Era tradición en las visitas a Whitestone Palace pasear en los extraordinarios caballos purasangre propiedad del duque; servía a dos propósitos: exhibir sus bellos sementales y yeguas, así como deleitar a sus huéspedes con las hectáreas de la variada vegetación y los campos que rodeaban el palacio. Grace no pudo rehusarse, su habilidad en una montura era aceptable y debía acompañar como carabina a lady Arlene Haddon. Aunque a diferencia de la tía de la chica no la presionaba para que encontrara esposo, su hijastra estaba emocionada y no era para menos. Las familias más prominentes de Londres se habían dado cita en la residencia del duque de Whitestone y habían traído a sus atractivos hijos solteros.
Grace dejó a su abuela en compañía de lady Huntington, tomando un té mientras conversaban con otras señoras en una de las espléndidas terrazas con vistas al florido jardín, y siguió a los que disfrutarían de la cabalgata matutina. Lord Godwine, seguro de sí mismo, como una gema de incalculable valor para su familia, se puso a dar las instrucciones para el paseo. Dispuso la distribución de los caballos y las rutas, todo con perfecta sincronía, dando cuenta de sus dotes de anfitrión, como heredero. Grace agradeció por la hermosa yegua andaluza cuyas riendas le entregaron, era tan blanca como la nata y sus crines se extendían briosas y suaves dejándose mover al antojo de la brisa y los movimientos del animal.
—Espero que sea mansa, no queremos que la marquesa viuda se caiga y en un desafortunado accidente se rompa el cuello. ¿Quién se haría cargo de su inocente lord? —Aquellas palabras cargadas de cizaña de lady Black le calaron hondo, aquella fría mujer no podía dejarla disfrutar de un minuto de paz.
—No soy tan hábil amazona como usted, pero jamás he titubeado encima de un caballo —mencionó y se volvió para mirarla, lucía despampanante sobre su montura.
—Mi hermano me comentó que su difunto padre, el marqués de Morell de Santa Ana, no soportaba la idea de ver a sus hijas encima de un corcel.
—Pese a eso todas aprendimos lo suficiente como para mantenernos en la silla, pierda cuidado. ¿Y el vizconde Black no la acompaña al paseo?
—Su excelencia lo ha invitado a una partida de naipes con lo más selecto de los señores, de seguro hablarán de negocios.
Grace sabía que el vizconde seguía aquejado de problemas de salud que le impedían montar y practicar actividades intensas que terminaran por fatigar su débil corazón. Los Black habían tratado de ocultarlo, pero lady Huntington ya la había puesto sobre aviso.
El arribo de una dama de porte elegante, exuberante belleza y maneras refinadas las interrumpió. Lord Godwine no tardó en presentársela a la marquesa, jamás se habían visto antes. Grace intentó ser amable, como solía ser ante una recién conocida, pero no recibió igual trato, la dama no solo fue seca con ella, sino que tuvo el descaro de mirarla como si valorara una joya y demeritara su valor. Fue así como conoció a la condesa de Bridgewater, lady Morgan, una mujer que disimulaba a la perfección sus cuarenta años recién cumplidos, aparentaba diez menos. Su cabello rubio platinado contrastaba con el gris de sus ojos y su pálida piel, dándole la apariencia de la reina de las nieves y casi derrocando del título a lady Black. Ambas tenían una belleza muy fría. Las diferenciaba el color de los ojos: en una eran verdes y en la otra del color de la tormenta.
La recién llegada desvió las miradas de los presentes hacia su persona. Todos la conocían, porque se deshicieron en saludos, halagos y reverencias. Grace decidió continuar con lo suyo y no perder un segundo más con aquella engreída mujer que se comportaba altiva con cada invitado, pero no había sido tan descortés con los otros como lo fue con ella y con su cuñada. Como al menos tuvo la delicadeza de disimular su falta de simpatía, prefirió ignorar su comportamiento.
Lady Black tampoco se molestó en saludarla, habían sido hechas por el mismo molde. Arlene la saludó con amabilidad y la condesa de Bridgewater le correspondió. Cuando se apartaron de su presencia, su cuñada masculló la palabra «zorra» entre dientes para referirse a la condesa y siguió a lo suyo. Grace no pudo estar más de acuerdo, no conocía los motivos de aquel comentario, pero aquella mujer no le gustó nada. La actitud de lady Black ante la antipática mujer tampoco la acercó a ella, simplemente le dejó de manifiesto que lady Black era de armas tomar y que debía cuidarse sus espaldas. Lo comprobó cuando al iniciar el paseo en los corceles, se colocó a su altura y retomó el tema que la llegada intempestiva de la condesa había interrumpido.
—¿Qué tal la yegua andaluza? Creo que suele ser brava. Lord Godwine quiso ser amable con usted al ofrecerle un animal que le recuerde sus raíces, pero quizá termine sellando su desafortunado destino.
No le contestó, lo único que deseaba era emprender el galope y perderse de su vista. Cada día la detestaba más. Jamás había sido una persona que tuviera enemigos, su carácter era impetuoso, pero eso no le había granjeado enemistades, porque también era alegre, bondadosa y hábil con las palabras. Todo cambiaba ante la presencia de su cuñada. Había intentado con creces agradarle, pero su afán terminó cuando tras la muerte del marqués de Emerald atacó abiertamente a su hijo. No pudo volver a mirarla con los mismos ojos, ni tenerle paciencia ni esperanzas de resolver sus diferencias. Su instinto le advertía que era una amenaza no solo para ella y Evan, incluso para Arlene. No estaba dispuesta a dejarla salirse con la suya. Esa mujer siempre al acecho, recordándole que un paso en falso le haría caer en un nido de víboras. Para colmo, la vizcondesa se les unió, se atrevió a sumarse a la comitiva. No se les despegó ni un minuto, poniendo en dudas las facultades de Grace para cuidar a Arlene. Grace, al darse cuenta de que aquella mañana sería incapaz de librarse de la experta, bella y fría amazona Black, prefirió quedarse rezagada a propósito o estallaría en su contra. Su mente le sugería que debía ser tan fría como ella para mantenerla aplacada.
Al hacerlo, su montura quedó cercana del purasangre inglés de lord Arthur Johnson. Cuando este le dirigió unas palabras desde atrás con la intención de colocarse a su altura, puso los ojos en blanco. La condesa de Bridgewater y lady Black habían aderezado su mañana. Para terminar de decorar el pastel, el irreverente amigo de William la obligaba a soportar sus afiladas frases.
—¿Qué le ha parecido la yegua? —preguntó con intenciones de no callarse por largo rato.
—Es preciosa.
—Y mansa, a pesar de su dueño. Es la preferida de lord William Lovelace, en verdad esos dos se aman el uno al otro. Si Luna fuera mujer, sería una compañera perfecta para él.
—¿Es suya? —El otro asintió.
—Es hermosa, ¿verdad? Jamás me ha dejado montarla y llega usted y, sin siquiera pedirla, la pone a sus pies.
—No me siento bien de privarlo de su montura. ¿En qué va él?
—No nos acompaña. Al parecer está muy ocupado en un asunto que tal vez usted me podría aclarar. Empiezo a sentir celos del vínculo que los une. Primero le da su montura y segundo me oculta información. ¿Me podría revelar qué trato mantiene con mi estimado amigo? Su amor a los caballos se ha visto doblegado por un proyecto que lo ha absorbido desde anoche. Lo dejé encerrado en su estudio y me ha vedado la entrada.
—¿Por qué cree que tengo una respuesta para su pregunta? Desconozco a qué se refiere.
—William se quedó trabajando hasta tarde, hoy despertó muy temprano, tomó el desayuno en su estudio y continuó enterrado en un manojo de hojas.
—¿Y usted desconoce de qué se trata?
—Jamás me oculta nada, sin embargo, cuando indagué sobre qué lo ocupaba con tanta urgencia se negó a darme detalles. Supuse que usted sabría algo al respecto porque tuvo esa larga conversación con él a puertas cerradas.
—No puedo ayudarlo —murmuró y sonrió para sus adentros. Le daba satisfacción que se hubiera interesado en empezar tan pronto, que lo hiciera con tanto ímpetu y que mantuviera su palabra de no divulgar la procedencia del manuscrito.
—Para colmo, la condesa de Bridgewater ha tenido la osadía de presentarse, justo en estos momentos que la situación está tan tensa. William debería estar aquí para neutralizar cualquier incidente... —mencionó y al darse cuenta de que hablaba de más terminó por dejar a medias su intervención.
—¿Por qué no es apropiada la presencia de la condesa? ¿Acaso no fue invitada como el resto?
—Olvide mis palabras, estuvieron de más.
Tras insistir en interrogarlo y comprender que no diría más de lo mencionado por descuido, Grace tragó en seco, recordó la efigie borrosa que conservaba de la dama que había visto besando a William en la terraza de Primrose Hall cuando aquel encuentro torció el rumbo que había fijado previamente. Tras una corta sonrisa dirigida a su acompañante, apresuró el paso, dejó atrás a Lady Black boquiabierta y a una Arlene feliz y continuó hasta que su yegua se emparejó con el caballo de la condesa. La miró con la misma altivez con que la observaba lady Morgan y, pese a todo pronóstico en una situación similar, le dirigió la palabra. Debía descubrir si era ella la amante misteriosa.
—¿Cómo no tuve la oportunidad de conocerla antes?
—Tal vez nadie consideró relevante que usted me debía ser presentada —contestó con indiferencia.
—O al contrario —arremetió.
Ambas apresuraron el paso con la intención de dejar a la otra atrás, pero solo consiguieron acalorarse y cabalgar a toda prisa mientras se pisaban la una a la otra los talones. Los cascos de los caballos repiqueteando, los corazones acelerados, los pechos subiendo y bajando, las respiraciones entrecortadas y las actitudes desafiantes. Grace la miró fijamente y cada rasgo de su belleza le caló hondo. Se veía todavía más hermosa mientras intentaba ganarle la partida.
—¿Pretende correr contra mí? —inquirió cortante la condesa—. ¿Ignora que nadie me gana en esta ni en ninguna otra lid?
—Entonces ya somos dos —dijo temblando de coraje—. No estoy acostumbrada a perder.
Ambas apresuraron el paso sin siquiera establecer las pautas de la carrera, dejando atrás a los jinetes que las aventajaban y que iban a paso lento con los rostros perplejos.
—¿Hasta el roble viejo al final del camino?
—Y de regreso a las caballerizas o sería demasiado corto para mí. ¿O acaso no tiene mucha resistencia?
—Me habían advertido del carácter de las españolas, no había tenido la oportunidad de toparme con una.
—Soy de Las Antillas, solemos ser aún más apasionadas.
—Ya le he dicho que nadie se atreve a superarme en nada, ninguna dama osaría retarme si pretende no terminar ridiculizada.
El resto de los invitados se percataron de la rivalidad que fue surgiendo entre las dos. Grace solo tenía cabeza para imaginarse a esa mujer en una situación comprometedora con William y aquello hizo que perdiera los estribos. Las imágenes de los dos besándose o pasando a escenas mucho más enternecedoras o íntimas la obnubilaron por completo, agitó a la yegua y se lanzó como poseída hacia el árbol al final del camino. Con su oponente cabeza con cabeza, rodeó el árbol cuyo enorme tronco se había engrosado por los años de antigüedad que lo habían visto madurar. Grace ni siquiera reparó cuando volvió a pasar por al lado de lady Black, que seguía pasmada por la conducta atolondrada de su cuñada. Lady Arlene Haddon se atrevió a animarla ante la mirada reprobatoria de su tía, que intentó aplacar su entusiasmo.
—Haz silencio, por Dios. ¿Cómo se te ocurre? ¿Y todavía te atreves a despreciarme para vivir bajo la tutela de esa mujer? ¿Qué ejemplo puede ser para ti? Lo único bueno que podrá sacar de esta carrera es dejar a tu hermano también huérfano de madre, para que alguien más sensato se ocupe de su crianza.
Grace tampoco se percató de la risa cínica con la que divertido observaba la escena lord Arthur Johnson. Todos abandonaron el paseo para seguirles el paso a las damas y no perderse el glorioso final, aunque en verdad lo que más curiosidad les daba a los espectadores era el motivo de aquella rivalidad y muestra de efusividad. De la condesa no les sorprendía, no solía reprimirse como el resto de sus iguales, pero de la marquesa de Emerald, cuya conducta había sido comedida hasta ese instante, les llamó la atención en demasía.
Ambas damas continuaron con la vista puesta en el final, ninguna se percató de la cara de asombro con la que lord William Lovelace las miraba desde la meta. Grace apretó las riendas y no se detuvo hasta convertir a Luna en vencedora ante la expresión estupefacta de la condesa, que aún no aceptaba que todo había acabado y que le habían arrebatado la victoria. La condesa de Bridgewater se bajó del corcel injuriando a los mozos que se ofrecieron a ayudarla y despotricando acerca de las habilidades de su montura, a la que le atribuyó su fracaso.
Grace continuó erguida sobre Luna, mientras le acariciaba el cuello y le susurraba unas palabras dulces para felicitarla por el esfuerzo desplegado. La yegua se mostraba complacida por sus muestras de afecto. Lord Godwine intentó redirigir a los jinetes hacia la ruta marcada, con lord Arthur Johnson apoyándolo en la labor. Grace, que continuaba disfrutando las mieles del éxito, pretendió seguir a los demás invitados, hasta que se percató de la mirada reprobatoria de William enfocándola.
Notó cómo la condesa de Bridgewater le pasó por delante a William y, en total falta de educación, ni siquiera volteó a mirarlo cuando él le hizo una reverencia para saludarla. Obviando el desprecio de la dama ofendida, el caballero se le acercó a pie a Grace sin disimular su indignación. Ella tragó en seco y él le tendió la mano para obligarla a extenderle las riendas.
—Debo seguir al resto de los invitados —murmuró con la voz agitada por la cabalgata.
—No en mi yegua —terminó William por decir con los dientes apretados, para no explotar delante de los mozos de cuadra, el resto ya había partido—. Le cedo a Luna para asegurarme que tenga un paseo seguro y placentero y termina por exponerla. Esta parte de la propiedad es más accidentada, no es para correr, pudo provocar que perdiera una herradura o que se lesionara alguno de los tendones. Es usted una irresponsable. ¿Se imagina qué habría pasado si cae y se quiebra alguno de sus huesos? ¿Por qué esa absurda carrera?
—¿Me ayuda? —Estiró la mano para pedirle apoyo para descender de la silla.
—Por supuesto. Me sorprende su conducta, estaré esperando explicaciones cuando se considere lista para darlas.
—Lady Morgan fue demasiado arrogante en su trato conmigo —admitió mientras él la ayudaba a descender—. No la soporto.
—Lo es con todos, pero no puede caer en su juego.
—¿Con todos?
—Nadie la soporta tampoco, salvo mi padre, quien por cierto ya fue avisado del incidente. Me alegra que alguien la ponga en su lugar, pero no debió arriesgarse, ni a Luna. ¿Acaso pensó en su criatura?
—Tiene razón, no debí hacerlo. —La marquesa recordó las palabras de su cuñada previas al paseo y se lamentó por casi cumplir sus augurios.
William acarició a su preciosa yegua, la que le devolvió sus afectos y la llevó hasta los establos mientras la dama caminaba a su lado y continuaban enfrascados en la discusión.
—Espero que no se haya lesionado. Le dejo algo valioso para mí en sus manos y no es capaz de cuidarlo.
—¡Por Dios, ha logrado hacerme sentir culpable! Ahora necesito aún más que usted saber que Luna estará bien.
Uno de los mozos se ofreció para hacerse cargo del animal y lord William Lovelace se rehusó, pidió que lo dejaran a solas tratando de mantener bajo control su frustración, la que le había provocado la mujercita que tenía a su lado sin dejar de lamentarse y parlotear. Los mozos de cuadras desaparecieron de su vista al notar que el caballero no estaba de humor. Bastante había soportado sin estallar, al conocer que la lady Emerald había abusado de su confianza y extenuado a Luna.
Tras darle una corta caminata y lograr sosegarla, introdujo a la yegua en su cubículo. Se quitó la chaqueta y la colgó en un gancho en uno de los postes. Grace intentó apartar la mirada del hombre remangándose la camisa, pero dejando su pudor a un lado se fijó en sus fuertes brazos y el suave vello rubio que los recubría. Tragó ante el deseo que la embargó, que aquellos la estrecharan con fuerza. Él ni siquiera se percató de la reacción que su parcial desnudez provocaba en la marquesa. Estaba preocupado por Luna. Con destreza le recorrió con sus manos la musculatura, mientras Grace intentaba cerciorarse que su arranque no había traído consecuencias para la hermosa yegua blanca.
—Estará bien —murmuró aliviado—. Dejémosla descansar.
—Gracias a Dios —suspiró—. Quedaré en deuda con Luna de hoy en adelante, me cuidó y fue excepcional conmigo, no debí exponerla.
—Ni exponerse. ¿Qué pretendía conseguir con ridiculizar a la condesa de Bridgewater? Nadie jamás la había puesto en su lugar. Ha ganado una enemiga de cuidado.
—No se haga el desentendido. Esa mujer me robó la posibilidad de... —No pudo continuar.
—¿Qué insinúa?
—No niegue que es ella su amante.
La expresión de William cambió por completo, pasó de enojada a divertida. Incluso esbozó una sonrisa y dejó escapar unas sonoras carcajadas, las que le conferían mayor atractivo.
—Claro, supongo que los rumores en mi contra eso le han hecho suponer. ¿También se lo informó lady Huntington?
—No, lo deduje.
—¿De veras? —dijo divertido—. Usted es fascinante. ¿Sabe lo que me provoca verla ardiendo de celos?
—¿Celos?
—¿Por qué otro motivo se enemistaría con una de las damas más poderosas de Inglaterra? Debería aprovechar que estamos solos y hacerla mía. Tal vez así desterraría esas ideas extrañas que la han seducido por un instante.
—¿Ideas extrañas? Tiene el descaro de ofenderme mientras su amante, una dama casada, mayor de edad que usted, se pasea impunemente por la propiedad de sus padres. Solo falta ver si el conde de Bridgewater también está entre los invitados.
—Eso, mi marquesa celosa, tendrá que averiguarlo en persona, porque ni yo lo sé. La presencia de lady Morgan también es una sorpresa para mí.
—¿Acaso no la invitó su familia?
—Siempre la invitan, no es común que termine por acceder, solo cuando le place, y esta parece ser una de esas excepcionales ocasiones. Ahora que usted la ha humillado no sé si sea de su agrado permanecer. Si se marcha le habrá provocado una pena profunda a mi padre, aprecia en demasía a la condesa.
—Todavía no me saca de mi duda. ¿Es ella la dama misteriosa?
—Si ha sacado sus propias conclusiones, ¿por qué me interroga? He aprendido que no vale la pena esforzarse por acallar los rumores ni las demandas suspicaces de una mujer. Me basta con mi verdad, pero ese soy yo, la sociedad es más dura juzgando.
—¿Niega sus correrías y que he descubierto la identidad de su amante?
—Salga ya, no quiero que los que urden historias se atrevan a enredarla en uno de sus cotilleos.
—¿Me está echando?
—No deseo que termine comprometida por estar a solas con este hombre de tan marcada reputación.
Lo miró ofendida, no podía quitarle la vista de encima y debía buscar un pretexto para justificar su insistencia: su indignación le pareció suficiente. Ella desconocía que su mirada desafiante era la preferida de William, como más adoraba recordarla. Grace seguía perdida en la imagen que la tenue luz que se colaba en el establo le devolvía del segundo hijo del duque. Se veía tan gallardo en mangas de camisa, con la expresión surcada por el deseo, al que se resistía a entregarse: su orgullo solía inundar su vanidad. El labio inferior carnoso como una jugosa fresa le temblaba, las líneas firmes de su mandíbula se contrajeron. No era una invitación a dejarse abrigar por sus brazos, era una advertencia.
William sabía que estaban a punto de perderse el uno en el otro, Grace aún creía que podía correr. Si perdía un minuto más deleitándose en su hombría, él la atraparía en el aquel juego seductor cuyo final era muy incierto. Un relincho de la yegua blanca los sacó del aletargamiento y ella, advirtiendo la ferocidad de la lujuria que tomaba forma en el pecho de aquel hombre, decidió huir, mientras quedara un segundo para hacerlo.