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La casa donde Alma vive se encuentra en una urbanización situada en un pequeño pueblo de la periferia de la ciudad. Su calle lleva el nombre de un compositor de música clásica. El resto de las calles de su urbanización tienen también nombres de compositores de música clásica. Las calles de otras urbanizaciones que rodean ese pequeño pueblo llevan nombres de mitos griegos, ríos de Asturias, grandes genios de la pintura o accidentes geográficos de la península ibérica. Poca imaginación.

Las casas son independientes, pareadas o adosadas. Rodeadas de muros o setos recortados de pináceas o aligustre. Jardines con pequeñas praderas y alguna encina. Aspersores automáticos a primera hora de la mañana y a última de la tarde.

En los garajes hay espacio para dos coches. Una berlina o un cupé de color azul o gris metalizado para ir al trabajo o a la ciudad alguna noche en fin de semana y otro modelo familiar necesario para llevar a los niños a clases extraescolares y al médico, con un gran maletero para transportar la compra semanal desde el hipermercado o ir a esquiar a la montaña. Un tercer coche, un modelo antiguo con quince o veinte años, aparcado en la puerta delata la presencia de una empleada del hogar por horas. Aunque la mayoría de ellas utilizan el autobús. Varias líneas de interurbanos y locales unen las urbanizaciones con el pueblo y la ciudad con relativa frecuencia. Se puede descargar una app para consultar los horarios.

A las siete y media de la mañana las berlinas y los cupés recorren las calles. Media hora después son los familiares y las rutas escolares los que pisan el asfalto. Después hay un flujo discontinuo de furgonetas de reparto, de jardineros, de empresas de pequeñas reformas y seguridad privada. A las seis de la tarde vuelven los modelos familiares y a las nueve las berlinas y los cupés están aparcados de nuevo en los garajes. A las diez de la noche, de vez en cuando, rompe la oscuridad el color azul de las luces de balizamiento de un todoterreno de la Guardia Civil que hace la ronda por las calles solitarias.

Aunque nunca pasa nada.

El padre de Alma, Pablo, observa desde la ventana de la cocina el césped recién cortado y abonada en una mañana soleada, aunque fría del mes de enero. Tiene una botella de cerveza en la mano, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza un poco ladeada sobre su hombro derecho. Y, aunque físicamente está ahí en ese momento, su memoria le ha trasladado a unos años atrás. A una tarde de verano. En ese mismo jardín. Alma tiene siete años. Corre descalza sobre el césped y ríe de esa forma inimitable que tienen los niños de reírse cuando son muy felices. Una risa explosiva, contagiosa, loca. Alma se abraza al cuello de Vero, embarazada de tres meses, y le dice que la quiere. Es uno de esos momentos en los que una madre o un padre podría morir de amor, le podría explotar el pecho de felicidad, podría... Y después Alma se separa de ella y corre hasta él, sentado sobre el césped. Se lanza en el aire con la seguridad de que él la sostendrá y tras el impacto ruedan los dos por la pradera. Ella queda a su lado, su mirada fija en la suya, con una expresión despierta, una sonrisa aparece en sus labios, una luz centellea en sus ojos.

—¿Peleamos? —le susurra al oído.

La voz de Vero, su mujer, le saca de ese recuerdo.

—Esto ya está. Apago el horno —dice—. Llama a Alma.

—Yo pongo la mesa —contesta él.

Vero sabe lo que esa negativa oculta significa. Está enfadado con Alma. En esta ocasión el enfado está motivado por un par de desencuentros directos que han tenido esa semana. Alma coge a las nueve menos cuarto de la mañana un autobús interurbano en una parada a unos cien metros de su casa. Si lo pierde no llega a su primera hora de clase. El siguiente autobús es a las nueve y cuarto.

—¿Podrías llevarme?

—¿Otra vez has perdido el autobús?

—Estaba saliendo cuando lo he visto pasar. Aunque hubiera corrido no habría podido cogerlo. Nunca llega a la misma hora. Es una mierda.

Llevarla hasta el instituto supone tomar un camino que hará que Pablo llegue entre veinte minutos y media hora tarde a su trabajo. Pero no es eso lo que realmente le pone de mal humor. Alma se ha levantado tarde. Ha dejado un rastro de café instantáneo sobre la encimera. La toalla mojada se ha quedado en el suelo después de darse una ducha. Unos minutos antes de perder el autobús se estaba maquillando al mismo tiempo que enviaba wasaps a sus amigas. Vero le ha gritado varias veces que llegaría tarde.

—Llegaré tarde si no dejas de ponerme nerviosa —le ha contestado.

Nerviosa o no, ha perdido el autobús.

—¿Podrías llevarme?

El coche de Pablo es un utilitario pequeño, un Mini, motor de ciento cincuenta caballos, color negro con dos franjas rojas cruzándole el capó y el techo. Muy molón. Tiene un golpe en un lateral que debería llevar a arreglar, el techo solar no se abre y algo hace que, a partir de cierta velocidad, las molduras interiores de plástico vibren y hagan un ruido de mil demonios. Está un poco como él. Guapo, pero tocado. Hace frío y pone los asientos calefactables. Eso funciona. Por un segundo esa agradable sensación de confort hace que se olvide de que tardará media hora más en llegar a su trabajo. Alma se sienta a su lado. La mochila negra en el suelo entre las piernas. Hay pelos blancos pegados a la tapicería. Él es el encargado de llevar a Cooper al veterinario cada tres meses.

—Supongo que entiendes que me estás haciendo una putada. Me voy a comer media hora más de atasco por tu culpa.

—Si me comprarais una moto no tendría que pedirte que me llevaras al instituto.

¿Una moto? Odia que le hable con esa insolencia. La odia cuando es así de impertinente. ¿Por qué no puede cerrar la boca? Callarse. O decir que lo siente, que ha calculado mal el tiempo, que no debió cambiarse de ropa tres veces antes de salir de su habitación, que le agradece mucho que altere su trayecto al trabajo para dejarla a ella en la puerta del instituto a tiempo para no perder la primera clase de Historia del Arte o Literatura o lo que ella tiene a primera hora. Pablo aprieta con fuerza el volante, le gritaría, abriría la puerta y la echaría del coche de una patada en el culo. Guarda silencio y se concentra en la conducción.

Detiene el coche a unos pasos de la puerta del instituto. Ella se despide con una sonrisa, un gracias y un adiós. La ve atravesar la puerta entre otras decenas de adolescentes de su misma edad que siguen el mismo camino que ella. Y a pesar de eso le parece que hay un espacio vacío entre ella y los otros alumnos como uno de esos árboles que no roza su copa con las de los demás en mitad de la selva, y durante un segundo percibe una imagen de extraña soledad, algo que desde luego no asocia a su hija. Durante un momento siente como si esa escena llevara una bandera roja que le avisara de que existe otra realidad en un mundo paralelo que él desconoce. Suena un claxon. Mira por el espejo retrovisor. Se disculpa con un movimiento de su brazo por estar impidiendo el paso a otro coche. Levanta el pie del pedal del freno y deja caer el Mini suavemente por la calle con pendiente que le llevará hasta la vía de servicio de la autovía.

Dos días después, a las 8.47, Alma ha vuelto a perder el autobús que la lleva al instituto. Esta vez se ha quedado dormida.

—¿Puedes llevarme?

—No —le contesta Pablo—. Cógete el siguiente.

—Tengo examen a primera hora.

—Me da igual.

—Luego quieres que apruebe todo.

Vuelve a dejarla en la puerta del instituto un par de minutos antes de que comiencen las clases. Ella no sonríe, no da las gracias, no dice adiós. Él no le dirige una mirada. Arranca en cuanto cierra la puerta.

Alma está en su dormitorio. Dentro de la cama. Vestida con un pantalón del pijama y una sudadera con capucha Puma. Tiene un portátil sobre las rodillas. Está viendo una serie de Netflix. Y al mismo tiempo intercambiando wasaps con sus amigas Nata y Greta. Vero llama a la puerta y asoma la cabeza.

—Es hora de comer.

—No tengo hambre.

—Es sábado. Quiero que comamos juntos. Somos una familia. Por favor.

Alma pone una expresión mezcla de cansancio y desinterés.

Un minuto después salta de la cama y camina arrastrando los calcetines sobre el suelo de madera hasta la cocina. Alrededor de una mesa redonda, su padre, su madre y su hermano Pablo, de nueve años, ya están sentados cuando Alma se derrumba sobre la silla que queda libre. Macarrones con chorizo, tomate y queso parmesano gratinados al horno. Era, ¿o todavía es? No está segura, uno de sus platos favoritos.

—¿Qué tal el examen del otro día? —le pregunta su padre.

—Bien —contesta Alma y clava la punta del tenedor sobre unos cuantos macarrones envueltos en queso fundido.

—¿Crees que lo aprobarás?

—No lo sé, papá. Aún no me han dado las notas. Era difícil.

—¿Y el resto de los exámenes?

¿Cuántas veces en los últimos meses ha repetido esas mismas frases? ¿Cuántas veces las ha escuchado ella? Alma se pregunta qué es lo que él pretende. Tiene malas calificaciones, no le interesa ninguna de sus asignaturas, no le gusta el instituto, no siente ninguna vocación, no quiere ir a la universidad. Ambos lo saben, y su madre y su hermano Pablo, que guardan silencio, también lo saben. Pero él insiste. Así comienza todo. Es una película que se repone demasiadas veces en los últimos dos o quizá tres años. El final está escrito.

—¿Podemos hablar de otra cosa? —pide Alma.

Su padre no quiere soltar el tema. Está preocupado por ella. Por su futuro. Está seguro de que su hija está malgastando el tiempo para formarse adecuadamente y tiene miedo de que no esté preparada para el mundo que la espera. Es legítimo.

—No veo que estudies.

—Lo hago.

—No te lo estás tomando en serio.

—Sí que lo hago.

—Has suspendido cinco asignaturas en la última evaluación y no veo que estés haciendo ningún esfuerzo para que no vuelva a ocurrir. Vas a repetir.

—Siempre dices lo mismo, pero nunca he repetido.

Es cierto. Pablo deja su tenedor sobre el plato. Observa a su hija. Odia que tenga razón. Es inteligente y eso le ha valido para aprobar todos los cursos de secundaria y el primero de bachillerato. Lo ha conseguido aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Sus notas son una galería monocromática de cincos y seises. Algún siete —muy pocos— si consiguió encandilar al profesor o a la profesora o perfeccionó algún método para dar el cambiazo o copiar en el examen final. Y, sin embargo, las cosas han cambiado en este último curso, algo le ha pasado, es como si ya ni tan siquiera estuviera dispuesta a hacer ese esfuerzo. Y eso le da mucho miedo.

—Yo creo que has decidido que vas a repetir segundo de bachillerato. Te vas a dejar tres o cuatro para el año que viene y así no tener que estudiar tanto y disfrutar de mucho más tiempo para... ¿Para qué Alma?

Alma también deja su tenedor sobre el plato. Como un soldado que aparta todo lo que puede distraer su atención para el combate que está librando. Alma odia que su padre tenga esa capacidad de averiguar qué es lo que piensa cuando ni siquiera se lo ha comentado a nadie. Cuando esa idea —la de repetir segundo de bachillerato con dos o tres asignaturas lo que le permitiría ir a clase muy pocas horas— solo ha pasado por su mente en un par de ocasiones. Es verdad que ha fantaseado con ella, pero no se lo ha comentado ni a sus mejores amigas. A veces se pregunta cómo es capaz de descubrir lo que ella piensa.

—¿Qué es lo que vas a hacer con todas esas horas que tendrás libres? ¿Fotografías, escribir poesía, gimnasia artística, dibujar manga, tocar la guitarra en un grupo de punk, actuar en una obra de teatro, meterte en peleas de gallos, surfear en monopatín, aprender a cocinar, volar globos aerostáticos o dirigir un cortometraje? ¿Qué?

Alma le examina. Sabe cuál es la respuesta que su padre ya tiene preparada porque es un tipo listo al que le gusta tender ese tipo de emboscadas.

—Nada de nada. Gastarás el tiempo libre con tus amigos en el parque. Ese auténtico agujero negro de la galaxia que te atrae de una manera irresistible. Y no harás nada.

—No voy a repetir. Aprobaré todo en junio. Lo prometo.

Alma vuelve a coger el tenedor y lo clava sobre unos cuantos macarrones más bañados en el tomate casero que hace su madre. Le gustaría que con ese gesto se terminara todo, pero ya sabe que la promesa que acaba de hacer no lo detendrá.

—Para eso tendrías que esforzarte más —replica Pablo—. Y aun así no sé si te servirá de algo. Tendrían que mejorar mucho tus notas para acceder a una buena carrera universitaria.

Alma mira de reojo a su madre.

—Están buenos los macarrones —comenta.

«Están buenos los macarrones» es una especie de mensaje de socorro cifrado. La clave de seguridad. Le suplica que diga algo. Lo que sea. Le ruega que ponga encima de la mesa cualquier otro tema de conversación. Uno de esos asuntos sobre política que tanto le interesan y que a ella tanto le aburren y a los que nunca presta atención. «Cuéntanos, mamá, lo que pasa con esa ley del trabajo tan lesiva con los derechos de los trabajadores que ha aprobado este indecente gobierno de derechas.» Si su madre saca otro tema de conversación se agarrará a él como a un flotador en mitad del mar. Si su madre corta el hilo de la actual conversación le dará tiempo a huir. ¿Cuántos macarrones quedan en el plato? Dos docenas. Podría comérselos y limpiar los restos de tomate casero con un trozo de pan en cinco minutos. Pediría permiso para levantarse, recogería su plato, sus cubiertos y el vaso de agua, los dejaría sobre la encimera al lado del fregadero y cruzaría la frontera invisible que separa la cocina del resto de la casa. Donde terminan las baldosas de cerámica y comienza la tarima de madera. Cinco minutos. Habría completado su huida y no tendría que discutir con él una vez más. «Por favor, mamá, ayúdame.» Cinco minutos. Pero su madre mantiene su indiferente silencio. Y hay demasiados macarrones en el plato.

—¿Y si no quiero ir a la universidad? —pregunta Alma.

—Alma, te hemos explicado un millón de veces que la formación que obtengas en estos momentos es fundamental para tu futuro.

—Nadie sabe cómo va a ser el futuro —dice Alma—. Lo que tengo claro es que no quiero seguir perdiendo el tiempo estudiando cosas que no me interesan nada.

—Todo te aburre, Alma. Cualquier cosa que implique conocimiento y un mínimo esfuerzo te aburre. Careces de todo interés por el mundo que te rodea. Te regalamos un Mac por tu cumpleaños. No haces nada con él. Solo lo usas para ver series. Debe de ser el Mac más infrautilizado de la historia.

Alma arroja el tenedor sobre el plato. Su silla emite un agudo chillido al ser arrastrada sobre las baldosas de cerámica del suelo.

—Yo no te lo pedí. Te lo devuelvo. Y deja de culparme por no ser lo que esperabas de mí. No soy como tú. Deja de intentarlo.

Alma ha subido el tono de voz poco a poco. Y sus últimas tres palabras son, en realidad, un grito.

—Ni siquiera sabes buscar algo en Google.

—No quiero volver a comer con vosotros —dice Alma mirando a su madre—. Prefiero quedarme en mi habitación. Así no os haré sentir unos fracasados como padres.

Sale de la cocina. Se escucha el golpe de una puerta al cerrarse violentamente. Dos docenas de macarrones con chorizo, tomate y queso gratinado se quedan huérfanos en el plato.

—¿Cuándo se convirtió en un monstruo? —pregunta Pablo.