Lord William Lovelace cabalgaba con lord Arthur Johnson pisándole los talones. Aún no sabía cómo se había dejado convencer primero por su amigo y luego por su madre para semejante tarea. Sabía los motivos ocultos de uno y otro, estaba al pensar que se habían confabulado para lanzarlo a cometer un acto completamente vergonzoso. Respiró hondo y apuró el paso. Ya habían arribado a una posada en Dorset y habían descansado toda una noche, para arribar a Emerald Haven frescos y rozagantes. Aunque sin importar cuánto se esforzara, dudaba de si la marquesa se dignaría a recibirlo. Suspiró.
«¿Prostituto de la nobleza? Es un título muy llamativo. No quiero saber por qué se lo ha ganado, pero es escandaloso y mezquino. ¿Cómo se atrevió a acercarse e intentar aprovecharse de mi desconocimiento de su alma corrupta? Jamás vuelva a pronunciar ninguna frase de elogio hacia mi persona, no ose mirarme a los ojos como si tuviera el derecho de hacerlo, no me procure y jamás se atreva a volverme a pedir que sea su pareja de baile, ni en esta ni en ninguna otra temporada. Usted y su falsa moral me enferman».
¿Por qué lo había llamado así sin siquiera una gota de pudor al pronunciarlo? Recordó cada una de las prohibiciones lanzadas en su contra y debatió de nuevo con su conciencia si debía traspasar los límites que lady Emerald le había impuesto cuando aún era la señorita Altagracia Morell.
Y mientras su caballo atravesaba el amplio portón de la propiedad, el que cerraron tras su paso, se adentró rumbo a la entrada del castillo que lo desafiaba a lo lejos con sus cuatro imponentes torres. A medio camino se detuvo y le manifestó a su amigo:
—No puedo.
—Hombre, que no se diga. Ya has llegado hasta aquí.
—Ella me advirtió en el pasado que no quiere volver a verme —indicó desviando su caballo del sendero principal y dirigiéndolo detrás de unos setos, por donde otro camino de proporciones menores los conducía hasta los lindes del espeso bosque.
—Tras una desafortunada confusión. Es cierto que te sorprendió besándote con lady..., con ella; pero lo de ustedes había terminado. En verdad y para mi sorpresa tenías toda la intención de cortejar a una señorita por primera vez en tu vida.
—Segunda.
—En fin, dejemos fuera el tema de la otra conspiradora que no ha hecho más que torcer tu camino cada vez que ha intentado enderezarse. ¿No te preguntas qué habría sido de tu vida si lady Emerald no te hubiese sorprendido besando a...?
—Me da miedo hacerme esa pregunta, tampoco soy bueno en las relaciones. Tú mismo has dicho que olvido a una dama con la misma facilidad con la que pierdo la mesura por correr tras sus encantos.
—Culpemos por ello a lady...
—¡No! La responsabilidad de mis decisiones y mis actos solo me compete a mí. Nadie es lo suficiente poderoso para hacerte morder el polvo si no le das autorización para ello.
—Entonces espero que esa arena te haya sabido a gloria —espetó negando—. Volvamos a lady Emerald y los desoladores meses que viviste tras su renuencia a permitirte explicarte.
—Es cierto que mi corazón nunca había latido con igual ritmo que cuando bailamos esa preciosa contradanza, ni que otros ojos me han transmitido tanta calidez, por eso me he dejado imbuir en este plan disparatado.
—¿Y qué me dices de tu odioso estado de ánimo tras su boda? Solo un amigo leal como yo podía soportarte.
—Tendrías que haber observado la altivez en su mirada cuando me sacó casi a patadas de Grey Terrace cuando cometí el más estúpido de los actos: ir a rogarle que no se casara.
—¿Tú suplicar? De seguro tu arrogancia la hizo echarte lejos.
—Estaba dispuesto a sucumbir ante las garras del matrimonio con tal de alejarla de Emerald.
—Muy romántico; lo que toda joven casadera, que sueña con el amor incondicional, anhela escuchar.
—No puedo quedarme, debo alejarme a toda prisa. No haré de idiota por segunda vez en mi vida. Mi instinto me previene de huir antes de cometer una estupidez.
—Su excelencia, la duquesa de Whitestone, sigue creyendo que aún tienes esperanza de redimirte si la marquesa se digna a volver a girar en tu dirección.
—No puedo culpar a mi madre por ello. Si he venido no es por asuntos inconclusos personales. He dejado el rencor atrás, me duele que su matrimonio haya terminado abruptamente con la pérdida de Emerald.
—Claro, Emerald fue una pérdida para todos. Uno de los pocos hombres de palabra que quedaban.
—No le deseaba ningún mal y aunque tardé en hacerlo, comprendí que el marqués podía darle un hogar, cosa que a mi lado tarde o temprano se habría vuelto un infierno. No me veo cumpliendo con el papel de esposo.
—En eso tienes razón.
—Lo que en verdad me mueve es acercarme a lady Emerald para prevenirla del peligro que la acecha. Bajo ninguna circunstancia debe aceptar las atenciones de los bribones que la persiguen por su dinero.
—¿Y crees que te escuche?
—No sé si al escuchar mi nombre me dé la oportunidad de abrir la boca, por eso debo ganarme de nuevo su confianza antes de venirle con mis advertencias. No soy el ejemplo más indicado y me temo que no dé crédito a mis palabras.
—Para la marquesa estuviste tentado a cometer la misma fechoría que los bribones a los que hoy acusas.
Unas risas joviales los sacaron de su discusión y encontraron a lady Arlene Haddon corriendo con el pequeño Evan de la mano detrás de unas mariposas, con Ares, Dorita y dos doncellas más, mientras llamaba a voz alzada:
—¡Grace! ¡Grace! ¡Mira estas qué hermosas, son tan doradas que parece que les hubieran esparcido polvo de hadas!
—¡Enseguida! —contestó la aludida sin siquiera levantar el rostro de lo que la mantenía tan ocupada.
En dos sillas dispuestas sobre la franja que bordeaba el lago, lady Emerald y su abuela permanecían absortas en alguna faena. La primera con un manojo de hojas cremas en las que plasmaba con pasión unas letras, y la segunda, recibiendo cada hoja que la otra escribía para sumirse en la lectura. Volvió a escuchar a la muchacha referirse a ella como Grace y eso le dio un vuelco en el corazón, recordó que así la había llamado en su poco duradera complicidad.
—Disculpe, milady —la interrumpió una de las doncellas acercándosele—, parece que tiene visita.
—Ha de ser el maestro de letras que estabas esperando para ayudarte a traducir los textos —murmuró emocionada doña Prudencia poniéndose de pie para quedar frente a los caballeros que ya habían desmontado y se aproximaban al lecho del lago.
Cuando la efigie de lord William Lovelace se definió y quedó iluminado por los tenues rayos de sol, en toda su excelsitud, la señora tuvo que depositar las hojas que sostenía sobre la silla, incapacitada de trasmitir palabra.
—¿El maestro? —musitó Altagracia entusiasmada y también se puso de pie.
Los ojos de ambos se toparon, los de ella, más oscuros por la impresión, si se podía; los de él, con un azul más intenso, como la parte más honda del océano que había podido vislumbrar Altagracia desde el vapor que la trajo de La Habana hacía tiempo. Se detallaron por un par de minutos en que nadie se atrevió a interrumpir la corriente que se apoderó de ambos. Él ya había cumplido treinta y dos, ella tenía veintisiete. Y en cada uno los rasgos se habían acentuado, resaltando la belleza con que la naturaleza los había dotado. Lady Emerald vestía aún más sencillo que antes de ser marquesa, su piel era cubierta por metros de muselina rosada muy tenue que la hacían parecer una ninfa a los pies de la cristalina agua. Sus negras pestañas abanicaron sus mejillas y sus voluptuosos labios se despegaron lo mínimo dando la impresión de que estaba lista para decir algo que rompiera la desmesurada quietud.
Unos ladridos estridentes los sacaron de su embeleso, Ares se lanzó contra William al reconocer a su antiguo adversario. El recién llegado dio dos pasos hacia atrás para proteger sus tobillos del ataque del pequeño truhan. Y Dorita se abalanzó a cargarlo antes de que el episodio terminara con los colmillos del can insertados en las pantorrillas del rival. Aún en sus brazos le gruñía a William clavándole una fiera mirada de advertencia. La marquesa le hizo una señal a Dorita para que se lo llevara de allí e intentó salir de su mutismo.
El elegante caballero, vestido del mismo tono del añil de sus ojos, se adelantó:
—Perdone usted... —murmuró las palabras que se habían quedado atoradas hacía tres años al clamar una disculpa que nunca llegó—, por interrumpir de esta forma tan impropia. Esa furia de Ares por lo visto no me ha olvidado y seguimos tan amigos como antes.
—¿Qué hace aquí?
—Me ha traído un asunto de suma importancia, soy el mensajero de su excelencia la duquesa de Whitestone.
—Su madre —aclaró restándole solemnidad a su misiva y temiéndose lo peor.
—En efecto —sostuvo con propiedad sin dejar de avasallarla con la arrogancia de su gesto.
—¿Acaso no disponen de sirvientes suficientes? ¿Por qué necesitó emplear a su heredero de reemplazo para enviar su correspondencia? —No quería humillarlo, pero cuando se dio cuenta las palabras ya habían salido disparadas de su boca.
—Mi madre deseaba cerciorarse de que el mensaje fuera dado con exactitud y que la respuesta fuera trasmitida con cada sílaba, punto o coma.
—Hable usted.
Doña Prudencia azuzó a las doncellas para que se llevaran a Evan y Arlene, ella se quedó al lado de su nieta para que la situación no resultara comprometedora.
—No sé si sabe que estamos en plena temporada.
—Lo sé.
—Y no la hemos visto en ningún evento social desde su regreso.
—Mi situación es reservada, los motivos los conoce de sobra.
—La duquesa cree que su luto ha sido más que satisfactorio y que por lo tanto no le ofenderá su invitación.
—¿Invitación?
—Como sabe, cada año mi familia da un baile en honor a un personaje ilustre de nuestro círculo, usted ha sido la elegida por mi madre para el más próximo si se digna a aceptar. —La noticia la sorprendió en demasía—. Tras la tragedia que ha embargado su corta estancia en Inglaterra, mi madre pretende ser su soporte, tal cual lo ha sido la condesa de Huntington, para que vuelva a reintegrarse en sociedad.
—¿Que su madre qué? —Tosió—. Agradezco la bondad de su excelencia, pero no puedo aceptar.
—No me haga portavoz de esa misiva. Su excelencia, la duquesa de Whitestone, es capaz de venir en persona con tal de salirse con la suya. La última vez que estuvo usted en Primrose Hall se fue muy temprano, mi madre teme que haya sido porque algo en la atención que le dispensamos no estuvo a la altura y quiere componerlo.
—Su excelencia puede estar tranquila, no me retiré por algo que sus padres o su hermano hayan hecho o dejado de hacer. —William lo sabía, más que de sobra.
—Le ruego que acepte, será una oportunidad para que usted y yo limemos asperezas si considera que debe hacerse por algún malentendido del pasado.
—¿Malentendido? —Tragó en seco—. No puedo aceptar.
—Nieta, será bueno para lady Arlene Haddon, ya tiene dieciocho años y ha sido presentada en sociedad, es hora de que asista a la temporada. No he hecho otra cosa que oírla emocionada por ir a alguna de las tantas actividades cuyas invitaciones nos llegan y no haces más que acumular. Como su nueva madre, debes velar por su bienestar. No le reclamaste su custodia a lady Black para dejarla marchitarse en el castillo.
—¡Oh, abuela querida! Me pone usted en un aprieto.
—Este año, tras el baile de gala en Primrose Hall, partiremos un día después por una semana a Whitestone Palace —explicó lord William Lovelace—. Mi hermano acaba de comprometerse y mi familia quiere festejarlo por una semana con cenas, bailes y actividades al aire libre. Toda su familia está invitada. Los condes de Huntington han confirmado su asistencia, así como los vizcondes Black.
—No puedo responder a la ligera, debo pensarlo.
—Pretendo quedarme en Dorset el tiempo que considere necesario. Puede mandarme a un jinete con la respuesta cuando se sienta en posición de hacerlo.
—Nieta querida —intervino doña Prudencia—, ¿no invitarás a los caballeros a tomar un refresco o una taza de té, después de todas las molestias que se han tomado? Imagino que están exhaustos por la cabalgata desde el pueblo.
—Claro, pueden acompañarnos —musitó aún confundida tras la intromisión de los visitantes.
La hora del almuerzo estaba cercana y doña Prudencia ejerció presión para que los invitara a acompañarlos.
—Abuela, no hace honor a su nombre —le susurró a solas—. ¿Es que ha olvidado toda la nebulosa de rumores que se ciernen en torno a lord William Lovelace?
—No creo que un simple tarambana se tomara tantas molestias como dar un baile en tu honor para aprovecharse de ti. Tal vez se ha reformado.
—¿Sabe lo que pienso? Que es un arribista, que ha visto que soy viuda rica y ha venido tras la miel del panal.
—Se te olvida que hablas del hijo de un prominente duque. Whitestone Palace tiene suficiente riqueza como para que su segundo hijo no tenga que ir detrás de un matrimonio arreglado.
—No he visto más que matrimonios arreglados a mi alrededor.
—El caballero sigue agradándome a pesar de que considero que no es apropiado que te relacionen con alguien de tan terrible reputación, aunque sea a puertas muy cerradas. Aún tienes el peso de lady Black tras de ti y lo último que deseamos es que sospeche de algo turbio donde no lo hay y vuelva a crear cizaña sobre la legitimidad de mi bisnieto.
—¿Entonces concuerda conmigo? No debo asistir.
—Creo que debes, la alianza con los duques es necesaria para que te mantengas a flote en esta selva de civilización, sobre todo por Evan y Arlene. Un desaire a la duquesa tras sus atenciones no será bien visto y necesitas amigos más que enemigos, ya con la vizcondesa tenemos bastante. Pero si lo haces debes mantenerte en el extremo opuesto de manera radical a donde se encuentre lord William Lovelace, para que nadie ose relacionarte con él.
—No me quedará más remedio que aceptar, pero mantendré las garras de ese halcón lo más lejos posible de mi carne. Lo pondré en práctica justo en este momento. Sea usted la anfitriona del almuerzo, dígale que acepto la invitación de su excelencia y dispénseme ante los invitados a la mesa alegando algún mal pasajero. Tomaré mi alimento en la biblioteca y así aprovecho para continuar con mi manuscrito.
—Es la solución más astuta para no desairar a la duquesa de Whitestone y poner en su lugar a ese par.