El viaje en carruaje se le hizo efímero hasta el condado de Oxfordshire, tenía un pálpito que no la abandonaba. Las exigencias de Agnes, por un lado, poniéndola sobre aviso y abogando por los intereses de la familia. La condesa y su abuela se habrían subido al mismo bote y habrían remado a la par que lady Wilson, solo que, con esta, las máscaras habían caído hacía tiempo de una forma más irreversible.
Miró a su abuela a su lado y fue suficiente para que volviera a abrir la boca para quejarse del vaivén del carruaje.
—Ya no estoy para estos trotes.
—Le dije que se quedara en Emerald Haven, así estaría con Evan y yo estaría más tranquila.
—Tiene un séquito de sirvientes que no dejarán que nada le pase.
—Si no fuera por Dorita que me juró protegerlo con su vida, jamás lo habría dejado.
—Si yo a mi edad resiento las consecuencias de andar de aquí para allá, qué queda para una criatura y sus necesidades.
—Ya falta menos.
Compartieron una mirada cómplice que fue suficiente para manifestar lo que temían, no lo expresaron en voz alta por respeto a Arlene que las acompañaba. Las tranquilizaba que la arpía de lady Black había aceptado acudir a Whitestone Palace, con tal de vigilar a su sobrina.
—Sé que temen por los intentos previos de mi tía de reclamar el marquesado para su hijo mayor, tal vez las tranquilice escuchar lo que me dijo antes de marcharse de Emerald Haven —intervino Arlene.
—Habla, por favor —la animó Grace, cada día la chica se ganaba un trozo de su corazón. A pesar de ser educada bajo las más estrictas costumbres inglesas, debido a la supervisión de lady Black que siempre estuvo como águila al acecho, Arlene poseía una fuerza de carácter de la que había dado muestras al desafiar a su tía para quedarse con la viuda de su padre.
—Me pidió que cuidara a mi hermano y me habló del color de sus ojos que es del tono exacto de los de mi padre, mi tía y los míos. Mencionó que es un tono de verde muy particular que le heredamos a mi difunta abuela, que en paz descanse. Ni siquiera mis primos tuvieron la dicha de tenerlos. Está convencida de que es un Haddon.
—¡Ave María purísima sin pecado concebida! ¡Quien diga lo contrario ofende la memoria del marqués de Emerald y la honorabilidad de su esposa! —expresó doña Prudencia.
—Tranquila, Arlene, no te agobies con esos asuntos. Disfruta de las oportunidades que tiene esta invitación para ti —señaló Grace para zanjar el asunto.
Cuando arribaron y pudieron observar desde lejos Whitestone Palace como si de un cuadro al óleo se tratara, quedaron conmovidas por la magnificencia. Grace pidió al cochero que apresurara el paso, con la mano en el corazón por la sensación que le provocaba estar allí. En el pasado, William le había hablado de la hermosa experiencia que había sido crecer en ese inmenso lugar rodeado de la naturaleza y sus caballos.
La residencia era aún más imponente de lo que le habían comentado. Daban la bienvenida exuberantes jardines con un paisajismo cuidado y artístico, que eran aderezados con lagos artificiales y fuentes de agua cuyos chorros danzaban invitando al espectador a probar su frescura. Era un palacio enorme de más de cien hectáreas y era extraño que fuera considerado como tal y no perteneciera a la realeza. Su magnificencia daba cuenta de la importancia de los duques y de su poderío. Su exterior manifestaba el estilo barroco inglés; pero al adentrarse en los salones descubrió que no había un estilo definido. Cada salón tenía identidad propia y se ajustaba a distintos períodos arquitectónicos. Sin importar que la pesquisa se hiciera dentro o fuera de Londres, no había otra mansión que fusionara de manera tan magistral diferentes modalidades. Había áreas con predominancia victoriana, otras georgianas, así como del período de los Tudor, e incluso más antiguas. Se le hizo difícil entender el motivo de elegir semejante decoración, y que no pareciera más que un capricho de sus dueños por demostrar su opulencia o por vivir rodeados de ella. Cada estilo se superponía con tal estudiada simetría que el ambiente no se sentía sobrecargado.
Agradeció que los aposentos dispuestos para su abuela no fueran sombríos y rogó porque los propios también mantuvieran idéntica distribución de la luz. Antes de retirarse a su habitación para recuperarse del viaje, doña Prudencia se le acercó con una petición.
—Espero que este sitio tan impresionante te ayude a recuperar la inspiración que has perdido y puedas trazar unas letras para mí. Sigo con el Jesús en la boca por saber si el señor Peterson podrá explicarle a Jane que todo es un malentendido —suplicó que continuara escribiendo su segunda historia, la que le había compartido a la par que la creaba.
—No traje el manuscrito.
—En eso te equivocas —murmuró con picardía doña Prudencia solicitándole a su doncella que le extendiera el conjunto de hojas que había traído consigo.
—Lo intentaré, pero no le prometo nada —musitó tomándolo—. Mi cabeza en estos momentos solo tiene espacio para extrañar a Evan, para pensar en los asuntos financieros y lidiar con los compromisos que trae aparejado venir a Whitestone Palace.
—¿Lo dices por lord William Lovelace? Cumplió su palabra de mantenerse alejado de ti a la vista de todos.
—¿Se atrevió usted a exigirle algo así?
—Fue la condición que le puse para no oponerme a que aceptaras la invitación.
—¡Ahora entiendo!
—¿Qué?
—Ni siquiera se acercó para saludarme cuando arribamos a Primrose Hall y ahora tampoco vino a darnos la bienvenida con el resto de la familia. —Omitió los detalles del encuentro en la terraza.
—Su hermano y sus padres han sido muy hospitalarios. ¿Para qué necesitas al menor de los Lovelace?
—Para nada, evidentemente, olvide mi comentario.
—¿Para cuándo unas páginas que calmen el corazón agitado de tu abuela? —insistió palmeando el manuscrito a medio terminar.
—Haré espacio, se lo prometo.
—No escribes desde que el hijo del duque nos visitó. ¿Acaso te robó la inspiración?
—No es tan importante —murmuró con la mirada altiva—, tan solo quise dejar el libro en pausa para ocuparme de los preparativos del viaje.
Grace no deseaba admitirlo, pero no había podido escribir desde que volvió a ver a William, no entendía por qué, no le hallaba sentido. A pesar de que era cierto que tenía muchos asuntos pululando en su cabeza, el reencuentro había sido fulminante para su concentración. Acarició la gruesa carpeta de piel y, por costumbre, reacomodó las hojas que amenazaban con salirse y explotar ocasionando un caos literario. Buscó la última hoja escrita, no pretendía sentarse y ponerse a escribir con el cansancio del viaje, pero estaba dispuesta a releerla. Quería recuperar la emoción que sintió cuando plasmó las últimas líneas. Volteó las páginas, escudriñó aquí y allá, tan solo para aceptar antes de arder de coraje que no la tenía.
—¡Oh, por Dios! Perdí la última hoja. ¿Se fijo usted si se habrá caído por accidente cuando empacó?
—La doncella lo hizo bajo mi estricta supervisión, sabes que ese libro es sagrado para mí. Juro que no extraviamos nada. O tal vez sí porque es un hecho que falta —añadió titubeando—. ¿Habrá quedado en la biblioteca? Pero miré sobre el escritorio y no quedó nada más que el pisapapeles.
—De seguro la guardé en una de las gavetas, la encontraré, no se angustie —dijo apretando los dientes y recordando la amenaza de William donde le aseguraba que ella lo procuraría con desesperación. «¡Maldito infeliz!», pensó segura de que había robado la hoja aquel día que lo sorprendió en su biblioteca, pero no quiso alterar la paz de su abuela y omitió sus sospechas. Más bien, pidió a la doncella que prepararan un baño para doña Prudencia, para que se librara del cansancio.
Incapaz de relajarse y descansar, una vez instalada en sus habitaciones, tomó la hebilla dorada de William y salió a hurtadillas de su habitación, con la intención de escurrirse por los rincones de la propiedad hasta hallar al mentecato e intercambiar sus objetos personales. Pero fue una tarea agobiante, el palacio estaba lleno de salones, salitas y pabellones, así como diversas construcciones en el exterior que aún no había tenido la oportunidad de identificar. La mayoría de los invitados estaban descansando en sus recámaras o desperdigados en las terrazas en mesas dispuestas para compartir el té o dando un recorrido por los famosos jardines diseñados por uno de los más afamados jardineros de la nobleza. Algunos todavía continuaban llegando y supuso que sería el caso de William porque solo eso podía explicar su ausencia.
Tras una inquietante espera, constató que no llegó a la cena de bienvenida. Tras su recuento al indagar con lady Huntington, al parecer todos los invitados habían arribado. Nadie ofreció una excusa por la ausencia de lord William Lovelace y ella no se atrevió a pedirla, se habría visto totalmente fuera de lugar. Tras los exuberantes alimentos, los más jóvenes se dispusieron al salón de juegos de mesa. Su abuela le hizo señas para que acompañara a Arlene.
—Confío en ella —le susurró su escueta respuesta para que nadie pudiera escucharlas.
—Como su carabina debes estar al pendiente. Las señoras van a una sala y se distraerán con los cotilleos de la semana, los caballeros hablarán de política mientras beben y disfrutan del tabaco. En una mansión con tantos recovecos, incluso secretos, es muy fácil corromper a una dulce jovencita sin los cuidados necesarios.
—Arlene es astuta y hemos tenido una charla bastante profunda sobre qué esperar o no del cortejo de un posible pretendiente. Sé que no se dejará embaucar. Quiero darle la libertad para que se divierta sin sentirse perseguida.
—Lady Black no opinará igual, solo espera un resbalón de tu parte para echártelo en cara.
En ese instante, lady Huntington, que había alabado sus dotes para tocar el piano delante de la duquesa, provocó que más de una de las damas la apremiaran para que las deleitara con una pieza. Doña Prudencia la animó para que las complaciera y se tomó el papel de vigilar la buena conducta de Arlene a regañadientes de Grace. Las señoras estaban sentadas en pequeños grupos según el apellido. Ella estaba rodeada por sus allegadas. A su derecha estaba lady Huntington, ninguno de sus hijos había podido asistir. Al otro lado tenía a su cuñada; los Black, para su desgracia, no se habían abstenido a presentarse, para estar al pendiente de la evolución de lady Arlene Haddon con respecto a algún pretendiente. Pero solo su abuela le recordaba su verdadero hogar, echaba de menos a los suyos.
Se sentó al piano, suspiró al recordar cómo la condesa le hizo saber a la anfitriona acerca de sus dotes en ese instrumento, asegurando que eran muy elevados, la perdonó a pesar de sus intentos por no hacerlo público. Eligió aquella pieza que no lograba sacarse de la cabeza, la que le recordaba a Hugo, Úrsula, Margarita y María Teresa. Y mientras los ojos atentos de todos parecían volar sobre las teclas a la par que sus ágiles dedos, una sombra taciturna se apareció a medio cuerpo junto al marco de la puerta, sin atreverse a seguir avanzando. Sintiendo su mirada más que la del resto continuó tocando, finalmente se había dignado a aparecer. Y aunque la tentación con William paseándose impunemente por los corredores iba a ser desgarradora, no podía negar que una parte de ella, la menos sensata, resplandecía como una moneda de oro a la orilla de un lago, descubierta por los rayos del sol. Whitestone Palace habría sido una tortura sin tener a ese atractivo ingrediente para hacerle la estancia algo soportable.
Notó cómo la miró embelesado, suspirando con cada nota y sin salir de las sombras. Las damas permanecieron ajenas al encantador Lovelace que había acudido a disfrutar de la interpretación. Grace se adentró en la pieza y sintió la música fluirle por las venas, sus ojos acariciaron las teclas hasta que la melodía llegó a su fin. Entre el estallido de aplausos dirigió la vista a la puerta para volver a toparse con la intensa mirada del caballero, necesitaba provocar un encuentro con urgencia, debían intercambiar objetos personales. Se encontró con el inminente vacío que William había dejado.
Como pudo se libró de las señoras y recorrió la estancia en una búsqueda silenciosa y paciente. No lo halló en el salón donde los jóvenes se divertían, ni en el de los señores, había asomado con disimulo la cabeza en cada sitio y no hubo rastros de él. Pensó que seguramente había acabado de arribar y por eso no se había presentado entre los invitados. Se alejó a la terraza y esperó unos minutos, él tenía la extraña habilidad de aparecerse justo cuando ella se acercaba a un entorno comprometedor, pero tras un cuarto de hora decidió refugiarse en la calidez de la biblioteca, otro de los sitios que debían estar en su alta estima; tras reflexionar concluyó que de seguro después de su arribo había llegado cansado y se había retirado de la algarabía de los invitados.
Sabía que todos estaban ocupados y que sería una buena oportunidad para encontrarse a solas, decidió adentrarse al área privada de los Lovelace en el ala oeste. Pensó que tal vez se encontraba en una sala privada, recostado en un sillón, mientras se recuperaba. Sabía que su intromisión era imperdonable, pero la urgencia que ardía en su pecho por reclamarle el hurto le dio el valor para ser osada. Mientras revisaba las estancias para dar con William, escuchó la voz de su excelencia, el duque de Whitestone.
—Hijo, prometiste que no darías más dolores de cabeza y que harías un último sacrificio por la familia. —Su voz era grave, cargada de autoridad.
Grace palideció, el pasillo que recorría estaba repleto de columnas laterales y ventanas de un lado, y del otro, de cuadros pintados al óleo donde se retrataban diversos pasajes de la historia de los Lovelace. El pasillo tenía tres puertas, la última permanecía entornada, de la que provenía la voz. Los sirvientes habían sido explícitos en cuanto a que era un área reservada para la familia, así que si su excelencia la descubría ahí iba a ser perturbador. Mientras se debatía en huir despavorida o inventar una excusa para justificar su presencia, la hoja de la madera crujió, era obvio que una persona la sostenía con la intención de abandonar el recinto. Las pisadas la hicieron detenerse y mirar a su alrededor. Quería escabullirse y que el duque y su hijo no la encontraran. Habría sido verdaderamente vergonzoso. Atribuyó al regaño del padre la ausencia de William, de seguro lo amonestaba por su tardanza, por su falta de atención con los invitados y con...
—Lo debes al título —exigió el duque.
—Lo sé, pero esta vez me rehúso. —La voz de lord Godwine la sacó de su error, el duque hablaba con el primogénito. En ese justo momento, Grace debió desaparecer sin hacer el mínimo ruido; pero había aprendido, en sus propios dramas familiares, que escuchar detrás de la puerta aportaba evidencia sumamente interesante. Sus pies se quedaron pegados al suelo alfombrado.
—¿Pensaste que sería fácil?
—Jamás, padre, y lo sabe. Sé el motivo por el que terminó de aceptar mi compromiso, pero en verdad la quiero y no deseo que dude de la honestidad de mis sentimientos.
—Son cursilerías que no puedes permitirte. ¿Para qué crees que planee esta semana en nuestra residencia?
—Un derroche innecesario en nuestra situación. Sus excesos nos están conduciendo a un túnel sin salida.
—¿Mis excesos? ¿Y quién crees que pagaba tus excentricidades, las de tu madre o tu hermano?
—Tenemos numerosas obras de arte que podemos subastar para pasar la crisis.
—Eso nunca, quedaríamos en evidencia. Debemos buscar una solución a nuestra altura y es lo que estoy planeando.
—Le juro que si me da carta blanca en los negocios puedo sacarnos a flote.
—Demasiado tarde. Debes seguir mis instrucciones, no hay otro camino. La semana en Whitestone, los invitados, las actividades, los lujos tienen un propósito.
—¿Dar un golpe a nuestras arcas cuando más liquidez necesitan?
—Pretendo que tu futuro suegro vea solidez en nuestras finanzas para que te haga su socio.
—Ni siquiera nos hemos casado, tal vez después de la boda...
—No podemos esperar tanto y no te casarás si ese pez gordo no nos asegura poner buena parte de su fortuna a merced de mantener Whitestone Palace, Primrose Hall y el poderío de los Lovelace.
—¡Padre, por Dios! Eloise vino a Londres arrastrada por su padre para conseguir un matrimonio arreglado con un marido con título. Esa idea la tenía sumida en un abismo de desesperación, ella solo quería un hombre que la amara. Conmigo se sintió a salvo, nos enamoramos sin mediación de casamenteras ni padres. Usted ni siquiera estaba de acuerdo al principio, por su origen y su falta de linaje.
—Sueños de una jovencita ingenua. Ya hiciste de Romeo lo suficiente, es hora de que actúes como el futuro duque de Whitestone.
—Ya una vez me lo quitó todo, no permitiré que quiebre la confianza de la mujer que amo.
—Entiéndelo, John. No tenemos otra salida.
La madera crujió y Grace se llevó la mano al estómago por el sobresalto, miró a todos lados sin hallar una salida hasta que la primera puerta del pasillo fue su única salida, corrió sin que sus zapatos repiquetearan, como si flotara por la superficie y rogando porque el picaporte cediera ante su presión, se coló en la habitación y cerró, justo cuando lord Godwine pasó por fuera. Necesitó tomar una amplia bocanada para recuperar el ritmo de su respiración. Miró a hurtadillas donde se encontraba, pero solo halló oscuridad, lo que evidenció que la habitación estaba vacía. Suspiró de alivio. Pegó la oreja a la puerta hasta que los pasos del primogénito se dejaron de escuchar. Volvió a oír la puerta y escuchó al duque marchar rechinando los dientes en la dirección opuesta. Volvió a suspirar, estaba vez con más soltura.
El corsé la estaba matando, su corazón dentro parecía una avecilla enjaulada rebotando contra las ballenas como si fueran las varillas de una jaula. Se juró que era la última vez que se metía en problemas de esa índole. Dispuesta a salir de su escondite, entornó levemente la puerta, apretó los dientes ante el leve crujir y se esforzó por reducirlo lo más posible. Antes de abrir lo suficiente para que su prominente falda cupiera, una mano empujó la puerta contra el marco con tal fuerza que hizo temblar los goznes. «Es mi fin», pensó Grace atormentada.