Cuando el médico llegó, ordenó moverlo a una habitación más confortable. Doña Prudencia dio la indicación de conducirlo a los pisos nobles de inmediato. Dejó entrever que el joven había acudido a visitarla para ver asuntos de negocios y que por curiosidad había entrado en el pasadizo. Se omitió toda relación de lord William Lovelace con la marquesa y el médico fue discreto.
La señora se retiró cuando el galeno procedió a examinarlo, desabotonó la camisa de su paciente con ayuda de un sirviente y descubrió que traía resguardados documentos debajo de la camisa, un libro con cubierta de piel y un manojo de hojas. Fue circunspecto con el hallazgo y no hizo preguntas. William mandó poner los textos lejos de la vista de todos.
—¿Cómo se siente? —indagó mientras examinaba sus lesiones.
—Magullado como una fruta con la que se pretende hacer jalea. —Tosió por el esfuerzo de hablar.
—Parece que aspiró algo de polvo. Tendrá usted que guardar reposo. Afortunadamente no hay huesos rotos ni órganos comprometidos.
—Me cubrí con los brazos. El desplome no cayó encima de mí, gracias a Dios fue a unos pasos. —Su volumen era bajo y su voz estaba ronca.
—Dé gracias al Cielo. Igual pudo morir asfixiado, tiene síntomas de una falta de oxígeno importante. Sea más prudente a la hora de explorar construcciones antiguas. ¿Siente dolor en la cabeza?
—Sí, y escozor en la herida de la frente.
—La pomada de árnica le ayudará con los golpes y los dolores. Descanse, duerma. Tendrá que guardar reposo unos días aquí en Emerald Haven, al menos veinticuatro horas en cama. Después podrá dar algunos pasos, le convendrá salir a respirar aire puro, sin abusar, en un par de días cuando se sienta con fuerzas para hacerlo. Indicaré una dieta especial que ayudará a su pronto restablecimiento. Lo visitaré mañana para evaluar sus progresos.
Se le remuneró por sus servicios y más todavía, con la especial indicación de ser hermético con respecto a lo sucedido. William pudo respirar cuando quedó a solas, se recorrió de nuevo con un dedo la herida de la cabeza e intentó incorporarse. El doctor le había garantizado que los golpes dolerían aún más al día siguiente.
Mientras se esforzaba por sentarse, la vio entrar a la habitación. Ella lo ayudó colocándole una almohada detrás la espalda. Se miraron sin atreverse a hablar. El discurso previo al fatal desenlace se interponía entre ambos, la ligereza de ella y sus artimañas para seducirlo, el volátil deseo de él al descubierto.
—Lamento lo ocurrido —musitó recobrando la compostura, aún llevaba el vestido con el que lo había hecho sucumbir.
—Volvería a arriesgarme si con ello tengo otra vez sus cuidados. ¿Por qué lloraba? No creo que me tenga en tan alta estima.
—Entonces no me conoce.
—¿Aún sigue en pie nuestro pacto? —indagó arduamente.
—Me veré obligada a cerrarle la boca y los párpados. Debe descansar.
—No quiero que se vaya.
Estiró la mano y volvió a tomar la de ella, en esta ocasión Grace tampoco la retiró. William acarició con sus dedos los suyos y suspiró al pensar en las nefastas consecuencias del incidente, si los hombres no lo hubieran hallado antes de que se quedara sin nada de aire.
—Me quedaré un rato a velarle el sueño, por favor, duerma.
Su melodiosa voz, la temperatura cálida de su mano, el efecto relajante de los medicamentos y la mirada con que lo arropaba lo fueron conduciendo a un suave sopor hasta que se perdió en los brazos de Morfeo sin dejar de sujetarla.
Volvió a reaccionar cuando los rayos del sol que se colaban por la ventana iluminaron la habitación. Un sirviente displicente se incorporó de una silla, lo habían dejado vigilándole el sueño. Otro apareció para relevarlo. Traía una charola con té con leche y miel, suaves hogazas de pan, mantequilla, mermelada de frutos rojos y una ensalada de frutas con manzana, pera e higos.
—La marquesa insiste en que pruebe bocado antes de que llegue el doctor. Hemos traído algo de ropa de la cabaña, por si desea tomar un baño tibio para que pueda descansar con más comodidad.
—Hágale saber a lady Emerald que agradezco sus atenciones. Tomaré primero el alimento y después el baño.
Devoró la comida. Había dormido sin cenar y se sentía famélico. Después trajeron una tina de madera con agua templada, vertieron unas gotas de aceites perfumados traídos de Asia, indicados por el doctor para aliviar la inflamación de sus músculos, donde destacaba el de olor mentolado. Se introdujo en la bañera y disfrutó ser invadido por tan reconfortante aroma. Aún su cuerpo estaba maltrecho por el accidente y algunos trozos de su piel permanecían resecos y castigados por el polvo adherido a su superficie, debido al sudor y la sangre, que el médico no había podido terminar de lavar a conciencia. Talló suavemente sus brazos, limpiando con cuidado los raspones y las magulladuras; continuó enjabonando sus pectorales, los que frotó hasta quedar perfumados por el efluvio que desprendía el agua con su vaivén. Masajeó sus piernas y constató que el olor lo relajaba. Terminó con el resto de su cuerpo hasta sentirse aliviado. Su piel blanca volvió a relucir límpida, reluciente y tersa.
Se colocó una bata y con ayuda procedió a lavarse la boca con los polvos dentífricos para después hacer gárgaras de agua con sal, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones del médico.
Tras volver a acomodarse en la cama, solicitó ver a la marquesa, pero antes de que partieran en su búsqueda, fue anunciada por Dorita. Por orden de lady Emerald los dejaron a solas. Ella se sobresaltó de encontrarlo en bata, pero siguió adelante. Él se regodeó en la vista, vestía un sencillo vestido blanco de muselina, la falda estaba salpicada de mariposas en pleno vuelo. El cabello lo traía peinado en una larga trenza que se enredaba en su cabeza, coronándola como la reina de las ninfas, en una apariencia tan campirana y tan desenfadada como el día que llegó a Emerald Haven a invitarla a Whitestone Palace. La prefería así, provocaba que su corazón se apretara y que su alma revoloteara desesperada dentro de su pecho, con intenciones de abandonarlo y seguirla para siempre. Un par de ojeras opacaba su semblante y se sintió responsable de sus pocas horas de sueño.
—¿Cómo se siente? —indagó Grace recuperando el brillo en sus ojos al verlo muy recuperado. Se veía lozano y, salvo por sus ojeras amarillentas y la herida sobre la frente, su apariencia no distaba mucho de lo habitual.
—Angustiado.
—¡Oh, por Dios! —se preocupó.
—Aún no me contesta si continúa en pie nuestro trato. Ese en que seríamos amantes —murmuró y se precipitó a acariciarle la mano, ella la retiró de pronto.
—Solo debería preocuparle su salud. ¿Desea que avisemos a su familia?
—No. Detesto darles preocupaciones. —Fue interrumpido por un ataque de tos.
—Trate de expulsar todo lo que pueda. Aconsejó el médico que le ayudará a sentirse aliviado. —Grace intentó socorrerlo. Tomó una jarra de la mesa cercana, le sirvió agua en un vaso y le dio de beber.
—Mi madre movería cielo y tierra por regresarme a Londres, no quiero separarme de usted. Menos cuando finalmente ha aceptado compartir una aventura conmigo —explicó cuando cesó el cosquilleó de su garganta.
—¿Acaso el golpe en la cabeza no le hizo olvidar ese funesto acuerdo?
—Solo quedé inconsciente por falta de oxígeno, no tuve pérdida de memoria.
—Pero pudo haber consecuencias más graves y no debemos pasarlas por alto. ¿Qué habría pasado si...? Usted debe descansar y yo sincerarme, solo jugaba...
—Un juego muy peligroso.
—Me sacó de quicio.
—Tan difícil de lograr. —Rio por lo bajo—. ¿Entonces ya no requiere de mis otros servicios? Le diré algo que tal vez mejore su opinión sobre mí. No soy un prostituto, jamás he cobrado por darle placer a una dama.
—Ya había intentado alegar en su defensa. ¿Por qué le creería? Ya eso no importa, solo quiero verlo sano, recuperado, que pueda abandonar esa cama y que sea tan testarudo como de costumbre.
—Para mí es importante, basta de silencios incómodos, de orgullo. Usted debe ver que, aunque no soy un dechado de virtudes, tampoco soy un tarambana como le han hecho creer; tal vez un poco, pero estoy dispuesto a enmendarme.
—¿Defenderá que es un santo varón y que tiene una reputación intachable?
—No negaré que he tenido amantes. ¿Qué hombre sano a mi edad no las tendría?
—He tenido el infortunio de escuchar, sin proponérmelo, la efusión con que una dama hablaba de sus peripecias. Una que al parecer lo conocía bien.
—¿Quién?
—La señora Perkins. —Carraspeó—. ¿Es su amante? ¿La ama?
—Por supuesto que no, solo tuvimos un encuentro. Es agua pasada —argumentó quejándose de dolor lumbar, ella le acomodó las almohadas y sus labios quedaron muy próximos. William los miró anhelante con deseos de aproximarse y robarle ese beso que ya se había hecho de rogar. Emitió un sonido gutural tras verla regresar a su asiento sin darle la menor satisfacción a su aguda sed.
—No puedo entender cómo osa arriesgarse tan solo por obtener placer —le reclamó enojada, recordando el incidente de casi tres años atrás, cuando aún vivía Emerald—. Su esposo es bastante peligroso, es impulsivo y se hace acompañar por esos matones que no son nada de fiar. ¿Lo ha notado?
—Por eso preferí poner distancia.
—Ella no se mide, no fue cuidadosa al contar su admiración por usted a las señoras que frecuentan su círculo. ¿Es la dama misteriosa?
—No.
—¿Me dirá algún día de quién se trata?
—¿Por qué el interés particular en ella? Ya sabe que ha habido otras.
—Cambió nuestro rumbo.
—¿Habría aceptado casarse conmigo de no habernos sorprendido juntos?
—Tal vez. Usted tampoco me lo había pedido.
—Lo deseaba, incluso a pesar de mi aversión al matrimonio.
—Es incorregible.
—Fui uno antes y otro después de conocerla. Usted me hizo tener ideas distintas, quise tener su compañía para siempre.
—¿Me dirá quién es?
—Algún día. —Grace lo miró sin disimular su curiosidad—. Solo he considerado casarme dos veces en la vida, la primera tenía diecisiete años, era un soñador. Por supuesto que mi padre no consintió mis aspiraciones. Ella era mayor que yo por tres años. Yo tenía aún mucho que estudiar.
—¿Le correspondía? —preguntó llevándose la mano al corazón, con el semblante sombrío. Estaba segura de que hablaba de la misma mujer que se había interpuesto entre los dos. «¿Diecisiete años?», pensó. No creía que pudiera luchar contra un sentimiento que había perdurado en el tiempo.
—También me quería, pero menos de lo que me hubiese gustado. —Tosió una vez más. Grace le aproximó un vaso con agua y él bebió a pequeños sorbos.
—Usted debería guardar silencio.
—¿Cómo podría si se ha empeñado en exprimirme hasta sacarme la última gota de información?
—Se lo ahorraría si cuando le pedí explicaciones me hubiera aclarado de quién se trataba.
—Entienda que soy un caballero, no puedo revelarle la identidad de la dama.
—Me habló de la señora Perkins.
—Ella fue la que cometió la indiscreción. «La dama misteriosa» —dijo utilizando el sobrenombre referido por Grace—, fue mi amor de juventud.
—Cuesta creer que tuvo un amor —musitó sorprendida por la ferocidad de sus celos, él lo notó y sintió alivio, esperanza—. ¿Qué sucedió?
—Mi padre me envió a estudiar y ella me olvidó. Se casó con un primogénito. Cuando lo supe la noticia me devastó, juré que la olvidaría; pero la vida nos hizo converger una y otra vez hasta que me convencí de que no teníamos futuro. Ella ya no era la persona de la que me enamoré, no sé si cambió demasiado o si en verdad siempre fue igual y la venda en mis ojos no me dejaba ver más allá de su belleza, de lo superficial.
William se guardó por caballerosidad lo siguiente, que, en verdad, su sentimiento enardecido murió tras su rechazo. Después, conquistarla se volvió un deporte, a ella y a otras, una solución temporal para satisfacer las necesidades de su hombría, se sed de compañía femenina.
—¿Es la condesa de Bridgewater? —se atrevió a preguntar.
—¿Cómo se le ocurre pensar algo tan desfachatado?
—En cada ocasión que nuestras miradas se cruzaron en Whitestone Palace, fue muy despectiva, como si tuviera qué reprocharme.
—Descártela, no lo es. —Volvió a toser y a quejarse de su espalda.
—Lo dejaré descansar.
—Quédese un poco más.
—Preocuparé a mi abuela si sigo encerrada con usted a solas. Me lo ha permitido porque sabe que está más muerto que vivo y porque también se siente culpable de haberlo instado a escaparse por el pasaje.
—Entonces tendré que sacar partido de su sentimiento de culpa, por favor, Grace, permanezca un rato a mi lado. No hablábamos así sin rencores ni máscaras desde hace años, cuando nos conocimos. Le suplico que me dé una oportunidad. Permítame empezar de cero.
—¿Qué ha venido a buscar? ¿Aún anhela convertirme en su amante?
—No, jamás ha sido mi interés primordial. Mis intenciones son honestas y las más serias.
—Jamás volveré a casarme.
—¿Por qué?
—El matrimonio no es una opción para mí.
—Y no se lo pediría de hallarme en desventaja. Buscaría la forma de redimirme y entonces sí la haría mi esposa —soltó lo que le quemaba por dentro, aún sin tomar conciencia de las palabras atropelladas que se le escapaban; pero bajo ninguna circunstancia permitiría que su necedad lo llevara a perderla de nuevo.
—Milord, no existen posibilidades para nosotros. Jamás accederé a volverme a casar, he dado mi palabra.
—¿A quién?
—A mi hijo, juré que nada me distraería de su crianza.
—Es absurdo, pero no la juzgaré, sé que ha pasado momentos difíciles. Grace, estuve a punto de morir y lo único que me mantuvo con fuerza fue la esperanza de lograr conquistarla y de volver a ver en sus ojos la dicha que sentía cuando éramos Grace y Will y nos sonreía la fortuna. Júreme que sus lágrimas eran por la culpa de conducirme por ese pasadizo del infierno y no porque también se siente desbordada por el sentimiento que nos une.
—Will...
—La quiero y no me moveré de Emerald Haven hasta que no reconozca que nuestro amor es recíproco. Estoy dispuesto a aceptar lo que sea que me ofrezca, solo le aclaro que, de mi parte, le doy todo. Seré su amigo, su esposo o su amante en las sombras, pero quédese conmigo.
Se le acercó lentamente, y ella lo escuchaba con tanta atención que, cuando se percató, sus labios habían recorrido un arduo camino hasta quedar a escasos milímetros de los suyos. La tomó por el talle dejando escapar por su garganta una queja ante el fulminante dolor que lo fustigaba con cada movimiento.
—No se esfuerce —le susurró y lo acarició con su aliento.
—Me duele más permanecer otro segundo separado de su cuerpo.
Ella se dejó vencer y sus bocas, después de tanto esperar, se fundieron primero despacio y después de forma ardiente. La abrazó con tantas ansias que se sintió lleno de bríos, como si horas atrás no hubiera estado a las puertas de la muerte. Ni siquiera el aire viciado que se agolpaba en sus pulmones hizo que se quedara sin aliento; había penado, lo que le había parecido un siglo, por probar la dulzura de sus labios y se adhirió a ellos como si de su savia dependiera su capacidad de subsistir.
—Sabe exquisito. Jamás me niegue sus besos —le susurró asaltando una y otra vez su boca, deleitándose en su tersura, en la sedosidad de su piel.
Sus manos ávidas de reconocer cada recoveco de su cuerpo se lanzaron a explorarla, estrecharla, recorrerla; mientras ella, vencida por un deseo que la llenaba de palpitantes sacudidas y la hacía sentir un calor sofocante en sus partes pudendas, se rindió a sus avances. No podía y no quería frenarlo. William se veía encantador en aquella bata de seda, con la camisa blanca asomándose por debajo, con las mejillas sonrosadas por el febril deseo y con aquella voz jadeante con que intentaba convencerla de la veracidad de su afecto entre caricia y caricia. Pero cuando el caballero, supuestamente inmovilizado por prescripción médica, la colocó suavemente de bruces sobre la cama y hizo más atrevida su incursión sobre su cuerpo, el que con avidez pretendía desnudar, Grace volvió a sentir pudor.
—Aguarde.
—¿Qué sucede, mi bien?
—Me esperan para el desayuno y está por llegar el doctor. Sería engorroso que nos descubrieran así.
La besó con furor hasta dejarle los labios incendiados y luchó contra su deseo feroz con tal de calmarse.
—¡Maldición! —blasfemó—. Definitivamente quiere matarme. Júreme que regresará en la noche cuando todos duerman.
—Eso que me pide es incorrecto, menos en el techo de esta casa.
—La amo tanto que esta espera terminará por hacerme más daño que el derrumbe del pasadizo.
El corazón del caballero parecía que iba a estallar dentro de su pecho, pero dando muestra de su aplomo intentó sosegarlo.
—Vendré al mediodía a verlo, después de que pase el doctor.
—Y yo intentaré esperarla, si antes no abandono esta cama y voy a su encuentro.
—Debemos ser cautos y usted debe recuperarse, milord.
—Usted ha aceptado de cierta forma sus sentimientos y muero de angustia de pensar que reaccione y cambie de parecer.
La abrazó hasta que ambos torsos quedaron completamente fundidos. El calor sofocante volvió a hacerse presente. Aspiró su aroma y se llenó de ella y le recitó un mar de juramentos de amor. Ella le acarició el cabello, le salpicó de besos el rostro amado y le dijo:
—Will, me has robado la cordura —le confesó ya sin tratarlo de usted, y él le tomó la palabra, ardía en deseos de hacerlo y solo esperaba carta blanca.
—No reflexiones, solo déjate llevar, que si sacas conclusiones terminarás por titubear y yo me moriría. Te necesito mía, solo mía.
—Y lo soy de cierta forma, desde que te conocí no he podido sacarte de mi corazón; pero debes aceptarme tal y como soy.
—Eso debería pedirlo yo. Eres perfecta, Grace, ¿qué tendría que reprocharte?
—Quiero conservar mi libertad, estaremos juntos, mi amor, pero será nuestro secreto.
—¿Te avergüenzas de mí? ¿No me consideras con los méritos suficientes para portarme con orgullo como prometido?
—No es eso. —Le besó los labios para alejar el recelo que se apoderó de su rostro—. Dijiste que aceptarías lo que te pudiera dar. Es difícil para mí, tengo responsabilidades, soy madre. No quiero que tomemos decisiones apresuradas, ni que tus padres o mi familia interfieran.
—Al menos los míos, que han notado mi ferviente interés por ti, no desean otra cosa. No sé doña Prude cómo se lo tome, me ha amenazado con el duque de San Sebastián en repetidas ocasiones.
—Odio los rituales, apegarme a las costumbres. Solo quiero conocerte más, sin un ejército de señoras ordenando qué se debe hacer en este caso. Terminarían por arruinarnos y yo no podría soportar otro fracaso.
—Yo acepto tus condiciones.
—No lo son, de hecho, es lo que quiero evitar. Quiero que seamos libres en todo momento.
—Cuidaré de ti —murmuró y la estrechó con todas sus fuerzas—. Serás mía en secreto.
—No tienes remedio —le dijo y se perdieron el uno en la fuerza de la mirada del otro.
Se despidieron con beso sonoro en los labios. Tras una risa tonta y cómplice, se volvieron a jurar cuánto se amaban.