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Con el ultimátum de traer al duque de San Sebastián, su cuñado, partió doña Prudencia esa misma mañana, negada a quedarse en aquella morada donde las bajas pasiones pululaban sin límites. Grace no le rogó que se quedara, pero no temía que cumpliera sus amenazas, sabía que jamás daría su brazo a torcer ante Hugo y no admitiría que una de sus nietas se había salido de su propio redil, una vez más. Al menos, ella había ido de frente, y no había burlado su férrea vigilancia, como hicieron los duques en el pasado. ¿Con qué moral Hugo le iba a recriminar? Aunque sabía que, ante esas circunstancias, su cuñado tenía fallas de memoria.

No acudió al mediodía tras la visita del doctor al encuentro con William, los sirvientes habían demostrado su lealtad, hasta la fecha, pero no quería dar motivos para que hablaran a sus espaldas, más de lo que tal vez lo hacían. Le envió una carta con Dorita explicando lo sucedido, la que la muchacha llevó a regañadientes, porque ya había tomado partido por doña Prudencia.

—¿Entonces no vendrá? —preguntó William en castellano.

—Lo dice la carta, hasta que usted tenga la fuerza para ponerse de pie y regresar a la cabaña, podrán volver a encontrarse —respondió Dorita en la misma lengua.

—¿Conoces el contenido de estas letras?

—La señora la escribió delante de mí y me la leyó para dejarme claro que lo convenciera de apegarse a ella.

—¿La marquesa ha perdido la cordura? ¿Qué hizo para provocar que doña Prude huyera despavorida sin siquiera despedirse?

—Se lo explicará cuando puedan hablar. Pero si quiere le adelanto algo, milord. La señora fue a buscar a su excelencia, el duque de San Sebastián, para que le diera un escarmiento —lo amenazó, blandió su lengua como una espada y batió sus brazos para dejar en claro su inconformidad—. No sé si ya lo conoce, pero su genio es tan fuerte como el rugir de un león furibundo. Yo que usted, dejaría de importunar a la marquesa y saldría corriendo mientras las piernas aún no le sean inútiles para subirse a un caballo.

—No me atemoriza el duque y te perdono porque sé que la quieres.

William abandonó la cama de inmediato. La muchacha tuvo que girarse de espaldas ante el varón que se quitó la bata y quedó en camisa y paños menores de la cintura hacia abajo. Comenzó a vestirse delante de ella, sin asomo de pudor. La instó para que le diera su chaqueta, su corbata y demás artículos de su atuendo. Le pidió que enviara a la cabaña el resto de sus pertenencias ante una Dorita boquiabierta.

—¿Qué hace, milord? El doctor dijo un día completo en cama, de reposo, y aún no se cumple el plazo.

—Muero de deseos de ver a Grace, no me visitará hasta que esté en la cabaña, así que no perderé ni un minuto —comunicó tomando un envoltorio de hojas en una mano, dispuesto a irse—. Allá la espero.

—Aquí estará mejor atendido.

Dorita tuvo que socorrerlo y dejarlo apoyarse sobre sus hombros al comprobar su resolución de marcharse con tal de acelerar su encuentro.

—No es necesario que me sostengas, puedo valerme por mí mismo.

—Usted es más terco que una mula.

—Si vas a compararme con un animal, te sugiero que elijas un purasangre inglés, de lo contrario te buscarás un enemigo jurado.

—Usted no llegará a la cabaña ni con mi ayuda —dijo soltándolo y él estuvo a punto de caer al suelo, ella lo auxilió de inmediato, apuntalándolo como un castillo de naipes a punto de desmoronarse—. No sea testarudo y déjeme regresarlo a la cama.

—¡No me sostengas! —indicó y Dorita lo hizo. Respiró hondo y dio unos pasos, hasta recobrar la seguridad en sus piernas después de tantas horas acostado—. Sé medir mis fuerzas y sé hasta dónde puedo llegar.

La dejó estupefacta mientras lo veía erguirse a la totalidad de su altura, tomar una fuerte inspiración y continuar avanzando completamente decidido.