Londres, Inglaterra.
Abril de 1862.
Los rumores de la llegada de la nueva marquesa tras dos años y medio de ausencia a su castillo en Dorset no se hicieron esperar, había cumplido sus cuatro períodos de luto y se esperaba que volviera a reintegrarse a la sociedad. Lord William Lovelace quiso hacer oídos sordos, su familia y sus amigos se sentían en la obligación de informarle los pormenores que habían acontecido en la vida de la distinguida dama después del frugal momento que habían tenido, cuando casi la breve cercanía que los unió dio a entender que se le declararía. La primera en alimentar las habladurías en torno a lady Emerald fue su madre, la duquesa de Whitestone.
—¿Recuerdas a esa hermosa señorita extranjera que logró robarte los sentidos tras uno o dos bailes en la temporada de hace tres años, la que te rompió el corazón al casarse con el marqués de Emerald? —Por supuesto que él calló la parte de la historia en que la señorita lo encontró besándose con su antigua amante.
—Sí —respondió de manera cortante, por supuesto que la recordaba, se sintió terrible durante meses tras los límites que Altagracia trazó ante ambos, cerrando todas las puertas a su paso y negándole la oportunidad de brindar una explicación para lo que a sus ojos parecía injustificable. Ni siquiera había probado sus labios antes de caer rendido, ni ese recuerdo se permitió obsequiarle y le guardaba rencor por ello, por no haber sucumbido a sus encantos. «Si tan solo hubiese sido mía me la habría sacado del pensamiento, no es amor, es deseo de lo que se me hizo inaccesible», se consolaba con ese pensamiento. Así intentó aligerar la carga y quitarle la importancia que tres años antes le había otorgado.
—Ha regresado a Inglaterra —dijo con seriedad su excelencia, aplacando la emoción que ese hecho le producía.
—Algún día tenía que volver.
—Lady Black ya se creía dueña y señora de Emerald Haven, incluso imagino que intentará tomar el control sobre su sobrino como ya lo ha hecho con lady Arlene Haddon. Cuando murió el marqués de Emerald —agregó con pesar—, la vizcondesa creyó que el título pasaría al mayor de sus hijos. Casi le da un soponcio cuando tras esperar el tiempo de rigor descubrió que la joven marquesa estaba embarazada. Por suerte para lady Emerald, los condes de Huntington, sus parientes, estuvieron a la orden del cañón para velar por sus intereses. La pobre viuda, tan jovencita, quedó sumida por el dolor, y de no ser por sus protectores, la otra arpía —carraspeó por la dureza del calificativo— habría colocado al primogénito de sus honorables —agregó despectivamente— como el nuevo marqués de Emerald.
—Recuerdo que ya me lo había comunicado usted con lujo de detalles.
—Su niño ya debe tener dos años y medio, tan pequeño y con tanta responsabilidad sobre sus hombros.
—Es una pena todo lo sucedido, muy lamentable. Espero de todo corazón que se haya resignado a tan dolorosa situación.
—Ella podría volver a casarse, es tan joven y hermosa.
—Podría si lo quisiera.
—¿Te gustaría volver a visitarla? Tal vez vuelvas a parecerle agraciado.
—Madre, no creo que sea santo de la devoción de la marquesa.
—Su situación ha cambiado.
—Olvídelo, por favor.
—Ninguna fémina te ha causado tan buena impresión, solo quiero que seas feliz.
—Y lo soy a mi manera.
—Estoy orgullosa de ti, eres un buen hijo y un mejor hermano. Solo te falta una esposa para que pueda quedarme tranquila y saber que he cumplido contigo.
—Usted no necesita demostrar nada, es una madre estupenda.
La dejó con un beso en la frente y partió a sus asuntos.
Tres días después fue Lord Arthur Johnson quien le llegó con los rumores sobre la preciosa marquesa que había arribado a su castillo en el condado de Dorset.
—¿Recuerdas a la marquesa de Emerald, la descendiente española de belleza sumamente exótica que además proviene del Caribe, específicamente de La Habana, hija de nobles españoles, cuya fama, por lo bella y enigmática que es, la ha vuelto la comidilla de la corte?
—No necesito tantas señas para recordar a Altagracia Morell.
—Lady Emerald —lo corrigió.
—Acabáramos.
—Ahora en su situación de viuda del difunto y pudiente marqués es una joya para nada despreciable. Todos han enfocado sus perros de caza en su dirección.
—¡Detestable! La fortuna es del marquesado, le pertenece a su hijo.
—Por supuesto, pero alguien debe velar por los intereses del menor mientras crece, por eso la marquesa requiere del apoyo de un caballero de noble cuna lleno de desinterés.
—Alucinas.
—¿Olvidas la jugosa dote de la marquesa, la que debe estar esperando intacta, y la prominente herencia que recibirá cuando su santa abuela abandone este mundo?
—Eres muy sórdido y mezquino.
—Solo repito los planes maquiavélicos de tus otros amigos. El difunto lord Emerald era tan honrado que no debe haber tocado ni siquiera un chelín de la fortuna de su esposa.
—Prefiero cambiar de tema, no me interesa nada que tenga que ver con la dama.
—No imaginas en lo que te verás envuelto; bueno, si deseas entrarle al reto. Hemos hecho una apuesta para ver quién de nuestros amigotes solteros pesca a la rica marquesa.
—¿Y qué ganarán?
—Ella y su fortuna. ¿Se necesita más incentivo?
—¡Malditos perros!
—Si no nos la quedamos nosotros, otro truhan se llevará la gorda recompensa.
—¿Te has atrevido a participar en la apuesta sabiendo de mis intenciones para con ella en el pasado? ¡Valioso amigo!
—Siempre infravalorándome, Will. Me he aventurado en tu nombre. Tú competirás contra los crápulas de nuestros amigos por quedártela.
—¿Y quién te ha dicho que pretendo intentarlo? No es un objeto o premio para lidiar con la finalidad de obtenerlo.
—Si no lo haces la dejarás a merced de nuestros compañeros de juergas, y sabes de qué pie cojea cada uno. Ninguno tan honrado como el difunto marqués para merecerla. Los que la han visto dicen que no tiene nada que ver con la dama de hace tres años.
Mientras lord Arthur Johnson describía con lujos de detalles la forma en que su cuerpo se había redondeado y vuelto más voluptuoso, William se sintió sorpresivamente arrastrado por la lujuria tras la descripción de sus encantos. La curiosidad de averiguar el sabor de aquellos labios que se le escaparon lo hizo agudizar sus sentidos en su dirección, pero no atraído como el resto de los pretendientes por probar suerte con la acaudalada heredera; quería saber si aún su corazón volvía a latir desenfrenado al tenerla en frente.