Grace arribó a Londres con el corazón devastado y, para su sorpresa, lo primero que encontró al entrar a Haddon House fue a su abuela. Suspiró y corrió a refugiarse en su pecho. La señora tampoco pudo continuar con el distanciamiento que se había producido entre las dos, incluso, aunque la ofensa de su nieta atentaba contra los principios que más arraigados tenía.
Mientras los sirvientes se ocupaban de guardar el equipaje, Grace le relató la situación tan terrible que estaba viviendo lord William Lovelace.
—Lo supe, mi niña, es devastador. —Ella por toda respuesta se dejó vencer por las lágrimas—. ¿Por qué lloras, Altagracia?
—Me duele su dolor y le echo en falta. Imagino que no podrá regresar a Emerald Haven, el luto y sus nuevas responsabilidades lo absorberán por completo.
—Tus lágrimas tras su partida son exageradas. No me salgas ahora con que el hijo del duque te perjudicó, porque de ser así le exigiré casarse contigo. Nuestra familia no será humillada por ningún hijo de noble inglés.
—No le exija nada.
—¡Ave María Purísima! ¿Te entregaste al hijo del duque? ¿Y nuestro secreto? ¿Pensaste en Evan?
—Confío en él.
—No lo sé, mi niña. No sé si estemos a salvo.
—Me duele demasiado el pecho, demasiado, solo de pensar que tenga que renunciar a lord William Lovelace. No puedo soportar tanto dolor.
—Eso es amor. ¿Qué vamos a hacer?
—Pensé que traería a Hugo para corregirme como amenazó.
—Quise, pero no pude. Me sentí culpable, fue mi error. Yo te convencí de venir a Londres.
—Usted no debe nada, yo hice mis elecciones.
—Me preocupé mucho por ti. Hiciste bien en traer a Evan y a Dorita. Estaremos mejor aquí, aunque sea una corta temporada.
—Deberíamos traer a lady Arlene Haddon con nosotros. Ya no tiene necesidad de permanecer con los condes si nosotras estamos en Londres.
—Déjala por lo pronto.
—Querrá venir en cuanto sepa que su hermano ha venido.
—Esperemos un poco. Inventaré algo que la deje tranquila e igualmente a mi prima. Descansa.
—Tendremos que prepararnos para mostrarle nuestros respetos a los duques.
Cuando Grace, precedida por su abuela, se presentó junto a otros conocidos cercanos para brindar el pésame a sus excelencias, solo encontró a William y a su madre con los rostros desolados y vestidos de luto. Se sorprendió de que a pesar de estar destrozados, se mostraran enteros y no derramaran ni una lágrima. Les ofreció sus condolencias. William y ella solo compartieron un escueto saludo, pero por la forma en que le clavó la mirada y le sujetó con ternura, y a escondidas, la mano, comprendió cuánto la necesitaba. Los condes de Bridgewater se mantuvieron cercanos a los dolidos y los auxiliaron en cada uno de los ritos funerarios.
Grace tuvo que contentarse con permanecer en las sombras, hasta que decidió retirarse. La presencia de aquella dama cercana a su amado y mostrándose indispensable la llenó de celos, pero no era el momento. El dolor en el precioso rostro de William le rompía el corazón en mil pedazos.
Los condes de Huntington no tardaron en hacer acto de presencia y en acercarse hasta ellas.
—Milady, no sabía de su arribo a Londres —le dijo la condesa sorprendida por encontrarla allí.
—Me sentí sola, quise visitarlos, me topé con la triste noticia y no tuve tiempo para mandar los avisos.
—No se inquiete, ahora debemos dar soporte a la familia Lovelace, son muy cercanos a nosotros. Qué tan desafortunado suceso. Aún no entiendo cómo se accidentó el joven. ¿Han escuchado los detalles de tan funesto siniestro?
—No —manifestó la marquesa—. Tal vez prefieran callar los detalles dolorosos.
—¡Cómo han cambiado las aguas! Ahora lord William Lovelace será el heredero.
Grace la miró con tristeza, no había reparado en ese hecho. Miró en dirección a William, estaba de pie con el semblante muy serio, más taciturno que de costumbre, pero solícito con su madre.
—Me sorprende que nadie se lamente o llore —le susurró a su abuela.
—Son las costumbres.
—¿Dónde estará el duque?
—¿No lo saben? —se adelantó la condesa con cara de martirio.
—¿Qué tendríamos que saber?
—Lord William Lovelace está a cargo de los ritos funerarios de su hermano, dicen que la duquesa no se mueve de su lado y mantiene una actitud estoica.
—Eso lo he notado.
—Su excelencia, el duque de Whitestone, sufrió un síncope ante la funesta noticia. Le pegó demasiado fuerte el fallecimiento del primogénito. Estuvo a punto de pasar a mejor vida.
—¡Oh, por Dios! —se lamentó doña Prudencia—. Gracias a Dios está mejor, ¡se imaginan qué golpe para la familia dos entierros simultáneos!
—No está nada bien, quedó muy abatido. El médico ha dicho que está muy mal. Lo ha visto tan débil que le ha prohibido abandonar la cama, ni siquiera en tan lamentable pérdida. Dios le dé salud para salir ileso de este mal paso.
La despedida de John, lord Godwine, de tan noble estirpe, fue tan emotiva como lo ameritaba su estatus. Una comitiva extensa de hombres a pie acompañó el cortejo fúnebre hasta el cementerio. El cuerpo del fallecido iba en una caja de madera y ribetes de oro de finísimos ornamentos, que marchaba en un carruaje conducido por caballos de tiro negros y adornados con plumas de avestruces de idéntico color. Los relojes de los Lovelace se habían detenido a la hora exacta de su último aliento para demostrar su congoja.
Días después, Grace recibió como agradecimiento por su apoyo a la familia un retrato post mortem de John, le dolió en el alma verlo con los ojos cerrados y el semblante sin huellas de sufrimiento, como si solo estuviera dormido. Lo único que delataba su estado era el tono ligeramente azulado de sus labios, y sus ojeras. Un penoso episodio en la vida de su amado que le dolía como propio. Moriría de agonía si un día recibiera la noticia del deceso de una de sus hermanas. Se persignó y pidió por ellas.
Retrasó su retorno a Emerald Haven, quería permanecer en Londres hasta que William buscara la forma de encontrarse con ella. Se conformó con esperar.