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Londres, Inglaterra.

Abril de 1859.

¿Cuánto puede latir un corazón por una pasión a lo largo del tiempo? Ella creía que el amor era libre, que no exigía sacrificios de los amantes, que de lo contrario perdería su esencia. Él pensaba que jamás se enamoraría.

Lord William Lovelace había aprendido a tomar de la vida lo mejor, mientras otros hermanos segundos o terceros envidiaban la suerte del primogénito por ser el que heredaría el grueso de la fortuna familiar, más en su caso, que provenía de un noble, él daba gracias por ser el hijo varón número dos. Mientras, el heredero tenía que ajustarse a las estrictas reglas del mayorazgo y de su padre, su excelencia el duque de Whitestone. Sus correrías no pasaban inadvertidas para el futuro cabeza de familia, quien trataba de entrarlo en cintura.

William admiró su frac negro impecable en uno de los espejos del corredor, llevaba prisa, pero eso no significaba que no se cerciorara, de nuevo, de que sus zapatos estuvieran lo suficientemente lustrados, que sus finas joyas estuvieran a la altura de su clase y que su atuendo combinara a la perfección, incluso con el aroma varonil de la pomada de bergamota con que se había perfumado su peinado y su pañuelo. Era aún más alto que su hermano mayor, con el cabello castaño y unos profundos ojos azules, que daban la impresión de parecer melancólicos, los que resaltaban en su tez color marfil. Esa era su arma más letal, porque en su corazón solo había cabida para la risa y la fiesta. Su mirada taciturna terminaba por capturar la atención de cuanta dama urgida de dar y recibir afecto se cruzaba en su camino. Era una versión más jovial y desenfadada de John, lord Godwine, su hermano mayor, con quien sus trucos seductores no funcionaban; a diferencia de con sus progenitores, quienes eran en extremo consentidores con su adorado Will.

—William, ¿a dónde vas? —inquirió el primogénito con el ceño fruncido, que le hacía verse aún más elegante y apesadumbrado. Eran casi dos gotas de agua, solo que John Lovelace, conde de Godwine por título de cortesía, sí era serio, responsable y consciente del legado que recaía sobre sus hombros.

—¿Ahora tengo que darte cuentas? —se quejó Will.

—Te aprovechas de los compromisos de nuestros padres para escabullirte. ¿Tras las faldas de quién andas esta vez?

—Un caballero no revela ningún dato que pueda comprometer el honor de una dama.

—¿Ni a su hermano?

—Absolutamente a nadie.

—Me han llegado rumores. Unos que me esfuerzo por desestimar. ¿Sabes lo que un escándalo significaría para nuestra familia que jamás ha dado de qué hablar? Debes enmendarte y estar a la altura del apellido.

—¿Para qué? Tú heredarás todo, incluso las responsabilidades.

—William, te lo advierto. No mantendré a un bribón cuando esté al frente. A nuestro padre le han faltado agallas para meterte en cintura, pero me encargaré de enderezarte. Como Lovelace debes respetar nuestro nombre y reputación. Solo espero que en tus juergas no perjudiques a una señorita de bien porque te haré responderle.

—Jamás he corrompido a una inocente. No puedo decir lo mismo de ti... —Bajó el tono en la última frase y terminó por tragarse sus palabras, no era educado recordarle sus faltas a su hermano mayor, unas que toda la familia se había comprometido a ocultar. Arrepentido y notando la angustia en la mirada de John tras casi sacar a relucir su más tormentoso secreto, trató de enmendarlo; aunque a veces lo desesperaba, lo amaba profundamente—. Lo siento.

—Solo quiero que no tengas que lamentarte cuando ya no haya nada que hacer.

—Golpe de moral que te ha llegado tras asumir tus responsabilidades. No es mi culpa que la vida te haya favorecido y que no puedas disfrutar a tus anchas como antes lo hacías.

—¿Me reprochas haberte conducido por el mal camino? Era joven e insensato.

—Eres joven —recalcó. William tenía veintinueve años cumplidos y su hermano solo lo aventajaba por uno—. Y te comportas como un sexagenario. ¡Déjame vivir!

—Ya te tocará sentar cabeza y pensar en el futuro, algún día tendrás que casarte y hacer feliz a una esposa.

—En eso te equivocas, el que se casará eres tú. Soy un espíritu libre y voy a disfrutar la independencia que me he ganado.

—Maldigo la hora en que mi necedad me hizo presentarte a mis terribles amigos.

—Necesito de vuelta a mi hermano, antes nos divertíamos. Ahora te has convertido en un aristócrata estirado con exacerbada inclinación por la falsa moral, porque no me engañas, sé que, aunque quieras adherirte a la nueva versión de ti mismo, extrañas irte de juerga conmigo. Y para que la curiosidad no termine por atormentarte, te diré a dónde me dirijo; estamos en plena temporada, voy a la recepción de los condes de Huntington, donde aguardan nuestros padres.

—Acabáramos, por ahí hubieses empezado —manifestó sosegándose.

—¿No estabas incluido en la invitación?

—Llegaré más tarde, tengo asuntos de negocios urgentes que atender. —Lo miró como si su ausencia en cualquier evento social de renombre fuera posible, era uno de los solteros más codiciados de Londres.

—¿Y es que te ocupas de algo más últimamente?

—Pensé que huirías como de los tres últimos bailes. Arthur me ha dicho que te has encontrado a solas con una dama cuyo esposo está en el continente por asuntos de negocios.

—Asqueroso traidor.

—Antes de ser tu amigo era el mío. No he podido dormir a mis anchas desde que tengo conocimiento de tu fechoría. ¿Quién es? ¿Me harás repasar la inmensa lista de amigos encumbrados cuyas damas asistan sin esposo esta noche? Porque de seguro ella acudirá, ¿o me equivoco?

—Deberías ocuparte de tus asuntos.

—Y es lo que hago, por eso tendré que retrasarme y en el peor de los casos excusarme por no ir. Nuestros padres y tú representarán a la familia, espero que tu comportamiento esté a la altura y sea digno.

—De seguro tu prometida no faltará. Su acaudalado progenitor tiene negocios con los condes de Huntington.

—Sé discreto, nuestro compromiso no es todavía oficial, estoy en una ardua labor de convencimiento para que nuestro padre acepte que la futura duquesa de Whitestone no es de nuestro círculo.

—Pobre Eloise.

—¿La cuidarías, entretanto, por mí?

William lo miró con desidia antes de desaparecer por la puerta abierta de par en par, mientras John negaba lleno de impotencia.

Arribó a la residencia en Londres de los condes de Huntington, con su fachada de piedra gris conformada por enormes terrazas a las que daba su nombre: Grey Terrace. Tras atravesar las amplias salas donde compartían los invitados, se aproximó al más grande de los salones: donde sucedía la acción. De inmediato fue descubierto por su compinche, lord Arthur Johnson, quien no tardó en ponerlo al tanto de las féminas que aguardaban impacientes. Pasó la vista disimuladamente ante las pobres chicas que nadie sacaba a bailar desde las dos últimas temporadas y sintió pena por ellas, casi todas de buen ver, pero sin fortuna. Pensaba que su género lo libraba de un destino similar, a pesar de su educación y las costumbres, creía firmemente que la vida era injusta con las mujeres.

—¿La has visto? ¿Ya ha arribado? —preguntó impaciente. No era necesario que le revelara quién.

—Creo que en verdad no vendrá, como te hizo llegar en la nota. Deberías dejar de procurarla, ya obtuviste lo que querías, su esposo llegará en un mes y las cosas pueden ponerse desagradables.

—No puedo, estoy obsesionado.

—¿Enamorado tal vez?

—El amor es un privilegio negado a hombres como yo, simplemente no me lo permito. He visto los estragos que ha causado en John. ¿Por qué adherirme a un sufrimiento tal? Solo quiero lo que puedo tomar sin comprometer el alma, y ella es justo lo que necesito para sosegar mis más oscuras pasiones. Es la mujer perfecta para mí, y el juego del gato y el ratón lo hace más irresistible. No pretendo retirarme después de todo el camino avanzado.

—Lo mismo aseguraste de tu antigua amante, la que terminó por provocarte aburrimiento y terminó por regresar a los brazos de su marido.

—Es diferente y lo sabes, no la compares con ninguna otra, no lo permito.

Su amigo le hizo señas con discreción para que descubriera la revelación del año. William se volteó sin interés, las jóvenes casaderas no le resultaban atrayentes.

—Es la hija de un difunto marqués español, viene de La Habana —especificó para despertar su curiosidad—. Su hermosura es exquisita.

William lo notó de inmediato, su rostro parecía haber sido labrado con el cincel de la perfección, su cabello cual cascada crecida parecía que explotaría en cuantiosos bucles de un momento a otro entre las horquillas que lo aprisionaban: tan lleno de vida, el tono castaño rojizo del pelo no pasaba desapercibido y la distinguía entre las de su clase. Sus ojos oscuros estaban abarrotados de espesas pestañas negras que parecían abanicar sus sonrosadas mejillas; eran sin duda sus más destacados atributos, podría perderse en la intensidad de su mirada. La delicadeza del talle era exquisita y aquellas curvas que se le antojaban por caderas permanecían ocultas tras la indumentaria sofocante y colorida que la hacía destacar como la única flor del jardín capaz de atraer su atención. Se quedó sin aliento.

—¡Dios bendito! —murmuró gratamente sorprendido cuando creía que ninguna de las debutantes podría lograr semejante efecto en él. Solían tener un aire combinado entre inocencia y necesidad que lo abrumaba, pero esta señorita extranjera dejaba entrever a través de su semblante y sus finas maneras que sabía lo que quería de la vida y algo le hacía sospechar que él estaba muy alejado de sus intereses.

—¿Maravillado?

—Más bien aturdido por la picardía que ni siquiera se esfuerza en ocultar, es despampanante.

—Hay tantas nubes de rumores encima de ella que solo logran aumentar el interés de los caballeros. Claro que su madrina, lady Huntington, se ha encargado de deshacerlas en el aire. Dicen que le está buscando esposo y que la señorita se aferra a su soltería como a su bien más preciado.

—Eso sin dudas no la dejará bien parada, aunque me parece fascinante.

—Hay más. Tiene un can, un Cavalier King Charles Spaniel, su adoración, lo saca religiosamente a pasear todas las mañanas.

—¿En persona? ¿Por qué no envía a un sirviente a esos menesteres?

—No sería igual de efectivo el despliegue matutino de su efluvio. Los caballeros, esa horda de tontos que ves suspirando por sus favores, pasean por los lindes de los jardines de Grey Terrace suplicando tener la fortuna de apreciarla de lejos. Refieren que es como ver a un hada danzando entre las flores.

—¡Por Dios! ¡Verdaderamente suelen tejer historias sobre los extranjeros, más cuando son tan encantadores como la señorita!

—Dicen que su familia, en el continente americano, posee esclavos.

—Lo que es abrumador, para nosotros la esclavitud ha sido abolida.

—Se ha atrevido a traer a su esclavita y se hace acompañar de ella a todas partes.

—¿La has visto?

—Tampoco ha sido tan osada como para traerla a los bailes. Dicen que es una mulata en edad similar a ella, una mezcla impresionante de la unión del negro y el blanco.

—Infeliz chiquilla. ¿Qué más se rumora?

—Que su colección de rechazos a propuestas matrimoniales en La Habana y España es digna de emular con el grosor de una enciclopedia. El difunto marqués era receloso de su primogénita.

—Yo también lo estaría. ¿Cómo puede una criatura terrenal ser tan desquiciante?

—Y prohibida. No te acerques con tus trucos de siempre que la condesa de Huntington, su madrina, y la abuela de la criatura no le quitan el ojo de encima, conscientes de la joya que custodian.

—No me explico cómo sigue soltera, solo la falta de dote podría explicarlo.

—Es muy rica, es lo que se esparce en el ambiente.

—Será por eso que su padre mantendría a los carroñeros lejos de su valiosa gema.

—Su dote te vendría de perlas.

—Si tiene todas esas virtudes y es tan bella, no se conformará con el segundo hijo de un noble, querrá un primogénito.

—¿Escuché bien? ¿La bella señorita extranjera te hizo pensar en matrimonio?

—Un pensamiento fugaz.

—No creo que necesite conformarse con el primer hijo de un noble, el marqués de Emerald no le ha quitado la vista de encima.

—¡Miserable! Si se empeña no dejará oportunidad para nadie. Es difícil competir con un título nobiliario —murmuró. Continuó deleitándose con la vista a distancia y con suma discreción.

No podía dejar de escrutarla. Poseía una piel tan blanca que dejaba traslucir sus venas azules y que contrastaba con sus ojos oscuros, como la noche y el día, con un efecto embriagador en los caballeros. Lo que William desconocía era que tenía un impetuoso carácter, que era dominante y que no se dejaba amilanar ante los convencionalismos sociales, lo que volvía cualquier propuesta de matrimonio temeraria. Fascinado por la novedad, intentó acercarse para propiciar que intercambiaran, aunque fuera por accidente, un par de palabras. Estuvo tentado, incluso, de pedirle a la condesa de Huntington que los presentara, pero al comprender que el marqués de Emerald la acechaba como a una presa y sabiendo que era un partido de más peso, desertó sin siquiera esforzarse.

Absorto en sus pensamientos, a la par que negaba para sacudirse cualquier idea fugaz sobre la señorita que le diera vueltas en la cabeza, fue sorprendido por un revuelo de encajes que terminó por avasallarlo. Se descubrió en el área de baile, peligrosamente expuesto a ser atropellado por los danzantes, justo como había ocurrido segundos atrás. La dueña de sus reflexiones fue quien se estrepitó contra sí. Ella y su acompañante, el marqués de Emerald, se disculparon con un movimiento de cabeza y siguieron inmersos en el vals.

Él era quien tenía que pedir perdón por estar distraído y no fijarse hasta dónde había llegado a parar. Y sucedió de pronto, todos sus prejuicios acerca de lo que una joven casadera representaba colapsaron ante sus ojos. Volvió al lado de lord Arthur Johnson y exigió saber quién era la carabina de la recién llegada. Su amigo hizo un gesto en dirección de doña Prudencia y William se lamentó por tampoco haber sido presentados. La abuela de la señorita era una mujer entrada en años, que vestía con elegancia, pero sin llegar a los excesos; los tejidos y las joyas elegidas para el baile le daban un aire majestuoso, que era armonizado por un rostro dulce, que brindaba confianza. Se notaba que de joven había sido dueña de una belleza muy singular.

—Siempre puedes invitarla a bailar, el marqués es mejor partido que tú, pero no creo que los mueva el mismo interés. Tan pronto como suspiras por una dama la olvidas al día siguiente.

—El marqués está buscando esposa, por todos es sabido. Ha cumplido con el luto por su viudez y hace dos temporadas que no dejan de lloverle las damiselas que añoran convertirse en la marquesa de Emerald.

—Tal vez estaba esperando por una dama que tuviera una fortuna que le resultara motivante. La señorita Morell posee una cuantiosa dote, su cuñado es un duque muy dadivoso. Además, será la heredera de los bienes nada despreciables de su abuela en España y aquí en Inglaterra.

—No creo que su holgura económica sea lo que más motive al marqués —murmuró suspicaz.

—El león cree que todos son de su condición. Es un hombre práctico y ante todo un caballero. ¿La invitarás a bailar o no?

—No suelo venir a los bailes a zarandearme si no hay un objetivo en la mira, y en vistas de que el marqués ya ha puesto sus ojos en la novedad, mejor sigo buscando alguien que alivie el aburrimiento de mi absurda vida.

—¿Has visto a las señoritas que echan raíces al final del salón? Estarían encantadas de que corrompieras su honor.

—No suelo aprovecharme de las féminas desesperadas.

Pero nada lo hizo abandonar su actitud sigilosa, aunque otras damas de alcurnia lo envolvieron en hilarantes charlas, así como caballeros, no pudo dejar de seguirle la pista a la señorita Morell durante toda la noche. Lord Arthur Johnson no le quitaba la vista de encima, bastante intrigado y con cierta indignación, porque lo que sea que tenía obnubilado a su amigo también le estaba robando a él la diversión.

—Si esperas a que tome asiento para dignarte a acercarte me temo que no sucederá. Desde que llegué he advertido que no ha dejado de recibir invitaciones.

—Alucinas, de querer ya lo habría hecho.

—¿En serio? —lo desafió en busca de acción.

—¿Acaso lo dudas?

—Me intriga que acepte. El marqués la tiene acaparada, ha bailado con otros, pero con él ha sido recurrente. Los corazones rotos de muchas señoritas ya deben dar a ese pez gordo por perdido.

Con paso firme y dejando a lord Arthur Johnson con la boca abierta, se dirigió maldiciendo para sus adentros a la condesa de Huntington, la que lo recibió con una mirada conspicua. Era una mujer que ponía a temblar incluso a hombres que estaban acostumbrados a establecer una férrea autoridad. Su rostro estaba despojado de dulzura o alegría.

—Milady —pronunció seguido de una reverencia—. Sería muy dichoso si usted pudiera presentarme a sus ilustres invitadas.

—No me sorprende su interés. —Lo miró para nada incrédula y soltó un comentario muy impropio. William no terminaba de entender por qué nunca había sido del agrado de lady Huntington por más que se esforzaba por simpatizarle, siempre era tan cortante con él y lo peor era que no lo disimulaba—. Pero de una vez le advierto que pierde su tiempo, la señorita Morell ya ha atraído la atención del distinguido marqués de Emerald.

Deseó abofetearse mentalmente, sentía que quedaba en evidencia, que pisoteaba su orgullo de una manera ridícula. La dama, con su frase ensayada, le daba a entender que no reunía los méritos para competir con su oponente.

—Tan solo quería invitarla a un baile.

—Por supuesto, en cuanto el marqués nos la devuelva me dará gusto presentársela, pero ya que tiene tan acuciante motivación, ¿qué le parece si comenzamos con la señora de García de Lisón, mi ilustre prima?

—Estaré encantado —murmuró desayunándose que la bella joven estaba emparentada con la condesa.

Doña Prudencia fue amable con el joven que recién conocía, no le faltó astucia para entender el repentino interés de un caballero, en plena lozanía, por su persona. Más uno como ese, con unos rasgos tan atractivos, de altura considerable y con una mirada tan melancólica. Se preguntaba qué acongojaba su alma y quiso casi de inmediato socorrerlo.

—¿Ya había estado en otras ocasiones por estos lares? —trató de entablar una conversación con la señora.

—En varias, lord William Lovelace.

—¡Qué terrible que no haya tenido la oportunidad de conocerla!

Doña Prudencia sonrió disimulando la ternura que le inspiraban sus ocultos motivos, observó el rostro seductor del joven y su esfuerzo en hacer la conversación amena, con el afán de estirarla hasta que su nieta volviera a su lado y no le quedara otra opción más que presentársela. Lo que ocurrió en breve, de seguro calculó exactamente cuántos minutos le quedaban al vals. Cuando Altagracia volvió junto a su abuela y la condesa, no pasó por alto la presencia del fascinante caballero que las entretenía con sus elegantes palabras. La condesa de Huntington tomó la delantera y como anfitriona hizo las presentaciones:

—Estimada, permítame introducirla al hijo del duque de Whitestone, lord William Lovelace. La señorita Altagracia Morell es la hija del difunto marqués de Morell de Santa Ana y nieta de mi querida prima, la señora de García de Lisón.

—Todo un honor conocerla —manifestó con una reverencia y aquella expresión taciturna que lo hacía lucir aún más atrayente.

Su encanto contradictorio y fulminante la tomó por sorpresa, casi olvida las reglas tan estrictas por las que se guiaba la aristocracia británica y estuvo a punto de ser totalmente transparente. Recomponiéndose de la impresión que le causó el joven lord, le dedicó unas comedidas palabras. Él, acomodándose un mechón inexistente, fuera de su perfecto peinado, le solicitó:

—¿Le gustaría acompañarme en alguna de las piezas?

Altagracia no se asombró por la petición, pero sí por lo repentino, apenas habían cruzado dos palabras y él había solicitado el baile. Miró su carné con gesto reflexivo y con algo de compasión le dio la ansiada respuesta.

—Me temo que he comprometido cada una.

El movió los labios, pero ni siquiera se atrevió a dejar aflorar una sonrisa.

—La temporada recién está empezando, en otra ocasión será —manifestó con pesar.

—Mi querida prima tendrá que poner remedio, creo que lord William Lovelace se merece una oportunidad —manifestó compadecida doña Prudencia.

—Si la señorita Morell no se opone, veré si está en mis posibilidades, aunque no lo puedo prometer —murmuró con los dientes apretados la condesa.

William dudó que aquella dama moviera un dedo para provocar aquel desenlace, si de ella dependía lo mantendría lo más alejado posible de la señorita.