—¿Ha pasado algo?

—No, no. Todo va bien.

Él subió la ventanilla y bajó el volumen de la radio. El salpicadero y los portavasos se hallaban atestados de cajas de snus y envoltorios de caramelos. Con la mochila descansando en el regazo, Meja miró el reloj. El autobús a Svartsjö llegaría en diez minutos. No iba a dejar que el novio de su madre la llevase con ella.

—¿Qué quieres?

—Se trata de Silje. Se pasa el día durmiendo. No quiere comer nada.

—¿Ha dejado de pintar?

Torbjörn soltó un silbido afirmativo.

—Pide cita con el médico. Pero no basta con el centro de salud. Tienes que encontrarle un psicólogo.

—¿Qué hago si se niega?

—Pues le quitas el vino hasta que acceda.

Rascándose el bigote con dedos preocupados, clavó en Meja sus ojos perrunos.

—Si te soy sincero, creo que es a ti a quien echa de menos, y me reconcome la conciencia porque fui yo el que te ahuyentó.

Ella giró la cara hacia la fachada amarilla de la escuela.

—Tú no me ahuyentaste.

Acompañando del jadeo de los limpiaparabrisas, Torbjörn tamborileaba con sus dedos roñosos sobre el volante.

—¿Cómo te va por Svartsjö?

—Bien.

—¿Todo bien con Birger y su familia?

—Sí.

—¿Qué tal la convivencia con tu chico?

—Estupendamente.

—Entonces, ¿no te arrepientes?

Meja miró al abedul. El pelo de la Cuervo adquiría un aspecto sobrenatural sobre el fondo gris.

—Qué va.

—Porque no habría nada de que avergonzarse si te arrepintieras. Sois muy jóvenes los dos.

—No me arrepiento.

El aliento agrio de Torbjörn llenó el vehículo al suspirar.

—¿Por qué no venís a comer con nosotros algún día, tú y Carl-Johan? Te echamos de menos, ya te lo he dicho.

—Ya.

Él volvió a dirigirle una mirada perruna.

—Me encantaría ser un padre para ti, bastaría con que me dieses la oportunidad.

Ella abrazó la mochila contra su pecho y extendió la mano hasta la puerta.

—No necesito ningún padre.

Tumbada en el camastro jugaba con su propia sombra, forjaba planes junto a la desgarbada figura proyectada en la pared. Tendría el cubo de excrementos preparado para cuando la puerta se abriera. Con los ojos llenos de orines, él no podría verla en el momento en que levantara la mesilla de noche —el único mueble lo suficientemente ligero para ella— y le aporreara con ella la cabeza lo más fuerte que pudiese. Así, lograría dejarlo inconsciente o, al menos, le haría perder el equilibrio lo bastante como para permitirle escapar por la puerta y echar a correr escaleras arriba. No tenía ni idea de con qué se encontraría al llegar a lo alto, si habría o no más puertas cerradas, pero debía correr ese riesgo.

A veces pasaban varios días antes de que él volviera. Aunque solo contaba con su propia mente para realizar un seguimiento de las horas y los días, la forma en que la comida se endurecía y se recubría de moho le indicaba con claridad que el tiempo iba pasando. En esos momentos, temía que la puerta no se volviera a abrir nunca. Aborrecer y anhelar algo al mismo tiempo era una sensación extraña. Comprendió entonces que el miedo a pudrirse en soledad superaba al que sentía por él.

Dejó en el suelo el plato lleno de restos resecos y probó a levantar la mesilla de noche. La madera era pesada, por lo que el mueble era poco manejable; el esfuerzo hizo que empezara a dolerle el pecho. Observó cómo los brazos de su sombra temblaban en la pared, como si todo el vigor que alguna vez había poseído se hubiera esfumado.

—Tenemos que comer —le dijo a la negra silueta— si queremos tener fuerzas.

Los flashes de una cámara la despertaron. La figura masculina se cernía sobre ella, fotografiándola; la mano que sujetaba la lente estaba curtida por el frío y el trabajo duro. Ella se cubrió con la manta y escondió la cara entre las manos. Los resplandores continuaron. Él le arrancó la manta de encima y le rasgó la tela del jersey, dejándole el vientre y el sujetador a la vista, sin detenerse hasta que ella rompió a llorar. Acto seguido, él, respirando con esfuerzo, empezó a recorrer el cuartucho.

—¡Apenas has comido nada! ¿Estás tratando de matarte o qué te pasa?

—No me encuentro bien, necesito un médico.

Él le lanzó una mirada, una advertencia silenciosa, antes de, con movimientos vigorosos, ponerse a recoger la comida solidificada e introducirla en una bolsa de basura. A continuación, le sirvió las nuevas viandas que traía consigo: salchichas, patatas y zanahorias ralladas. Dos termos y una tableta de chocolate con leche. Ella contempló el envoltorio brillante de esta última. La sombra de la pared se revolvió ansiosa.

—Pensaba que no ibas a volver.

Él sonrió.

—¿Me has echado de menos, entonces?

Ella alargó una mano hacia el chocolate y comenzó a quitarle el papel que lo recubría.

—Hueles a invierno. ¿Hace frío ahí fuera?

—Prefiero no decirte a qué hueles tú. ¿Es que no ves el cubo de agua y el jabón? ¿No podrías lavarte un poco?

Ella desgajó una onza de la tableta, se la puso en la lengua y dejó que se derritiera. Él extendió una mano para tocarle el cabello.

—¿Quieres que te ayude a lavarte el pelo?

Ella se llevó las rodillas al pecho y vio cómo la sombra de la pared la imitaba. La nariz le moqueaba y el chocolate sabía a sal al mezclársele con las lágrimas en la boca.

—¿Por qué me has hecho fotos?

—Porque quiero poder mirarte incluso cuando no esté aquí.

—¿Vives solo? ¿O con tu familia?

—¿Qué pasa?, ¿estás celosa?

—Tengo curiosidad, nada más.

—La curiosidad mató al gato.

La mano de él se deslizó desde su cabeza hasta su mejilla. Ella permaneció tan inmóvil como pudo, controlando el impulso de apartarse. Su pulgar le acarició los labios.

—Tenga o no familia, es contigo con quien quiero estar.

Esperaba sola en la parada del autobús. Un nebuloso halo de luz que procedía de la farola revelaba los mechones rubios que sobresalían por debajo de su capucha. Fue el color del pelo lo que le hizo reaccionar; además del hecho de verla allí sin compañía alguna.

Sin pensarlo dos veces, Lelle cruzó al carril izquierdo y condujo hasta la marquesina. Bajó la ventanilla del copiloto y le hizo un gesto con la mano. A pesar de saber que no podía ser ella, la decepción de que no fuera Lina estuvo a punto de apoderarse de su persona.

La chica se llamaba Meja y era nueva en el instituto. Durante sus clases solía sentarse junto a la ventana y se pasaba la mayor parte del tiempo garabateando dibujos floridos en el margen de su cuaderno. Él no le decía nunca nada por ser nueva y porque parecía estar muy sola. Al cabo de un par de segundos, ella dio un par de pasos vacilantes hacia el coche, lo que le permitió vislumbrar el resplandor de los ojos que se escondían a la sombra de la capucha.

—Voy para casa, ¿quieres que te lleve?

Meja miró hacia la carretera, en dirección al autobús que nunca llegaba.

—Es que vivo en Svartsjö, a más de diez kilómetros de aquí.

—No importa, no me espera nadie.

Lelle observó cómo dudaba, cómo deliberaba consigo misma. Luego, la muchacha dio dos pasos rápidos hacia el vehículo, abrió la puerta y subió al asiento de al lado. Ella olía a lluvia. De los mechones mojados caían pequeños chorros de agua sobre su chaqueta. Él giró para volver a salir a la Carretera de Plata rumbo al norte.

—Ese autobús no es muy de fiar —dijo.

—Sí, siempre va con muchísimo retraso.

Arriba, en lo alto de la loma, puso las luces largas, echó un vistazo hacia el bosque gris y pensó en lo poco que tardaría en volverse blanco del todo. Los árboles se agacharían como ancianos bajo el peso de la nieve y todo lo que se ocultaba bajo el suelo quedaría sepultado en el olvido. Otro invierno. No sabía cómo iba a ser capaz de soportarlo. Sintió que Meja lo observaba de reojo; sin embargo, cuando Lelle intentó entablar contacto visual, ella rehuyó la mirada.

—Entonces, ¿vives en Svartsjö?

—Ajá.

—¿Con Birger y Anita?

—¿Los conoce?

—Bueno, conocerlos, lo que se dice conocerlos, no estoy muy seguro. ¿Eres pariente de ella?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy con su hijo, Carl-Johan.

—¡No me digas!

A la gente le gustaba torcer el gesto al oír hablar de Birger Brandt y su familia, aunque nadie parecía conocerlos bien, o tal vez precisamente por eso. No se los veía casi nunca por el pueblo y nadie sabía en realidad de qué vivían, si era la caza o el cultivo de sus tierras lo que les daba de comer. Se armó un jaleo monumental cuando se negaron a escolarizar a sus hijos. Decían que querían educar a los niños en casa, en la finca, como se hacía en el pasado. Lelle no sabía cómo había acabado la cosa, si los servicios sociales al final habían accedido; en cualquier caso, nunca los había visto en Tallbacka.

—¿Fuma usted? —preguntó Meja de repente.

—Solo en verano.

El coche olía a humo, por supuesto. El olor se había quedado impregnado en la tapicería, que no se decidía a limpiar. La ceniza misma formaba una especie de película grisácea sobre el salpicadero. De repente se avergonzó un poco.

—¿Tú fumas? —preguntó él.

—No, lo he dejado.

—Eso está bien. El tabaco es una mierda.

—Carl-Johan dice que el tabaco es una conspiración del Estado para eliminar a los débiles.

Lelle la miró.

—Nunca había oído una cosa así. Pero el cáncer no favorece precisamente al Estado, ¿no?

Meja suspiró en la oscuridad.

—Una población debilitada le da más margen de maniobra al aparato gubernamental. Eso es lo que dice Birger.

—Oh, vaya.

Como no quería reírse de la muchacha, se aclaró la garganta para desterrar la perplejidad. Cuando ese primer verano hacía tres años buscó a Lina por la propiedad de Birger, la familia entera se mostró muy colaboradora, tanto el padre como su esposa y los chavales. Le dieron las llaves de los distintos cobertizos y casetas, y lo guiaron a través de los caminos que atravesaban sus tierras.

Observó a la chica con el rabillo del ojo, reparando en sus trigueñas pestañas y en las pecas que seguía luciendo su rostro como recuerdo del verano. Los hombros se le encogían hacia las orejas. Tenía un aspecto frágil, como la capa que se forma durante las primeras heladas antes de que llegue el pleno y crudo invierno.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Svartsjö?

—Desde el verano pasado.

—¿Y dónde vivías antes?

—Aquí y allá.

—Por tu acento pareces del sur.

—Nací en Estocolmo, pero he vivido un poco en todas partes.

—¿Y qué dicen tus padres de que te hayas ido de casa tan pronto?

—Solo tengo a Silje, y a ella le da igual.

Se notaba que no le gustaban las preguntas. Sus dedos tamborileaban y pellizcaban inquietos los vaqueros. Lelle pensó en Lina, en lo difícil que habría sido mantener una conversación con ella. Costaba más cuanto mayor se hacía, como si los años se hubieran ido interponiendo entre ellos, convirtiéndolos en desconocidos. Todo lo que él le decía daba lugar a muecas y ojos en blanco. En su momento, aquello fue algo que le provocó gran frustración; sin embargo, ahora lo echaba de menos.

Meja levantó una mano para señalarle el camino a medida que se acercaban; a través de la oscuridad divisaron el letrero de madera entre los abetos.

—Basta con que me deje ahí, donde empieza el sendero.

—No, te llevó hasta la puerta.

Aunque ella se retorció otro poco en su asiento, un tanto incómoda, Lelle no se dejó disuadir. Para sus adentros, se preguntó cómo era posible que una jovencita se fuera a vivir por propia voluntad a un lugar tan solitario; qué más, aparte de un amor adolescente, habría detrás para empujarla a ello. Svartsjö no ofrecía más que densos bosques antediluvianos y un pequeño y desolado pantano.

Al llegar a la verja permaneció sentado al volante mientras Meja salía corriendo para teclear la clave.

—El chico de Birger Brandt debe de ser un galán de mucho cuidado —se dijo en voz alta antes de que ella regresara al automóvil.

Detrás de la entrada se extendía la vasta finca, flanqueada por la negra espesura; las ventanas iluminadas parecían arder en la oscuridad. La muchacha se sentó al borde del asiento mientras jugueteaba con el pelo y se lo recogía en una coleta solo para dejarlo caer de inmediato y reiniciar el proceso. Aquello le ponía nervioso.

Birger aguardaba en el escalón más alto cuando enfilaron el camino de acceso a la casa principal. Daba la sensación de que la vejez lo hubiera sorprendido prematuramente, puesto que tenía un aspecto más decrépito y cansado de lo que Lelle recordaba. Cuando Meja salió del coche, el padre de familia le dio una palmadita brusca pero cariñosa en la espalda, como si fuera una perra en celo.

—Lennart Gustafsson, ¡cuánto tiempo! —Señaló hacia dentro de la casa—. Te quedas a tomar un café, ¿no?

La sombra de la pared bailaba, se balanceaba de un lado a otro con sus trémulas piernas y sus flacos brazos. Sacudía la cabeza salpicando con el cabello mojado. El olor a jabón le causaba una sensación extraña en aquella nariz tan desacostumbrada a él, le irritaba las fosas nasales. Sin embargo, tanto el lavado como el chocolate le habían dado energía. Energía suficiente para levantar la mesilla de noche ocho veces consecutivas y blandirla ante sí. Después de eso, había apoyado la palma de la mano en la pared, chocando los cinco con la sombra. Por primera vez en mucho tiempo se sentía relativamente fuerte.

Cuando llegó él, la comida había desaparecido. Aunque, en realidad, la mayor parte había ido a parar al cubo de los excrementos, no pareció darse cuenta, o al menos se abstuvo de hacer ningún comentario al respecto. Él salió a vaciar el cubo y regresó enseguida, llenando el cuchitril con su acre olor corporal y sus aromas otoñales. Los ojos le centelleaban a través de los agujeros de la máscara.

—¡Te has lavado!

Ella se hallaba sentada de espaldas a la sombra, con el áspero muro raspándole los hombros. De pronto, se asustó de lo que él sería capaz de hacer ahora que estaba limpia. Lo miró fijamente mientras se movía por la estancia, siguió sus manos mientras sacaban la comida del día de su mochila: unas oscuras albóndigas de sangre acompañadas de mantequilla y compota de arándanos rojos. La mesilla de noche se tambaleó un poco con el movimiento, como si también se sintiera inquieta por su presencia.

—Lástima que no haya traído la cámara —exclamó—. Por una vez que te aseas...

El camastro protestó cuando él se sentó a su lado. Ella, en cambio, se había quedado del todo muda, solo oía su propia respiración rasgando el aire mientras él la tocaba, le acariciaba el cabello con los dedos y los deslizaba hacia el cuello.

—¿Cómo es que hoy te ha dado por ponerte guapa?

El pecho se le contrajo en espasmos, lo que le dificultaba el habla.

—He pensado que, a lo mejor, si comía y me lavaba, tal vez me dejarías salir un rato a tomar un poco de aire fresco.

La mano alrededor del cuello se impacientó. Él le levantó el rostro hacia el suyo.

—Dame un beso, y ya veremos.

Ella sintió la negra máscara húmeda en su cara al pegar la boca al orificio. Inmediatamente, reaccionó encogiéndose y retorciéndose para liberarse. Vio cómo la sombra se defendía con uñas y dientes en el momento en que él se abalanzó sobre ella para rasgarle la ropa; sus brazos, semejantes a las patas de una araña, lo llenaron de rasguños y lo aporrearon hasta que él comenzó a devolverle los golpes. Un chorro de sangre caliente le cayó hacia la boca cuando la apretó contra el catre.

Ella se quedó como flotando en la pared todo el tiempo que él estuvo encima. Se colocó junto a la sombra, tensando las mandíbulas hasta hacer rechinar los dientes. Tras terminar, él se subió los pantalones y usó su propia camiseta para restañar la sangre que brotaba de la ceja de ella, apretándole fuerte con la mano. Ella respiró por la boca para evitar su olor. La máscara se le había curvado un poco sobre la cabeza, se le había aflojado. Ella se resistió al impulso de quitársela; sin embargo, tras notar por la forma en que la tocaba que la ira se había trocado en arrepentimiento, aprovechó la oportunidad.

—¿Por qué no te quitas la máscara?

—Ya sabes lo que te he dicho al respecto.

—Pero es que quiero verte.

Él la soltó, arrugando su camiseta ensangrentada en la mano.

—Un buen día me quitaré la máscara y saldremos juntos de la mano. Cuando estés lista para ello. Aún no lo estás.

Ella percibió las palpitaciones aceleradas en sus tímpanos. Miró a la puerta y luego a él.

—Claro que estoy lista.

Ignorándola, él se levantó del camastro. Como si hubiera estado planeando escaparse junto a su captor, la silueta negra de la pared se alargó hacia la puerta mientras esta se abría. No obstante, al cabo de un segundo se cerró de nuevo y las dejó a ambas, a ella y a su sombra, a solas con el polvo y el sabor a sangre en la lengua.

Se acordaban de él, por supuesto. La esposa, Anita, preparaba café mientras lo miraba con atención bajo el flequillo. Parecía alterada. Las ásperas manos encarnadas le temblaban conforme colocaba las tazas sobre la mesa. Luego, no quiso sentarse con ellos; permaneció en silencio junto a los fogones con los hombros encogidos hacia las orejas. «Eso es lo que ocurre —pensó Lelle— cuando nunca te mezclas con la gente».

Birger había cambiado desde la última vez que lo había visto: arrugas de cansancio le surcaban la frente y los ojos comenzaban a hundírsele en las cuencas. Contemplaba a su invitado con consternación.

—¿Nada nuevo sobre tu hija?

Él negó con la cabeza y miró hacia el patio iluminado por una solitaria farola. La danza de los árboles, acompasada por sus sombras, revelaba que soplaba el viento; resultaba difícil fijar la vista.

—Nada nuevo —respondió.

—Y la policía, ¿qué hace al respecto?

—No hace una mierda.

La piel de la cara de su anfitrión se descolgó flácida al asentir.

—Unos tarugos incompetentes, eso es lo que son. Si quieres algo, has de hacerlo tú mismo.

—No voy a parar hasta que no peine todo Norrland, hasta el último centímetro.

—Eso está bien —reafirmó Birger—. Así es como la acabarás encontrando.

Lelle bajó la mirada a la mesa y parpadeó hasta que consiguió volver a enfocar la vista y fue capaz de distinguir los rasguños en la madera y el azúcar glas de las galletas que Anita les había servido. Aunque las lágrimas aún acudían a sus ojos a menudo, se había vuelto un experto en dominarlas.

—Gracias por traer a Meja —dijo su anfitrión—. Estábamos preocupados.

—¿En serio? —saltó la aludida.

—Sí, por supuesto que sí.

Él levantó los ojos y osciló la mirada entre Birger y Anita.

—Me figuro que habréis oído hablar de la chica que desapareció de Arjeplog este verano, ¿no?

—Claro que hemos oído hablar de ella —replicó el primero—. ¿La han encontrado?

—No. Otra vez la misma historia. La policía no llega a ningún lado.

La esposa rompió de pronto a despotricar en voz alta mientras abría la puerta del horno, dejando salir una nube de humo. Sacó, acto seguido, la bandeja con el pan recién horneado, recubierto de una corteza carbonizada. Luego, agitó un paño de cocina para dispersar el humo. Lelle observó cómo le caían los chorros de sudor de debajo de los brazos.

—Está claro. —Birger entreabrió la ventana—. Cada uno ha de mirar por sí mismo. El cuerpo policial no es más que un atajo de chapuzas.

Él sintió que los labios se le fruncían con el fuerte regusto amargo del café.

—No sé si yo diría tanto —repuso.

Su anfitrión estaba a punto de responder cuando lo interrumpió la puerta al abrirse. Tres jóvenes entraron con el aire frío pisándoles los talones. Traían tierra húmeda en las botas. Al ver a Lelle, se detuvieron en seco.

—Aquí tenemos a mis muchachos —dijo el padre, haciéndoles un gesto con la mano—. ¡Vamos, entrad, no os quedéis ahí como tres pasmarotes!

Tenían la tez clara y los mofletes sonrosados, los cuerpos robustos y las uñas sucias. El mayor, Göran, era pelirrojo y su cara estaba surcada por marcas de acné. No parecía muy hablador. El mediano se llamaba Pär y presentaba una barba incipiente que le debía de picar, pues por debajo se le veían irritados los carrillos tras haberse rascado. Su apretón de manos fue frío y enérgico. En cuanto al más joven, Carl-Johan, se trataba de un muchacho alto y delgado, que se apresuró a tomar asiento junto a Meja. Las descolgadas mejillas del padre ardían de orgullo.

—Al menos tres cosas me han salido bien en la vida. Ahora solo me queda esperar a que lleguen los nietos.

—Vaya peste a chamusquina —exclamó Pär—. ¿Estáis incendiando la casa o qué?

—Se me ha quemado el pan —dijo Anita.

Era lo primero que le oía decir a la madre. Se la veía muy pequeña en comparación con los demás, ya que sus hijos le sacaban al menos una cabeza.

Los jóvenes parecían emanar una gran energía. La afinidad entre ellos le hizo de pronto sentirse agotado, como si un pesado yugo de fatiga le hubiera caído sobre los hombros al verlos. Lelle se levantó con tal brusquedad que el café amargo osciló en la taza.

—Gracias por la merienda —se despidió—. Pero debería ponerme en camino antes de que se me canse la vista demasiado.

Se hizo un denso silencio antes de que la anfitriona asumiera la situación.

—Claro que sí, lo entiendo. Dios mío, con lo negro que está fuera.

Meja le dio las gracias por haberla acercado. Él sintió los ojos de toda la familia clavándosele sobre el cogote al marcharse. Tras acompañarlo al coche, Birger le puso una mano en el hombro, como si fueran viejos amigos.

—Me han dicho que has dejado el equipo de caza.

—Fueron ellos quienes me echaron.

Lelle se sentó en el asiento del conductor. Una ligera llovizna acariciaba las ventanillas al tiempo que empañaba las gafas de su anfitrión, quien se había detenido junto al vehículo.

—Puedes venir a cazar conmigo y con los muchachos si te apetece.

—Gracias, pero creo que para mí la caza del alce ha terminado. Tengo presas más grandes que perseguir.

Birger sonrió con los labios cerrados.

—Lo entiendo, y quiero que sepas que estaremos encantados de ayudarte a buscar a tu hija. Danos un toque y ya está. Contamos con un buen equipo y mis muchachos son muy tenaces.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

Su anfitrión dio una palmada en el capó.

—Cuídate.

—Igualmente.

Lelle maniobró despacio para dar la vuelta en la explanada de la finca. Tras levantar una mano en señal de despedida, puso las luces largas y condujo lo más rápido que se atrevió por entre el oscuro telón formado por los pinos. El café aún le ardía en la garganta. Contuvo el aliento hasta llegar a la verja de salida, donde permaneció con el motor encendido. Luego, miró de soslayo por el retrovisor hacia la casa principal: las sombras se movían en las ventanas iluminadas. Le pareció que pasaba una eternidad hasta que la cancela acabó abriéndose con un fuerte chirrido.

—¿Por qué el profesor ese te ha traído a casa?

—Estaba esperando el autobús y se ha ofrecido a llevarme.

— ¿Y has aceptado, así sin más?

—¿Qué tenía que haber hecho, según tú?

—No me da buena espina, creo que es mejor que cojas el autobús.

—¿Es que estás celoso?

Carl-Johan se echó a reír, exhalándole una brisa cálida en el cuello.

—¡Oh, no, no de ese pobre diablo!

Quitándose de encima sus brazos y la manta, Meja salió de la cama.

Con el pringue caliente de él fluyendo entre sus piernas, echó de menos dormir sola, tener su propio lecho.

—La verdad es que me da pena. Se le ve muy solo y abandonado.

Su novio se incorporó hacia ella.

—No es el único que se siente abandonado.

Ella entró en el baño. Tras orinar, intentó limpiarse tanto los restos de pis como el semen con papel higiénico, pero enseguida desistió y se metió en la ducha. Se quitó la camiseta y se colocó debajo de los fríos chorros. No pasó mucho tiempo hasta que se vislumbró la sombra al otro lado de la cortina. Oyó cómo él levantaba la tapa del inodoro y orinaba a borbotones. Debía haber cerrado la puerta. Su chico no parecía tener la más ligera idea de que ciertas personas necesitaban su espacio. Ella permaneció allí, bajo el agua que fluía sobre su cuerpo, la cual tardó mucho en templarse. «Ojalá fuera ya por la mañana para ir al instituto», pensó. A través del borboteo le llegó el ruido de su novio lavándose los dientes. Cerró los ojos para evitar verlo. No obstante, al cabo de un segundo la cortina de la ducha se descorrió y él entró a su lado, apartándola hacia el frío. Sus ojos centelleaban a través del vapor.

—Creo que deberías alejarte de ese profesor.

—Es el tutor de mi clase.

—Sí, pero no tienes por qué subirte a su coche en tu tiempo libre.

—Solo ha querido hacerme un favor al traerme a casa. No es nada raro, teniendo en cuenta que su hija desapareció cuando esperaba el autobús.

—Creo que deberías andarte con ojo. Además, a mis padres no les gusta que traigamos gente aquí.

—La primera noticia que tengo.

Meja apartó la cortina a un lado y salió, dejándolo a él allí dentro; agarró una toalla y se envolvió con ella de cualquier manera, sin preocuparse de ir goteando agua. Carl-Johan le gritó algo, cuyo sonido fue ahogado por el murmullo de la ducha. Ella se acercó a la ventana con la barbilla levantada, la entreabrió hacia arriba, apoyó la cara mojada en la rendija y respiró hondo.

Abajo, por el recinto, caminaba Anita. Observó su cuerpo empequeñecido engastado en aquel cuello cansado. Sus piernas cortas tamborileaban con rapidez contra la grava. Portaba algo en las manos, algo que sostenía cerca del cuerpo, como si tuviera miedo de perderlo. Un gato negro la seguía como una sombra, enroscándose y frotándose contra sus piernas. La mujer le dio una patada para apartarlo, de modo que el felino salió disparado hacia los setos. Poco después, levantó la vista y reparó en la novia de su hijo. Su rostro de fofas mejillas, recortado contra el crepúsculo, se asemejaba a una masa de bollo sin cocer. Levantó una mano. Meja le devolvió el saludo, dejó los dedos apoyados en el cristal y se preguntó a qué habría venido esa patada, con quién, a la hora de la verdad, estaba rabiosa Anita.

La luz cada vez escaseaba más a medida que se iban acortando los días. Sin embargo, las solitarias jornadas se le hacían eternas. Se levantaba revuelto, de manera que no le quedaba más remedio que beberse el café a pequeños sorbos, luchando a cada momento contra las náuseas. Se obligaba a entrar en las redes sociales a pesar de que solo aumentaban su malestar. En la página de Facebook dedicada a Lina, Anette había colgado una ecografía con el siguiente pie: «Date prisa, Lina. Pronto tendrás un hermanito esperándote». La foto llevaba ya doscientos treinta y dos «Me gusta» y más de cien comentarios, acompañados de interjecciones de entusiasmo y corazones en colores pastel. Lelle tragó el líquido caliente que tenía en la boca e hizo una mueca de disgusto.

En el instituto se movía envuelto en su habitual bruma. Impartía las clases sin poder recordar después lo que había dicho ante los rostros de sus alumnos, los cuales le parecían hojas en blanco, ilegibles e insulsas. En la sala de profesores, su conversación se limitaba a lugares comunes sobre el tiempo que hacía y sobre qué ganas tenía de que llegara el viernes, mientras tomaba café, comía plátanos y caminaba al ralentí. Evitaba a Anette con su tripa creciente en la medida de lo posible. Nadie le hacía ya preguntas acerca de Lina, lo cual lo cabreaba si acaso se permitía pensar en ello. La enfermera era la única que le preguntaba cómo se encontraba «de verdad», e incluso eso le molestaba, que no expresara claramente a qué se refería. A ella le gustaba inclinar la cabeza y tocarlo con sus dedos gélidos, de modo que Lelle había tomado por costumbre girar en redondo si ya desde el guardarropa la veía sentada en la sala de profesores.

Más allá de los fluorescentes del edificio de ladrillo, el mundo permanecía en un crepúsculo constante. La oscuridad lo envolvía mañana y tarde. A veces se escabullía a la hora del almuerzo para caminar entre charcos de lluvia y de colillas, entre restos de chicle y hojas crujientes. Las nubes aparecían henchidas en el cielo, pero no hacía aún el suficiente frío, a diferencia de lo que recordaba de su infancia, cuando la nieve se extendía en un denso manto ya en octubre. Había tratado de explicárselo a Lina, que el invierno ya no era lo que había sido en sus tiempos. Ahora solo se batían récords de temperaturas durante unas cuantas semanas en las que la gente se ponía histérica. Antaño eso no había sido sino la norma y a nadie se le ocurría quejarse. A su hija le gustaba aquella época del año, sobre todo por la pesca a través de los agujeros en el hielo y las excursiones en moto. La última vez que salieron juntos a una de esas actividades invernales, los dos termos iban llenos de café, pues ella ya era demasiado mayor para tomar chocolate caliente. Le daba la sensación de que había pasado mucho tiempo de aquello.

La única a la que prestaba atención era a Meja. Se la veía muy sola allí sentada, pálida y encogida en el pupitre, siempre con la chaqueta puesta como tratando de conjurar un escalofrío constante. Parecía que le costara hacer amigos. Pensó que debería tenderle una mano, preguntarle cómo se encontraba «de verdad».

La ocasión llegó cuando se dirigía a casa. Su alumna se hallaba en uno de los bancos medio podridos del aparcamiento, con los zapatos sobre un lecho de hojas y las manos metidas en los bolsillos. De su boca salía un gélido vaho blanco y mantenía los ojos fijos en el suelo mojado. No vestía ropa adecuada para la estación en la que estaban, solo una chaqueta negra, sin gorro y sin guantes. Lelle se acercó a ella sin pensárselo dos veces, haciendo crujir la hojarasca bajo sus pies. Ella alzó la vista para mirarlo. Parecía asustada, como si la hubieran sorprendido haciendo algo malo. Él intentó sonreír.

—Vaya, estás aquí.

Sonó ridículo, tanto que casi esperó que la muchacha reaccionara poniendo los ojos en blanco. A corta distancia no se parecía en nada a Lina; aun así, el corazón se le desbocaba al verla y le costaba respirar.

—¿Te importa si me siento un rato?

Encogiéndose de hombros, Meja se hizo a un lado para dejarle sitio. La madera mustia estaba mojada; la humedad se filtró a través de los vaqueros al sentarse.

—¿Qué tal?, ¿te gusta Tallbacka?

—Está bien.

—¿Tienes amigos?

Ella hizo una mueca. Estaba claro que no le gustaban sus preguntas. Lelle buscó algo mejor que decir. La sensación de andar a tientas en la oscuridad le resultaba familiar.

—El otro día me hablaste de tu madre. ¿Dónde vive?

—Aquí, en Glimmersträsk. Con Torbjörn.

—¿Torbjörn Fors?

Meja asintió.

—Caray.

Él llenó el aire entre ellos con un vaho blanco, tratando de contenerse. Así que Hassan tenía razón. Torbjörn Fors se había echado novia después de toda una vida de soledad. Como mínimo, era un milagro.

—¿Cómo es que vives en Svartsjö? ¿No deberías estar con tu madre y su pareja?

—Silje y yo no nos llevamos bien. Prefiero vivir con CarlJohan.

—¿Y con Torbjörn sí te llevas bien?

Ella se encogió de hombros.

—Es un poco raro, pero siempre se ha portado bien conmigo. No fue por él por quien me marché. Ya me tocaba, eso es todo.

Lelle asintió comprensivo, esperando que se explayara algo más. Meja giró la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos, como si su profesor la asustara.

—¿Es verdad que su hija ha desaparecido?

Ahora le tocaba a él defenderse.

—Así es.

—Pero ¿la sigue buscando?

—Nunca dejaré de buscarla.

Lelle se hurgó en el bolsillo para sacar la cartera y le entregó la manoseada foto de su hija, advirtiendo, al hacerlo, que ella tenía escamas rosadas en las uñas, restos de esmalte. La muchacha miró con detenimiento la foto de Lina.

—Se parece a la otra chica que desapareció —dijo después de un rato—, la que sale en los carteles.

Él asintió despacio. Cuando su alumna le devolvió la foto, notó su mano fría y se vio obligado a resistirse al impulso de tomarla entre las suyas para calentársela, como solía hacer con Lina cuando era pequeña. Dejó la billetera en su regazo.

—Te costará hacer amigos al haberte instalado en Svartsjö. Está muy aislado.

Ella giró la cabeza y pateó con la punta del pie el montón de hojas, haciendo que crepitara.

—Siempre me ha costado hacer amigos, no es nada nuevo. Pero ahora tengo a Carl-Johan y a su familia. Birger y Anita me han recibido con los brazos abiertos.

—Suena bien. Pero quiero que sepas que también me tienes a mí aquí si me necesitas. Sé que no es fácil comenzar en una nueva escuela, sobre todo en una comunidad tan pequeña donde todos se conocen ya.

Meja lo miró de soslayo, con los labios, resecos por el invierno, entreabiertos.

—Gracias. Pero estoy acostumbrada.

Lelle percibió el escalofrío que recorría el delgado cuerpo de la chica a medida que esta se levantaba y colocaba las manos sobre los pantalones mojados.

—Tengo que coger el autobús.

Las rodillas chocaban al caminar, como si buscaran apoyo entre paso y paso. Estaba tan delgada que se le encogía el corazón al verla. Por un momento esperó que, al menos, la cebaran bien allí en Svartsjö. Ella se detuvo en la marquesina, abrazándose, frotándose las manos para entrar en calor. También a su profesor le entró frío, sentado, como se hallaba, en el banco húmedo; no obstante, permaneció allí sin moverse hasta que llegó el autobús y se cercioró de que la muchacha subía a bordo.

Se despertó al sentir su presencia. Él estaba de pie frente a ella. La bombilla incandescente pendía del cable a sus espaldas, lo que producía la impresión de que todo el habitáculo se tambaleaba. Su aliento como papel de lija sobre la piel de ella. Al incorporarse sobre un costado, vio que él sostenía algo brillante. Despacio, muy despacio, ante sus ojos cobraron forma un par de esposas que colgaban de su mano. En la otra mano tenía un pañuelo oscuro.

—¿Qué es esto?

—Ven.

Él le entrelazó los brazos detrás de la espalda y le colocó las esposas bien apretadas en las muñecas. Luego, le vendó los ojos con el pañuelo. Ella sintió la leve corriente de aire cuando él agitó la mano ante su cara para asegurarse de que no veía nada. El pánico se apoderó de ella de inmediato, llenándole la boca de un sabor a metal y desatándole estremecimientos a lo largo de la espina dorsal, que no fue capaz de disimular ante el terror de que se tratara de un nuevo juego depravado. Él, entonces, se enfadó al percibirlo.

—¿Por qué tiemblas?

—No lo sé.

—¿Cuántas veces tengo que repetirte que no debes tenerme miedo?

Su cara estaba tan cerca que notaba el aliento en la mejilla. Ella apretó los labios y trató de dominarse. Él se acercó el cuerpo tembloroso al suyo, acariciándole los brazos como para calentarlos. Mientras la muchacha seguía temblando, él la agarró con fuerza de la cintura y tiró de ella.

—¿Adónde vamos?

Para su sorpresa, oyó cómo se abría la puerta. Sintió el aire frío procedente de algún lugar arriba; luego, las manos de él la empujaron. Le costó subir las escaleras después de haber estado tanto tiempo sin apenas moverse, y el hecho de llevar las manos atadas a la espalda hacía que le resultara aún más difícil. Cuando llegaron a lo alto, jadeaba como si hubiera escalado una montaña entera. Otra puerta se abrió, tras lo cual una ráfaga fría la golpeó como una ola. Los dedos de él se aferraron a su brazo cuando cruzaron el umbral. De pronto, todo cobró una vida inusitada: hojas muertas que crujían bajo sus pies, el viento que rasgaba los árboles, así como un intenso olor a bosque, a mantillo, a invierno en ciernes.

Caminaron un trecho mientras ella aspiraba hondo el aire fresco, sintiendo cómo la fortalecía. A través de una rendija en la venda que le cubría los ojos divisó el suelo pedregoso bajo sus pies, vio que el mundo estaba envuelto en la oscuridad y comprendió que era de noche. Los pensamientos comenzaron a agolpársele en su cabeza. Esa era su oportunidad, la oportunidad de desprenderse de su captor y escapar, de liarse a golpes y romper a gritar en aras de su libertad. Sin embargo, él la agarraba con una fuerza tan intensa como la de las esposas que le aprisionaban las muñecas. No tenía ninguna posibilidad. De momento, no.

A continuación, la sobresaltó un nuevo miedo. Puede que fuera a matarla, puede que todo estuviera a punto de terminar. Tal vez se había cansado, quizá ya no tenía ganas de mantenerla con vida. Acaso todo había sido un error y ahora no veía otra salida que deshacerse de ella de una vez por todas.

Ella se detuvo en seco. A pesar de que el frío le mordía la piel, él irradiaba calor, como si el clima no lo afectara.

—¿Adónde vamos? —preguntó de nuevo.

—No has parado de darme la vara con que querías aire fresco. Aquí lo tienes. Aprovecha y disfruta mientras dure.

La muchacha respiró hondo una vez más, tratando de disimular sus escalofríos. Se quedó completamente quieta y aguzó el oído, aunque solo alcanzó a escuchar el susurro del viento entre los pinos. Se preguntó si alguien la oiría en caso de que se pusiera a chillar. Notó entonces cómo un grito comenzaba a formarse en su interior; sin embargo, no se atrevió a dejar que escapara. No mientras él estuviera tan cerca. Es posible que él percibiera cómo se tensaba, porque comenzó a tirar de ella de nuevo.

—Venga, ya basta. Te estás pelando de frío.

—Solo un ratito más.

—No quiero que te pongas mala.

La decepción brotó de su pecho cual flor negra al ser conducida otra vez al zulo cuadrado. Él le quitó las esposas, que le dejaron como recuerdo unas rabiosas marcas en las muñecas. Ella se derrumbó en el camastro, dejando que él la cubriera con la manta. El arrepentimiento le martilleaba la mente. Tenía que haber echado a correr, tenía que haber gritado. Pero no lo había hecho, y ahí estaba de vuelta en el apestoso agujero. Su hedor se le hizo más patente en ese momento, al regresar de la libertad. Un olor a putrefacción. A tumba.

—Ahora no digas que no hago nada por ti —afirmó él—. Para que lo sepas, yo hago cualquier cosa por ti.

Impulsos. Desde que Lina desapareció, eran los impulsos los que lo gobernaban. Su cuerpo lo llevaba a nuevos lugares, a hacer cosas nuevas, sin que el cerebro, rezagado, lo acompañara. Sin previo aviso.

Después de la conversación con Meja en el banco mojado, se encontró a sí mismo cruzando el pueblo por Gammelvägen, la carretera que desembocaba en la parte sur del pantano y que conducía a una rotonda ubicada justo al lado de la propiedad de Torbjörn Fors. Se dio cuenta de que era allí adonde se dirigía en el momento en que la desvencijada choza asomó entre los pinos. Al cabo de unos segundos detuvo el coche al lado de una zanja cubierta de vegetación y permaneció unos instantes sentado sin salir. Torbjörn y él se conocían, pero ahí acababa la cosa. Su afinidad se limitaba a que ambos eran dos lobos solitarios afincados cada uno en un extremo del bosque.

Que aquel hombre hubiera encontrado a una mujer le resultaba difícil de digerir. Un hombre que vivía solo desde que sus padres murieron, que se dedicaba a coleccionar pornografía, sin entablar relaciones con personas de carne y hueso. A lo largo de los años se había hablado mucho acerca de sus hábitos, se decía que enviaba dinero a desconocidas por Internet, descuidando su ruinosa heredad, y que le gustaba espiar a las bañistas del pantano. Lelle sabía que trabajaba en el bosque y que de joven había empinado bastante el codo. Pero nunca se le había conocido pareja alguna.

Torbjörn subió al mismo autobús que Lina esperaba aquella mañana de hacía tres años. Aún lo veía ante él, tirándose del bigote mientras hablaba: «Tu hija no estaba en la parada cuando yo llegué. Yo estaba solo en la marquesina. Pregúntale al conductor. Ninguno de los dos la vimos».

La policía consideró su testimonio digno de crédito. A él, en cambio, nadie le merecía la más mínima confianza.

La casa se hallaba en un estado verdaderamente lamentable, medio hundida en la tierra, con la fachada derecha inclinada e invadida por la maleza hasta los marcos de las ventanas. La puerta principal estaba entreabierta, y en el porche estaba tumbado un perro demacrado, que agitó un poco la cola al verlo, sin, no obstante, hacer amago alguno de moverse.

Lelle dio un par de golpes rápidos en la madera.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?

Pasó un buen rato antes de que apareciera una figura en la penumbra.

Se trataba de una mujer envuelta en un descolorido albornoz, con unas zapatillas a juego. Una melena leonina le enmarcaba el rostro, surcado de churretes de rímel. Lo miró bajo unos párpados pesados.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Lennart Gustafsson.

En el momento en que fue a tenderle la mano cayó en la cuenta de que iba provista de paleta y pincel. La pintura goteaba al suelo.

—¿Nos conocemos?

Un acre olor a basura y a humo de tabaco llegaba desde el vestíbulo.

—No lo creo. Usted debe de ser Silje, ¿no? Soy el tutor de su hija en el instituto de Tallbacka.

Ella abrió los ojos.

—¿Ha pasado algo?

—No, no; no ha pasado nada, tranquila.

—Meja ya no vive aquí. Se ha mudado a otro sitio.

—Ya lo sé. Eso es, en parte, por lo que estoy aquí.

Silje hizo un gesto con los pinceles goteantes.

—Adelante. No hace falta que se quite los zapatos.

Salvando de una zancada al perro dormido, Lelle entró. Se vio obligado a esquivar un cúmulo de zapatos, ropa y otros cachivaches esparcidos por el suelo. Respirando por la boca, la siguió mientras ella lo conducía a una sala de estar en la que un caballete de pintor se alzaba junto a la ventana. Al lado había un sofá de tela rugosa con manchas de vino y una mesita atestada de botellas vacías, ceniceros y vajilla cubierta de restos. Una ventana se hallaba abierta a pesar de la lluvia y el frío, pero ni siquiera el olor a coníferas bastaba para eliminar aquel hedor. Reparó entonces en que su anfitriona no llevaba bien anudado el albornoz: una apertura revelaba sus pechos desnudos y sus bragas de encaje. Avergonzado, mantuvo la mirada fija en el pavimento mugriento.

—¿Le apetece una copa de vino? —preguntó ella, mostrando la botella.

—No, gracias. Tengo que conducir.

La oyó cómo bebía un par de buenos tragos de su copa y, luego, cómo hacía clic con un encendedor. El olor a tabaco resultaba casi refrescante en el aire viciado de la estancia. No se veía a Torbjörn por ningún lado.

—Meja se ha ido a vivir con su novio.

—Eso me han dicho.

—Hemos intentado hacerla volver, pero está como abducida; es imposible contactar con ella.

Con el cigarrillo colgando en la comisura de los labios, dio unas pinceladas en el lienzo con mano lenta. Lelle se aclaró la garganta.

—¿Y Torbjörn?

—En el bosque, trabajando.

—¿Trabajando en qué?

—No lo sé, pero seguramente estará al caer.

Él levantó la cabeza, intentando echar un vistazo al cuadro.

—¿Así que se mudaron aquí este verano, me ha dicho Meja?

—Eso es.

—¿Y le gusta esto?

Silje dejó de pintar. El maquillaje negro hacía que sus ojos parecieran enormes.

—No sé si tanto como gustar, pero no me queda otra.

—¿Y Torbjörn? Se ha portado bien con ustedes, espero...

—Torbjörn es el hombre más majo que he conocido en mi vida.

—Entonces, ¿no fue él quien «ahuyentó» a Meja, por así decirlo?

Dando una última calada al cigarro, arrojó la colilla encendida a una lata de cerveza vacía que reposaba en el alfeizar de la ventana. Aunque se veía que no era mayor, unos profundos surcos alrededor de los ojos y la boca daban fe de la dura vida que había llevado. El labio inferior le temblaba al mirarlo.

—Nadie ha ahuyentado a Meja. Es el tal Carl-Johan quien le ha comido el cerebro. Los dos hemos intentado que volviera. Hemos ido a ese agujero dejado de la mano de Dios y le hemos implorado y suplicado que viniera con nosotros, pero no ha querido escucharnos. Ninguno de nosotros hemos logrado que nos hiciera caso.

—Pero es demasiado joven para irse de casa sin su consentimiento. ¿Ha hablado con los servicios sociales?

—Paso de los servicios sociales —resopló ella—. Nunca han hecho nada bueno por nosotras.

—Conozco a una persona en la policía a quien se le da bien hablar con los jóvenes.

—No quiero mezclar a ninguna autoridad en esto. Si lo hago, tratarán de quitarme a mi hija. Y eso no podría soportarlo.

Mientras unas lágrimas ennegrecidas le resbalaban por las mejillas, el pincel cobró vida propia en su mano. Alcanzó el vino y, de un trago, apuró la copa medio llena.

—Meja sabe que la necesito. Que no me las arreglo sin ella. Acabará volviendo más tarde o más temprano.

Lelle miró la suciedad y el desorden que se acumulaban a su alrededor; luego, contempló a la mujer, casi desnuda ante él.

—¿No es más bien Meja la que la necesita a usted?

Silje arrugó la cara detrás de su mano.

—Yo estoy enferma. Por eso nos necesitamos la una a la otra. Yo tenía la misma edad que ella tiene ahora cuando nació. Desde entonces hemos estado siempre solas frente al mundo.

La voz se le quebró y comenzó a sacudirse en espasmos de llanto. Turbado, Lelle recordó a su alumna, sentada sola en el banco, aterida de frío, sin la ropa adecuada para el invierno. El pecho comenzó a arderle por dentro. Se aclaró la garganta.

—Por lo que tengo entendido han ido de un sitio a otro a lo largo de los años. Creo que para su hija es esencial cierta estabilidad, que sienta que tiene un hogar. Un hogar de verdad.

—¡Ya le he dicho que lo he intentado!

—Mi amigo el de la policía puede ir a hablar con ella. De forma extraoficial, sin redactar ningún informe...

—No, ya me ha oído. ¡No quiero mezclar en esto a ningún puto policía!

Silje se tambaleó un poco en el sitio, con el pincel levantado entre ambos como si fuera un arma.

—Sería mejor que se marchase, por favor. No me puedo permitir alterarme.

Lelle levantó las manos y se retiró. Recorrió el desordenado pasillo hasta salir de nuevo al porche, y caminó con pasos pesados sobre la hierba que crecía descontrolada mientras la ira le palpitaba en la cabeza. Quería matarlos a todos, cargarse a todos los padres incapaces de luchar por sus hijos, demasiado ocupados con su propio sufrimiento como para cuidar de ellos.

Estaba a punto de abrir la puerta del vehículo cuando ella asomó la cabeza:

—¡Dígale a Meja que la echo de menos! —gritó.

—El truco está en la respiración. Para volverte una con el arma debéis respirar juntas.

A espaldas de Meja, las botas de Birger hacían crujir con paciencia el suelo, la alfombra dorada de hojas procedentes de los abedules que acababan de quedarse desnudos. Ella estaba de rodillas, notando cómo la humedad penetraba en sus vaqueros. El rifle no quería quedarse quieto en sus manos, le vibraba bajo los dedos. Sentía en el cogote los ojos de ellos, del padre y de los hermanos. Uno por uno, le habían mostrado cómo se disparaba, acribillando la diana a negros y mortales balazos en el corazón y la cabeza. Le habían enseñado cómo tenía que espirar despacio mientras el dedo apretaba el gatillo, como si el propio disparo emanara de su interior. Sin embargo, ella no paraba de tensarse antes del retroceso, ni sus músculos ni sus pulmones querían obedecer. Erraba una y otra vez el tiro, apuntaba demasiado alto, los proyectiles desaparecían entre los árboles. Y la cosa iba a peor cuanto más lo intentaba. El arma seguía siendo algo frío y ajeno, algo que la asustaba.

—Nosotros aprendimos a disparar de pequeños —dijo Göran—. Paciencia y todo se andará.

Pär resultó ser el que mejor tiraba. Le lanzaban discos de arcilla bien altos, que él siempre lograba atravesar con las balas. Era capaz de correr entre la espesura y adoptar una posición de tiro en cuestión de segundos. A Meja le parecía que adquiría un aspecto feroz, depredador, en cuanto se colgaba el rifle al hombro. Tapándose los oídos con las manos, ella contemplaba sus ejercicios de práctica, aliviada por el hecho de que los suyos hubieran terminado.

Birger le dio unas palmaditas; el aire frío, cargado de olor a pólvora, se había asentado en sus mejillas. Se veía que disfrutaba mucho con todo aquello.

—Este año no creo que estés preparada para la caza del alce, querida mía. Pero el otoño que viene no habrá toro que se te resista.

Portaban las armas sujetas al hombro por sus respectivas correas. Carl-Johan parecía otro con el traje de camuflaje verde; tenía un aspecto más serio, más adulto.

—Es una pena que oscurezca tan temprano —dijo—. Si no, podríamos practicar todos los días. Solo tú y yo.

Se movía con tanta agilidad por ese terreno cubierto de matas y mantillo que no era consciente de que ella se rezagaba. En el último trecho, Meja se quedó a solas con su padre. El sol brillaba débil y bajo entre los árboles, arrojando largas sombras tras ellos. Él se detenía cada dos por tres para inclinarse hacia delante y toquetear las setas y las bayas caídas que iban hallando a su paso. Luego, giraba la cabeza y olfateaba el aire, como si oliera el rastro de algo. Cada vez que sus ojos se encontraban con los de ella, sonreía.

—Me alegra que hayas venido con nosotros hoy, Meja. Todo el mundo debería saber manejar un arma de fuego.

—¿No sería mejor que nadie tuviera armas?

—Pareces un titular de los tabloides. No deberías ser tan ingenua. Ya sabes que el Estado ha desarmado a la defensa civil a pesar de que el mundo entero se encuentra en un estado caótico. La capacidad de autodefensa nunca ha sido más importante que ahora.

Hizo una mueca mientras contemplaba un enjambre de moscas.

—En este país no les gusta nada que nos armemos. Porque, ¿sabes?, una población armada es una amenaza para la dictadura. Y esa es precisamente la razón por la que almacenamos más armas de las que ellos jamás se imaginarían. Porque nos negamos a cavar nuestra propia tumba.

—¿Es legal tener tantas armas?

Él la miró con sorna.

—Nosotros anteponemos nuestra propia supervivencia y nuestra libertad a las leyes arbitrarias de Suecia. Al final, es lo único que importa.

Más allá del boscaje se vislumbraba la finca. El humo blanco se elevaba hacia el cielo crepuscular, dándoles la bienvenida. Meja notó cómo el hambre le roía una vez más, como de costumbre, las entrañas; anhelaba el calor y el olor a comida de la cocina de Anita. Sin embargo, Birger le puso un pesado brazo sobre los hombros y apoyó la barbilla en su cabeza.

—El conocimiento más importante que he transmitido a mis hijos es el arte de sobrevivir. Sigue nuestro ejemplo, Meja, para que nadie pueda volver a aplastarte.

Estaba de vuelta en el maletero. El automóvil daba bandazos por el maltrecho camino. Ruido de voces cantando en la radio. Masticaba la mordaza que le quemaba las comisuras de los labios. Una mano se le había dormido detrás de la espalda y aún le dolía el cuello que los dedos del hombre había apretado. Tras haberse cerrado la puerta, estaba segura de que él había cometido un error, que no se había dado cuenta de que ella aún respiraba.

Los pulmones le silbaban al despertar, como si hubiera corrido en sueños. Despacio, pero sin pausa, el cubículo cobró forma a su alrededor: los muros corroídos por la humedad, la luz blanca de la bombilla. Se llevó los dedos al cuello para buscarse el latido. Se volvió hacia la sombra y puso otros dos dedos contra la pared, como tomándole también el pulso a ella.

—De momento, estamos vivas —susurró.

Se forzó a darle unos cuantos mordiscos a una de las albóndigas. Regó los trozos resecos en la boca con un poco de leche tibia del termo y se estiró: las articulaciones le crujieron penosamente. Luego, se tumbó en el suelo. Con mucho esfuerzo, completó un par de flexiones breves antes de quedarse tendida con la mejilla contra el frío cemento. Adquirir fuerza era una tarea más difícil de lo que pensaba: si ya el cuerpo no le respondía, la cabeza, además, le iba poniendo trabas constantes. Su determinación se veía frustrada siempre por el miedo, el miedo a lo que él haría con ella si fracasaba.

Sus ojos se posaron en una de las patas de la cama. Había algo enroscado al sucio metal, una especie de cordel delgado. Al alargar la mano para agarrarlo vio que era una goma de pelo, un coletero lila que alguien había ensartado en la pata del descuajeringado camastro. La respiración se le aceleró de nuevo. Se incorporó con la ayuda de sus brazos agotados y colocó el hombro derecho bajo el somier, empujando a continuación para levantar el catre y poder así sacar el objeto. Al sostener la goma morada a la luz de la bombilla, advirtió un par de pelos finos y rubios, varios tonos más claros que su cabello, casi blancos.

Entonces, el horror se le extendió por todo el cuerpo, amenazando con robarle el aliento. Se llevó un puño a los labios y contuvo todo aquello que pugnaba por salir de ellos.

Cuando fue a verla, ella se había puesto la goma alrededor de la muñeca, a modo de brazalete.

Parecía alterado y dejaba rastros pegajosos tras de sí al desplazarse por el habitáculo. Tras vaciar los cubos, le sirvió el nuevo refrigerio: patatas asadas con piel y morcillas. Daba la impresión de que todo lo que le llevaba estaba elaborado con sangre. Evitó posar los ojos en él, intentando, en su lugar, atraer su mirada.

Puede que él percibiera su tácita exhortación, pues no tardó en ponerse en pie. El chaquetón de invierno hacía que pareciera aún más corpulento. Tenía el cuello enrojecido, como si hirviera por dentro.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

Ella trató de tragarse el miedo, dominarlo con la respiración.

—¿Ha habido alguien más aquí antes de que yo llegara?

Se llevó una mano a la máscara, como un tanto desconcertado, y se bajó un poco la cremallera.

—¿A qué te refieres?

—¿Alguien más ha vivido en esta habitación?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque da la sensación de que otra persona hubiera estado aquí antes que yo.

Él se metió una mano por debajo de la chaqueta para rascarse el pecho. Sus ojos revoloteaban por las paredes y esquinas, como buscando algo.

—¿Qué has encontrado?

—Nada —respondió ella, cubriendo el coletero con la manga del jersey—. Es una sensación, nada más.

—No tengo tiempo para tonterías. Cómete la cena y trata de dormir un poco, en lugar de fantasear con cosas de las que no tienes ni idea.

Le pareció advertir que la mano de él temblaba un poco al posarse en el picaporte de la puerta. Eso le infundió valor.

—¿Dónde está esa chica ahora? ¿Qué le has hecho?

Él se detuvo, giró la cabeza despacio hacia ella y la abrasó con la mirada.

—Como no te dejes de preguntitas, no volveré más. Y te pudrirás aquí abajo.

Las mañanas eran la peor parte del día, cuando soplaba un implacable viento frío que se colaba por las rendijas y la ropa, ateriéndolo constantemente. Cuando llegaba a la escuela, reinaba una oscuridad absoluta en el exterior y la barba le goteaba escarcha derretida. El aula olía a plumíferos mojados, a piel fría, y los rostros de los alumnos tenían un aspecto enfermizo bajo los fluorescentes, con las narices moqueantes, los labios cortados y las rayas de ojos corridas a causa del vendaval.

Meja estaba sentada en su sitio junto a la ventana, con una bufanda hasta la boca y la capucha alrededor de la cara. Su corazón dio un salto al verla, como de alivio, o tal vez incluso de alegría.

El rotulador se movía ligero en su mano a medida que iba anotando los números en la pizarra. Ahora entendía por qué su alumna había ido a parar a Svartsjö. Todavía podía oír la voz de Silje retumbándole en la cabeza: «¡Ella sabe que la necesito!».

A la hora del almuerzo la encontró en el banco desvencijado. Le alargó un vaso de papel con café, que ella aceptó sin protestar.

—No sabía si lo querías con leche.

—No pasa nada, puedo tomarlo solo.

Ella se echó hacia un lado para dejarle sitio. El sol se había elevado por encima de la franja barbuda de las coníferas, si bien emitía una luz escasa que no calentaba.

—Tengo entendido que ha ido a ver a Silje.

—Así es.

—¿Por qué?

—Porque me preocupo por ti.

Meja exhaló mientras miraba hacia el campo de fútbol, donde la hierba marchita y aplastada esperaba la llegada de la nieve.

—¿Porque le recuerdo a su hija desaparecida?

—No —respondió con demasiada rapidez antes de añadir al cabo de unos instantes—: Tal vez.

Ella le sonrió, sin mirarlo, sobre el vapor del café y él le devolvió la sonrisa. El silencio entre ambos no era del todo cómodo, pero tampoco embarazoso. Lelle intentó no preocuparse por lo que los transeúntes pudieran pensar al verlos allí sentados a los dos: un hombre de mediana edad y una joven de diecisiete años. Un profesor y una alumna fuera de las aulas. El tipo de situación que arrancaba rumores entre la gente.

—¿Estaba borracha cuando fue a verla? —preguntó la muchacha.

—Un poco.

Meja lo miró de reojo por debajo de la capucha.

—¿Usted toma alcohol?

—A veces. Pero he notado que solo empeora las cosas.

—El alcohol está prohibido en Svartsjö. Birger y Anita odian el alcohol y las drogas.

—¿Tú odias el alcohol?

Ella se encogió de hombros.

—Está bien eso de volver a casa sabiendo que te vas a encontrar a la gente sobria. Con Silje nunca se sabe.

—Lo entiendo.

Aunque el café ya se había enfriado, Lelle seguía soplándolo, sobre todo por disimular, mientras intentaba ordenar en su mente las palabras antes de pronunciarlas.

—¿Qué tal con Carl-Johan?

—Bien, supongo.

—¿Qué pasa si acabáis rompiendo? ¿Adónde irás?

Meja hizo una mueca sin apartar la vista del vaso.

—No vamos a romper.

—Es complicado vivir con alguien, especialmente cuando eres joven y necesitas encontrarte a ti mismo. Resulta fácil agobiarse.

Una única y rápida mirada le bastó para percibir que ella entendía lo que quería decirle. Lelle estrujó el vaso vacío en la mano y señaló hacia la Carretera de Plata, que brillaba bajo la luz tenue del día.

—Vivo a solo un par de kilómetros al norte, en Glimmersträsk 23, en una casa roja. Si alguna vez necesitas algo o quieres evadirte un rato, mi puerta siempre estará abierta. Quiero que sepas que Svartsjö no es tu única opción.

Ella abrió un poco los ojos, aunque no dijo nada.

—Piénsalo.

Cuando él se levantó para marcharse, el sudor le corría por debajo de la chaqueta, a pesar de la inclemencia del tiempo.

Mientras observaba cómo se marchaba, Meja permaneció sentada en el banco, a salvo de los pasillos iluminados y las risas que los inundaban. La lluvia estaba empezando a ser reemplazada por un verdadero frío, que flagelaba las mejillas y dejaba una fina capa de hielo sobre los charcos. Ella la quebraba en pedazos con los pies, si bien se resistía al impulso de saltar sobre ellos como un niño por si la veía alguien.

La voz de la Cuervo sonó de pronto.

—¿De qué iba eso?

—¿El qué?

—Tú y Lelle Gustafsson.

—De nada. Solo quería hablar.

—¿Os acostáis?

Meja no pudo evitar echarse a reír.

—Estás mal de la cabeza.

La chica esbozó un sonrisita socarrona.

—¿Quieres acompañarme un momento?

Vestía un abrigo oscuro y un gorro de punto rojo que brillaba como una grosella. Su rostro maquillado destilaba glamur bajo la lluvia, como inmune a las condiciones climatológicas. Comenzaron a alejarse del instituto, hacia una arboleda donde los abedules se hallaban envueltos en escarcha y la hojarasca se amontonaba bajo el pálido destello de la escasa luz.

La Cuervo fumaba un cigarrillo mientras tecleaba un número en el móvil con los dedos congelados. Pequeñas calaveras sonreían desde sus uñas pintadas de negro.

—¿De qué nos estamos escondiendo? —preguntó Meja.

—No nos estamos escondiendo de nada. Estamos esperando a alguien.

La chica oteó entre los árboles. Un sendero serpenteaba ante ellas y desaparecía entre los pinos. Poco después se oyó el ruido de una moto.

—¿A quién esperamos?

—Nada, a un tío al que le suelo comprar maría.

La Cuervo tiró de ella hacia los abetos sin quitar ojo al instituto. No tardó en aparecer una motocicleta roja, conducida por un muchacho desgarbado con cazadora de cuero y el pelo peinado al viento. El casco colgaba con indiferencia del manillar. El joven apagó el motor y señaló con la cabeza en dirección a Meja.

—¿Tú quién eres?

—Te presento a Meja —respondió la chica—. Una tía muy legal.

—¿Qué habíamos dicho de venir con gente?

—Ella no es gente. —La Cuervo la rodeó de forma protectora con el brazo y le hizo una mueca de confidencialidad—. Este es Micke, pero lo llamamos el Lobo. Aunque en realidad es tan inofensivo como aparenta.

El joven hizo ademán de golpearla en broma con el casco. La chica le alargó un par de billetes arrugados, que él se apresuró a guardar dentro de la chaqueta. Dirigió la vista hacia el instituto antes de sacar una bolsita de plástico que entregó a la Cuervo. Esta la encerró en el puño y sonrió con sus labios pintados de rojo. La transacción se completó en cuestión de segundos.

El Lobo, sin embargó, permaneció allí un rato más, clavando sus ojos indolentes en Meja.

—Me suena tu cara, yo te he visto antes en algún sitio.

Ella se arrebujó en la capucha.

—No lo creo.

—Pues yo juraría que sí, me suenas un huevo.

—Todas las rubias te suenan —terció la chica—. Venga, tenemos que irnos. A diferencia de ti, Meja y yo tenemos la intención de hacer algo de provecho con nuestra vida.

—¡Ah, ahora chupar pollas a cambio de un pico cuenta como carrera!

La Cuervo respondió a eso haciéndole una peineta. El Lobo soltó una carcajada mientras se marchaban.

Tras caminar un trecho, la chica enganchó su brazo al de su acompañante y apoyó la cabeza en su hombro. La lana del gorro le hizo cosquillas en la mejilla.

—Por ahí se dicen un montón de gilipolleces, pero conozco al Lobo de toda la vida. Es como mi hermano. Y nunca voy a darle la espalda, como ha hecho el resto de los paletos de por aquí.

—¿Por qué le han dado la espalda?

La Cuervo enderezó la cabeza para mirarla directamente.

—Porque salía con Lina Gustafsson cuando ella desapareció. La gente siempre necesita alguien a quien culpar.

Meja sintió que se le ponían los pelos de punta. Pensó en Lelle, en sus tristes ojos en el coche, en sus brazos pesados sobre el volante, como si fuera a desplomarse de un momento a otro.

—Entonces, ¿no crees que el Lobo haya tenido nada que ver con su desaparición?

La boca de la chica dibujó una sonrisa.

—Nunca se lo he preguntado. No sé si quiero saberlo.

Dedicaba el otoño a recuperar todo el sueño perdido. La fatiga se apoderaba de él a todas horas y se rendía a ella siempre que le era posible, unas veces aparcando junto al arcén y reclinando el asiento, y otras hundiendo la cara entre los brazos sobre la fría mesa del comedor. En ocasiones, se despertaba en el sofá al amanecer, congelado y entumecido, sin haberse lavado los dientes. La densa oscuridad lo obligaba a ceder ante ella. Los recuerdos del sol de medianoche y de las largas noches al volante se le antojaban irreales en esos momentos, cuando tenía que luchar por cada hora de vigilia. Al ver su reflejo en las ventanas oscuras, supo que se hallaba sentado solo. Sin embargo, en sus sueños ella estaba allí con él.

Lelle dormía cuando el coche patrulla apareció por el camino. No oyó ni el portazo ni las largas zancadas a través de la grava. De hecho, no se despertó hasta que el timbre de la entrada no dio paso a unos fuertes golpes aporreando en la puerta.

—Joder, ¿estabas durmiendo? Si no son más que las seis.

Fuera chispeaba; el cabello de Hassan se le rizaba en la frente.

—¿Ha pasado algo?

—Qué va, solo quería ver cómo andabas. ¿Me invitas a un café?

—Claro que sí, pero quítate los zapatos si vas a entrar.

Él, tambaleándose, se dirigió a la cocina. La fatiga le alteraba el sentido del equilibrio. Señaló el termo que reposaba sobre la mesa; si su amigo quería una taza, que se la sirviera él mismo. No recordaba cuándo lo había preparado, pero no podía haber pasado mucho tiempo, ya que todavía humeaba al abrirlo. Notó que Hassan lo examinaba desde donde estaba.

—¿Has trabajado hoy?

—Por supuesto que he trabajado —dijo Lelle.

—¿Son los chicos los que te dejan hecho polvo?

—Estoy cansado, nada más.

Su amigo se apoyaba con pesadez en la mesa de comedor mientras bebía el café a rápidos sorbos.

—¿Por qué nunca tienes bollería en casa?

—Hay pan de molde.

—Eso no es bollería. Me refiero a bizcocho, galletas. Para mojar en el café.

—¿Tú comes esas cosas? Creía que querías mantener la línea.

—Vete a la porra.

Lelle sacó un cesto con unas cuantas rebanadas de pan de molde y retiró la tapa de la tarrina de mantequilla para que Hassan no viera que llevaba más de tres semanas caducada. No tenía queso ni nada por el estilo.

—Eres tú quien debería comer algo. ¿Cuánto has adelgazado?

—Estoy perfectamente, no te preocupes. Lo que me gustaría saber es qué se cuece en la policía. ¿Cómo va la investigación sobre Hanna Larsson?

—Sabes que no llevo ese caso.

—Pero algo habrás oído, ¿no? ¿Trabaja la policía sobre la premisa de que existe una conexión entre la desaparición de Lina y la de Hanna?

Hassan alargó la mano hacia el cesto y miró con desconfianza la reseca rebanada que acababa de agarrar.

—No excluimos que haya una conexión, pero ha pasado mucho tiempo entre ambos sucesos. Eso lo complica todo.

—Sí, debe de ser la hostia de complicado, porque parece que nunca llegáis a ningún sitio.

Su amigo ni le replicó. Apuró el café y se sirvió otro poco.

—¿No te vas a dormir esta noche? —preguntó Lelle.

—Me toca ir de ronda.

—¿Hay jaleo por los pueblos en esta época del año?

—Más de lo que te imaginas.

Lelle alcanzó el termo y se sirvió una taza. Tenía la lengua pastosa y mal sabor en la boca. Al intentar alisarse el cabello, notó que se le pegaba a los dedos.

—Ven, que te enseñe una cosa —le dijo a su amigo.

Se adelantó hacia su despacho, donde encendió todas las luces para hacer frente a la burlona oscuridad. Acto seguido sacó una manzana de un cuenco y comenzó a pasear ante la creciente colección de papeles en la pared: se hallaban allí clavados recortes de periódico con todas las noticias y artículos escritos acerca de Lina, así como páginas web impresas que pudieran ser de utilidad en un momento dado. Al repertorio había añadido una nueva selección de recortes sobre la desaparición de Hanna Larsson en Arjeplog. Las fotos yuxtapuestas de ambas chicas le cortaban la respiración cada vez que las contemplaba. El parecido era asombroso. Se las habría podido tomar por hermanas.

Hassan se había quedado en el umbral. Llevaba la taza de café consigo, aunque ya no bebía de ella. Lelle dio un buen mordisco a la manzana y señaló las fotografías.

—¿Y dudáis de que exista una conexión?

Su amigo se rascó la coronilla, rehusando todavía hacer ningún comentario. Él golpeó con los nudillos un artículo en el que un periodista del Norrbottens-Kurir establecía paralelismos entre ambos casos. El título parecía gritar desde la pared: «Aterradoras similitudes en los casos de las jóvenes desaparecidas».

—¿Qué quieres decir? —preguntó inmóvil el policía.

—Hay una conexión entre la desaparición de mi hija y la de Hanna. Yo la veo. Los periodistas la ven. Quiero asegurarme de que la policía también la vea.

La tela del uniforme crujió cuando Hassan se cruzó de brazos. Ahora era él quien mostraba un aspecto cansado.

—Créeme —dijo—. La vemos.

Siempre se mostraba más amable después de haberla golpeado. Entonces era cuando ella podía aprovechar para pedirle cosas. El botiquín verde de primeros auxilios reposaba abierto en el suelo. Él insistía en aplicarle alcohol en los rasguños abiertos en la piel.

—Se pueden infectar —repetía al defenderse ella—. Sobre todo teniendo en cuenta que te empeñas en ir tan asquerosamente guarra.

Detestaba tenerlo tan cerca, aborrecía sus manos y esos efluvios agridulces que emanaba. Hedor a fruta podrida. Aunque nunca llegara a verle la cara, lo reconocería siempre por el olor, un olor que permanecía en la nariz durante mucho tiempo después de que él se hubiera marchado.

—Necesito aire fresco; si no, las heridas no se me curarán en la vida.

—Hace frío fuera.

—Me da igual, solo necesito respirar un poco.

—Ahora no.

—Por favor.

—¡Ahora no, te he dicho! No sirve de nada que me des el coñazo.

Estaba cabreándose, aunque no lo suficiente para hacerla recular aún. Todavía contaba con cierto margen de maniobra. Intentó suavizar la voz.

—No hace falta que vayamos muy lejos, basta con que pueda asomar un poco la cara y llenarme los pulmones.

Él le colocó una tirita en la frente y le pasó el pulgar por encima para aplanar los bordes. Luego señaló con la cabeza el plato que descansaba en la mesilla de noche: rebanadas finas de pan de centeno y unos relucientes trozos de salmón.

—Lo he marinado yo mismo —dijo—. Comételo mientras está reciente y veremos si nos da tiempo a dar un paseo.

Ella alargó la mano para alcanzar la comida. Aunque el aroma amargo del eneldo hacía que su estómago vacilara, agarró un buen bocado. Afortunadamente, el salmón se derretía en la lengua, de modo que las mandíbulas no tenían que esforzarse demasiado. Solo el comer le suponía un gasto considerable de energía.

Agachado junto al botiquín, él recogía y colocaba con esmero cada cosa en su sitio. Ella contempló su cabeza inclinada hacia delante, preguntándose si sería capaz de patearla lo bastante fuerte como para dejarlo inconsciente. El pie de ella colgaba sobre el borde de la cama, muy cerca; sintió cómo le cosquilleaban cada uno sus dedos. Tendría tiempo de propinarle una patada, tal vez incluso dos. Al principio, él nunca le daba la espalda, pero en los últimos días comenzaba a relajarse.

Su captor levantó los ojos. La pilló bregando con el salmón y el pan de centeno.

—Sueñas con escapar de mí, ¿verdad?

—Qué va —se apresuró a responder con la boca llena.

—Por eso quieres salir.

—Me hace falta aire, eso es todo.

Él volvió a sentarse junto a ella en el camastro, apoyando los pesados brazos sobre sus hombros.

—Acábate la comida y veremos.

Lelle aborrecía los viernes, esos días en que todos sus colegas regresaban con ojos chispeantes a sus hogares iluminados para iniciar el fin de semana con una acogedora tarde casera comiendo tacos mexicanos, rodeados de los niños, las parejas y una sensación temporal de plenitud. Recordaba esa sensación: la de tener algo a lo que volver. Lina, Anette, las velas encendidas en la mesa del comedor, tal vez una película. Sencillos placeres cotidianos que ahora le parecían increíblemente lejanos.

La casa estaba cerrada y fría cuando cruzó el umbral, pero no se molestó en encender ninguna luz. Con la chaqueta puesta entró en la cocina, donde le recibió un olor agrio procedente de la nevera, o quizá del fregadero.

Su mujer quiso comprar un lavaplatos en su momento, pero él, con su tacañería habitual, se había negado; llevándose la mano al corazón, prometió que sería él quien se encargara de fregar a mano toda la vajilla habida y por haber. ¿Quién necesita una máquina cuando se tienen dos manos? Qué idiota era ya por aquel entonces.

Encendió la cafetera, más que nada para que la fragancia se extendiera por la cocina y camuflara el desagradable olor, y se apoyó con pesadez en la encimera, con el acero inoxidable punzándole la espalda.

La sed lo invadía, el antojo de un trago le quemaba la lengua y le provocaba sudores fríos. Había sobrevivido al primer invierno gracias a sus borracheras. La espesa y dura capa de nieve y las olas de frío con temperaturas de hasta cuarenta bajo cero hacían en cualquier caso imposible la búsqueda. También para la policía, dijeran lo que dijesen. Todo quedaba enterrado bajo el frío y la nieve. Mientras Anette se eclipsaba en su sueño inducido por las pastillas, él rara vez se metía en la cama. ¿Dónde había dormido? No lo recordaba.

Estaba sentado en plena oscuridad cuando sonó el timbre, lo que desencadenó de inmediato en él las acostumbradas palpitaciones que le nublaron la vista mientras se dirigía al vestíbulo. Una ojeada rápida tras la ventana le cortó la respiración: una pequeña silueta delgada cubierta con una capucha y los mechones rubios asomando por debajo de la tela negra. «Lina, Lina, hija mía querida, ¿eres tú? ¿Eres tú, Lina?».

La figura se descubrió en cuanto se abrió la puerta. Lelle notó su propia decepción cayéndole por encima como un jarro de agua fría. Se miraron el uno al otro un tanto perplejos durante unos silenciosos segundos. La chica presentaba el rostro cubierto de lluvia y sus ojos destilaban miedo.

—He perdido el autobús. ¿Molesto?

—No, no, en absoluto. Adelante.

Encendió las luces, avergonzándose al instante del desorden y del olor acre que aún no había logrado identificar. Meja se dejó la chaqueta puesta y sacó la silla de Lina cuando él la invitó a sentarse. Lelle dominó el acto reflejo de protestar ante dicho movimiento y, en su lugar, sacó el café y las tristes rebanadas de pan, recordando lo que Hassan le había comentado acerca de la bollería: ojalá hubiera comprado algo más apetecible.

La mirada de ella vagó por la estancia, por el fregadero sucio, los imanes de la nevera, las fotos de Lina.

—Qué casa tan bonita.

—Gracias.

—Las casas aquí, en Norrland, son enormes.

—Debe de ser porque nadie quiere vivir aquí.

Al sonreír, la muchacha dejó al descubierto un hueco entre los incisivos que él no había advertido con anterioridad. Cayó entonces en la cuenta de que era la primera vez que la veía esbozar una sonrisa.

—Yo sí quiero vivir aquí —dijo ella—. Al principio no creí que fuera a ser así, pero ahora estoy muy a gusto.

—¿En Svartsjö?

—En Norrland.

—Yo también.

Lelle untó una rebanada de pan con mantequilla. Meja hizo lo mismo.

—Si hubiera sabido que ibas a venir, me habría encargado de tener alguna otra cosa que ofrecerte. Hoy en día no suelo recibir visitas.

—¿No tiene novia?

—Nos separamos hace dos años. Ya se ha vuelto a emparejar.

—Vaya por Dios.

—Sí, eso mismo digo yo.

Ella frunció el ceño mientras él sumergía la rebanada en el café con mano firme, reparando en que era la primera vez que hablaba de Anette sin que lo afectara, sin sentir resentimiento ni tedio. Más bien al contrario, le ponía de buen humor charlar con una persona joven. Alguien que podría ser su hija.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo al cabo de un rato.

—¿Qué?

—¿Cómo es la vida en Svartsjö? Tengo entendido que en casa de los Brandt no hay ni siquiera televisión.

—Escuchamos podcasts por las noches.

—¿Podcasts ?

—Sí. La mayoría de las veces, a estadounidenses que hablan del nuevo orden mundial y esas cosas.

—¿El nuevo orden mundial?

Él percibió que ella se ponía colorada y que evitaba mirarlo.

—Es sobre todo Birger quien cree en esos rollos. Y Pär.

—¿Carl-Johan no?

—Le han educado con esa cháchara, no conoce otra cosa. Pero puede cambiar si ve más mundo.

—¿Así que ese es tu plan, mostrarle más mundo?

Meja suspiró.

—Él quiere que nos casemos y tengamos hijos.

—Pero no tan pronto, me figuro. Sois muy jóvenes.

Ella alzó la vista para observarlo a través de sus rubias pestañas, con dos pícaros hoyuelos en las mejillas.

—Yo tomo la píldora a escondidas.

Un cálido halo de luz irradiaba de la lámpara del comedor mientras el resto del mundo estaba sumido en las tinieblas. Fuera, las ramas ondeaban al viento como obstinados recordatorios de que no era posible quedarse así para siempre. «Ella no es Lina, no has recuperado a tu hija». Fue Meja quien se levantó primero, abandonando el halo de luz. La oyó enjuagar su taza de café y dar unos pasos por la cocina. Al girar la cabeza la vio ante la nevera, contemplando las fotos de su hija: diez rostros que les sonreían desde la plancha de acero. Entre ellos, el de un bebé desnudo con una florida corona de San Juan en la cabeza; el de una niña de ocho años con un hueco entre los dientes y un escúter rojo; y, por fin, la última instantánea, la de la ceremonia previa a las vacaciones de verano en el instituto de Tallbacka, en la que se la veía con un vestido blanco y el pelo recogido. Meja inclinó la cabeza y se acercó, como buscando algo en el semblante de la desaparecida. Al cabo de un buen rato, se volvió.

—Se me hace tarde, debería llamar para que vengan a recogerme.

—Yo te acerco.

El pinar se iba inclinando hacia abajo sobre el cercado de renos a medida que lo atravesaban. La carretera se extendía relumbrante y desierta frente a ellos. Lelle se sorprendió a sí mismo reduciendo bastante la velocidad, como si quisiera alargar el momento. Ella iba muy callada a su lado. Callada y quieta. Cuando enfilaron el sendero de grava rumbo a Svartsjö, ya se había cubierto con la capucha.

—Puede dejarme aquí, si quiere.

—Debería acercarte hasta la puerta. De lo contrario, se te va a llevar el viento.

—Pero es que me apetece caminar.

Hablaba en voz baja pero quebrada; complaciéndola, se detuvo, a pesar del vendaval que azotaba con fuerza en el exterior. Meja se volvió hacia él y le dio un rápido abrazo, apoyando una mejilla fría en su barba incipiente.

—Gracias por acercarme.

Acto seguido abrió la puerta y desapareció en la tormenta. Lelle siguió la flaca sombra con la mirada hasta que la noche se la tragó. Permaneció sentado un largo rato, acompañado del gimoteo del viento y el vacío que le crecía en el pecho. No era casual que la muchacha hubiera ido a buscarlo, sabía que significaba algo. Allí, sentados a su mesa de comedor, iluminados por el pequeño halo de luz, le resultaba evidente que un destino los unía.

La oscuridad se adensaba contra las ventanas, amenazando con ahogarla. Meja se sobresaltó ante su propio reflejo en el negro cristal. La finca se alzaba como una solitaria farola en la negrura, circundada por el muro umbrío del bosque. Anita le dio una linterna para ayudarla a encontrar el camino al gallinero.

El frío de la prematura noche se colaba también allí dentro. Cuando llegó, las gallinas la esperaban con las plumas ahuecadas. Habían empezado a racanear con los huevos; si lograba recoger dos al día, podía darse con un canto en los dientes.

La temprana noche llegaba como un perro pastor dispuesto a reunir a todo el rebaño. Ella se sentaba frente a la chimenea con Carl-Johan y sus hermanos. Como siempre, Birger alimentaba el fuego, mientras que su esposa no apartaba la vista de sus agujas de punto; las manos de esta parecían tener vida propia, y la labor daba la impresión de que no acaba nunca. Meja añoraba tener también algo en que concentrarse, algo que no fueran las peroratas de los muchachos acerca de la inminente guerra y el fin del mundo. Para variar, el padre siempre estaba tratando de llamar a toda costa la atención de la novia de su hijo menor. De espaldas al fuego, clavaba en ella la mirada, como para asegurarse de que estaba escuchando.

«Quieren que nos evadamos de la realidad. Quieren que no despeguemos la cara de los móviles y las pantallas de ordenador; no quieren que miremos alrededor y empecemos a cuestionar lo que realmente está sucediendo en el mundo».

No tenía espacio para sí misma, ningún rincón al que retirarse a solas. Los Brandt zumbaban a todas horas a su alrededor, como moscas. Göran y Pär también se afanaban por sentarse a su lado tan pronto se les presentaba la ocasión, descansando sus brazos y sus manos sobre ella en pesada intimidad, como alimentándose de su persona. Meja siempre había soñado con tener una familia de verdad, con tener hermanos. No obstante, ahora que se veía rodeada a todas horas, se sorprendió añorando su pasada soledad, añorando poder respirar. Entonces comenzó a darse cuenta, aunque no quería admitirlo, de que no era solo la oscuridad lo que la asfixiaba.

Carl-Johan entreabrió la puerta sin llamar y asomó la cabeza por la rendija.

—¿Qué haces aquí?

—Solo quería estar un rato en paz.

Él frunció el ceño.

—Vamos a escuchar el podcast del chico de Texas. Además, mamá ha hecho un brazo de gitano.

—Es que debería estudiar; tengo un examen mañana.

Ella vio cómo el descontento se apoderaba de su novio, afeando sus rasgos.

—Iré cuando termine.

Sin embargo, esa noche no se reunió con los demás. Cuando llegó la hora de acostarse y él se acurrucó a su lado, Meja respiró fuerte, como si estuviera dormida, con la esperanza de que la dejara en paz. No llevaban más que unos meses viviendo bajo el mismo techo y ya la angustia se le había metido en el cuerpo. Se preguntó si sería esa la misma inquietud que sufría Silje, esa que impide a una persona echar raíces. Durante el verano no le había cabido la menor duda de que Svartsjö iba a ser su hogar para siempre. No obstante, ahora que la oscuridad y la vida cotidiana habían acabado por imponerse, dicha idea le parecía casi risible. Entonces se acordó de lo que Lelle le había comentado al respecto de lo difícil que resultaba convivir con alguien cuando uno aún tiene que encontrarse a sí mismo.

Una vez segura de que él dormía, se escabulló de la cama muy despacio, primero una pierna y luego la otra. Acto seguido, apretando contra el regazo el hatillo de ropa que había cogido para vestirse fuera, cerró la puerta del dormitorio. Göran y Pär tenían la luz apagada en sus respectivos cuartos, de los que no salía ruido alguno. Desde luego, no eran para nada aves noctámbulas, el extenuante trabajo en la finca se encargaba de que cayeran rendidos bien temprano. Ella se vistió con movimientos rápidos y torpes, sin pensar. Aunque sus pasos al bajar la escalera hicieron crujir toda la casa, nadie pareció enterarse. Las puertas dobles que conducían a la habitación de Birger y Anita se hallaban cerradas y solo una profunda oscuridad se filtraba por la rendija.

Salir a la noche era como sumergirse en el pantano de Glimmersträsk: todos los músculos se despertaban a un tiempo. Un rayo de luna iluminaba el camino de grava, de modo que no tuvo dificultad alguna en llegar al gallinero. De pronto, echó de menos el teléfono para poder llamar a alguien. Tal vez a Silje, o a la Cuervo. O a Lelle: seguramente era con él con quien tenía más ganas de hablar. Sin embargo, se había desprendido del móvil, así que no le quedaba otra que conformarse con la compañía de las gallinas.

Estas dormían muy cerca unas de otras y no hicieron ningún aspaviento al verla llegar en plena noche. Meja se sentó sobre el serrín sin preocuparse por la suciedad y apoyó una mano en el ave que las demás solían acosar. No le quedaban restos de alquitrán, y unas nuevas y suaves plumas comenzaban a crecerle en el lugar de las que le habían arrancado. Trató de aclarar sus pensamientos; quizá incluso lloriqueó un poco, aunque no tanto como para molestar a los animales.

Estaba a punto de dar una cabezada cuando el ruido de unas voces hizo que volviera en sí. Lo primero que se le vino a la cabeza fue que Carl-Johan venía a buscarla. Tal vez había despertado a Göran o a Pär para que lo acompañaran; ninguno de ellos parecía entender su necesidad de intimidad. Fueran quienes fueran, hablaban muy bajo, casi en susurros. Pegó la oreja a la puerta y contuvo el aliento para oír mejor.

Primero, un hombre que murmuraba algo que no alcanzó a entender, seguido inmediatamente de otra voz, clara y desconocida. Una voz de mujer.

Lelle se hallaba sentado en el comedor bajo el solitario haz de luz, frente al sitio de Lina, pero no solo ella llenaba sus pensamientos. Aunque no quería admitir que esperaba a Meja, así era. Inmóvil sobre el hundido cojín de la silla, aguzaba el oído en busca de algún ruido que anticipara su llegada. Recordaba la mirada de la muchacha deambulando por las paredes de la cocina, con los ojos como platos, como impresionada por su casa vieja y sucia. Recorrido visual que solo descansó al posarse en las fotografías de su hija. Llena de anhelo, cual perro hambriento bajo la mesa, había contemplado la evolución de esta a lo largo de los años, desde la niña de mofletes rechonchos hasta la adolescente de mirada aguda. Diez imágenes apiñadas en la superficie metálica que representaban diez momentos que nunca volverían, pero de los cuales él seguía sintiendo la fragancia que desprendían. El resto del mundo había perdido tanto el aroma como el sabor. Ya había dejado de hacer fotos. Todas sus experiencias vitales, todo lo que significaba algo para Lelle se hallaba allí, debajo de aquellos tristes imanes en su nevera, mirándolo con severidad y exhortándolo de forma silenciosa: «Haz algo, papá. No te quedes ahí sentado».

Por fin, se decidió a levantar el auricular para llamar a Hassan. Al no recibir respuesta, dejó un breve mensaje: «Tengo una nueva alumna que me preocupa. Se llama Meja Nordlander y tiene diecisiete años. Es su madre, Silje, la que está con Torbjörn Fors. Me gustaría saber más sobre sus antecedentes. Si puedes buscar algo de información, te lo agradecería. Ya sabes dónde me tienes».

Permaneció un buen rato con el aparato en la mano, sin dejar de estremecerse cada vez que la imagen de Meja acudía a su mente. Una chica que nunca había tenido un padre ni un hogar de verdad. Una chica cuyo rostro, a buen seguro, nunca decoró la puerta de ninguna nevera.

Meja oteó a través de los barrotes del gallinero. Dos figuras se movían por la linde de la finca. Lo primero que se le ocurrió fue que alguien había irrumpido en la heredad. Sin embargo, los perros dormían tranquilos en su caseta. Y una de las siluetas correspondía a una persona conocida. Aunque no podía ver su cara, enseguida se dio cuenta de que se trataba de Göran. Lo reconoció por sus gestos, por cómo movía los brazos, como queriendo atacar o luchar contra el mundo.

La sombra a su lado era pequeña, demasiado para ser uno de los hermanos. Y demasiado delgada para ser Anita. Era una chica, una chica joven, tal vez incluso una niña. Ella divisó los cabellos rubios que le caían por la espalda según se iba retorciendo a la luz de la luna. Se movía de forma extraña, con los hombros encogidos hacia las orejas y la cabeza inclinada hacia delante, como si le doliera algo.

Hablaban entre ellos, ahora más exaltados, acaso discutiendo. Meja cruzó con sigilo la puerta baja y se acercó a ellos con la espalda apoyada en la fachada del gallinero. Luego, se agachó a la sombra de una carretilla, y a la luz del farol más próximo vio cómo él empujaba a la muchacha contra un árbol y le tapaba la boca con la mano. Parecía como si se hubiera cubierto la cabeza con algo para ocultar su cara, con una tela negra que se le movía al hablar.

—Lo he hecho todo por ti y así me lo agradeces.

La niña lloraba bajo la mordaza de sus dedos. Tras sentir cómo se agriaba su boca, Meja quiso gritar. La lengua, sin embargo, no le obedecía. Göran acercó su rostro al de la joven.

—Mi anterior chica fue igual de estúpida que tú —dijo—. También trató de abandonarme, a pesar de que fui yo quien la salvó de todo. ¡De todo! Eso no se hace.

La muchacha gemía. Él le quitó la mano de la cara y ella, medio asfixiada, tomó aire y tosió una y otra vez.

—Quiero irme a casa —logró decir—. Por favor, solo quiero irme a casa.

Sus palabras solo consiguieron encolerizarlo más. Göran la levantó del suelo y la sacudió como a una muñeca de trapo.

—Ya estás en casa, ¿es que no lo entiendes?

Apretó entonces el delgado cuerpo con el tronco del árbol y le estrujó el cuello. Los ojos de la chica se pusieron blancos en la oscuridad mientras las piernas luchaban impotentes, tratando de golpearlo y patearlo. Nada más escuchar una especie de burbujeo ahogado procedente de la garganta de la muchacha, Meja lanzó un chillido tan alto que los perros comenzaron a aullar desde su guarida. Él giró la cabeza, y sin despegar las manos del flaco cuello de su presa miró en dirección a ella. Las piernas de la joven se habían quedado inmóviles, su cuerpo colgaba inerte. Meja echó a correr sobre la tierra oscura hasta llegar a Göran y se abalanzó sobre su figura con todas sus fuerzas, descargando una lluvia de puñetazos, desgarrándole la ropa, aferrándose a sus tensos hombros y a los tendones de su cuello, mucho más fuertes que los suyos. Tal vez fue la sorpresa lo que hizo que soltara a la muchacha, quien cayó al suelo con un desagradable ruido sordo para, a continuación, tosiendo y escupiendo, comenzar a arrastrarse hacia el lindero del bosque.

Él se quitó la capucha de atracador y observó a Meja de una forma completamente irreconocible para ella. La frente le sangraba, una baba oscura le corría por la mejilla y el cuello. Los hombros le subían y bajaban de manera espasmódica, como si le faltara el aire.

—No te metas en esto, Meja. Solo estamos jugando.

A espaldas de Göran, ella vio cómo la joven se ponía de pie y echaba a correr entre los árboles, que solo se adivinaban en las sombras. Huía como un espectro blanco entre las ramas, hacia el pantano.

—¿Qué haces? ¿Quién es esa chica?

Él no respondió, sino que se limitó a mirarla con unos ojos que parecían haber sido vaciados de vida. Su aliento llenaba el aire frío entre ellos; casi podían oírse sus ideas dándole vueltas en la cabeza. De súbito, arremetió contra Meja y, a pesar de hacer el amago de agarrarla con ambas manos, solo logró asir la manga de su jersey. Ella se zafó de su ataque y salió corriendo como un gamo por el terreno húmedo, a tal velocidad que la boca se le llenó del sabor a la tierra que levantaba a su paso, sin detenerse hasta llegar a la casa apagada.

Una vez en el porche se cercioró de que él no la había seguido; pasó la vista por el granero y la linde, sin ver nada que se moviera en la oscuridad. Tanto Göran como la chica parecían haber sido devorados por las tinieblas. El esfuerzo y el miedo le quemaban el pecho en el momento en que aporreó la puerta de la habitación de Birger y Anita.

Fue esta quien abrió. Su cabello blanco relucía en la penumbra, y el camisón se le enroscaba a los tobillos como si se tratara de un fantasma.

—¿Qué ha pasado?

Meja se apoyó jadeando en el marco de la puerta. Al fondo vislumbró a su marido, cuyas manos buscaban el rifle.

—Es Göran, tenéis que venir.

No hizo falta decir nada más. Ambos se vistieron a toda prisa y salieron de la casa, sin que el padre soltara en ningún momento el arma.

Lo encontraron junto al pantano. El agua estaba congelada bajo la capa de hielo y todo permanecía en silencio. Göran se apoyaba encogido contra un abedul; era imposible distinguir dónde terminaban las ramas y dónde comenzaban sus brazos. Su semblante estaba tan pálido como la luna, excepto por la sangre que le brotaba de la frente. Al verlos venir, los globos oculares lanzaron destellos blancos en la negrura. De su boca salían pequeñas burbujas de saliva al respirar. Al cabo de un segundo, se apartó del árbol y, en su lugar, se echó en brazos de su madre. Meja lo oyó susurrar:

—¡Perdóname, por favor, mamá, perdóname!

—Mi niño querido, ¿qué has hecho?

—Yo nunca le haría daño, nunca en la vida. Solo estábamos jugando.

Birger alumbró las matas con la linterna; la vegetación adquirió un aspecto grisáceo e inquietante bajo la luz.

—Condenado muchacho —dijo—. ¿Dónde la tienes?

Göran se inclinó sobre el agua congelada y vomitó. Anita le acarició la espalda, mientras lanzaba furibundas miradas a su esposo.

—Es todo culpa tuya —declaró con voz temblorosa—. Eres tú quien le niega la ayuda que necesita.

El padre no respondió; lo único que se oyó fue la broza rompiéndose bajo sus pies mientras buscaba alrededor, blandiendo ante sí la linterna como si fuera un arma. Meja permanecía a su lado, castañeteando los dientes, envuelta en el hedor a sudor, vómito y sangre. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo cuando el joven se enderezó y señaló hacia el bosque.

—Está allí —musitó.

Birger apuntó con la linterna. Primero vieron su cabello; luego, sus piernas extendidas. Tenía la cara girada contra el musgo y sus manos se hallaban rebozadas en tierra, como si hubiera cavado en el suelo. No se apreciaba su respiración. Nada más verla, el padre acudió corriendo y le dio la vuelta. Los músculos del cuello de la chica parecían haberse rendido, su cabeza colgaba exangüe. Regueros de sangre coagulada le cruzaban el mentón. Anita elevó la cabeza al cielo y rompió a gritar:

—¡Otra vez no! ¡Oh, Dios mío, otra vez no!

Su marido se dejó caer al suelo y apoyó la oreja en los labios heridos de la muchacha. Se despojó del rifle y le abrió la boca con manos temblorosas. Meja vio cómo soplaba con todas sus fuerzas para llenarle los pulmones de su propio aire, cómo se inclinaba sobre ella para apretarle la estrecha caja torácica con ambos brazos.

—No era mi intención —repetía Göran sin cesar—; fue ella quien se me echó encima.

Birger continuaba soplando y empujando, con tal rabia que amenazaba con romper las frágiles costillas de la joven.

—Maldito mocoso —resopló—, nos vas a llevar a todos a la ruina.

Cuando, al cabo de unos instantes, la chica comenzó por fin a toser, él ni siquiera pareció advertirlo, sino que continuó embistiéndola, impulsado por una especie de furia. Meja se sorprendió a sí misma de pronto gritándole, corrió hacia él con piernas inestables sobre el pedregoso terreno y lo apartó del cuerpo de la muchacha, quien se volvió hacia un costado y abrió la boca para tomar aire. La camisa de Birger se le pegaba por el sudor mientras el pecho le silbaba exhausto.

—Tenemos que llamar a una ambulancia.

El patriarca se secó la cara y, lagrimeando y babeando, la miró como si acabara de reparar en su presencia. Se levantó, se le acercó y la apretó con fuerza contra sí. Ella percibió su temblor bajo la tela mojada de su ropa, sintió su miedo mezclándose con el suyo propio.

—No vamos a llamar a nadie —profirió.

Meja intentó soltarse de su abrazo; sin embargo, él la asió de la muñeca con una mano y agarró el rifle con la otra. Lo único que alcanzó a ver fue cómo Birger levantaba el arma contra el cielo nocturno, muy por encima de su cabeza, y, luego, cómo sus blancos dedos abrazaban la culata del fusil antes de que el mundo entero reventara en pedazos.

El crujir de la grava en el exterior lo despertó. Un hilo de saliva unía su boca con el cuero del sofá. Su mejilla izquierda estaba aplastada al levantarse. Un rápido golpear de nudillos en la puerta sonó antes de que le diese tiempo a asomarse a la ventana. El chillón coche de policía se vislumbraba entre las persianas. Lelle se llevó las manos a la cabeza.

—Joder, Lelle, ¿es que no haces nada más que dormir?

Hassan le puso una caja de cartón rosa en las manos y entró.

—Ya sé que es fin de semana, pero son las once.

—Me importa una mierda. Dormiría el resto de mi vida si pudiera.

Al entreabrir la caja descubrió dos cruasanes salpicados de azúcar que lo miraban fijamente. Su amigo se había quitado los zapatos y había entrado en la cocina.

—¿No estás cansado de vivir en una pocilga? Sabes que hay una cosa llamada empresas de limpieza, ¿no?

—No estoy de humor para tus bromitas.

—Prepara café entonces, a ver si vuelves a ser persona.

Él dejó los cruasanes sobre la mesa y obedeció. Tras bajarse la cremallera de la chaqueta, el policía se sentó en el lado corto de la mesa. Parecía que por fin había aprendido a evitar el sitio de Lina.

—¿Tienes alguna novedad o solo has venido a compadecerte de mí? —preguntó Lelle mientras la cafetera comenzaba a jadear sobre la vitrocerámica.

—Ambas cosas, me temo —respondió Hassan ya con la boca llena.

Él sintió que el suelo oscilaba bajo sus pies mientras sacaba las tazas y la leche.

—Desembucha.

—Esa chica por la que me llamaste, Meja Nordlander... He estado hurgando un poco en sus antecedentes. Resulta que los servicios sociales han estado involucrados en su vida desde que nació. Hay un montón de informes.

—¿En serio?

—Cosas que no debería decirte.

Lelle se apoyó en la encimera.

—Sabes que yo no voy a decir nada.

Su amigo se limpió las migajas de cruasán de las comisuras de los labios.

—Ha tenido una existencia revuelta, por así decirlo. Ella y su madre, Silje, han vivido en más de treinta domicilios durante los diecisiete años que la muchacha lleva en este mundo. No se sabe que haya conocido a ningún padre y la madre ha despertado siempre mucha inquietud: problemas de drogas, diagnósticos de enfermedad mental, presunta prostitución. En un par de ocasiones, los servicios sociales se hicieron cargo de la niña, pero Silje logró recuperarla.

—Joder. No me extraña que haya acabado en Svartsjö. Debe de estar hasta las narices de ir de un lado para otro.

Hassan acercó a su anfitrión el cruasán que quedaba.

—Parece que está buscando un punto fijo en la vida —dijo—. Alguien o algo a lo que poder aferrarse.

—Estate quieta, tienes sangre.

Meja levantó la vista hacia la silueta que se alzaba sobre ella, que tenía hematomas alrededor de los ojos y una herida en la boca que aún rezumaba sangre fresca. Presionaba un pedazo de tela mojada contra su frente. Su voz sonaba ronca al hablar.

—Intenta relajarte, te han dado un buen porrazo.

—¿Quién eres tú?

—Me llamo Hanna.

Por encima de la clavícula de la chica, debajo de sus greñas rubias, florecían unas marcas de un rabioso color rojo. Meja sintió cómo el corazón se le aceleraba nada más verlas. Acto seguido barrió con la mirada las paredes oscuras. Se hallaban en una habitación pequeña y oscura. Una aislada bombilla mortecina colgaba de un cordel, arrojando largas sombras a su alrededor. El aire era frío y viciado, y un intenso olor a orina penetró en su nariz. Ella se volvió de nuevo hacia Hanna, luchando por articular las palabras.

—¿Dónde estamos?

—Bajo tierra, eso es todo lo que sé.

—¿Dónde están los demás?

—Aquí solo estamos nosotras.

Al apoyarse sobre un codo, un dolor cegador relampagueó detrás de sus globos oculares. Las paredes comenzaron a arquearse. Entonces, cerró los ojos y se incorporó despacio hasta sentarse, peleando contra las náuseas que le burbujeaban en la garganta.

—Lo mejor es que te tumbes —murmuró Hanna—. Estás más pálida que un muerto.

Meja no le hizo caso. Poco a poco levantó una mano y se palpó con suavidad la cabeza: el pelo se le enredaba en nudos ásperos allí donde la sangre se le había coagulado, y el cuero cabelludo le dolía y le picaba al tocarlo. Luego, se miró la mano un buen rato, asustada al ver tal cantidad de sangre.

—¿Quién me ha golpeado?

La chica se aclaró la garganta.

—No lo sé. Eran varios.

Sumergió el trozo de tela ensangrentada en un cubo de agua, lo escurrió y continuó lavando la frente de su acompañante, a quien le escocía la piel al entrar en contacto con el trapo húmedo.

—¿Crees que puedes apretarte tú misma? Todavía sangras bastante.

Meja puso la mano sobre el paño. Aunque sus dedos se le antojaban ajenos, apretó lo mejor que pudo. Al cabo de unos segundos aguzó la vista y se fijó bien en el rostro de Hanna. El corazón se le desbocó de inmediato al comprenderlo todo.

—Yo te conozco —exclamó—. Tú eres la de los carteles.

—¿Qué carteles?

—Los carteles que hay por todas partes. Todo el mundo te está buscando.

A la chica comenzó a temblarle el labio inferior.

—Aquí he estado todo este tiempo —repuso.

Volviendo la mirada hacia la puerta, Meja inspiró hondo para desterrar las náuseas que sentía. Luego, cogió impulso y se levantó. Unas rabiosas manchas negras le nublaron el campo de visión al tiempo que un dolor agudo le martilleó la cabeza. Acto seguido puso una mano contra la pared para sostenerse. Apenas oía a Hanna.

—Túmbate antes de que te desmayes.

Sin embargo, ella, apoyándose en el rugoso hormigón, se dirigió a la entrada arrastrando los pies. Un par de imágenes pasaron por su mente: el pantano brillando en medio de la noche y las manos del patriarca agarrando el rifle con una expresión que nunca le había visto antes. Alcanzó la puerta y posó la mano libre en el picaporte. Al no ceder, dejó caer la tela ensangrentada al suelo y comenzó a tirar de ella y a arañarla con ambas manos hasta que el pálido metal quedó cubierto de sus huellas ensangrentadas. Llamó a gritos a Carl-Johan, a Birger y a Anita. Gritó hasta que acabó vomitando. Sus piernas se rindieron y se desplomó en el frío suelo.

Hanna la ayudó a volver a la cama y pasó el paño húmedo sobre el rastro que su acompañante había dejado tras de sí. Aunque unas lágrimas sucias le surcaban las mejillas, su voz era firme.

—No vale la pena que grites, nadie puede oírnos.

Meja respiraba con esfuerzo.

—Fuiste tú a quien vi con Göran —dijo—. Junto al granero.

—¿Lo conoces?

—Es el hermano de mi novio.

—¿Tu novio?

Ella asintió con la cabeza dolorida, mientras se llevaba la mano al agitado pecho. El reducido espacio la asfixiaba. De pronto comenzó a tiritar mientras los dientes le castañeteaban incontrolados. Comprendió entonces que estaban encerradas en un búnker. Un minúsculo y oscuro búnker, diseñado para esconderse cuando los peores temores de su propietario se hicieran realidad. No cabía duda de que era obra de Birger o de alguno de sus hijos. Agarró la muñeca de Hanna y la abrazó con fuerza.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Un amigo y yo estábamos de acampada. Por la noche salí a hacer pis. Fue entonces cuando apareció, como salido de la nada. Me echó un brazo al cuello y me apretó con tanta fuerza que se me nubló la vista. Intenté defenderme, soltarme, pero fue imposible. Él me sujetó y siguió estrangulándome. Estaba segura de que iba a matarme...

Su voz se quebró. Meja notó cómo el delgado cuerpo temblaba a su lado.

—Debí de desmayarme —continuó en un susurro—, porque cuando me desperté estaba en el maletero de su coche. No recuerdo cómo llegué allí.

—¿Cómo era él?

—Llevaba una máscara. Siempre lleva una máscara. Nunca le he visto la cara.

Ella pensó en Göran, en sus granos, en sus costras, en sus dedos con los que no paraba de rascarse. Recordó también cómo los miraba a ella y a Carl-Johan cuando estaban tumbados en la hierba, cómo los celos ardían en su interior. Esos celos que lo perseguían como un mal olor. Evocó el claro del bosque, cuando él arrancó las flores estrelladas y le dijo lo mucho que envidiaba lo que ella y su hermano tenían. Luego, tomó aire y oyó las palabras de Anita retumbándole en la cabeza: «Si mis chavales se ponen demasiado pesados, dímelo». Vio las manos de Birger aferradas al rifle y el camisón de su esposa revoloteando en el prado congelado. Göran acurrucado al lado de la laguna negra, no lejos del cuerpo, señalándolo con su rostro lloroso.

Con la mano aún en su compañera de celda, notó el pulso rítmico bajo sus dedos.

—Cuando os vi a ti y a Göran en la granja... ¿Te dejó salir?

—Lo golpeé.

Hanna señaló la pequeña mesilla de madera que se alzaba en un rincón.

—Le di un golpe en la cabeza y salí corriendo. Nunca debería haber hecho tal cosa.

Otra vez se había quedado dormido más allá de la hora en que le tocaba levantarse, a pesar de que el sueño había sido largo y sin interrupciones. No le dio tiempo más que a lavarse las axilas y los dientes. De camino a Tallbacka, las manos le flaqueaban al volante por la falta de cafeína, así que lo primero que hizo al llegar fue dirigirse a toda velocidad a la sala de profesores para servirse una taza. Bajó la cabeza al suelo recién fregado a fin de ahorrarse la charla y fue dejando un rastro de café tras de sí. No tenía tiempo de avergonzarse por ello; además, nadie se atrevía a quejarse de nada que él hiciera. Una persona que lo ha perdido todo ha de ser tratada con indulgencia, como se hace con los niños pequeños o los ancianos muy cascados. Se les deja hacer. Llegaba solo siete minutos tarde. Los alumnos guardaban un amodorrado silencio y los ojos se les cerraban en los pupitres. Algunos gruñeron decepcionados al verlo entrar.

—¿Alguien tiene alguna pregunta antes del examen? ¿O ya tenéis a Pitágoras dominado?

Le dio tiempo a mostrar la resolución de dos problemas en la pizarra y a tomarse el café antes de caer en la cuenta de que la silla de Meja estaba vacía.

—¿Dónde está Meja hoy?

En respuesta no recibió más que miradas indolentes y algún que otro encogimiento de hombros.

—¿Nadie lo sabe?

—No ha venido en toda la semana —dijo una voz al fondo.

—Debe de estar enferma —apuntó otra persona.

Lelle se rascó la barbilla donde la rala barba le crecía de nuevo. Se rascó hasta casi lastimarse, hasta verse por fin obligado a controlarse frente a todos aquellos pares de ojos.

Al día siguiente ella tampoco estaba allí. Después del almuerzo fue en busca de la enfermera del instituto, una mujer llamada Gunhild, que hablaba en voz tan baja que había que contener el aliento para escuchar sus palabras. No, Meja no estaba enferma.

—¿Va todo bien? —preguntó la señora.

—Es que se ha perdido algunas clases, nada más.

—No, me refiero a si todo va bien contigo. Se te ve cansado.

Por supuesto, quería que él entrara al trapo. La puta pregunta de los cojones hizo que la irritación le subiese a la garganta como un reflujo ácido. Un año atrás le habría rugido que no, que nada iba bien y que se lo iba a ver cansado el resto de su jodida existencia, así que más valdría que se fueran acostumbrando. Sin embargo, ya había aprendido a tragárselo, a no darles lo que ellos querían.

—Sigo viviendo —contestó—. Más no se puede pedir.

Meja le habló de Carl-Johan. De cómo le quitó el cigarrillo de la boca y le dijo que las chicas bonitas no fumaban. Le habló de Birger y Anita y de lo poco que salían de la finca. Todo lo que necesitaban se hallaba dentro de aquel recinto. Todo y más. Le describió a los animales que retozaban allí arriba en una bucólica escena de postal sueca. Y le explicó lo del gran búnker, que podría mantener a toda la familia durante al menos cinco años, o tal vez toda la vida. Con la espalda apoyada en el cemento, Hanna la escuchaba con atención.

—Aquí yo no he visto a nadie más. Es siempre él el que viene.

—Göran ha debido de construir esto él solo. A escondidas. Eso, o yo estoy más ciega que un puto topo.

—Lo golpeé en la cabeza con la mesilla —repitió Hanna—. Le di todo lo fuerte que pude y salí corriendo. Pero no fue suficiente. No tardó mucho en alcanzarme. Si tú no hubieras aparecido, me habría matado.

Ella volvió a ver la imagen de Birger inclinándose sobre el cuerpo inerte con la boca y las manos. El recuerdo hacía que se mareara. Se llevó los dedos al cuello como para asegurarse de que aún tenía pulso.

—Sobreviviremos a esto —declaró—. Nadie va a matarnos.

Durmieron juntas en el camastro, dejando apenas un resquicio entre los cuerpos, que se unieron durante el sueño. Cuando Meja despertó, brazos y piernas se habían entrelazado, como queriendo alimentarse la una de la otra. No había comida, solo leche tibia en un termo que compartían. El estómago de la recién llegada resonó en el silencio.

—Mis tripas ya han dejado de quejarse —dijo Hanna—. Hace mucho tiempo que se rindieron.

Ella caminó en círculos por el suelo húmedo. La cabeza le dolía si se movía demasiado rápido, pero el mareo había desaparecido. Carl-Johan la echaría de menos. Él nunca dejaría que ellos le hicieran daño. Puede que ni siquiera supiera lo que le habían hecho, que fuera por ahí buscándola desesperado. Sí, debía de estar buscándola. Además, acabarían echándola de menos en el instituto de Tallbacka si nunca volvía a aparecer por allí. Lelle se daría cuenta, estaba segura. Y Silje, quien la llamaba varias veces a la semana al teléfono fijo para quejarse de Torbjörn. Llevaría un tiempo, pero tarde o temprano la preocupación cundiría entre sus allegados.

—La gente sabe que estoy aquí. No va a pasar mucho tiempo hasta que venga alguien.

—A lo mejor nos matan primero y se deshacen de las pruebas. Se aseguran de que no quede ni rastro de nosotras.

La voz de Hanna sonaba tan oscura como las sombras de las esquinas.

—No digas eso.

—No soy la primera. Ha habido alguien más aquí antes. He encontrado rastros.

Tras levantarse la manga del jersey, le mostró un coletero de color lila, lleno de pelos rubios enganchados a la tela.

—¿Ves? Esta goma ya estaba aquí cuando yo llegué.

—Saben que estoy aquí —reiteró Meja girando la cabeza—. Tanto Silje como mi profesor.

Dormían cuando se abrió la puerta. Meja solo alcanzó a ver una sombra en la rendija y un objeto que introducían dentro del habitáculo. Al acercarse, ya habían vuelto a cerrar. Una cesta de comida humeaba en el suelo, y el olor se difundía con rapidez en el reducido espacio. Ella gritó hacia la rendija cerrada, la emprendió a puñetazos con la hoja de hierro hasta que la piel herida se desgarró y comenzó a sangrar de nuevo. Luego, se dejó caer y se volvió hacia Hanna, que seguía acostada en el catre. Sus ojos brillaban como estrellas en su rostro devastado.

—Ya te he dicho que no sirve de nada.

Meja reconoció la comida de la madre de su novio. El pan casero y las albóndigas elaboradas con centeno y sangre. La cremosa mantequilla de sabor salado que ella misma preparaba y que se derretía en la boca. La compota de arándanos rojos más líquida de lo habitual y el café que dejaba abundantes posos en el fondo de la taza. Todo era obra de Anita.

Anita, la del pelo plateado y el camisón que bailaba sobre la escarcha. Recordó la severidad en sus ojos cuando la encontró junto a Göran aquella vez, su voz cortante al echarlo de allí. Su enjuto brazo, protector, rodeándolo de la cintura, completamente consciente de lo que su hijo era capaz de hacer.

Al ver aquellas viandas comprendió que todos la habían traicionado. Göran, Birger, Anita..., tal vez incluso Carl-Johan. Siempre hacía lo que decía su padre, nunca cuestionaba nada. Recordó cómo el orgullo hacía que se le torciera la boca cuando hablaba de ellos: «Sin mi familia, yo no sería nada».

No le hizo falta abrir los ojos para saber que estaba nevando, se oía en el silencio. Ahora, todo quedaría enterrado, todo se pudriría hasta ser irreconocible. Podía sondear todo lo que quisiera los bosques sepultados en el manto blanco: nunca llegaría lo bastante hondo como para encontrar lo que se escondía debajo. En el aula, la silla de Meja llevaba dos semanas vacía. Decidió que no podía esperar más: se veía incapaz de vivir con dos sillas vacías. Sobre todo, una vez llegada la nieve.

De hecho, Lina estuvo a punto de nacer en la nieve. Habían alquilado una cabaña en las montañas esa Semana Santa, a pesar de que Anette parecía estar a punto de explotar de un momento a otro. Extendieron unas pieles de reno sobre el manto níveo y se sentaron al sol, con los ojos llorosos de tanta claridad. Los abetos se ocultaban bajo una pesada capa blanca que comenzaba a fundirse. Se aflojaron los monos de esquí y ella cogió su mano y se la puso sobre el jersey de punto, para que él sintiera las patadas de la criatura. Se echaron a reír allí, a la luz del sol, deseosos de que naciera y aterrorizados ante lo que les esperaba. Solo unos instantes después, la cara de Anette se contrajo y se llevó las gruesas manoplas de lana al vientre. El bebé no se contentaba con dar patadas, quería salir, salir a la nieve que goteaba y al fuego que lamía la bóveda del cielo. Salir a encontrarse con todos los que lo esperaban. La piel en la que se sentaba ella se cubrió de una mancha oscura. No tenían más que la moto para marcharse de allí. Fue Lelle quien la llevó al hospital, a pesar de que no recordaba nada después. Nada más que la luz y la nieve y los ojos que no paraban de llorar.

Le quedaban diez cigarrillos del verano. El tabaco, apelmazado, había perdido el aroma, y el pitillo que encendió chisporroteó desagradablemente al darle las primeras caladas. Ya no oía las protestas de Lina ni tampoco su imagen se aparecía ante sus ojos. Solo veía su rostro alterado en el retrovisor sucio; su propia piel, que, en ausencia de barba, revelaba su recién adquirida flacidez. A veces se preguntaba si ella lo reconocería el día que regresara a casa. O si ambos habrían cambiado sin remedio.

Seguía fumando mientras limpiaba con una mano las ventanillas desde dentro para ver a través de la capa de vaho y humo que lo envolvían. Le pareció oír al vecino gritar algo al otro lado del seto; no obstante, se hundió rápidamente en el asiento con el cigarro aún encendido entre los labios. Las ramas de los abetos ya empezaban a doblegarse con el peso de la nieve, que caía sin cuajar todavía. Una vez en la Carretera de Plata, donde los automóviles dejaban surcos sucios en la blancura, tiró la colilla al exterior. Hubo un tiempo en que el invierno había sido hermoso, pero ahora solo era capaz de ver aquello que lo afeaba.

El letrero que indicaba el camino a Svartsjö se hallaba coronado por una caperuza de nieve reciente. A continuación, una capa limpia e intacta recubría el estrecho sendero de grava que conducía a la verja, sin rastros de coches o de pisadas. Nadie parecía haberlo recorrido desde que comenzó a nevar. Dejó el motor en marcha y salió para llamar por el interfono. Pisó la nieve fresca mientras oteaba hacia la casa hasta que la voz de Birger resonó en el altavoz.

—¿Quién es?

—Soy Lennart.

La respuesta tardó unos instantes en llegar.

—Adelante.

Al abrirse, la puerta arrastró consigo una montaña de nieve a un lado. Todavía caía algún copo que otro. El encapotado cielo solo permitía imaginar la luz del día tras las nubes. Pronto, la oscuridad volvería a cernirse sobre el mundo. No tenía mucho tiempo.

El patriarca lo recibió en la cocina, igual que la última vez. Una olla hervía en el fogón, y por la estancia se propagaba un suculento olor a carne cocida. No se veía rastro de Meja ni de los hijos. Lelle permaneció en la puerta con el gorro en la mano, como un colegial, moqueando y limpiándose la nariz amoratada por el frío. No iba a quitarse el abrigo, así lo había decidido.

—No me voy a quedar, solo he venido para ver cómo se encuentra Meja.

—Bueno, pero al menos un café te tomarás, ¿no?

Birger asomó la cabeza a una habitación contigua y llamó a su mujer. Se apreciaba un tono de impaciencia en su voz, como si estuviera gritándole a un perro desobediente.

—No os molestéis —replicó él.

No obstante, su anfitrión se empeñó en colgarle la chaqueta. Él, sin embargo, no permitió que le recogieran el maletín donde guardaba el examen de matemáticas. Al cabo de unos segundos, asiéndolo con fuerza de las asas, entró en la cálida y aromática cocina. El patriarca sonrió y en sus mejillas se dibujaron unos hoyuelos.

—Bueno, ya tenemos aquí el invierno. Ahora no queda otra que agachar la cabeza y hacer de tripas corazón.

Lelle resopló.

—Pues sí, aquí lo tenemos.

—No sabía que los maestros hicierais visitas a domicilio hoy en día.

—Iba en el coche y se me ocurrió venir a ver cómo anda Meja. Lleva un tiempo sin asistir a clase, así que entiendo que debe de ser algo más o menos grave.

—Tiene gripe, la pobre. La ha dejado completamente baldada.

Birger negó con la cabeza, haciendo bambolear sus fofos carrillos; de no ser por sus ojos, se habría asemejado a un perro. Pero no había nada perruno en esa mirada.

—¿Ha ido al médico?

—No, pero ya está mejorando. Se va a recuperar estupendamente ella sola. Además, tengo aquí a la parienta para cuidarla. Se le da mucho mejor que a todos esos que se hacen llamar médicos.

El olor a carne era tan intenso que Lelle casi podía saborear el alce que se cocía en el fogón. Sin embargo, advirtió que tenía la boca seca al mostrar el archivador.

—¿Podría verla un momento? He traído el examen parcial que, por desgracia, se ha perdido. Quiero darle la oportunidad de que lo haga desde casa para que sus notas no se resientan.

Antes de que Birger contestara, Anita apareció en el umbral. Tenía un aspecto desconcertado, la mirada perdida y una melena leonina le caía sobre los hombros.

—Aquí estás —dijo su marido—. ¿Podrías subir a ver si Meja tiene fuerzas para sentarse con nosotros un ratito?

La mujer los miró a ambos como si no reconociera a ninguno de ellos. Acto seguido se llevó una mano al pecho, el cual se le contraía en fuertes espasmos al respirar.

—Claro que sí —logró exclamar antes de desaparecer de nuevo.

Su marido sacó una silla para Lelle.

—Es muy amable por tu parte venir hasta aquí. No todos los profesores harían algo así por sus alumnos.

—No lo sé.

Él se bajó la cremallera del jersey y probó el café. El líquido, abrasador y amargo, hizo que su estómago protestara. La habitación entera parecía bullir a su alrededor.

De la planta superior llegaron unos ruidos sordos que lo obligaron a guardar completo silencio para oír mejor. Birger mantenía su acuosa mirada en él, sin dejar de sonreír. Lelle sintió cómo el sudor le recorría la espalda.

—¿La habéis pasado también alguno de vosotros? —preguntó—. La gripe, digo.

—Nosotros estamos hechos de otra pasta. Casi nada nos afecta.

Él murmuró asintiendo. Al otro lado de la ventana comenzaba a acercarse el crepúsculo y todo estaba en calma. Excepto algún que otro ladrido procedente de la caseta de los perros, no había signos de vida. Su anfitrión apoyó las manos sobre la mesa; llevaba el jersey arremangado, exponiendo su piel varicosa y la aspereza de sus muñecas. Se notaba que era una persona a la que no le importaba trabajar duro.

—Meja ha hablado de dejar el instituto —dijo.

—¿En serio? No me había dicho nada.

—Sí. Dice que la escuela no es lo suyo, que prefiere ponerse a trabajar.

—Espero que la disuadáis. Es importante que termine su educación.

Birger soltó un gruñido. Lelle reparó en los bordes mugrientos de sus uñas. Daba la sensación de que hubiera estado cavando en el suelo con las manos. Sentado muy al borde de la silla, quiso preguntarle por sus hijos, pero no se atrevió; en su lugar, permaneció en un incómodo silencio mientras el patriarca lo observaba fijamente y la carne de alce burbujeaba en el fuego.

Por fin, Anita bajo la escalera, sola.

—La pobre está durmiendo. Me da pena despertarla.

Él levantó la vista hacia el techo, como si pudiera invocar la presencia de su alumna con el mero pensamiento. El maletín le golpeó los vaqueros cuando se levantó. Echó un vistazo primero a la escalera y luego a Birger, quien seguía con la sonrisa estirada en su semblante.

—Deja el examen aquí. Nosotros se lo daremos cuando se despierte.

Lelle vaciló. Las asas del archivador de plástico le quemaban los dedos. Finalmente, acabó por soltarlo.

—Decidle que no dude en llamarme si tiene alguna pregunta sobre el examen.

Al salir de nuevo a la blancura respiró hondo para quitarse de encima el olor de la carne y la sensación de que el mundo estaba a punto de desmoronarse una vez más. Una nueva colcha perlada cubría las ventanillas del coche, que tardó un buen rato en retirar con la manga de la chaqueta. Mientras lo hacía, no dejaba de mirar hacia los cristales iluminados de la casa, con la esperanza de entrever a la chica al menos un instante. No quería dejarla con esa gente. La imagen de su hija sola en la parada del autobús acudió a su mente. Birger aguardaba a que saliera detrás de la ventana de la cocina. A regañadientes, subió de nuevo al vehículo y avanzó por la nieve. Cuando llegó a la verja, esta se hallaba ya abierta de par en par, conminándolo a marcharse de allí.

Tras despertarse en la habitación de Lina, le llevó todo un maldito minuto darse cuenta de que ella no estaba a su lado. Tenía la cabeza a los pies de la cama y notaba el edredón mojado, como si hubiera sudado a raudales durante el sueño. La ventana de ese dormitorio daba al norte, de modo que en invierno siempre se hallaba engalanada con cristales de hielo y largos carámbanos que caían desde el caballete del tejado. Imberbes adolescentes de torso desnudo le devolvieron la mirada desde los pósteres de las paredes, donde, en una estantería, se apelotonaban los lomos de los libros: la manoseada (y releída hasta la saciedad) trilogía de El Señor de los Anillos brillaba al sol invernal, junto a varios tomos negros sobre vampiros. A ella le encantaba ese tipo de literatura.

Anette se había llevado sus diarios, junto con su bisutería y su ropa. Seguramente también los había leído, teniendo acceso a una información a la que ninguno de ellos debería acceder, como que Lina ya no era virgen, o que había probado el hachís en una fiesta universitaria en Luleå. Él no quería enterarse de los secretos de su hija. Se contentaba con las cosas que ella le había contado. Lo que quería que él supiera.

Incorporándose, acarició lleno de ternura la colcha de retales con su áspera mano, como si se tratara de un perro viejo. Solía acabar en ese cuarto cuando bebía, lo cual no le gustaba nada. Le inquietaba ver cómo su propio olor se apoderaba del ambiente desplazando al de ella. En un principio, todo en aquella estancia desprendía un intenso aroma a Lina: su ropa, su cepillo del pelo, las propias paredes. Pero ahora, tras haber pasado tantas horas y noches allí, él había acabado por borrar su presencia. Era imperdonable.

Intentó recordar por qué se había dado a la bebida la noche anterior: solo podía echarle la culpa al invierno. A la oscuridad que cercaba la casa y frustraba su búsqueda. Al frío sempiterno que se colaba hasta lo más profundo de la tierra, estrangulando cualquier vida. No soportaba la idea de que ella estuviera allí fuera, perdida en algún sitio, muerta de frío. Por eso bebía. Para evitar pensar en ello.

Tras bajar a la cocina permaneció un largo rato inclinado sobre el fregadero, peleando contra sus propias náuseas. De vez en cuando, tomaba un sorbo de agua, hasta sentirse lo bastante fuerte para preparar café. A pesar del resplandor de la nieve, aún reinaba la noche fuera. Intentó mirar más allá de su reflejo en el cristal negro. Eso era lo que más aborrecía de la oscuridad: tener que verse a sí mismo, el hecho de que todo se volvía hacia dentro.

Encontró el número de Birger Brandt en el listín telefónico de Eniro en Internet. Lo marcó sin detenerse a reflexionar, solo sabía que quería oír la voz de Meja. Sin embargo, lo único que escuchó fueron los tonos monocordes de la llamada. Nadie contestaba. Colgó y volvió a llamar, una y otra vez, hasta que el café se enfrió y la luz grisácea del mediodía penetró en la estancia.

Apenas se vistió para salir. Se enfundó en los mismos vaqueros y calcetines que el día anterior y luego se puso el abrigo encima de la camiseta con la que había dormido. Se pasó una mano por el pelo estropajoso y fue consciente de cómo el olor de su cuerpo sin asear se mezclaba con los efluvios del whisky que emanaban de sus poros.

Entreabrió una ventana para dejar que el aire frío barriera el interior. La escarcha se aferraba a los abedules, que alargaban su esqueleto hacia el firmamento. Se le antojaba un milagro que no perecieran bajo las temperaturas heladas. Parecía algo contrario a la razón que alguna vez pudieran llegar a revivir.

Sudores fríos le recorrían el cuello al enfilar el camino hacia Svartsjö. En casa de los Brandt seguían sin coger el teléfono. Conducía a tal velocidad que casi no le dio tiempo a frenar ante la verja. La condenada cancela que se erigía como una sombra a la mortecina luz del día delante de él. Virando el coche levemente a un lado, levantó la vista hacia los barrotes cubiertos de blanco y se preguntó si sería capaz de trepar por ellos. No obstante, seguro que ya lo habían visto.

La voz de Birger tronó al otro lado del altavoz cuando llamó al interfono.

—¿Qué pasa ahora?

—Vengo a hablar con Meja.

Un crepitar eléctrico rompió el silencio al cabo de unos instantes, justo antes de que la verja se abriera. Al otro lado habían despejado el camino de nieve, que se amontonaba a los lados en bloques sólidos y fulgurantes. La chimenea de la vivienda humeaba; la fachada roja campaba orgullosa en medio de la blancura. Todo recordaba a una estampa navideña, si uno tenía el espíritu para ello. Observó las ventanas de la planta superior sin hallar nada más que las cortinas echadas.

El patriarca lo recibió en el porche.

—Menudo ir y venir te traes últimamente.

—Solo vengo a recoger a Meja.

Dentro de la cocina estaba Anita, rodeada de vapor de agua. Sobre el fregadero, ante ella, reposaba un recipiente lleno de sangre espesa y harinosa; su mano goteaba cuando la levantó para saludarlo.

—Como ves, nos pillas un poco ocupados —declaró Birger.

—No tengo intención de quedarme, solo quiero recoger a Meja.

—Debe de haber un malentendido. Meja no está aquí.

Lelle permaneció en el umbral, intentando en vano respirar por la boca para ahorrarse el hedor a sangre de cerdo. Se palpó con una mano debajo del cinturón, donde solía colgar la funda de la pistola. Sin embargo, el arma se hallaba ahora en poder de Hassan. Solo le quedaban los gritos de advertencia de Lina resonándole en los oídos. «¡Sal de ahí, papá! Da media vuelta y vete».

—Pero si me dijisteis que estaba enferma, que estaba durmiendo.

—Ya, pero se ha marchado esta mañana.

—¿Sabéis adónde?

Birger negó con la cabeza.

—Ha salido de la finca muy temprano. Tal vez su madre la esperaba para recogerla en la carretera. No ha querido decirnos nada. Me da a mí que Carl-Johan y ella han debido de tener bronca, ya sabes cómo son los jóvenes.

Su tono tranquilo y su gesto de despreocupación le pusieron la piel de gallina.

—¿La habéis dejado ir a pie con este frío? ¿No podríais haberla llevado en coche?

—Es que quería caminar. Meja no es una niña, Lelle, no podemos controlarla.

Birger sacó una silla para su invitado, pero este permaneció de pie. El cuello de Anita, allí inclinada sobre la sanguinolenta masa de las albóndigas, había adquirido un furioso color rojo; bajo su piel se vislumbraba su crispada arteria, así como los estremecimientos que recorrían su delgado cuerpo al cocinar. Su inquietud resultó contagiosa, porque, al momento, él comenzó a chorrear sudor bajo el chaquetón. Lelle comenzó a retroceder hacia la puerta. El patriarca lo siguió, mostrándole sus separados dientes.

—Entra y siéntate, Lelle. Creo que te vendrá bien.

—No, no os voy a molestar más. Os pido disculpas por haber irrumpido aquí de esta manera, no sé qué pronto me ha dado.

Acto seguido abrió la puerta principal y salió al frío. El eco de los ladridos de los perros resonaba en el recinto. De repente, allá, junto al granero, vio cómo se movía algo, como si alguien rondara tras una esquina. Subió al coche y condujo en dirección a la verja de salida.

Al llegar, frenó y se quedó esperando a que le abrieran, con los dedos tensos en torno al volante. Transcurridos unos instantes, seguía sin pasar nada, de modo que acercó el automóvil a la entrada un poco más, tanto que rozó el hierro con la carrocería. De pronto sintió que era cuestión de vida o muerte salir de allí, alejarse de esa gente. La cancela permaneció cerrada. Exasperado, se apeó y se puso a agitar los brazos, gritando para que le abriesen. Al fondo apareció por fin la figura de Birger. Este se montó en un escúter y arrancó con tal estruendo que hizo que los pájaros alzaran el vuelo de los árboles. Un reguero de humo de nieve lo seguía mientras se acercaba. Lelle noto cómo los músculos del cuello se le tensaban cuando su anfitrión frenó junto a él.

—Esta verja nos está dando la lata, pero puedo abrirla manualmente.

Bajó de la moto y, con ambas manos, agarró algo que parecía una barra de hierro. Él se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—¿Puedes empujar un poco aquí? —El dueño de la finca señaló los barrotes superiores.

Aproximándose, Lelle apoyó las palmas sobre el frío acero y empujó con todo su peso corporal. A su lado, Birger apretó la barra en la oscura ranura por donde había de abrirse la puerta. Aunque de sus jadeos nacían nubecillas blancas de vaho, sus esfuerzos parecían ser en vano, pues la verja continuó inmóvil como una roca.

Él sintió que el pánico le invadía el pecho ante la idea de quedarse atrapado allí sin poder salir. Tomó impulso de nuevo y apretó el acero inquebrantable con cada una de sus fibras musculares. Al cerrar los ojos por el esfuerzo, no pudo ver que su anfitrión levantaba el hierro para atizarle en la nuca. Un dolor cegador le flageló como un relámpago la espina dorsal antes de que todo se sumiera en las tinieblas.

En el búnker el tiempo se detenía. Dormían para matarlo, para poder escapar de él un rato. Resultaba difícil realizar un seguimiento de las horas y las jornadas, saber cuántos días iban pasando. Las pocas veces que se abría la puerta, apenas tenían ocasión de reaccionar. Solo percibían cómo alguien metía un nuevo cesto de alimentos en la penumbra y, luego, las vibraciones de la puerta al cerrarse de nuevo. Aunque Meja ya había dejado de gritar a quienquiera que acudiera con el canasto, la rabia brotaba en su interior al echar mano de aquella comida que le resultaba tan familiar, demasiado hambrienta como para no tocarla.

Hanna permanecía inmóvil en el camastro. En la oscuridad costaba distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados; se superponían los cardenales y las zonas sombreadas de su cara. Su cuerpo delgado desaparecía en las sucias sábanas. Ella la tocó con suavidad.

—¿No comes?

La chica hizo una mueca.

—¿Hay sopa de escaramujo?

Había dos termos, uno con café y otro que contenía un líquido dulce. Meja desenroscó la tapa y aspiró el aroma.

—Esto es chocolate caliente. ¿Quieres?

—Puedo intentarlo.

Hanna se incorporó y observó cómo sacaba pan y mantequilla y vertía la sustancia caliente. Estaba elaborada con leche fresca y espumosa, y suavizaba la garganta al tomarla. Ella, dominada por el hambre, dejó a un lado la rabia, engulló dos rebanadas bien untadas y se bebió de un trago dos tazas de chocolate mientras su acompañante apenas se mojaba los labios con el suyo.

—¿No tienes apetito?

—Mi cuerpo ya no da más de sí.

Meja se acurrucó al lado de la chica, invadida de repente por el sueño, y reposó la cabeza en su hombro huesudo a la vez que una renovada sensación de calma se adueñaba de su interior. Iban a salir de esta, de una u otra forma. En cuanto Birger o Anita se aventuraran a bajar al búnker, los haría entrar en razón.

Quería decírselo a Hanna, decirle que todo iba a arreglarse, que estaba segura de ello. Sin embargo, la lengua no parecía querer obedecer sus órdenes. Notaba la boca espesa e incontrolable, y sus labios no eran capaces de articular palabra. En su lugar, intentó alargar la mano hacia la de su acompañante, pero, a pesar de lo juntas que se hallaban, no logró siquiera levantar un solo dedo. Sus articulaciones se habían convertido en pesas paralizantes.

De repente emitió un ruido gutural al tiempo que a la chica se le caía la taza. El chocolate se derramó sobre las sabanas y sobre sus vaqueros; no obstante, ninguna de las dos se movió lo más mínimo. Lo que hicieron fue desplomarse aún más la una sobre la otra. Meja luchó desesperada contra la fatiga que le sellaba los párpados, mientras que Hanna ya se había rendido; los músculos del cuello se le habían relajado y la cabeza le colgaba sobre el pecho. Al ser consciente de ello, quiso gritar para despertarla, pero ella misma ya estaba fuera de combate.

«Esto es lo que se siente al morir», le dio tiempo a pensar antes de que el mundo se disolviera ante sus ojos.

Le habían atado las manos con unas cuerdas que le raspaban la piel hasta hacerla sangrar. Olas cegadoras le punzaban la cabeza a intervalos alternos. Durante los momentos en que dormía, soñaba que su cráneo era demasiado pequeño y que amenazaba con exprimirle los sesos. Cuando se despertó, tenía la mejilla apoyada en un frío suelo de cemento y el dolor le latía como un segundo corazón en la sien derecha. Le habían dejado agua en un cuenco; se inclinó y bebió como un perro. Al hacerlo, cesaron los dolores y reparó en el silencio que lo envolvía, cayendo en la cuenta al cabo de unos segundos de que únicamente podía oír los ruidos procedentes de su persona: el jadear de los pulmones, el latido del corazón. Nada más. Apoyó la oreja en el muro, sin percibir un solo sonido, ni voces, ni pasos, ni viento. No había ventanas ni luz natural, solo una fría luz blanca que irradiaba una bombilla solitaria que pendía en un rincón. O bien se hallaba bajo tierra a gran profundidad, o era evidente que habían hecho un gran esfuerzo por aislar dicho espacio. En cualquier caso, la intención estaba clara: mantener cautivo a un ser humano sin tener que preocuparse por los gritos.

De pronto le vino a la mente la imagen de Lina. Acto seguido lo invadió una sensación de asfixia. Entonces empezó a jadear y a hiperventilar hasta que las paredes comenzaron a temblar a su alrededor. A excepción de un pequeño rayo de luz a lo lejos, el resto se ahogó en la oscuridad. Eso era lo que tanto había temido: que la hubieran encerrado maniatada en el silencio más absoluto. Enterrada viva. Eran esos muros sin ventanas los que aparecían en sus pesadillas, los que lo empujaban a seguir buscando. Ahora él estaba ahí. Al sentir su cara húmeda, se lamió el salado llanto con la punta de la lengua para que nada más se le escapara.

Cuando llegó Birger, los dolores habían regresado. Lelle yacía en posición fetal con las manos atadas colocadas delante de la cara a modo de escudo. No oyó cómo se acercaban los pasos, solo el bostezo de la puerta al abrirse, tras lo cual la silueta se recortó a contraluz. El haz de la bombilla dibujaba sombras oscuras en su semblante. Él se arrastró hasta incorporarse.

—Birger, ¿qué demonios estáis haciendo?

El patriarca se desplomó en la silla de madera, descansando la punta de la lengua en el labio superior un buen rato antes de comenzar a hablar.

—Lelle, nadie mejor que tú sabe que es nuestra obligación hacer todo lo que podamos por nuestros hijos. Su sufrimiento se convierte rápidamente en el nuestro propio. La ley natural nos ordena protegerlos, luchar por ellos, dar hasta nuestra última gota de sangre si es necesario, porque al final son todo lo que tenemos.

Él escupió unas cuantas lágrimas saladas al suelo mientras se esforzaba por mantener la calma.

—¿Dónde está Meja?

Birger parpadeó en la oscuridad.

—Meja está bien, no te preocupes. Obtendrás respuesta a tus preguntas siempre que tengas paciencia para escucharme.

—¡Te escucho!

Una sonrisa se dibujó en el rostro pálido de su interlocutor, quien cruzó las piernas antes de tomar carrerilla.

—Todo lo que hacemos lo hacemos por nuestros hijos. En eso creo que estamos de acuerdo, Lelle. Compré este terreno porque quería crear un lugar seguro para que mis retoños crecieran, lo más lejos posible de las garras de la sociedad. A lo largo de todos estos años, Anita y yo nos hemos partido el lomo con afán de que nuestros vástagos nunca tengan que depender de la jungla corrompida que se extiende más allá de nuestras puertas...

—¡Desátame las manos, Birger, por amor de Dios!

—Me temo que no puedo. Aún no.

Inclinando la cabeza a un lado, miró a Lelle, desafiante.

—¿Sabes por qué aborrezco el mundo?

Él escupió de nuevo, intentando arrancarse las cuerdas.

—Lo aborrezco porque he sido víctima de él desde el día en que nací. Fui un niño no deseado, mis padres no querían saber nada de mí. Así que fue al Estado a quien le tocó convertirse en mi madre amantísima, el que tuvo que proporcionarme familias de acogida, cuidadores y otros sádicos autorizados. No te aburriré hablándote de toda la violencia a la que fui sometido en mi infancia; todo lo que puedo decirte es que mi confianza en el Estado y en sus ciudadanos murió mucho antes de llegar a la mayoría de edad.

—No me interesan tus dramones familiares.

Los labios de Birger se curvaron en un mohín triste.

—Creo que sí te van a acabar interesando. Por desgracia, un drama conduce fácilmente a otro, se ramifica como una mala hierba que nunca muere y mata al resto de las flores. La tristeza es una enfermedad infecciosa, Lelle. Pasa de una persona a otra, lo queramos o no.

Lelle hizo una mueca.

—¿Qué tengo yo que ver con tus mierdas?

—Enseguida encajarán todas las piezas, te lo prometo —dijo el patriarca—. Esta es una historia que trata de nuestros hijos. Quiero hablarte de mi hijo Göran.

Interrumpiéndose, se quitó las gafas y exhaló sobre los cristales sucios, empañándolos.

—Göran no es como los demás, a ver si me entiendes. Su mente está enferma. Desde el principio nos dimos cuenta de que llevaba algo oscuro en su interior. Ya desde pequeño se dedicaba a atacar a los animales con palos y piedras. En una ocasión prendió fuego a la perrera. Mostraba, en definitiva, una conducta lamentable que solo se puede curar con mano firme y con mucho amor.

—Parece que el chaval necesita un psicólogo o un psiquiatra.

—Nadie lo conoce mejor que su madre y yo. Nunca se nos ocurriría ponerlo en manos de otra persona, teniendo en cuenta lo mucho que nosotros sufrimos en nuestra infancia estando a cargo de otros. Sabemos lo que significa perder todo poder y dignidad, de manera que en la vida haríamos pasar a nuestro propio hijo por ello. No, en su lugar decidimos ocuparnos de Göran aquí en casa. Le enseñamos a respetar a los animales y a controlar sus impulsos. Y nos salió bien, conseguimos que se tranquilizara. Hasta que llegó a la pubertad. ¿Sabes lo que dicen de la adolescencia, Lelle? Es un condenado cóctel de hormonas y de no se sabe qué más que te hace perder por completo la razón. Además, no facilitaba las cosas que el físico del chico jugara en su contra. Como todos los otros jóvenes, quería echarse novia, naturalmente. Comenzó a rondar por los pueblos echando las redes a ver si pescaba algo, a ver si lograba encandilar a alguna muchacha. Pero, como ninguna picaba, acabó frustrándose, el pobrecillo. Así que empezó a buscar otras soluciones.

A Lelle se le pusieron los pelos de punta.

—¿Qué quieres decir?

—Comenzó a encargarse él mismo del asunto, por así decirlo. Por supuesto que ni mi mujer ni yo sabíamos nada de eso. Hasta que sus hermanos no vinieron a contarnos ciertas cosas no nos percatamos de que había sufrido un rebrote de su enfermedad, y que la cosa era peor de lo que jamás imaginamos.

—¿Su enfermedad?

—Su mente oscura lo llevó a meterse en líos de mucho cuidado. Empezó a acosar a las chicas. Estaba harto de que siempre le dieran calabazas, y ello desató sus reacciones más agresivas. No es algo de lo que estemos orgullosos, y nos dejamos la piel intentando meterlo en cintura. Lo pusimos a trabajar duro, a ver si descargaba sus frustraciones de una manera más productiva. Otra vez nos salió bien la jugada. Al principio, al menos. Se tiró un año entero construyendo su propio búnker junto al pantano, no quería que nadie le ayudase lo más mínimo. Por supuesto, había aprendido todo lo básico de mí. Ya contábamos con dos búnkeres en la finca, pero Göran quería el suyo propio. Huelga decir que no pusimos objeción. Estábamos orgullosos de él, de que hubiera tomado tamaña iniciativa. Nunca habríamos podido imaginar a qué conduciría todo eso.

Lelle se apoyó con todo su peso en la pared, tratando de mantener la cabeza inmóvil para no ceder a las náuseas. Birger insertó su dedo índice debajo de los gruesos cristales de sus gafas y se enjugó los lagrimales llorosos.

—Tardamos varios meses en percatarnos de lo que había hecho. Göran nunca ha conseguido ver la diferencia entre los animales y las personas. Para él, es lo mismo cazar alces que cazar mujeres: todos son presas a las que abatir. No entiende que no se puede capturar a una persona así, por las bravas.

La cara del patriarca perdió la compostura; su barbilla y sus carrillos comenzaron a temblarle. Él continuó recostado contra el muro, petrificado. Una sensación de irrealidad lo había envuelto en una neblina muda. No quería escuchar más; sin embargo, la lengua no le obedecía, no lograba emitir ni un solo gemido de protesta.

—Fueron mis otros hijos quienes un día acudieron a nosotros y nos dijeron que Göran tenía a una chica encerrada en su búnker. Él no había logrado guardar el secreto; le debió de resultar insoportable no poder compartirlo con nadie. Además, ardía en deseos de enseñársela a los demás, claro. Como un trofeo. Fue una conmoción enorme para nosotros, te lo aseguro. Esto ocurrió alrededor de San Juan, hace tres años. Y como a estas alturas te imaginarás, la que estaba en el búnker era tu hija. Tu querida Lina.

Oyó el chillido, un alarido animal que hizo que todo su interior se helara de golpe. Lo oyó, pero pasó un buen rato antes de ser consciente de que provenía de su interior. Su interlocutor se levantó de la silla y comenzó a alejarse de él en dirección a la puerta. Un arma en la que Lelle no había reparado antes brillaba en la mano de Birger, quien esperó hasta que el silencio cayó de nuevo sobre ambos.

—No me hace ninguna gracia tener que decirte esto, pero la perdimos la Navidad pasada. Según Göran, fue un accidente, un juego que se le fue de las manos. Él nunca quiso matarla. Lo siento, Lelle. Lo siento en el alma.

Las paredes comenzaron a palpitar al compás de su corazón, toda la habitación se tambaleó. Su cuerpo se estremeció en violentas sacudidas. Algo acaba de reventar en lo más hondo de su ser, dejando escapar a chorros su propia fuerza vital.

Los ojos lo traicionaban, le costaba fijar la mirada. Aun así, logró distinguir a Birger parado en el umbral, con una mano en el picaporte de la puerta y la otra en el arma, como atenazado por el miedo. Lelle albergó de pronto la esperanza de que tuviera pensado matarlo de un tiro. Arrastrándose, se acercó a su captor tanto como pudo.

—¿Dices que mi niña murió en Navidad? ¿Estás diciéndome que la dejasteis encerrada en un búnker durante dos años y medio? ¿Para que sirviera de juguete a tu hijo demente?

—No teníamos opción, Lelle, has de entenderlo. El daño ya estaba hecho. Si la hubiéramos puesto en libertad, lo habríamos perdido todo; la obra de una vida entera se habría echado a perder. Y no voy a permitir que el Estado se lleve a nuestro muchacho. Sobre mi cadáver.

El pecho comenzó a abrírsele de par en par, como si el corazón no aguantara más en su interior. Apretando las manos en la tela de la camisa, Lelle cerró los ojos y distinguió la figura de Lina ante él.

—Quiero verla. Quiero ver a mi hija.

—Me temo que no hay mucho que ver —replicó Birger con voz trémula—. Pero puedo mostrarte dónde está. Y os enterraremos juntos, te lo prometo.

No estaba seguro de seguir con vida. Tanto el cuerpo como la cabeza se negaban a responder. El tiempo se había detenido para pasar a ser otra cosa, algo engañoso e inasible. Oía la voz de Birger justo al lado, pero no era con él con quien hablaba.

Poco después se cernieron sobre él. Unas figuras largas y delgadas lo agarraron por debajo de las axilas y por los tobillos, lo levantaron, lo llevaron en volandas a través de un pasillo y lo subieron por una escalera, por la que cada paso resonaba como un hachazo en la cabeza. Así, hasta salir a una noche que lo deslumbró después tantas horas a oscuras.

Lelle se balanceaba entre sus manos. Arriba, ardían las estrellas, y el frío, que penetraba en su liviana ropa, le despejó la mente. Vio sus caras pálidas bajo los gorros invernales. No eran más que unos muchachos jóvenes, de gesto resuelto y mirada huidiza. Se oyó a sí mismo increpándolos, diciendo que los mataría a todos. El más alto de ellos sonreía con sus carrillos granujientos; él intentó agarrarlo a pesar de que tenía los puños atados, lo que solo consiguió hacerle sonreír aún más.

Lo trasladaban al bosque. Las copas de los pinos se agitaban inquietas sobre su cabeza y una gélida luna arrojaba un tétrico brillo entre los árboles. Finalmente, lo dejaron en un claro, arrodillado en la nieve recién caída. Delante de él, se abría un hoyo cavado en la tierra. El ferruginoso terreno negro parecía respirar con vida propia en medio de la cruda noche, como esperando a tragárselo. Aunque la humedad se filtraba implacable a través de la fina tela de sus vaqueros, Lelle ya no sentía el frío. Miró a su alrededor, miró el montículo, las palas y los semblantes pálidos que lo rodeaban. Los de Birger y sus hijos. Sus bocas exhalaban un vaho blanco y sus pies intranquilos hacían crepitar la escarcha. El patriarca se colocó detrás de él, todavía con la pistola en la mano. Oyó cómo quitaba el seguro al arma antes de hablar con voz ronca.

—Siento que tenga que ser así, Lelle. ¡Bien lo sabe Dios!

Debería haber protestado. Debería haber suplicado y rogado por su vida; sin embargo, en su lugar, permanecía allí, inmóvil, con la cabeza en el suelo. Vio a Lina a su lado. Se escuchó a sí mismo susurrar su nombre entre respiración y respiración. Uno de los chicos se impacientó.

—Vamos, papá. Dispárale.

El tiempo se detuvo; solo los pinos seguían vivos y contorsionándose. Sentado a la mesa del comedor, miró a su hija, contempló sus ojos enmarcados por el flequillo, sus dientes torcidos al hacerle una mueca.

—¿A qué esperas?

—Aquí está ella, Lelle. Tu hija.

No le dolería, no sentiría nada en absoluto. Su sangre mancharía la nieve y su cuerpo se pudriría y serviría de soporte a las flores de diente de león que brotaran al llegar la primavera. Ya nunca más recorrería la Carretera de Plata con un cigarrillo en la boca y la mirada fija en el bosque. Ya había dado con ella. Sus pesquisas habían terminado.

Cerró los ojos y esperó. Entonces sintió el tacto del cañón de la pistola rozándole la nuca. Luego, vino el disparo. Un gimoteo sordo en los tímpanos, como si hubiera perdido la audición. Los músculos se rindieron y se le aflojaron.

Al cabo de un par de segundos los abrió y vio que Birger había caído hacia delante, llevándose las manos al pecho. A su espalda, con el rifle todavía apuntándole, se hallaba Anita; su pelo blanco como la nieve le cubría los hombros como si fuera un abrigo de piel. Acto seguido dirigió el arma hacia los jóvenes, que retrocedieron horrorizados.

—Soltad las armas —les ordenó—. Ya basta.

Anita aún tenía entre sus manos el rifle cargado cuando llegó la policía. Había obligado a los demás, a Lelle y a los chicos, a sentarse alrededor de la mesa de la cocina, sumidos en el silencio. Su marido se había quedado fuera a la intemperie; no parecía preocuparle si había muerto o si seguía con vida. De pie, con las piernas separadas, apuntaba con el arma alternativamente hacia todos ellos para asegurarse de que la obedecían. El mayor de los chicos despotricaba y la insultaba, se rascaba con furia las mejillas llenas de costras y la acusaba de haberlo estropeado todo. Encañonándolo, su madre habló con una voz profunda, como procedente de sus entrañas:

—Le he disparado a tu padre y te pegaré un tiro a ti también como me obligues a ello.

Aunque las lágrimas resbalaban por sus fatigadas mejillas, las manos sujetaban con firmeza el rifle.

—No vas a destruir a tus hermanos. Sobre mi cadáver.

El chico se puso blanco de la ira, pero parecía entender que ella iba en serio, porque no osaba moverse de donde estaba, tan solo se limitaba a continuar arañándose y a mascullar improperios. Los otros dos sollozaban como niños pequeños tapándose con las manos.

Lelle contempló el sordo amanecer a través de la ventana. Tiritaba a pesar del calor que reinaba en la estancia.

—¿Dónde está Meja? —preguntó—. ¿Está viva?

Ella respondió apuntándole con el arma. Bajo el cabello blanco, su rostro estaba rojo por la sangre.

—Nunca estuvo previsto que muriese nadie —dijo—. Birger me prometió que todo saldría bien, que al final no importaría. Cuando el mundo colapsara, las niñas nos agradecerían estar a salvo bajo tierra y con vida. Así se suponía que debía ser. —Se secó los ojos—. Pero el mal de nuestro chico ha acabado siendo superior a nuestras fuerzas.

—No has respondido a mi pregunta —insistió Lelle—. ¿Qué habéis hecho con Meja?

Sin embargo, la mujer ya no lo miraba, se había quedado en silencio asida al rifle, como incapaz de oír ya nada más.

La oscuridad no tardó en llenarse de luces intermitentes. La policía trajo consigo un nuevo caos de pasos pesados, zumbidos de radios y voces estridentes. Anita depuso el arma y juntó sus manos agrietadas hacia delante.

—Está en el claro. Fui yo quien le disparó. —Señaló a Göran—. Es a él de quien tenéis que encargaros. Nunca será una persona normal. En cuanto a las chicas, voy a llevaros hasta ellas.

Todo ocurrió deprisa y despacio a la vez. Nada más ponerle las esposas, Lelle observó cómo la viuda de Birger se desplomaba, como aliviada de que todo hubiera por fin terminado. Su hijo mayor, en cambio, se resistió feroz. Cuando la policía se le acercó, rompió a gritar y a blandir un cuchillo de caza a su alrededor. Los ojos le ardían como hogueras negras.

—No se os ha perdido nada aquí. ¡Esta es nuestra tierra!

Fueron sus hermanos quienes lo obligaron a que soltara el cuchillo. Rodeándolo, ejercitaron algunas maniobras que debían de haber aprendido a lo largo de los años; lo tumbaron boca abajo y, mientras uno le hincaba una rodilla entre los hombros, el otro le arrancaba el arma blanca de las manos. Ambos lloraban, lívidos como un cadáver.

Lelle permaneció inmóvil, observando cómo se los llevaban, primero a la madre y luego a los chicos. La casa se sobrecargó de policías que traían la nieve y el aire frío de fuera; a él le castañeteaban tanto los dientes que le costó responder cuando le hablaron. Una agente de sonrisa amable le preguntó qué había pasado. No logró articular palabra. Alguien le echó una manta por los hombros y le puso un tazón de sopa caliente en las manos. Lelle se limitó a dejar que el vapor le acariciara la cara, sin percatarse de que se trataba de algo comestible.

Al otro lado de la ventana salía el sol. Un gentío recorría de un lado para otro la reluciente blancura mientras los perros se desgañitaban a ladridos. Acudieron más coches patrulla, la verja de la entrada permanecía ahora abierta de par en par. Alguien comenzó entonces a vendarle la cabeza. Notó el olor a sangre, aunque no le dolía nada.

—Han matado a mi hija. Y a las otras chicas.

Eso fue lo único que logró soltar. La policía, sonriente, no parecía entender lo que decía, hasta que, de pronto, salió corriendo a toda prisa, como propulsada por un repentino impulso.

—Discúlpeme —dijo antes de desaparecer en el frío.

Lelle la siguió escaleras abajo, tambaleándose al salir al barrizal de nieve y teniendo, enseguida, que volver a sentarse. Un grupo de agentes vestidos de negro gritaban con voces exaltadas.

—¡Hemos encontrado a las chicas! ¡Vivas!

El policía tenía unos ojos afables que no parecían juzgarla y que hacían que se olvidara tanto de la cama del hospital como del gotero. Meja no estaba acostumbrada a que nadie la escuchara con tanta atención, a poder relatar una historia de principio a fin. Si bien las palabras se le quedaban atascadas al principio, pronto empezaron a salir en tropel.

El hombre se llamaba Hassan y no miraba el reloj en absoluto; no parecía importarle que fuera ya más tarde de la medianoche.

—Empieza por el principio, por favor —le pidió.

Ella le habló del trayecto en tren a Norrland, de cómo habían tenido que ir sentadas durante las más de diez horas, ya que no podían pagar el coche cama. Era el viaje más largo que habían hecho, aunque ni mucho menos el primero. Torbjörn se había portado bien, aunque olía mal y coleccionaba revistas porno; sin embargo, su madre no había cambiado lo más mínimo. Daba igual lo lejos que se fueran, Silje siempre seguía siendo Silje.

Le refirió cómo la soledad en la habitación triangular del desván la empujó a salir al bosque. Allí fue donde conoció a CarlJohan, junto al lago. Justo al día siguiente dejó de fumar; tal había sido el flechazo. Evocó el aroma del cuerpo de su joven amante, quien había conseguido paliar todo lo demás. Toda esa cháchara acerca de la guerra y el apocalipsis quedaba relegada a un segundo plano ante su embriagadora presencia. Quizá por eso el amor era peligroso. No es que uno se quedara ciego del todo, pero se volvía inmune a las señales de advertencia. Se preguntaba qué diría Lelle sobre esa conclusión, si estaría de acuerdo con ella.

Cuando Hassan quiso saber si había sido el amor lo que la llevó a Svartsjö, la respuesta que le dio fue negativa. Quería alejarse de Silje, quería comenzar su propia vida. Siempre había soñado con un hogar de verdad, un hogar con comida en la despensa y padres que ni bebieran ni fueran en paños menores por la casa. Padres de los que no tuviera que avergonzarse. Birger y Anita, por supuesto, eran también peculiares, pero ella no había querido tenerlo en cuenta.

Con mejillas temblorosas, describió el búnker de supervivencia con todo el arsenal. El brillo en los ojos del patriarca al mostrarle sus acopios, así como los arañazos en la cara de Göran: el estómago se le revolvió al ser consciente más tarde de que no todos se los había hecho él mismo. Creyó que Carl-Johan estaba celoso cuando le prohibió quedarse a solas con su hermano mayor. De hecho, lo que ocurría era que temía que pudiera hacerle daño.

—Me daba cuenta de que eran raros, claro, con todas esas creencias tan extrañas. Pero no tenía mucho con que compararlos. Nunca he tenido una familia normal. Estaba muy agradecida de que me quisieran allí con ellos.

Hassan asintió en señal de comprensión. Cuando se acercaba el amanecer y ella comenzó a farfullar por el cansancio, él fue a buscar café y sándwiches, que se comieron en un santiamén. Birger estaba muerto, le informó. Los demás habían sido detenidos. Y Hanna iba a regresar a su casa de Arjeplog en cuanto los médicos dieran el visto bueno.

Meja trató de imaginarse al patriarca muerto, pálido y con los ojos vidriosos bajo una mortaja blanca. No podía, pero tampoco sentía pena alguna. Se preguntaba cómo se las arreglaría Anita en prisión, sin ollas que remover o masas a las que dar forma. ¿Y cómo le iría a Carl-Johan, que nunca había salido de Svartsjö?

—¿Habéis encontrado a la hija de Lelle? —preguntó.

Los ojos del policía se llenaron de lágrimas que no llegó a derramar.

—Hemos encontrado un cuerpo. Todavía no se ha identificado, pero todo indica que es Lina.

Ella se sintió desfallecer entre las almohadas, abatida por una fuerte sensación de irrealidad. Pensó en Lelle, en sus hombros encorvados y su cabello revuelto, como protestando contra la vida misma. ¿Qué iba a pasarle ahora, si se confirmaba lo peor? ¿Cómo sería capaz de soportarlo? Los ojos se le aguaron, aunque también logró contener el llanto.

—Los medios de comunicación querrán contactar contigo —dijo Hassan una vez se hubieron terminado el café—. Pero creo que deberías pasar de ellos. Concéntrate en descansar, el shock ha sido muy fuerte. Además, según los médicos, os han dado sedantes en dosis industriales.

—Me da vergüenza —dijo Meja—. Me avergüenzo de haber vivido con esas personas.

—No seas tan dura contigo misma. Tú no has hecho nada malo.

Sacudiéndose las migas del sándwich de la pechera, el agente se levantó. Ella entonces se asustó. Tuvo miedo de quedarse sola, de lo que diría la gente y de lo que iba a suceder a continuación. Es posible que Hassan advirtiera su repentina desazón, ya que, al instante, ladeó la cabeza con expresión preocupada.

—¿Quieres que vaya a buscar a tu madre?

Meja se mordió el labio.

—No. Pero ¿podría usted quizá llamar a Lelle?