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Kevin entra por la puerta. No lleva su pequeña maleta de metal en la mano, así que Alma supone que todo eso de que está viniendo con mercancía, con hierba para vender, es una mentira que les han contado para que se sentaran en el sofá y se mantuvieran calladas.

—Pero ¡mira a quién tenemos aquí! —exclama como si se alegrara de verlas, pero no sonríe.

Esa es la primera frase que se pronuncia en la casa en los últimos quince minutos en los que ha reinado el silencio. Jota ha apagado el televisor. Se ha liado un piti de hierba. Ha tenido que usar un par de papeles porque el primero se le ha mojado con el sudor de las manos. Está nervioso. Una gota cae por su frente a pesar de que lleva una camiseta con las mangas cortadas. Y ha tenido que restregarse bien las palmas de la mano con la tela del vaquero para conseguir liar el segundo. No les ha ofrecido un tiro, una calada, compartirlo con ellas. El que iba de B, que es el otro chico que vigila la puerta de la entrada, tampoco ha fumado. Jota se ha fumado el piti entero él solo.

A Greta también le corren un par de gotas de sudor por la espalda. «¿Qué coño pasa?» No es capaz de encontrar una respuesta a esa pregunta. Descarta que sea algo que tiene que ver con ella; entonces piensa en Alma y en la contestación de Hernán en el wasap y que cuando se la ha enseñado a Alma en el bus ella no ha comentado nada, ni siquiera lo raro que le parece que Hernán, que es un tipo bastante simpático y está colado por ella, le dé esa respuesta. Greta supone que todo esto puede que tenga un origen en algo que ha pasado entre Hernán y Alma, pero no entiende la relación que pueden tener con estos. «Gente chunga», le dijo Alma. Y puede que tuviera razón porque ahora casi no puede apartar la mirada del objeto metálico que parece un cuchillo de cocina que el chico sostiene en su mano.

Alma tiene la mirada clavada en el suelo. Está pensando en su madre, en las amigas de su madre, en las madres y las hijas de sus amigas. Vero seguro que lleva en la mano la pancarta en la que ella escribió: LUCHA COMO UNA CHICA. Estará consultando el reloj y mirando inquieta en todas direcciones para ver por dónde aparece, pidiendo a un dios en el que no cree que su hija llegue antes que el autobús que debe llevarlas a la ciudad. El bus de las chicas del que pensaban sacar a todos los chicos a patadas. Se ha reído mucho toda la mañana con esa broma, pero ahora solo consigue que la inunde una sensación de terrible tristeza. Esa enorme tristeza desplaza el miedo hacia un segundo plano. Lo borra casi totalmente. Lo cierto es que no está asustada. En esos momentos no está pensando en Jota ni en el chico que está en la puerta. Solo piensa en Vero, piensa en esa última frase que le dijo antes de salir de casa:

—No me falles.

—No lo haré.

Y va a fallarle. Trata de tragar para deshacer el nudo que se le ha formado en la garganta, pero no es capaz. No quiere soltar una lágrima, de modo que aprieta los ojos y hace un esfuerzo por no llorar. Así que la llegada de Kevin es un alivio en el fondo porque hace que su mente de nuevo se centre en lo que está pasando allí. «Quince minutos», les dijo Jota, y en eso no les ha mentido, Kevin es puntual como un reloj suizo.

—¿Qué pasa? —pregunta Alma—. ¿Qué coño es esto? ¿Qué hacemos aquí?

Kevin se enciende un cigarrillo y se sienta en una silla frente a ellas. Intenta aparentar indolencia, como si hubiera interpretado cientos de veces esa escena y estuviera cansado de tener que hacerlo una vez más.

—Esto no va contigo, Alma —dice Kevin—. Esto es por tu amiguita Greta.

—¡¿Qué?! —pregunta Greta.

—¿Sabes qué pasa, Greta? Saqué un poco de información por ahí y resulta que eres la hermana pequeña de David y él mueve mucha hierba, de buena calidad. Es un tío de puta madre y me dije: «¿Por qué coño no le pide la hierba a él?».

—David no quiere que me enrede con esto.

—Podría ser una explicación, pero yo soy una persona muy curiosa y pensé: «¿A quién le está vendiendo esta chica?», porque, perdona, pero no tenéis pinta de grandes fumadoras ninguna de las dos. Así que le ordené a uno de estos que te siguiera y que se quedara con la cara de la gente con la que te juntas y... ¡oh, sorpresa!

Le hace una señal a Jota y este le lanza un móvil. Kevin busca en la app de Fotos. En la pantalla aparece una fotografía de Mer caminando por una calle de la urbanización donde vive, en la siguiente está subida a un coche y en la tercera entra en un edificio.

—¡Tu amiga trabaja aquí! ¡Es el edificio de la policía nacional en el que está la unidad central de la lucha contra la droga, joder! —grita—. Le estás pasando nuestra hierba a una policía.

Alma vuelve por primera vez la cabeza para observar a Greta. La expresión de su cara es de asombro, desconcierto y confusión. Niega con la cabeza. Encoge los hombros, abre la boca y, al final, después de unos segundos que parecen interminables, consigue articular un puñado de palabras.

—No, no es policía —dice Greta y no solo se lo dice a Kevin y a Jota y al otro chico; también a Alma y a ella misma—. No, no es policía. Es absurdo.

Kevin suspira, niega con la cabeza, busca algo más en su móvil. Otra fotografía. Mer viste una chaqueta azul. En su espalda se puede leer POLICÍA.

—¿Te explico la foto? —pregunta Kevin.

—Te juro que no sabía nada —se excusa Greta negando con la cabeza.

Ha perdido el color de la piel. Es como si su sangre se hubiera exiliado a otro cuerpo. Alma le coge la mano. Está helada. Quizá está enfermando de golpe.

—¿Sabes una cosa, Greta? Creo que tu hermano tiene algo que ver con esto. Creo que fue él quien te envió a comprarnos hierba para que después le contaras a esa pasma qué es lo que hacemos. Nos hacemos amiguitos, nos sacas información y cuando tengamos un buen cargamento tiran abajo esa puerta y nos cae la del pulpo.

—Te juro que eso no es verdad. Mi hermano no tiene ni idea de que os estoy comprando hierba. Nada. No me dejaría hacer algo así. Y no jugaría con la policía. ¿Para qué? ¿Para quedarse con el mercado de este pueblo de mierda? Él ni siquiera vende aquí, tiene a todos sus clientes en la ciudad.

Alma escucha lo que dice Kevin, pero no puede apartar la mirada de Greta. Piensa en las coincidencias del encuentro de Greta con la mujer en el súper 24/7 y las detenciones de Jackrussell y Susanita. «No. David no tiene nada que ver —piensa Alma—. Él no se metería en algo así.» Aunque es posible que Greta esté informando a la policía sin darse cuenta. Y en ese caso la pasma no solo va a por Kevin y Jota, sino a por David. Ya deben saber lo de la plantación de la casa de Greta y eso significa que su hermano y sus padres están en peligro.

Alma examina a Kevin. Tiene un pequeño tic en la mano. Golpetea levemente con el dedo anular la superficie de su muslo por encima de la rodilla. De manera continua. Tiene un problema gordo y ahora mismo no tiene ni puta idea de cómo afrontarlo. Las cosas se pueden poner muy jodidas para él si comete el más mínimo error. Trata de controlar la situación y no perder la calma, aunque, en realidad, lo que le gustaría hacer es salir corriendo y no darse la vuelta en mil kilómetros. Es un mierda y los tatuajes, la camiseta sin mangas, las botas y los pantalones ajustados y ese plumas caro que lleva no son capaces de ocultar el miedo que tiene. Apesta a miedo.

—Llama a tu hermano. Dile que venga.

—Su hermano no tiene nada que ver con esto —le dice Alma—. Pero sí que es posible que esa pasma haya cogido a Greta como confidente.

Greta está pálida y desconcertada. Alma aprieta su mano con fuerza y la mira directamente a los ojos.

—Te ha utilizado sin que te dieras cuenta. Has confiado en ella y quizá le has hablado de cosas, de gente. A lo mejor de ellos. A lo mejor de David.

Greta siente náuseas. Vomita la comida del mediodía. Los restos y las salpicaduras se esparcen sobre el suelo de terrazo y se confunden con el dibujo de las baldosas. Efecto dominó. Jota sale del salón con una mano tapándose la boca. El chico que está en la puerta se dobla por la mitad y también vomita.

—¡Joder! —exclama Kevin

—Nos vamos.

Alma se levanta y tira de Greta para que también se ponga en pie.

—De aquí no os movéis hasta que no hayamos aclarado esto —les espeta Kevin.

—Mira, Kevin —dice Alma con total serenidad—. Lo mismo esa policía y toda su unidad están ahí fuera esperando porque hoy es el día en el que van a entrar aquí. Y no habéis sido lo bastante listos para deshaceros de esa caja que tenéis llena de hierba y pasta. Si a todo esto le añadimos que tenéis a dos menores secuestradas, la cosa pinta mal. Empezaremos a gritar en un minuto y las cosas empeorarán para todos vosotros. Os lo juro.

Kevin duda.

—Hagámoslo mucho más fácil. Nosotras nos vamos, tú te llevas la hierba de aquí por la puerta de atrás y no nos volvemos a ver en la vida.

Alma y Greta caminan por la carretera que va desde la colonia de los militares hasta el pueblo. Andan todo lo rápido que pueden mover las piernas, con las bocas abiertas y el aliento convirtiéndose en una nube blanca en la noche de marzo. Greta mira por encima del hombro. Ya no se ve la casa de Kevin y Jota.

—¿Puedes parar un segundo, por favor?

Greta se mete entre dos coches aparcados y vomita de nuevo. Está aterrorizada. No puede quitarse de la cabeza la imagen de la policía entrando en su casa, deteniendo a sus padres, esposando a David y la misma pregunta en todos sus rostros: «¿Qué has hecho?». Se limpia con el dorso de la mano. Está a punto de llorar.

—¿Qué he hecho, tía? —dice Greta—. Soy gilipollas.

—Tranquilízate —la calma Alma—. Hoy es un día jodido. La policía está pensando en otra cosa que en desmontar plantaciones caseras de hierba. Pero tienes que avisar a David. Tienes que contárselo todo.

Greta escribe un mensaje a su hermano. Tiene que verle con urgencia. David le contesta que la espera en su casa.

El bus aparece al final de la calle y tienen que correr. Son al menos cien metros cuesta arriba hasta la parada. Greta se detiene a los cincuenta metros. Alma sigue corriendo. Tiene que pararlo como sea. Llega a la parada cuando el autobús ya ha cerrado las puertas y ha arrancado el motor. Alma golpea con la palma abierta la chapa del vehículo y grita para que se detenga. Los cuatro o cinco pasajeros que van sentados al lado de la ventanilla la miran con algo de indiferencia. El autobús acelera. Alma va quedándose atrás, pero sigue golpeando la carrocería. Ella no puede escucharlo, pero dentro se han elevado algunas voces que piden al conductor que se detenga. Tiene prohibido hacerlo fuera de una parada, pero el hombre frena y detiene el vehículo. Alma se asoma a la puerta. Escucha aplausos de la gente que está dentro del bus.

—No puedo hacer esto —se justifica el conductor.

—Por favor, espere —le pide Alma casi sin aliento—, mi amiga no se encuentra bien.

Alma sujeta la puerta. Greta ya está cerca. No va a dejar que se vaya sin ella.

Greta apoya la cabeza en el hombro de su amiga.

—Voy a intentar llegar —dice Alma.

Se baja en una de las paradas del pueblo. Greta le tira un beso a través del cristal de la ventana. Alma sonríe. Tiene que atravesar el pueblo y llegar hasta la parada que está cerca de la biblioteca, donde cogerá otro bus, uno que la llevará hasta la ciudad. Escribirá a su madre o la llamará cuando esté de camino. La encontrará y cogerá su pancarta y caminará en esa manifestación a su lado junto a dos millones de mujeres más. LUCHA COMO UNA CHICA.

Alma cruza la calle. El coche la golpea en el costado. La lanza por el aire, cae al suelo y rueda por el asfalto hasta que se detiene boca abajo.

En su lengua el sabor de la sangre.