Aunque habían exhumado sus restos del claro en el bosque, de vez en cuando pasaba de todos modos por delante con el coche. La finca de Svartsjö se alzaba como un fuerte abandonado en medio de la salvaje espesura. La maleza campaba a sus anchas por el terreno y los grafitis marcaban la fachada de la casa como heridas malignas. Los animales habían sido subastados a los granjeros de los pueblos vecinos y el olor acre del heno allí olvidado se extendía a las inmediaciones de los establos. Lelle fumaba un cigarrillo tras otro, dejando caer la ceniza de forma despreocupada.
Meja lo acompañaba. Con las ventanillas bajadas, se impregnaban de la fragancia boscosa mientras él señalaba los lugares donde la había buscado todo ese tiempo. Se detenían en las áreas de descanso solo para tomar aire, y, cuando la lluvia repiqueteaba contra la carrocería, ella apagaba la radio. No le gustaba que hubiera demasiado ruido.
Silje la llamaba los domingos. Se había mudado a una residencia al lado de un lago donde podía dedicarse sin trabas a la pintura. Se acabó la automedicación; ahora recibía la ayuda adecuada. Debía aprender a valerse por sí misma, sin un hombre y sin su hija. Era lo que ella había dicho. Lelle observó en ese momento cómo Meja relajaba los hombros, aliviada de no tener que seguir cargando con la responsabilidad.
Lina había muerto estrangulada. Aunque Göran lo negó, su madre y sus hermanos testificaron en su contra. Tras estrangularla, la había dejado pudrirse en el búnker. Cuando informó a Birger, este insistió en que la enterraran. Pero nunca se les pasó por la cabeza denunciarlo.
No hablaban mucho sobre Svartsjö ni sobre la familia Brandt. Anita y su hijo mayor estaban a la espera de juicio. Ella había recibido algunas cartas de Carl-Johan, a las cuales nunca contestó. Lo habían acogido en una familia de Escania, sin que el fiscal hubiera presentado cargos contra él ni contra el otro hermano; la educación que habían recibido fue considerada una circunstancia atenuante que provocó consternación y asco en todo el país. Lelle evitaba mencionar el nombre del muchacho, a sabiendas de que, al hacerlo, ella se retraía encerrándose en sí misma. Le costaba perdonarse haber establecido contacto voluntariamente con una familia que tenía las manos manchadas de sangre, según expresó con sus propias palabras. No se perdonaba no haber visto nada. Entendía que podría haber salvado a Hanna antes si no hubiera sido tan ingenua.
Esta última la llamaba a veces, y dichas conversaciones solían suavizar la preocupación en su rostro. El tiempo que habían pasado juntas en el infernal búnker las unía, creaba un vínculo entre ellas que no compartían con nadie más. Su amiga era una chica dura. Le había narrado a Lelle su estancia en el zulo, los horrores por los que había tenido que pasar, y él la había escuchado todo lo mejor que pudo. Por Lina. Porque no quería abstraerse del sufrimiento experimentado por su hija y porque necesitaba saber a qué había sido sometida. Hanna le había entregado la goma del pelo, y él siempre la llevaba alrededor de la muñeca, como un brazalete. Nunca se la quitaría mientras viviera.
La tumba de Lina apareció a lo lejos, rodeada de flores recién cortadas y velas encendidas. Por todos los lados se veían letreros y tarjetas llenas de exclamaciones de desconsuelo en tinta negra. Dos figuras se hallaban de espaldas a ellos cuando llegaron. Lelle advirtió cómo Meja se apretaba más contra él a medida que los pasos de ambos crepitaban al unísono sobre la grava. Anette llevaba al bebé en brazos: la carita arrugada de la criatura descansando sobre el hombro de su madre hizo que el suelo se ablandara a sus pies. Se detuvo en medio del sendero, con Meja a su lado como una sombra. Al verlo, su ex puso una mano tensa sobre la cabeza del niño. Thomas, a su vez, la rodeó a ella con el brazo. Ambos miraron alternativamente a Lelle y a su joven acompañante como no acabando de entender bien la relación que existía entre los dos. Anette tenía chorretones de rímel en las mejillas y le temblaba el labio inferior. Ninguno de los cuatro dijo nada en un buen rato, tan solo el pequeño balbucía en el silencio. Por fin, ella extendió su mano libre y lo atrajo hacia sí. Se abrazaron con torpeza, con la criatura entre ellos. Él sintió el cosquilleo de la pelusa blanca contra su nariz y, luego, el olor a bebé, que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Gracias —le susurró ella al oído—. Gracias por haber traído a casa a nuestra niña.
Se quedaron junto a la tumba un largo rato después de que los demás se hubieran marchado. Arrodillado sobre el suelo frío, Lelle sintió cómo sus músculos comenzaban a contraerse, desde el cuello hasta las puntas de los dedos. Meja regó las flores, arrancó las malas hierbas y encendió las velas que había apagado el viento. Acto seguido dio un paso atrás para contemplar el lugar: todo presentaba un aspecto bonito. No notó que la ira se apoderaba de Lelle, cómo este temblaba y escupía. No se dio cuenta hasta que él comenzó a sacudir los brazos, hasta que la emprendió a golpes y patadas contra el hermoso retablo, haciendo que las llamas se extinguiesen y los pétalos de las flores se esfumaran revoloteando en el viento. Arañó el suelo con los dedos de modo que las manos se le ennegrecieron, hasta que por fin se vació de aire y se quedó sin fuerzas. Ella esperó a que todo pasara y a que su acompañante se quedara inmóvil. Entonces le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.
En Arvidsjaur se detuvieron en la gasolinera a tomar un café con Kippen. Había podido quitar por fin el cartel con la foto de Lina, aunque no se había molestado en limpiar el cerco de suciedad de alrededor, de modo que Lelle todavía podía adivinar su sonrisa cuando pasaba por allí. Su amigo no aguantaba bien los silencios incómodos, y prefería llenarlos con conversaciones acerca de la caza del alce, el hockey y cualquier otra cosa de la que se pudiera hablar sin parar. Meja comía un helado a pesar del frío.
—Me gustaría cazar un alce —dijo de pronto, sin previo aviso.
Kippen soltó una risita ahogada y le dio a Lelle una palmada en los hombros con su mano callosa.
—Debes enseñar a tu hija a cazar, Lelle.
El inocente lapsus dio lugar a un silencio prolongado.
«Ella no es mi hija. Mi hija está muerta».
Estuvo a punto de decirlo, pero se contuvo al ver los espasmos en la cara de ella y cómo el helado comenzaba a derretirse en la muñeca.
—Voy a enseñarle todo lo que sé —dijo—, aunque no sea mucho.
De regreso a casa le permitió ponerse al volante a pesar de que Meja no tenía carné de conducir y de que el anochecer comenzaba a cernerse sobre la Carretera de Plata. Conocía esa senda que se extendía ante ellos mejor que la palma de su mano. Aun cerrando los ojos, veía cómo serpenteaba frente a él; cómo forcejeaba para abrirse paso entre los campos como un manantial de agua del deshielo; cómo, para bien y para mal, creaba un vínculo entre las gentes, para, por fin, desembocar en el mar y desaparecer. De no ser por la persona que respiraba a su lado, seguramente lo habrían dominado la desesperación y la impotencia de antaño. Sin embargo, ahora había comprendido que ya no tenía que seguir recorriendo esa ruta de manera indefinida.
La búsqueda había terminado.