29

La vida tenía que continuar en Emerald Haven, nada paraba. Los sirvientes invadían los espacios con su habitual sincronía, ocupándose de mantener el castillo con su habitual encanto entre oscuro y romántico. Grace ya había acudido a desayunar y pasado por su estudio para supervisar que los trabajos del pasadizo hubieran concluido de su lado. Continuarían trabajando para utilizar la entrada del jardín secreto. Puso a resguardo, en su compartimento secreto, el diario de la antigua marquesa e insertó la llave en la cadena dorada que llevaba puesta, para alejar a los curiosos de sus páginas. Colocó sus capítulos sobre el secreter, necesitaba hacer algo con su libro, pero antes pretendía pasar un rato con su hijo. La noche anterior, a diferencia de lo habitual, lo había sacado de su camita y lo había acostado en la suya. Había dormido abrazada a él, y de tanto en tanto se había desvelado para cerciorarse de que aún estaba a su lado.

Salió al jardín donde Dorita cuidaba a Evan que jugaba con Ares, lanzándole una vara de madera que el perro iba a recuperar emocionado, mientras ladraba y movía la cola al traerla a sus manos.

Se acomodó sobre una manta extendida sobre el pasto, al lado de aquella muchacha que más que su sirvienta se había convertido en su amiga. Habían estado juntas desde niñas. Dorita era apenas tres años más joven, pero la había acompañado en todas sus travesuras en el pasar de los años, había conocido todos los tormentos que habían lastimado a su corazón. Tanto que se conocían con una mirada.

—¿Qué tiene, milady?

—No tienes que hablarme así cuando estamos solas, ahora no representamos un papel, solo somos tú y yo.

Grace dejó caer la cabeza sobre el hombro de su amiga y la morena le acarició los cabellos.

—¿Qué le aflige, mi niña?

—Dorita, ¿por qué el corazón no entiende razones, ni consejos? William no me conviene, lo sé, solo me traerá bruma. Evan y yo estaríamos mejor solos.

—Lo ama y él está poseído por la lujuria. No se calmará hasta que la posea...

—Ya ha sucedido.

—¡Jesús! Esperemos que con eso se sosiegue y abandone la propiedad, así tendremos de vuelta la paz.

—Si se va me muero, Dorita, mi corazón ya no me pertenece.

—Es solo un alma turbia. No entiendo cómo no pudo amar al marqués, tan correcto, con tan noble corazón, tan caballero. ¿Qué le ofrece este señor? Debería proponerse olvidarlo.

—Jamás podré volver amar así.

La conversación melancólica llegó a su fin cuando el niño corrió hasta las dos y se precipitó sobre ambas con sus risas, Ares llegó después a sumarse al cuarteto con el palo en las fauces y sacudiendo las orejas. A las mujeres no les quedó más remedio que reír a carcajadas, víctimas de tan minuciosa emboscada. Grace atrapó al rubicundo pequeño entre sus brazos y lo dotó de besos por las mejillas, luego lo cobijó en su regazo y le susurró cuánto lo amaba.

—Este hermoso sí que es digno de su amor —le dijo Dorita.

—Tienes razón, ¿qué no haría por él? —admitió perdida en la fuerza de sus dos esmeraldas refulgentes, llenas de picardía. Grace inspiró hondo y se dejó atrapar una vez más por el influjo que su hijo le causaba. Sucumbía ante él, solo bastaba su presencia y la sensación que le desbordaba el pecho al abrazarlo la llenaba de bríos para no permitir que nada amenazara su futuro.

La felicidad fue opacada por la figura de un hombre alto que los observaba a contraluz, Grace se hizo sombra con una mano para poder apreciarlo, pero no lo necesitaba, sabía quién era. Evan corrió hasta frenar cerca de sus piernas, ella siguió al niño con la mirada, pero no se puso de pie. William alzó al pequeño y Grace se erizó al verlo avanzar hasta ellas con su hijo en brazos, lo depositó sobre la manta al llegar.

—Es un día precioso —manifestó el recién llegado.

—¿Qué hace aquí, milord? —preguntó—. Lo hacía guardando reposo en cama.

—Me siento mejor, la espalda aún me está matando, pero no es algo que me deje amarrado a la cama. Vine a continuar con las traducciones, pero me indicaron que se encontraba aquí.

—No sé si sigue siendo buena idea.

—¿De qué habla?

Ella se dispuso a ponerse de pie, y él acudió a ayudarla con gentileza. Grace le tomó la mano para levantarse y aquel contacto los puso a temblar a los dos.

—Deseo volver a reescribir el libro, no estoy conforme.

—Es precioso.

—Ya tiene lo que quería, ¿seguirá jugando a ser traductor?

Grace se despidió de Dorita con un gesto y le indicó hacerse cargo del niño. Caminó hacia su estudio con William detrás, y antes de llegar se refugiaron debajo de uno de los fresnos.

—Perdóname, ha sido maravilloso descubrir que soy el primer hombre que ha explorado tu cuerpo —le susurró e intentó estirar los dedos para entrelazarlos con los suyos, disimuladamente.

—Me dijiste que te sentías estafado.

—La omisión me descolocó al principio, pero ya no me importa. Lo único válido para mí es que eres Grace y que me amas, y que estaré a tu lado y al de tu hijo pase lo que pase.

—¡Oh, William! —Le apretó los dedos con ternura.

—Muero de deseos por besarte —musitó mirándole la boca como si estuviera a punto de devorarla.

—Aquí no.

—Nos vemos en tu estudio en unos minutos, es mejor que no lleguemos juntos. Tus sirvientes sospechan, casi tienen la seguridad, pero debemos ser cautos y mantener nuestras muestras de afecto lejos de sus ojos. Así será más fácil sobornarlos para que permanezcan callados.

Las puntas de sus dedos rehusaron a soltarse, pero lo hicieron con la promesa del cercano encuentro. Grace caminó con paso lento, intentando disimular su agitada respiración hasta encerrarse en su estudio y permanecer expectante. Minutos después, William apareció con su mirada taciturna, se coló por la puerta y se cercioró de pasar el cerrojo para no ser interrumpidos. Llevaba un manojo de violetas en sus manos y se las obsequió ante la mirada enamorada de Grace. Quería alejarlo, pero no podía.

—Son preciosas —le susurró agradeciéndole—. Llamaré a una doncella para que las ponga en agua.

—Ahora no. —La atrapó en sus brazos con fiereza y la alzó para que quedara a la altura de sus ojos. Luego de mirarla con ansias locas, se lanzó por sus labios y los degustó como a un manjar prohibido—. Te necesito.

Ella se dejó envolver por sus besos y sus caricias. William le cruzó las piernas sobre su cintura y se dejó caer con ella sobre el diván. Se besaron con vehemente pasión, y las manos del caballero comenzaron a volar sobre las vestiduras de la marquesa con la intención de liberarla de cada prenda mientras se movían acompasados en la búsqueda del placer.

—¿Qué haces?

—Te quiero desnuda, padecí toda la noche con tu desprecio.

—No puedo, no aquí.

—La puerta está cerrada, nadie osará interrumpirnos.

—Si llaman tendría que atender, no podría vestirme con tanta celeridad y quedaríamos en evidencia. Mejor al rato en la cabaña, es más seguro.

—No podemos quedarnos así toda la vida. Tarde o temprano necesitaré regresar a mis obligaciones, debemos buscar una forma de permanecer juntos. No podré sobrevivir un día si no tengo tu calor en las noches. No te quiero por ratos, quiero amanecer contigo.

—Ya habíamos llegado a un acuerdo.

—Tengo que volver a Londres cuanto antes —musitó sobre sus labios.

—¿Te quieres ir? —indagó asustada.

—Quiero buscar los medios para superar mis dificultades, ser digno de ti y desposarte para que nadie ose separarnos. Tú y yo unidos para siempre. Cuidaré a Evan como a mi propio hijo.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto, mi bien. Ese pequeño bribón también me ha robado el corazón, los protegeré con mi vida.

—Es honorable lo que pretendes, pero necesito mi espacio para ocuparme de mis obligaciones.

—Tu abuela volverá con el duque y necesito tener qué ofrecerte.

—¡No, por Dios! ¡No te enterques! Si hay algo que no soporto es encontrarme en medio de la lucha de poder entre dos hombres. Mi cuñado no tiene el temple de un caballero inglés, creció en La Habana, su sangre es caliente, suele ser muy impetuoso.

—Por eso debo volver a Londres para arreglar mis asuntos, y que el duque encuentre un pretendiente a tu altura.

—Si quisiera que un caballero me rescatara, ya lo habría resuelto.

—¿Me presumes a tus distinguidos aspirantes? Sé que no solo los truhanes hacen fila, también los señores honorables se sentirían honrados de que aceptaras sus galanteos.

—Mi abuela solo lanzó su amenaza, de seguro fue a refugiarse en Haddon House o en Grey Terrace. No irá hasta España y hará venir a mi cuñado. Ella tampoco quiere revolver su genio y menos aceptar que no tiene el talento para hacerme entrar por el que considera el buen camino.

—No me encontrarán desprevenido, tal vez quede algo de la herencia de mi abuelo. Debo hacer cuentas y...

—¿Ni siquiera conoces el estado de tus arcas?

—Un caballero nunca habla de sus medios para obtener ingresos, es algo privado con lo que no quiero afligirte. Estaremos bien.

—¿Ves? También tienes secretos.

—Es diferente y has admitido que hay información que me ocultas.

—Hay cosas que es mejor dejar en el pasado, a veces el silencio es nuestro mejor aliado.

—No debería serlo entre tú y yo. Pero tienes razón, es mejor dejar el pasado atrás. —Con esa expresión ella entendió que él también tenía mucho qué callar.

Olvidaron todos los temas que les atañían y dedicaron la mañana a besarse encerrados en el estudio. Hacia la hora del almuerzo, se separaron. Grace lo tomó a solas ante la mirada atónita del mayordomo que no perdía de vista lo que se le intentaba ocultar, pero era evidente a todas luces, y William comió en la quietud de la cabaña. Aunque se esforzaran en guardar las apariencias, a los sirvientes no le pasaba desapercibido que el lord merodeaba y que la actitud de la marquesa levantaba sospechas en contra de su honorabilidad.

Acabado el momento de la comida, tras pasar un par de horas llenando de mimos a su hijo, se dispuso a dirigirse a las caballerizas. Dorita intentó detenerla.

—Los sirvientes cuchichean a sus espaldas.

—Dime quién osa hablar de mí y lo echaré —profirió indignada.

—Pues tendrá que despedirlos a todos. Mejor pregúntese, ¿quién no habla de usted?

—Mientras los rumores no salgan del castillo y no sean frente a mi cara, no les daré importancia.

—¿Ha perdido el juicio? No debería permitir que ese caballero siga pernoctando en la cabaña, tarde o temprano llegará a oídos poco prudentes. ¿Qué pasa si lord Huntington llega de pronto para ayudarla, como siempre, hace con sus asuntos?

—Suele enviar una carta unos días antes.

—Su abuela debe haber puesto sobre aviso a los condes.

—No lo haría, por mucho que los Huntington han estado de nuestro lado, hay libertades que no podríamos tomarnos ni siquiera en presencia de ellos.

—No vaya. Su presencia a caballo por el bosque la expone demasiado. La pueden observar entrar a la cabaña y tardar en salir.

—Si no voy a verlo, William terminará por asaltar el castillo. Tomaré mis providencias. Me aseguraste que solo quería mi cuerpo, ya lo ha tenido y aquí sigue. Jura que me ama.

—¡Niña! ¡Si la oyera su madre! Por supuesto que no se ha ido ni se irá, ese hombre es insaciable. Se le nota en la mirada, estará aquí hasta que se hastíe y busque placer en otra parte.

—Te prohíbo hablar así de él.

—Tantos tutores que le puso su merced para enseñarle las reglas de la moral y usted atraviesa el Atlántico y sucumbe ante esa alma turbia.

—¡Basta! Sé que no es un santo, pero tampoco soy un dechado de virtudes.

—En eso se equivoca, usted tiene un corazón gigante.

—Cuida a mi Evan.

—Con mi vida.

—No tardaré demasiado.

Y desoyendo consejos, caminó hasta el establo y tomó a Luna, con la imagen de la mirada azul taciturna de su amado. Había varios caballos, pero la yegua andaluza de William era su preferida y creía justo sacarla un rato a cabalgar a falta de los paseos que le daba su dueño. Y sin poderlo evitar, con una sonrisa en los labios, cabalgó a más prisa que la aconsejada para andar por esos parajes hasta llegar a la cabaña que se había convertido en su paraíso personal.

Nada la haría renunciar, ni el decoro, ni la mirada severa de las buenas costumbres. Mientras pudiera se ocultaría del entrecejo fruncido de la aristocracia londinense para burlarla y salirse con la suya. Encerrarse dentro de aquellas paredes de madera noble con aroma a bosque siempre le recordaría entregarse al único hombre que había amado.

Él la esperaba con ansias, la tomó de la mano, nada más atravesó la puerta, y la cubrió de besos a la par que comenzaba a desnudarla; lo había planeado desde que había amanecido. Solo quería llevarla hasta el cielo y borrar cualquier duda sobre el pasado que los estuviera acechando. Ella había negado la evidencia, pero él estaba seguro de que era inexperta en las prácticas amorosas. Tal vez jamás lo reconocería, pero la iba a tratar con suma delicadeza, aunque tuviera que amordazar su propio deseo para que la urgencia no le hiciera correr. Cuando la hubo despojado hasta de la última prenda, la cargó y la condujo hasta el lecho y la depositó con suavidad. La recorrió a besos dejando un camino de humedad desde sus labios hasta la punta de sus pies. Sin prisas.

Grace aún no se había liberado de su última gota de pudor, pero desde el primer encuentro se había decidido a sentir lo que jamás había podido disfrutar. Cerró los ojos y se dejó consentir, algo en lo que a él le sobraba habilidad.

—Quiero que me digas dónde sientes más placer.

—No puedo, muero de vergüenza —musitó casi sin aliento ante sus atenciones.

—No con tu hombre, conmigo puedes permitirte no ser recatada —indicó y después le dio una dulce succión sobre la cadera. Ella se erizó a lo largo de su piel—. ¿Qué tanto te gusta?

—Se siente bien.

—No me convences. —William pasó la lengua desde ombligo hasta el nacimiento del monte de Venus, y ella se estremeció—. ¿Y por esta zona es agradable?

—Es muy tentador —murmuró sonrojada.

—Aún no siento que me esté esforzando si no escucho efusividad en tu voz. —William posó cada una de sus manos en sus rodillas, las apartó con sutileza y dio pequeños mordisquitos y lametones hasta que se sumergió por completo en su entrepierna con una succión profunda, concatenada y extendida en el tiempo—. Como estás muy callada, lo intentaré con otra parte, creo que no te gusta nada.

—No, por favor —murmuró y lo atrapó entre sus piernas decidida a no dejarlo escapar. Y con palabras tímidas lo guio de nuevo hasta su centro de placer ante la mirada pícara de él.

El toque de aquel hombre al ras de su silueta, sus fuertes dedos sobre su carne, su lengua húmeda y tibia introduciéndose en cada recoveco, borrando sus temores y enseñándole el camino hacia su propio goce marcaron la intensidad. El deleite de Grace fue subiendo de nivel hasta que abrió los ojos de golpe y sintió que había renacido, nunca sería la misma. Se retorció bajo su emboscada, lanzó un profundo gemido que cimbró las paredes y le robó una sonrisa al varón al sentir que había logrado arrancarle el entusiasmo que necesitaba para retroalimentar su vanidad. Ella, vencida, relajó por completo los muslos. Él incrementó la efusividad de sus besos a la par del ritmo acelerado de la respiración de la dama. William la acompañó en una carrera frenética hasta la cúspide. Grace ya sabía qué esperar de su cuerpo, esta vez no la tomó desprevenida y ayudó a su amante a conducirla a la luna.

—¡Oh, por Dios! —gritó a la par que se liberaba en un eufórico orgasmo que aceleró su corazón hasta amenazar con escaparse de su pecho.

Él volvió a sonreír completamente excitado, le tomó las manos a la par que la veía recobrarse de su frenesí y la guió hasta su camisa.

—Ahora es tu turno.

—¿Mi turno?

—Quiero que seas mi propia marquesa atrevida, como ese libro que escribiste. Muero porque me conviertas en el esclavo de tus fantasías.

—¡Oh, Will! ¿Has perdido el juicio? Puedo ser osada en mis libros, pero en la vida real solo soy una mojigata con deseos de dejar de serlo.

—Entonces es tu oportunidad, demuéstrame que puedes, que eres la mujer apasionada que se esconde en tu interior.

Grace lo miró desafiante, jamás se empequeñecía ante un reto. Comenzó por tomar los bordes de su camisa y desabotonarla con movimientos diestros. Él no dejaba de admirarla. Lo liberó con prisas y prosiguió con sus pantalones. William continuó devorándola con una mirada seductora; pretendía provocarla, explotar sus límites y potenciar su sensualidad.

—Desde el primer día que te vi imaginé que este sería nuestro desenlace, tú desvistiéndome con ansias.

—Presumido. —Lo miró con desdén.

—Puedes lanzarme la mirada más cruel o asesina, pero al final también te derrites por mí, no puedes negarlo. Yo no seré tan comedido, te diré exactamente lo que me enloquece. Ahora eres mi mujer y sería negligente que no conocieras los puntos adecuados de mi cuerpo, los que debes castigar hasta hacerme explotar.

La tomó por el cuello y deslizó sus labios por los de ella hasta hacerla bajar hacia sus pectorales, para mostrarle por dónde debía comenzar. Grace lo besó con ahínco, por ambos montículos duros como rocas. Continuó hacia el sur, por el surco de la línea central de su cuerpo, cubierta por una suave y escasa sombra de vello dorado que se interrumpió cerca de su ombligo. Él bramó ante la profundidad de cada caricia y exigió más atenciones. Ella se deleitó mientras recorría su cuerpo con todo permiso para cumplir en él sus más audaces anhelos. William era un hombre muy seductor, y sin ropa lo era todavía más. Cubrió de besos su firme abdomen, llena del atrevimiento que le confería el deseo, pero palideció cuando descubrió la rigidez de la erección del hombre muy cercana a su rostro. La vez anterior no tuvo la posibilidad de examinarlo a detalle. Se ruborizó de inmediato cuando William le tomó una mano y la obligó a rodear con firmeza el arma con que la encañonaba.

—Me excita la facilidad que tiene tu linda cara para cambiar de colores. Puedes moverlo a tu antojo. —Ella subió y bajó la mano de la base a la punta lentamente y el rugió de placer—. No es tan difícil, ¿ves? Y puedes enloquecerme si lo pruebas.

—¡No! —se negó escandalizada—. Eso se vería mal hasta en una prostituta. La boca no se ha hecho para esos menesteres. ¿Cómo podré mirarte a los ojos si sucumbo ante tan bajas pasiones?

—¡Por Dios, mi Grace, eres más moralista que los clérigos de la familia de mi madre! Hasta ellos tienen costumbres muy peculiares que jamás ventilarían a los cuatro vientos.

—Calla.

—Lo que hagamos en la intimidad de nuestros aposentos es válido si los dos lo queremos, pero no tienes que acceder si no es tu voluntad.

Mas la curiosidad se apoderó de su deseo, lo miró con malicia, se había adueñado de su ser la ambición de poner ese portento a sus pies y ya había notado que era bastante audaz; si no lo superaba no podría mantenerle las riendas cortas a ese purasangre de cascos ligeros. Mientras él alegaba, le dio un lametón con timidez que lo hizo retorcerse bajo su acecho y, sin dilatar el momento, se sumió a la tarea de besar el sitio más secreto y poderoso de su amor. Y se adentró en su papel con tal entrega que él estuvo a punto de perderse en su boca.

Negado a culminar, antes de colarse en la tibieza de su cuerpo, la detuvo y enterró su cabeza en el hueco de su cuello para gemir con fuerza. Succionó el hueso esbelto de su clavícula y le agradeció en varios idiomas prodigarle tanto cariño. Giró con ella sobre su cuerpo y le susurró:

—Hazme el amor. Quiero que me domes como a un potro salvaje.

—Por supuesto que no. —Rio por lo bajo. A pesar de estar muy excitada, cada vez que William la invitaba a tomar el control, ella se llenaba de recato.

—Mi amor pudoroso y cauto. ¿Cómo es posible que tu ágil pluma se atreviera a crear esos textos?

—Solo quería provocarte.

—Ahora es cuando toca escandalizarme.

William cruzó las manos por debajo de su cabeza para darle a entender que, si ardía en deseos, debía esforzarse por ganarse el placer. Grace dejó de cubrirlo con su cuerpo y se sentó a horcajadas sobre sus caderas, se frotó contra su pelvis en círculos sin prisas hasta que decidió tomar la virilidad del hombre en sus manos y comenzar a acariciarse su entrada. Ella gimió cuando por descuido se introdujo apenas unos centímetros. Él bramó como poseído indicando que ya no podía más. La marquesa se dejó caer a lo largo del filoso sable y comenzó a moverse como le demandaba su instinto. Subió y bajó en repetidas ocasiones ganando más terreno cada vez. Ella descendió hasta sus labios y le robó un beso ardiente. Él rugió de perdición.

—Te amo, William —le susurró sobre la boca entreabierta.

—Eres todo lo que siempre quise, lo que soñé. La mezcla perfecta entre la inocencia y la osadía. Júrame que jamás me abandonarás.

—Quiero perderme contigo para siempre —le ratificó mientras seguía martirizándolo con el movimiento candente de sus caderas.

—Ya no puedo más, siento que quieres vengarte y matarme lentamente. Si querías demostrarme que podías volverme un demente, un esclavo de tu cuerpo, ya lo has conseguido. Ahora dame permiso para hacerte mía a mi manera. ¿Me lo concedes? —suplicó y exigió a la vez.

Ella aceptó estremecida. William la arrancó de su cuerpo, la puso de espaldas a él y le colocó las muñecas contra la cabecera de la cama, se las amarró con las finísimas medias de seda e inclinó su retaguardia hacia sí, dejándola totalmente expuesta. Grace recordó que así había querido poseerla la primera vez y que se había asustado. La recorrió un escalofrío.

—Confía en mí —le susurró contra la oreja y, tras besarla a lo largo de la espalda, se introdujo en su cuerpo—. ¡Quédate quieta! Es mi turno de amarte. Concéntrate en sentir. En este juego, si te mueves pierdes.

La ansiedad la dominó por completo, Grace odiaba los juegos en los que no podía tener el control y había notado que William era adicto a ellos. Estuvo a punto de girarse y prohibirle realizar cualquier travesura, pero cuando él mordió ligeramente el lóbulo de su oreja, mientras la hacía suya con esmerada pasión, terminó por someterse a sus locas demandas.

—Te quiero, loco mío —le reveló sobrecogida por sus atenciones.

—Ahora te confesaré algo. —El aire sibilante que se escapó de su boca y le pasó a Grace cercano al oído la estremeció—. Jamás me había dolido tanto perder, cuando comprendí que no me perdonarías y te casarías con otro, sentí un dolor tan agudo que casi extravié el rumbo de mi vida. Pude hallarlo de nuevo el día que me atreví a venir a Emerald Haven. Cuando volví a verte supe que no me rendiría hasta convencerte de estar para siempre a mi lado. Eres la dueña de mi corazón.

Grace lo escuchó atenta y conmovida. Seguía inmóvil, mientras él la cubría por la espalda con movimientos cada vez más enérgicos que en ocasiones la hacían rebotar un poco, pero los brazos masculinos y fuertes la sujetaban con fuerza y la pegaban a su varonil pecho. Derrotada por el peso del hombre, se apoyó por completo sobre la cabecera y él la amó con tanto brío hasta que la obligó a palpitar con tanta fruición que le fue ya imposible quedarse quieta.

—Por favor, déjame moverme. Estoy muy cerca de terminar y quiero mirarte a los ojos.

Si había algo a lo que William no podía resistirse era a cumplir sus deseos, le desató una de las manos, la giró contra su torso y la tomó para volver a quedar muy unidos. Él también estaba muy cerca de liberarse y las palabras de Grace lo llevaron al punto de no retorno. La besó en los labios como desesperado, y mientras veían en los ojos del otro reflejado su propio placer, alcanzaron al unísono un impetuoso orgasmo.