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Su abuela había sonreído al creer que la solución encontrada era la más adecuada, ella, sin embargo, aún sentía los sentidos embotados al saber que lord William Lovelace merodeaba por el castillo. No estaría tranquila hasta que los sirvientes le aseguraran que él y su compinche habían partido.

Entró a la biblioteca atestada de libros antiguos, la mayoría colocados en los extensos estantes que tapizaban las cuatro paredes del recinto. Eran un tesoro invaluable a pesar de que los intereses del difunto marqués eran muy dispares a los suyos. Así y todo, le faltaba algo para identificarse por completo con la estancia. En su corto matrimonio, no había tenido la oportunidad de que Emerald Haven se sintiera como su hogar. Los nobles ingleses tenían costumbres muy arraigadas y su marido no le había dejado disponer ni siquiera de la ubicación del mobiliario. Por más que quiso establecer el orden a su antojo, ninguno de los sirvientes se atrevió a pasar por alto las indicaciones del dueño del castillo en cuanto a cuestiones domésticas. Suspiró. Se había propuesto que, en la remodelación de los interiores del castillo, acondicionaría un área similar al acogedor saloncito de lady Huntington que le sirviera como estudio para sus letras, para guardar los libros que adoraba leer. Había decidido que elegiría cada detalle, desde el tapiz hasta las alfombras serían acomodadas según sus designios.

Al acercarse al escritorio de cedro en el que solía sentarse a escribir, la enorme silla se apartó dejando al descubierto al intruso.

—¡Grace! —murmuró dando un brinco al ser atrapado in fraganti.

—¿Lord William Lovelace? —emitió impactada. El corazón le dio un vuelco y las rodillas amenazaron con no soportar su peso. Necesitó mucho aplomo para que la irreverencia de su gesto no la dominara por completo.

—¿Ya no soy Will para usted? —preguntó mostrándose ofendido.

—¿Cómo se atreve?

—Su abuela nos permitió dar un recorrido por la propiedad para conocerla en lo que llegaba la hora de pasar al comedor, no creí que esta área estuviera vetada. Sabe de mi interés por los libros. Quise echar una ojeada a algún material en castellano, pero solo encontré estos escritos. Estaban a la vista de cualquiera que pudiera entrar, no pensé que fueran privados. ¿Usted es la autora? —recordó su afición por las letras.

—No sé qué pretende conseguir con su visita, de una vez le advierto que acepto mi condición de viuda y no tengo intenciones de desposarme a futuro. —Obvió su interrogante, seguía pasmada por encontrarlo allí con su gesto de no romper ni un plato.

—¿Qué le hace pensar que yo...?

—En todo el tiempo que estuve casada jamás se mostró interesado en reconstruir los lazos de nuestra efímera amistad.

—Porque en verdad no era una simple amistad lo que me hizo interesarme en su compañía —soltó compungido. La gravedad del tono de su voz arremetió con derroche de sensualidad, provocando que la atmósfera se volviera íntima de golpe, como si fueran dos antiguos amantes que se encontraban después de muchas vicisitudes. Él estiró un poco el silencio que la sorpresa por la aparente sinceridad de sus palabras desencadenó—. Sentía vergüenza...

—No creo que sea capaz de ni siquiera conocer el significado de la palabra, tras mi compromiso regresó a sus habituales correrías —atacó provocada por la misma furia que sintió la noche que lo sorprendió besándose con una dama.

—No entiendo quién y con qué propósito se ha empeñado en ensuciar mi nombre frente a usted.

—¿Niega que desde su incursión infructuosa con mi persona ha tenido amantes?

—¿Qué hombre saludable no las tendría?

—Es usted nefasto.

—Solo quiero hacer las paces.

—¿Con qué propósito?

—Usted es una de las amigas más sinceras que he tenido, no quiero perderla.

—Me provocará un ataque de risa —murmuró incrédula, y luego con severidad le exigió—: Por favor, váyase. Si tiene un poco de decencia tome a su compinche y dé una excusa a mi abuela para desaparecer de inmediato.

—La señora de García de Lisón me ha invitado al almuerzo, no pretendo ser descortés, ya he aceptado. Su abuela también me simpatiza. Nos ha prometido hablarnos de La Habana, sabe que siento curiosidad por esa parte del mundo.

—Entonces tome un vapor y esfúmese a donde quiera, no me venga con cuentos baratos.

—¡Grace! Esos no son los modales de una dama —la sermoneó con el entrecejo fruncido.

—Y usted es cualquier cosa menos un caballero.

—¿Por qué me llamó «prostituto de la nobleza» y quién osó calumniarme de ese modo? ¿Sabe a qué se dedica un hombre que ostente dicha profesión?

—Es un libidinoso que se cuela bajo cuanta falda logra levantar.

—Pero un prostituto cobra por sus favores, no estoy tan desesperado y tampoco soy tan fácil como para estar regalando mis atributos a cualquier señora. También tengo decencia y honor.

—Váyase, se lo ruego. Pretendo tocar la campana para pedir que me sirvan mis alimentos mientras trabajo, no puedo hacerlo si continúa aquí. Podría comprometer mi honor si alguien del servicio nos sorprende hablando a solas.

—En ese caso debe buscar mejores criados que aprendan a mantener la boca cerrada y no ventilar los asuntos íntimos de la familia a la que sirven.

—¡Como si fuera tan fácil! Usted no ha logrado que sus intimidades no anden de boca en boca.

—Rumores que intentan destruirme. Le ruego que me dé su fuente, pretendo reunir los elementos suficientes para desentrañar tan absurdas calumnias.

—¿Niega usted haber tenido aventuras indecorosas con ciertas mujeres?

—Me niego... a responder si usted no revela su fuente.

—Con eso me basta para sopesar qué tan ligeros son sus cascos.

—¿Acaba de compararme con un caballo?

—Y uno de muy poca monta.

—En eso se equivoca rotundamente, de ser un corcel sería un purasangre inglés.

—Animal, al fin y al cabo, con instintos muy básicos.

—¡Grace!

—Lady Emerald para usted, milord, y por favor márchese.

—Estoy muy tentado de hacerlo —dijo con los dientes apretados, dispuesto a desaparecer.

Al intentar cruzar bajo el umbral de la puerta, ella ya había tomado la delantera completamente indignada y masculló mientras se alejaba:

—Me temo que ya que insiste en quedarse la que abandonará el recinto seré yo.

El movimiento a la par de ambos precipitándose para salir por la estrecha abertura enmarcada en roble provocó un choque y quedaron atrapados en la boca de la puerta. Los metros de muselina terminaron causando un tumulto al terminar desperdigados contra la vestimenta varonil. Sus tórax quedaron enfrentados. Sin la barrera del corsé y el exceso de prendas, él sintió la turgencia de sus senos apretados contra su carne, ella comprobó acalorada la dureza de sus pectorales. Intentaron moverse a la vez y fue peor, se atoraron más y la pierna del caballero quedó entre los trémulos muslos de la azorada marquesa. Él jadeó sin vislumbrar aquel delicioso desenlace, ella suspiró sorprendida de hasta dónde su fibra sensible podía retorcerse bajo los efectos del influjo de William. Se quedaron inmóviles, callados, pero no podían ocultar sus carnes palpitando ante la urgencia. Como hechizado por aquel olor que gracias al incidente podía apreciar más cerca, aproximó su nariz a la garganta de la marquesa y emitió quedamente:

—Vainilla... y violetas, es exótico, pero tierno a la vez. ¿Cómo logró que tras casi tres años la fragancia permaneciera con idéntica intensidad?

—No sé de qué me habla, milord —negó avergonzada. No admitiría que antes que la última gota de aquella loción se terminara, había corrido a un experto perfumista francés para que lograra la mezcla idéntica y que la había repuesto cada vez que estaba próxima al fin—. Ahora tenemos otro problema mucho más urgente que resolver.

Señaló las capas de muselina peligrosamente enredada con las afiladas hebillas de oro del pantalón de William.

—Tiene usted razón —murmuró sonriendo, ella seguía oliendo a aquel perfume que él creó para agasajarla y aquello lo llenó de esperanzas—. Quédese quieta, me esforzaré en liberarla.

Sus fuertes pero ágiles dedos tomaron la tela y se esforzaron por soltarla sin rasgarla, pero era una tarea complicada, hacia cualquier dirección que tirara amenazaba el desastre. Ella se quedó como una liebre temblorosa frente al lobo acechante. Él puso a prueba todo su autocontrol. El pecho de Altagracia subía y bajaba al ritmo de su acelerada respiración. Aquella vista exuberante tan cercana y la suavidad de la carne femenina aprisionada contra la dureza de su torso lo estaban matando. Su hombría palpitaba dentro de sus pantalones y suponía un esfuerzo que no se elevara como un mástil y terminara por encañonar a la dama. No quería quedar como un púber que no sabía dominar sus instintos primarios.

—Concéntrese —lo apremió ella, porque, aunque tratara de desenganchar la tela de la hebilla, parecía perdido.

—Lo siento, lo estoy intentado —gruñó, más preocupado por disimular su excitación que por zafar el lío de sus prendas.

—Déjeme tratar a mí.

—Puedo hacerlo, es solo que no quiero rasgar su vestido.

Demasiado tarde, ella se separó de golpe y el ruido de la tela al romperse fue inevitable. Altagracia levantó la amplia cola de su vestido para cubrir el desastre frontal que había quedado en su hermosa vestidura, por donde en unos cuantos y diminutos orificios se mostraba la tela de sus enaguas.

—Que tenga buen provecho, milord —dijo emprendiendo la huida como la estampida de la fauna salvaje de África.

William quedó con dos palmos de narices y sin derecho a réplica, inspirando profundamente para atrapar las partículas de la violeta y la vainilla que quedaron desperdigadas por el pasillo como un efluvio dulce, tierno y exótico.