Grace llegó a la cabaña sola, cabalgando a horcajadas sobre la yegua andaluza; se desmontó de un salto, la amarró a un poste y sin más preámbulos se introdujo en aquel sitio confortable de madera noble. Arribó con el entrecejo fruncido, ya había sufrido en varias ocasiones por el ímpetu y la rebeldía del caballero, su desobediencia al doctor, luego de tenerla con el Jesús en la boca fue la gota que derramó el vaso. Lo encontró sentado muy apacible y con una amplia sonrisa en los labios, en un sillón enorme, bebiendo una copa de brandy y emitiendo carcajadas a momentos por la reacción que le provocaba la lectura. Estaba sumamente interesado en un libro que ella reconoció de inmediato. Intercambiaron miradas y él se puso de pie para recibirla.
—¡Siéntate! ¡Ni siquiera te atrevas a levantarte! —ordenó Grace y se acercó a socorrerlo. Él tuvo que inclinarse desde su altura para ser examinado. No la había obedecido, un caballero debía esperar a que la dama recién llegada se acomodara en una silla. La marquesa le revisó la frente, la pureza del rostro y el ritmo de la respiración—. ¿Cómo se te ocurre venirte andando? ¡Eres irresponsable! William, ¿acaso no eres consciente del riesgo al que estuviste expuesto?
—¡Ninguna mujer se había atrevido a hablarme con tanta fiereza! Te lo perdono por el placer de recrearme la vista con semejante amazona. —Volvió a sonreír.
—Vine a toda prisa en Luna para intentar alcanzarte y que al menos vinieras a trote lento. —Él observó que aún vestía el primoroso vestido de la mañana. Ni siquiera le había dado tiempo a ponerse el traje de montar. Y así la prefería, ligera, sin apretados corsés, con la tela cayendo por su cuerpo y dibujando su figura, la que le había asegurado que sería suya y ese juramento le ponía el corazón frenético solo de imaginárselo.
—Me duele tanto la espalda que no creo que pueda subirme a un caballo. La caminata fue reconfortante, ya no soportaba el encierro; si al menos te hubiera tenido de enfermera me habría arriesgado. Cuando Dorita me aseguró que no vendrías tuve que salir de allí a toda prisa, necesitaba verte. ¡Y funcionó! Has venido a todo galope a mi encuentro.
—Traje tus medicinas, las dejaste olvidadas.
—Adoro tu ira, da cuenta de tus bríos a la hora de amar. Ardo en deseos de ser devorado por esa pasión.
William no tomó asiento hasta que ella se sentó en una poltrona próxima a él.
—Estás de reposo y ya has desobedecido con creces las órdenes del doctor, la única pasión que verás es la que usaré para meterte en cintura.
—¿Por qué se fue doña Prude?
—No te preocupes por su partida. Nos entenderemos, al final termina por ceder.
—Me inquieta lo que te concierne.
—No aprueba nuestro proceder, considera que debemos casarnos de inmediato antes de que nos volvamos el nuevo rumor de temporada.
—Tal vez tiene razón. ¿Lo deseas?
—No permitiré que interfieran. —Ella volvió a reparar en el diario de la marquesa fallecida. Estiró la mano para solicitarlo.
—Lamento haberlo tomado.
—¿Qué tanto has leído?
—Lo suficiente para pensar que a ese diario le debes tu osadía en las letras, ¿o me equivoco? Muero de celos de imaginar que Emerald sea el responsable de tu vasto conocimiento en el arte de seducir.
—¡No me adentraré en los detalles! Sería poco decoroso.
Él arrugó el entrecejo y le devolvió el diario de una vez.
—¡La marquesa! ¡Tan estirada que parecía!
—¿Cuento con tu discreción?
—Faltaba menos —dijo tomándola desprevenida, la arrebató de su lugar y para arrastrarla con él al cómodo sillón—. Ahora quiero mi encuentro romántico.
—¿De qué hablas? —Su tono era sobresaltado.
—Mencionaste en la carta que no acudirías a mí hasta que estuviera de vuelta en la cabaña, por aquello de la privacidad y de mantener a los sirvientes lejos.
—Eres incorregible, no me refería a...
La miró con lujuria y volvió a robarse sus labios, ella sucumbió a su contacto húmedo y a ese olor mentolado que lo envolvía.
—El médico me ordenó estar en la cama y es lo que pretendo hacer —gimió contra su boca alzándose con ella en brazos.
—Te lastimarás —intentó amonestarlo, pero entendió que era lo que menos le importaba. Aquel hombre era devorado por el apetito voraz de tenerla.
Se dejó conducir hasta el blando lecho, el que se hundió por el peso de ambos. Su pecho junto al suyo le confirió seguridad, se sentía como si hubiera llegado a su verdadero hogar, no pudo rechazarlo.
—No imaginas cuántas veces te soñé así conmigo, mi bella Grace. Déjame colmar de besos tus mejillas.
—Te amarraré a la cama de ser necesario —dijo intentando escaparse de su agarre, pero era imposible, ya había sido subyugada por su atractivo.
—Solo necesitas meterte conmigo dentro de las mantas y me quedaré en ella para siempre —bramó hundiéndola nuevamente en el mullido colchón y aprisionándola bajo su cuerpo. La observó como a la más encantadora de las mujeres y le recorrió el rostro con caricias y besos salpicados a intervalos. Sin podérselo creer preguntó—: ¿En verdad serás mía?
—Para detestar el matrimonio tienes muy exacerbado el sentido de posesión —gimió con el aire fluctuando en sus pulmones por el peso del portento. Él lo notó y se apoyó sobre un codo para permitirle inspirar con más soltura.
—A ti, te quiero a ti. Me obsesiona todo lo que tenga que ver contigo, tu dulce olor a vainilla y violetas, tu sedosa piel, tu irreverencia, tu rechazo. Jamás había tenido que penar tanto para obtener los favores de una mujer.
—¿Mis favores? —A ella le resultaban tan graciosas las maneras inglesas de referirse a las situaciones humanas, más si eran entre un caballero y una dama.
—Tu cuerpo, tus besos, lo que desde hoy tendrá un solo dueño. Borraré con mi brío toda huella del pasado. Sentirás que hasta hoy no sabías lo que era amar.
—Vas muy rápido —titubeó.
Su pretensión era la de seguir hablando, conociéndose. Incluso la idea de su abuela comenzó a parecerle prudente: procurar un entendimiento de las familias hasta que quedaran unidos por las leyes de la Iglesia. Su resolución de amar libremente la sobrepasó de golpe, no se sentía tan valiente con aquel varón encañonándola con la artillería completa.
—¿Rápido? —gimió—. Te he esperado por años; pero si prefieres aguardar a que estemos casados solo tienes que decirlo y parto de inmediato a Londres a esforzarme para conseguirlo.
—¡No! No te vayas —se le escapó en un susurro ahogado.
Se abrazó a su firme cuerpo y se rehusó a dejar que sus propios prejuicios se interpusieran entre sus anatomías. Había desarrollado una convicción a lo largo del tiempo, quería ser como la antigua marquesa, como su hermana menor y como las heroínas de las historias que leía y escribía. La ley de los hombres no le dictaría nuevamente el siguiente paso a seguir, sería dueña de su destino y elegiría cómo y a quién entregarle su amor.
William no necesitó más para lanzarse a desatarle las cintas, hasta que con manos expertas la despojó de aquel delicado y sensual vestido. Ella tiritaba a pesar de que la estancia permanecía cálida.
—No tengas miedo, seré delicado y pararé en el momento en que lo pidas.
William recordó que había estado casada por poco tiempo, y aunque era osada para llevar a sus libros acalorados encuentros entre un hombre y una mujer, en sus brazos parecía un ave asustadiza. Su corazón sintió un vuelco y su hombría ardió en deseos de liberarla de sus miedos, para descubrir la mujer poderosa que se asomaba a través de su mirada. Para darle tiempo a acostumbrarse, se quitó botón a botón la camisa, hizo lo mismo con sus pantalones y continuó desembarazándose de cada una de sus prendas sin una gota de vergüenza. Quedó solo cubierto por sus calzones que se elevaban como una tienda por la pronunciada erección. Grace admiró su figura. William sabía que era un hombre hermoso, en plena flor de sus años mozos, con músculos duros y bien plantados que le daban la apariencia de una escultura romana. El deseo de la marquesa se dejó entrever en sus ojos, pero bajó los párpados presa del pudor.
—Mía, mía, mía —le susurró entre beso y beso por su adorado perfil, y siguió por su esbelto cuello hasta que hizo una parada en el nacimiento de sus senos, mientras sus manos se lanzaron a desatar los lazos de su camisola—. ¿Tienes ideas del ritmo de mis latidos mientras me diste a leer esos textos repletos de escenas copadas de lujuria?
—Fue el efecto que quise provocar, pero me arrepiento. Mira a dónde nos ha llevado.
—Nada de remordimientos. Entrégate a tus deseos. Si te apetece —sugirió circunspecto liberándola por completo de la camisola que ya había desatado y admirándose de la turgencia de sus dos empinadas colinas—, podemos reproducir el momento más álgido de los amantes de tu libro.
—¡No! —manifestó llena de vergüenza, aunque en realidad se moría porque la tomara justo de esa forma y le arrancara un quejido placentero de sus labios.
—Te diría que sí, pero no, haremos algo mejor que eso —bramó girándola de espaldas y recorriendo sus omóplatos con su lengua húmeda y tibia. Luego le inclinó para que las rodillas quedaran sobre el colchón y Grace se sintió frágil, a punto de ser sometida, intentó recular—. ¿Qué tienes, alma mía?
Ella se cubrió con las sábanas, suspiró y se tragó su tormento, se conformó son murmurar:
—Prefiero verte a los ojos y que nuestra primera vez sea menos atrevida.
—Mi dulce marquesa enamorada, hay algo que me intriga. ¿Cómo fue tu experiencia con Emerald? ¿Fue placentera? ¿Fuiste feliz a su lado en la cama? Hay mujeres cuyos maridos no han sabido llenarlas de gozo y guardan cierto deseo natural, pero a la vez se muestran reticentes a entregarse a la hora de amar, debido a infortunadas prácticas.
—No metas a Emerald en esto.
—Y no quiero indagar en aguas pasadas, pero es importante que hablemos.
—Él fue todo un caballero.
—De acuerdo, no te presionaré a contarme detalles que no fueron en mi tiempo, pero no me temas, que solo te daré placer hasta que vengas suplicando por más. Te cuidaré y te adoraré como a la flor más delicada.
Grace se dejó tumbar en la cama, de espaldas, ya sin sus vestiduras; cerró los ojos para que la timidez no hiciera mella en ella y se dejó llevar por el ritmo de los latidos de su corazón. Él le separó las piernas fuertes y a la vez cubiertas por una piel sedosa y ocupó el hueco entre ambas, bramando de placer al leve roce entre sus sexos. Se sumergió en sus senos y los sujetó con ambas manos mientras los dotaba de besos, arrullos y caricias que la obligaron a destensar sus muslos y relajarse un poco más. El experto amante surcó de besos el camino de descenso hacía su ombligo, mientras ella se retorcía de deleite ante las maravillosas sensaciones que la iban invadiendo, porque jamás había sentido algo semejante, y pudo entender la renuencia de la antigua marquesa a prescindir de Zorro y sus muestras de afecto.
Pero cuando William colocó sus manos en sus caderas y la inclinó ligeramente para incursionar en su intimidad, la calidez y la precisión de sus caricias la hicieron aflojarse por completo. Sabía lo que hacía y lo sospechó desde que comenzó a descender por la línea de su cuerpo. Lo había leído. Sus mejillas ya habían dejado el sonrojo por el pudor y en cambio ardían enrojecidas por la elevada presión arterial, ocasionada por la excitación de su cuerpo. Gimió ante cada avanzada de los labios y la lengua de su amado sobre su intimidad. Hasta que necesitó besarlo y que cubriera su desnudez. Sus sexos volvieron a emparejarse, a rozarse por el movimiento que los acompasaba. Él ya no podía más, le urgía estar dentro del ardiente refugio que palpitaba cercano a su virilidad. Presionó suavemente la entrada rogando porque cediera ante su empuje y se topó con un canal que de tan estrecho parecía inexplorado. A pesar de estar obnubilado por las ganas, notó el hecho particular y volvió embestir con un poco más de fuerza. Ella gimió de dolor y se alejó un poco.
William se quedó inmóvil y volvió a besarla para recobrar su confianza. Recordó que hacía más de dos años desde que Grace había yacido con su anterior pareja, atribuyó a la falta de un hombre en su vida que estuviera tan cerrada. Pero era experto en reconocer cuando una mujer estaba lista y ella daba todas las señales: la humedad era abundante, la hinchazón de sus zonas erógenas irrigadas firmes y expectantes, la laxitud de su cuerpo, sus gemidos, la respiración agitada; pero cuando volvió a intentar introducirse, Grace se escurrió de sus brazos unos centímetros; a pesar de su evidente deseo, el dolor la hacía retroceder. Se sintió desconcertado.
—¿Te lastimo, mi amor? Debe ser por el tiempo sin yacer en la intimidad. Puedo retirarme si sientes que es mejor esperar.
—No te detengas —suplicó casi avergonzada de su propia urgencia, también era devorada por el hambre voraz de poseerlo.
—¿Sabes que te amo? —le preguntó empujando más duro y ganando un tercio del terreno. Grace soltó un gritito, pero ya no huyó, se aferró a su tórax; llegó a un punto en el que dolor y el placer se conseguían viajando por el mismo sendero y ella necesitaba más. Se quedaron quietos unos segundos, ella para acostumbrarse al grosor, él para permitirle adaptarse—. Te amo y aprecio cada muestra de cariño que me das.
—También te adoro —le reveló conmovida mientras él terminaba de enterrarse en sus entrañas con la siguiente estocada.
Gimieron a la par, rebozados por el maremoto de emociones que los invadían. William jamás se había sentido tan desbordado de ganas de poseer a una mujer. Tanto que dejó de lado sus reflexiones acerca de la mejor forma de complacerla y se dejó corromper por el ritmo que le demandaba su miembro viril, como si sumirse una y otra vez en su cuerpo dominado por las pulsaciones, que en ese momento eran el eje de su vida, fuera lo más importante.
Grace soltó unas silenciosas lágrimas, como si se reprochara estar ausente toda su existencia, como si su materia hubiese permanecido dormida y en ese momento despertara de un letargo demasiado largo. Dejó en segundo plano el dolor y un placer intenso le hizo enterrar los dedos en el cabello de William, aferrarse a él, sacudirse contra su vientre como poseída a la par que buscaba su boca para saciar una sed infinita que amenazaba con aniquilarla. Y de pronto sintió algo desconocido, una sensación que jamás había experimentado, que al principio la desconcertó, pero luego la hizo moverse a un ritmo frenético con tal de mantenerla lo suficiente hasta que le hiciera perder el sentido. La intensidad del primer orgasmo que había disfrutado se escapó por su boca, en un grito. Él, empapado de sudor por el esfuerzo y sonriendo contra sus labios, se sintió complacido por hacerle tocar las estrellas en pleno día y se aferró a sus caderas con más fuerza, sin dejar de embestirla, hasta que rugió de felicidad al poder liberarse dentro de su amada y alcanzar su propio orgasmo.
Terminaron exhaustos, tanto que sus pechos agitados parecían que iban a colapsar, no se soltaron ni un segundo; continuaron abrazándose, húmedos y temblorosos, después de una entrega larga, agitada y pasional. William hubiese querido haberlo tomado con más calma al final y haber mantenido el ritmo del principio, pero la necesidad de amarla lo había superado.
Sus pupilas volvieron a hacer contacto, la besó hasta robarle el poco aliento que le quedaba y le susurró:
—No entiendo nada. —Ella lo miró seria y en silencio—. Por momentos me sentí estafado, pero era tanto mi deseo que no pude frenar para pedirte explicaciones. Me sentí en el papel del marido que espera una virgen y termina con una esposa mancillada.
—¿Tanto valor le das a la virginidad? Pensé que eras más abierto de mente.
—Podría afirmar que jamás habías sido penetrada por un hombre.
—Podría parecer, pero sabes que estuve casada.
—Hay mujeres que se cierran tras largos periodos sin hacer el amor, otras que les cuesta lubricar y sienten dolor al principio; pero en ambos casos llega un momento en que se relajan por completo y su orificio se adapta al grosor del miembro del hombre. —Casi sonó elocuente su explicación y a ella se le hizo fastidioso.
—¿Harás un tratado sobre los comportamientos esperados para las partes pudendas de las damas? Pareces doctor. —Torció los ojos llena de celos al pensar de dónde había obtenido su amplia experiencia.
—Sin ironías —la desafió con severidad y ella selló sus labios—. ¿Consumaste tu matrimonio con Emerald?
—Dije que no hablaría sobre Henry, fue un caballero y debo respeto a su memoria.
—Hace dos años y medio un niño salió por tu canal femenino, ¿cómo es posible que estés tan estrecha? ¡No, estrecha no te hace justicia! La palabra correcta es cerrada, hermética, incorrupta.
—¡No permito que me hables así!
—Entonces explícate, porque a estas alturas no me importa si fuiste suya o no, pero no soporto el engaño. Dijimos que dejaríamos atrás las máscaras, las omisiones y el desdén.
Se puso de pie y caminó desnudo por la habitación para servirse un brandy, lo bebió como si de agua se tratara y bramó al final para manifestar su enojo. Ella, con el semblante pálido por el esfuerzo y por el desenlace, también abandonó el lecho y tomó avergonzada sus vestiduras con la intención de cubrirse. Pequeñas manchas rosadas quedaron expuestas sobre las sábanas, lo suficientemente nítidas para ser divisadas por los dos y no ser negadas por ninguno.
—Es mejor que me marche —musitó a punto de llorar, pero respirando fuerte para no romper en llanto y mantenerse firme.
—¿Cómo respondes a eso? —Le señaló la sangre.
—Si en verdad me quieres, me amarás sin preguntas.
—¿Quién es el padre de Evan?
—Henry Haddon, el difunto marqués de Emerald.
—¡Tú no puedes ser su madre!
—Por supuesto que lo soy.
—Es una situación muy grave, hacer pasar un bastardo como hijo legítimo traerá graves consecuencias a los involucrados, más por el peso de la cuestión sucesoria. ¿De dónde sacaste a ese niño?
—¡No te atrevas a llamarlo bastardo! ¿Y todavía te jactas de decir que me amas?
—Te amo, pero no puedes esconder que me has engañado. Te has burlado de mí en mi propia cara.
—Si me amaras lo harías sin condiciones. A mí no me importó que te llamaran «prostituto de la nobleza», que otras damas fanfarronearan sobre tus dotes y tus habilidades en su cama, que derrocharas la fortuna que te legó tu abuelo, ni que tuvieras un hijo no reconocido... ¡Tú sí que sabes sobre hijos fuera del matrimonio!
—¿Por qué te han venido con calumnias hacia mi persona vas a creerles? Jamás he tenido un hijo.
—¡Odio a los hombres que desconocen a su descendencia!
—Es que no soy padre.
—¿Entonces explica de dónde viene el rumor? Cuando el río suena es porque piedras lleva y la condesa no suele andarse con chismorreos sin una base sólida. Cuando se entromete en un asunto lo hace con convicción. Incluso dicen que tu padre le pasa una pensión, ¿por qué lo haría de no ser ese pequeño su nieto?
—Reconozco que hay un asunto que ha dado bases para ese rumor, pero no puedo abrir la boca, no soy el padre y no puedo dar detalles por cuestión de honor.
—Desestimé los rumores que se ciernen en torno a tu persona, sean verdad o mentira no me interesan, lo único que quiero eres tú. No te daré detalles, pero podría escribir un tomo muy grueso de tus resbalones. ¿Dónde está tu fe en mí si ante el primer motivo me reclamas como si fueras mi dueño? ¿Necesitas motivos para quererme? ¿Requieres esculcar en mi pasado para juzgar mi idoneidad?
Grace caminó hasta la puerta con una mezcla de decepción, miedo e ira. La abrió decidida a marcharse, y antes de desaparecer ya lo tenía al lado, cerrando la puerta de un manotazo. Rompió finalmente a llorar sin poder contenerlo por más tiempo. Él terminó sucumbiendo por piedad y amor. La abrigó en su pecho desnudo. La tomó en brazos y la condujo hasta el lecho donde se sentaron frente a frente, ella con su vestido de mariposas, su trenza a medio hacer; y él, completamente desnudo. Le depositó un tierno beso en la frente. Se paró y desfiló con su escultural anatomía hasta la mesita y le sirvió un brandy, se lo llevó y la instó a beberlo. Luego se colocó una bata y regresó a su lado.
—Tranquila —le susurró intentando levantarle el mentón y que lo viera a los ojos, Grace le devolvió una mirada cargada de resolución.
—Es mejor que me vaya —decidió mientras intentó hacer algo con el desastre de su cabello, trenzó los mechones y colocó una cinta en la punta.
—No así. —Le acarició los dedos—. ¿Tan difícil es explicar?
—¿Por qué lo necesitas? ¿Influye en la calidad de tu cariño?
—No, por supuesto que no. Solo que odio los secretos y las omisiones. Quedamos en que no habría barreras.
—William, para el verdadero amor no existen barreras.
Grace se puso de pie decidida a marcharse, tomó el libro de la marquesa y su manuscrito. Atravesó la puerta y se dirigió hasta la yegua que resoplaba. Él la siguió hasta la puerta, la abrazó con todas sus fuerzas y ella se dejó envolver en sus atenciones, pero sin corresponderle.
—Entrégate a mis brazos. No soporto que te vayas con ese semblante.
—No pasa nada.
—Pasa, has abierto un abismo entre los dos con tu silencio. Estoy aquí para decirte que te acepto como sea, sin condiciones, pero no me dejes así —le susurró sin soltarla.
—Will, te amo, tanto que he hecho sacrificios en tu nombre y no me arrepiento; pero tus reproches me han roto el corazón —indicó separándose. Él intentó recuperarla y apoderarse de sus labios—. Aquí no, cualquiera podría pasar y vernos. Tengo un apellido que mantener en alto, le debo respeto al título y a mi hijo.
—La tarde cae, quédate esta noche.
—No puedo dejar a Evan. Además, Emerald Haven me necesita.
William le acarició la crin a Luna, que cerró los ojos complacida y luego lo miró con afecto. La ayudó a montarse y le dio una palmadita a la yegua que salió a trote ligero por entre los árboles. Grace respiró hondo y se fue sin mirar atrás.