3

Altagracia respiró de alivio al sentirse libre del influjo del marqués y su carácter jovial que la había absorbido casi por completo en los primeros bailes. Desde que había llegado a Londres y había comenzado a frecuentar al círculo social de la aristocracia, donde la condesa de Huntington se sentía como pez en el agua, lord Emerald había sido una constante en cada visita o celebración. Incluso en la que había faltado, la invitación para tomar el té en la casa de lady Black, no se había hablado de otro tema que no fuera el marqués, para bien o para mal.

Lady Black seguía al pendiente de la salud de su esposo y no acudió al baile. La señorita Morell sintió alivio de no estar al acecho de la sombra de esa mujer. Echó de menos, de nuevo, a lady Wilson, solo las separaban dos años y aunque una estuviera sumida en sus responsabilidades de esposa y la otra no, era con la que se sentía más a gusto para conversar. Tomó asiento junto a otras señoritas que aguardaban porque algún caballero se dignara a invitarlas a bailar cuando vio aparecer a lord William Lovelace. Alto, vestido de negro, con el rostro taciturno adornado por sus dos luceros azules, enigmático y descomunalmente atractivo. Jamás creyó que un estirado inglés le hiciera cambiar por completo el concepto que tenía acerca de los británicos. El calor la invadió por completo cuando él se acercó con recato.

—Estimada señorita Altagracia Morell —musitó con su encantador acento—. No he podido dormir pensando cuál pieza musical ha reservado para su servidor.

—En realidad no creí que lo dijera en serio —mintió. Solo por orgullo se había rehusado a colocar su nombre sobre el papel.

—Me ofende, pero la perdono si me concede la primera, no puedo esperar un minuto.

—Está de suerte y ha llegado temprano, aún nadie me ha convidado a bailar.

Se dejó guiar por la seguridad con que le tomó la mano y se deslizó hasta el sitio más iluminado de todos. Giraron junto al primer acorde y volvieron a cruzar sus miradas, al punto que ella tuvo que apartarla al notar la fuerza que ejercía la del caballero, hasta incluso ponerla a temblar. Ambos se quedaron sorprendidos el uno por el otro. Altagracia, turbada, intentó alejar los pensamientos que se le suscitaron al sentirse llevada por aquellos brazos protectores y firmes, que la conducían como a una ligera pluma por el salón de baile. La profundidad del azul la hizo sumergirse de golpe en el deseo irrefrenable de que aquel instante fuera eterno, algo de lo que ni siquiera fue consciente, solo reconoció un pálpito diferente en su corazón; hasta el momento ningún hombre le había despertado un sentimiento tan contundente.

Cuando la música cesó, se quedaron tres segundos de más perdidos el uno en el otro, hasta que ella se percató de la situación y se recompuso.

—Me preguntaba si... su abuela viera bien que la visitara —indagó ante su sorpresa—. Tengo unos libros en castellano que llevo bastante tiempo traduciendo, pero hay expresiones o palabras que me dificultan avanzar en la lectura. Su autor proviene del Caribe, tal vez pueda ayudarme con expresiones propias de esas regiones.

—Podría usted comentarle.

Él suspiró aliviado, jamás se le habían dado con facilidad las artes del cortejo, siempre lo creyó inútil e innecesario, hasta ese día, en que estuvo tentado de recurrir a su padre o a su hermano para que lo instruyeran al respecto. Las mujeres de las que había recibido sus favores buscaban otro tipo de galanteo, más agresivo y directo, y en ello jamás le había fallado la táctica.

—Si me permite, lo haré en este momento.

Doña Prudencia sonrió ante el ofrecimiento y pensó qué diría su difunto yerno en una situación similar. De seguro se habría negado, tenía fascinación por espantarle los pretendientes a la bella muchacha. Aceptó a la primera, no pudo resistirse ante el encantador caballero. Después de todo, estaría ella para supervisar que jamás, bajo ninguna circunstancia, quedaran a solas.

Sin la sombra del marqués al acecho, Altagracia pudo bailar acompañada de otros galanes, pero con quien más compartió la velada fue con lord William Lovelace.

—¿Cómo es que una joven tan bella como usted, con todo respeto, no ha contraído nupcias con algún noble español? —le preguntó mientras ella estaba sentada a la vista de los invitados y él permanecía de pie a su lado, bajo las estrictas miradas a unos cuantos pasos de doña Prudencia y la condesa de Huntington.

—Los pretendientes siempre fueron azuzados por mi padre, quiero pensar que cegado por su amor parental. Creía que nadie era lo suficientemente bueno para mí —respondió para no meterse en los intrincados detalles de la situación de su familia: su padre la había dejado a merced de su heredero, obsesionado con mantener su linaje; y el joven, tras darse de largas, no la había elegido porque había encontrado el amor en la menor de las Morell.

—Tengo entendido que su hermana menor se casó con el heredero.

—Así es —confirmó al comprender que el interés que había despertado en él había sido lo suficiente como para investigar acerca de su familia.

—¿Cómo es vivir al otro lado del mar, justo en La Habana?

—Toda una aventura para quienes arriban. Los que estamos habituados a la temperatura y las costumbres de la isla las extrañamos cuando estamos lejos de casa. ¿Ha viajado a América?

—Estuve tentado a pasar una temporada en New York, pero desistí a última hora y decidí conocer el resto de Europa, África y Asia. Viví un par de años fuera, luego de concluir mis estudios, hasta que decidí volver al redil.

Su sinceridad la tomó de golpe, hubiera querido indagar más al respecto, pero no quiso pecar de indiscreta.

—He viajado y conocido otros países, pero me temo que no tanto como usted. ¿Y qué lugar le ha impresionado más?

—Asia. Sus costumbres son tan distintas a las nuestras que a veces me pregunto para qué sirven, sino para dividirnos a los hombres.

Aquello sí no se lo esperaba, se sobresaltó. Su punto de vista era aún más escandaloso que el suyo mismo, y eso ya era mucho decir.

—Veo que tiene sus propias ideas.

—Cuénteme usted de La Habana. Quiero saber si es como me han contado. ¿Cómo es vivir en esa parte del mundo?

—El calor llega a ser un tanto insoportable, pero al final uno se acostumbra y se echa de menos. Los colores del cielo, del mar y la vegetación son muy nítidos gracias al fuerte sol, a tal punto que a veces te ciega tanto brillo. Usted ha hecho que la nostalgia se apodere de mí, he recordado a los míos.

—Perdone mi atrevimiento, permítame invitarla a bailar para devolverle el estado de ánimo alegre con que la he encontrado; pero antes le presentaré a mis padres.

—¿Justo ahora? —preguntó sintiendo que todo iba tan deprisa que su mundo comenzaba a girar.

—Al parecer lady Huntington los ha presentado a la señora de García de Lisón y todos miran en nuestra dirección. Será lo más adecuado.

Altagracia se acercó a su abuela, que conversaba con los duques. La condesa, que la vio llegar, no compartía el afán de los otros, como si aquel acercamiento no fuera de su agrado. Se hicieron las presentaciones y los duques de Whitestone fueron sumamente educados y amables con cada una de ellas. Hasta que la siguiente pieza los apartó del resto.

—¿Qué le han parecido mis padres? Su abuela parece encantada —murmuró mientras bailaban.

—Son atentos.

—Desde que la conocí en el baile de los condes de Huntington, no ha habido otro tema de conversación en la sobremesa de los duques. Mi hermano también está deseoso de conocerla. Él no suele perderse un baile, pero últimamente está muy ocupado.

—Siento que es un poco precipitado, ¿no le parece?

—Jamás una señorita me había impresionado tanto y me falta un año para cumplir treinta. Simplemente uno reconoce el momento cuando llega, no le mentiré. Me gustaría, si mis palabras no la abruman, que me permita un acercamiento.

—No me abruman para nada —se le escapó su pensamiento en voz alta.

Se reprochó por ello. Sabía que los estándares de una señorita se medían por su dulzura, virtud, reputación inmaculada, discreción y mesura, todo lo que le había faltado a su comentario. Titubeó por un segundo y se lamentó por tener que dejar de ser ella misma para continuar siendo del agrado de aquel joven que comenzaba a atraerle con tanta fuerza. El caballero lanzó unas contagiosas carcajadas como respuesta y ella suspiró de alivio.

—Es usted única —la premió y fue suficiente para sentirse liberada de cualquier coraza con la que su abuela o lady Huntington intentaran oprimirla—. Le ruego que reserve el primer baile para mí de la siguiente fiesta.

—Será un placer.

—Y particularmente, también la pieza que abrirá un baile muy especial que se celebra como dicta la tradición en un mes.

—¿De cuál habla?

—La invitación no tardará en llegar.

Los duques fueron magnánimos, como correspondía a sus excelencias. Intercambiaron una mirada suspicaz ante la reacción que su segundo hijo había tenido ante la señorita y suspiraron esperanzados, pero no demasiado, deseaban que el impulso durara lo suficiente para sacarlo de su perenne soltería.

Y la invitación de los duques de Whitestone no se hizo esperar para el banquete y baile que se celebraría en su mansión de Londres dentro de un mes. Cuando lady Huntington recibió la invitación en sus manos la miró con desafecto, se encontraba a solas con doña Prudencia tomando el té en su saloncito privado mientras Altagracia permanecía en la biblioteca sumida en los libros.

—Pues tendremos que ir —murmuró la condesa.

—¿Y por qué lo dice tan desganada? —inquirió su prima.

—Cada año asistimos a este evento y es muy satisfactorio, pero me temo que esta vez será diferente. Escuché que el marqués de Emerald regresará para esa fecha a Londres, imagino que retomará sus intenciones de acercarse a la señorita Morell, intuyo que aprovechará la ocasión.

—¿Qué insinúa?

—Lord William Lovelace no ha disimulado que también le ha simpatizado. ¿Qué ocurrirá en la recepción si los dos caballeros compiten por la atención de la señorita? Obviamente, uno de los dos declinará a favor del otro, es posible que lo haga el que se sienta en desventaja. ¿Le ha dicho su nieta si alguno de los dos le agrada de una forma especial?

—Ni siquiera me he atrevido a preguntarle. Es muy pronto para que su corazón sienta afecto por uno u otro caballero.

—Sería una pena si su nieta, obnubilada por los encantos del hijo del duque, deja escapar al marqués.

—Altagracia es libre de elegir hacia quien dirigir sus afectos, siempre y cuando respete las buenas costumbres. No puedo obligarla a decidir entre un caballero u otro. Hemos pasado por eso y ha sido devastador. Las jóvenes de hoy en día no son como las de nuestra época, ni siquiera como nuestras hijas que hicieron matrimonios con aquellos que sus padres escogimos.

—Debería continuar igual. Mis nietas mayores ya están casadas y son contemporáneas con las suyas. Aceptaron los consejos de sus padres a la hora de elegir esposos y ahora son muy felices en sus matrimonios.

—Gracias a Dios, pero las mías no son tan dispuestas y menos Altagracia.

—Pero si parece tan dócil.

—Solo es atenta. Su padre la educó a sus anchas, solo le negó una cosa en vida que no le podía legar.

—¿Se refiere al título? —Doña Prudencia aceptó—. Con más razón debería desposarse con el marqués, tendría mejor posición.

—Nunca ambicionó ser marquesa por matrimonio, su mayor anhelo era serlo por derecho propio.

—No quiero inmiscuirme, pero ustedes han venido aquí por mi invitación y no quisiera que en algún momento de sus vidas lo lamentaran y me culparan por ello.

—¿Por qué tendríamos que hacerlo?

—Lord William Lovelace no es tan buen partido como el marqués —reveló a su pesar lady Huntington al verse acorralada, pero se sintió en el deber moral de advertirle a su prima.

—Lo sé, pero también tiene sus méritos, supongo.

—El día que su padre fallezca no heredará nada, todo pasará a su hermano mayor.

—Es una ley desafortunada que divide a los hijos.

—Él tuvo su propia fortuna, su abuelo materno la legó casi intacta en sus manos, pero se rumora, no me consta... que la despilfarró. Vivió dos años completos fuera de Londres en cuanto cayó en sus manos.

—Altagracia ya me había comentado acerca de sus viajes. ¿Pero no cree que somos muy duras con él si nos dejamos llevar por los rumores?

—Su nieta podría ser una tabla de salvación para él, todos saben de su cuantiosa dote, debe prevenirla.

—Mi nieta es muy orgullosa, que un caballero se acerque a ella movido por la dote y su herencia la haría trizas, aunque sé que tiene la fuerza suficiente para volver a levantarse.

—Debe ser sincera con ella.

—¡Y encima he abusado de su hospitalidad y he aceptado que la visite esta tarde para que lo ayude con unos textos en castellano! ¿Cree que estamos a tiempo de rehusarnos? —preguntó dubitativa.

Demasiado tarde, un criado avisó de la presencia de lord William Lovelace. Las damas se miraron como si fuera el principio de una hecatombe.

—Vaya a recibirlo, pero deberá hablar con su nieta antes que esto siga avanzando y deseche la oportunidad con lord Emerald. Sería un desperdicio. No le quite los ojos de encima, ni los deje a solas, bajo ninguna circunstancia debe verse comprometida o hacer algo que la aparte de la mira del marqués.

—Ni tiene que sugerirlo, soy una experta carabina —dijo recordando sus fallos en el pasado en esa función y temblando para sus adentros.

Se persignó y se enfrentó al lord encantador de ojos azules. Altagracia estuvo feliz de recibirlo y con todo decoro, en un salón propiamente iluminado. Lord William Lovelace pudo notar que los rumores acerca de la esclava, de belleza notable, y el perro mimado de pelaje blanco y castaño no estaban errados, solo algo sobrestimados. El can estaba arremolinado sobre su dueña sin intenciones de permitirle que centrara su atención en otra cosa que en las suaves caricias que la señorita le prodigaba sobre su lomo. Lo hizo bajar y, antes de que el recién llegado tomara asiento, el bribón de cuatro patas, de un brinco, le robó la silla.

—Lo siento —se disculpó Altagracia por los modales nefastos de su perro—. ¡Ares, baja de inmediato, niño malo! ¡A tu rincón!

—¿Ares? No quiero preguntar por qué un nombre tan inusual para un perro faldero.

—Creo, milord, que ya ha tenido muestras de su temperamento, tiene un carácter difícil de conciliar, solo conmigo se aplaca y únicamente cuando le place. Mi hermana fue estafada cuando le obsequiaron a este pequeño saco de pulgas, tan distinto de Simón, su hermano de camada, y tan distinto a los estándares de su raza. Quien se lo regaló en verdad quería librarse de esta diminuta peste.

—Palabras halagadoras para su mascota, suerte que no la entiende o no la miraría con tanto afecto.

—Él sabe a qué atenerse; cuando se trepó encima de mi equipaje resuelto a venirse conmigo en total complot con mi hermana Úrsula, sabía que no era santo de mi devoción —dijo recordando la complicidad de Úrsula con el cuadrúpedo para no permitirle marcharse sola con doña Prudencia. Volviéndose a Dorita, la supuesta esclava, ordenó en castellano—: Ocúpate de ese malagradecido.

Dorita, ataviada con un colorido vestido, collares exóticos y aderezada por su cadencioso acento yoruba sobre el castellano que hablaba, compartió una mirada cómplice con su ama acerca del caballero, justo cuando levantó al terco animal y lo colocó en un mullido cojín en un extremo del salón. William entendió a la perfección cuando le susurró algo acerca de su atractivo a Altagracia:

—Es de buen ver su merced.

El joven se sorprendió por el descaro, pero no le causó vergüenza, estaba acostumbrado a las atribuciones que se tomaban con su persona las féminas más atrevidas. Se limitó a sonreír con malicia y aceptar el cumplido. Altagracia previno a la muchacha:

—Nuestro invitado habla nuestra lengua.

Cabe mencionar que nadie hizo un comentario para regañar a Dorita, ni la señorita ni su distinguida abuela. La última ignoró su comentario y la primera se limitó a sonreír con una complicidad discreta.

—Dorita, no me hagas tocar la campana que atormenta mis oídos. Ve por unos refrescos y unas pastas para que suavicen el esfuerzo de los jóvenes en el arduo trabajo que les espera —mandó doña Prudencia. Así lo hizo.

Altagracia notó que William siguió discretamente con la vista a Dorita y que luego reparó en ella intrigado.

—¿También me tilda de esclavista? —preguntó con ironía.

—¿Yo?

—Dorita fue la esclava de mi padre, es cierto. Crecimos juntas y era algo así como una doncella para mí. Antes de venir obtuve su libertad, fue lo primero que hice cuando tuve los medios para ello. Ahora me acompaña por su libre elección y remunero sus servicios. No quiso abandonarme y me siento complacida, también la echaría en falta.

—No se disculpe usted, no la he juzgado. Los rumores son estúpidos. Nadie debería...

Doña Prudencia carraspeó interrumpiéndolos para que pasaran al asunto que los atañía, así que sin más dilación comenzaron a resolver las dudas acerca del libro.

—Estaré feliz de ayudarles con las dudas, mi inglés es muy bueno, lo aprendí de mi madre —intervino la señora, que no dio oportunidad de que los jóvenes se quedaran ni por un momento a solas.

No obstante la presencia de la señora, la tarde pasó de prisa y fue agradable para los dos, quienes compartieron palabras amables y avanzaron con el cometido de la traducción de las palabras desconocidas para William.

—¿No es increíble que lord William Lovelace hable español con tanta soltura? —preguntó Altagracia a su abuela, quien no podía disimular su amplia sonrisa.

—Tanta que no entiendo para qué requiere de nuestro apoyo. Apostaría que su español es mejor que tu inglés —aprovechó la abuela recelosa tras los comentarios de su prima, buscando la forma de cortar los lazos que comenzaban a crearse.

—Razón de peso para que en otra ocasión sea él quien me apoye a aumentar mi vocabulario. ¿No cree? —dijo con ingenuidad ante la mirada preocupada de la señora.

—Será todo un placer —intervino el caballero—. Traducir libros de los idiomas que he estudiado al nuestro y viceversa es mi primera pasión, después siguen los caballos.

—¿Los caballos?

—Mi padre se dedica a la cría de purasangres por diversión. Ojalá algún día pueda mostrarles nuestras caballerizas y los potros tan estupendos que tenemos. De hecho, mi interés por los idiomas está intrínsecamente ligado a los caballos. Investigando sobre las razas y las técnicas de crianza, me topé con la barrera del idioma y estudié cuantos pude para no sentirme presionado por los límites. Mis viajes también fueron motivados por lo mismo. En Whitestone Palace, la propiedad de mi familia en Oxfordshire, tenemos variedades de corceles muy estimadas.

—También amo los caballos, mi padre tenía muchos de méritos loables, aunque nos obligaba a mantenernos alejadas.

—¿Aprendió a montar?

—Con suficiente soltura...

—Para una dama —la interrumpió la abuela que no les quitaba la vista de encima.

Encontrarse en las actividades del mes se volvió inevitable; a pesar de que William solía rehuir de los compromisos sociales que consideraba aburridos, no perdió ninguno con el afán de encontrarla. Siempre se las ingeniaban para compartir algunas palabras, ya fuera en una cena, un baile, la ópera, competencias deportivas o exhibiciones de arte. Una cosa llevó a la otra y doña Prudencia, movida por la simpatía que le despertaba el joven, pese al recelo de su prima, volvió a aceptar que las visitara en Grey Terrace para traducir los mentados textos.

La visita transcurrió idéntica a la anterior, la simpatía de doña Prudencia crecía por el joven, así como su pena ante su desventaja económica frente a lord Emerald que seguía sumido ante sus negocios.

La condesa continuó con sus recelos por aquel acercamiento, más porque lady Black, movida por la indicación de su hermano, las invitó en dos ocasiones más a tomar el té, la segunda aprovechó para presentarles a lady Arlene Haddon, la hija de lord Emerald. La chica poseía los mismos ojos distintivos de la familia, se comportaba según lo establecido para una señorita de su clase y fue muy amable con Altagracia.

Lady Huntington, consciente de las cartas que deseaba barajar y del naciente afecto entre su hija menor y Altagracia, presionó a la primera para que la ayudara en sus intenciones. La joven dama quiso negarse, pero su madre apeló a las buenas costumbres, al futuro y a la seguridad, tal cual hizo en el pasado para convencerla de tomar por esposo al barón.

—¿Qué le pareció la hija del marqués? —le preguntó lady Wilson a Altagracia dos días después.

—Puede llamarme Altagracia, somos primas.

—Solo si acepta llamarme Agnes —sugirió, se miraron con complicidad y sonrieron llegando a un acuerdo.

—Supongo, Agnes, que tu madre ha insistido en que me interrogues acerca de ese hecho.

—No te equivocas, prima, pero también acepto que la intriga me corroe, lo que no es una virtud de la que me sienta orgullosa. Mi madre está preocupada, piensa que tu interés en lord Emerald pueda mermar, tomando en cuenta el atractivo de lord William Lovelace y sus recientes atenciones.

—¿También te ha pedido lady Huntington que me interrogues a este respecto?

—Sutilmente, en lo que creo que he fracasado. Mi madre está preocupada, teme que el encanto de lord William Lovelace opaque ante ti las virtudes de lord Emerald. El primero es muy apuesto, pero también lo es el marqués. Cada uno según su estilo. El hijo del duque tiene un rostro casi angelical, nótese que digo casi, porque hay un brillo perverso en su mirada, perverso y melancólico a la vez.

—En mi familia tenemos muy bien definidos a ese tipo de hombres, los llamamos «alma turbia» o «demonios con cara de ángel». Sé que no es un santo por más que se muestre galante y sumamente educado. Reconozco a un cazador cuando lo tengo en frente.

—Me dejas pasmada, pensé que tendríamos que alertarte. Sin embargo, me ha llamado la atención el hecho, referido por mi madre, de su insistencia por bailar contigo en más de una ocasión en los anteriores eventos. William —carraspeó—, lord William Lovelace no es de los que acuden a las temporadas con la esperanza de sacar a bailar a una señorita casadera, ni de los que envían poemas, flores o se molestan en hacer la corte, al menos no a una chica que tenga la esperanza de acceder a un matrimonio decente.

—Sigo fielmente las reglas del decoro, pero no me desvivo por encontrar un marido que resuelva todos mis problemas. Es más, ahora mismo estoy en una posición privilegiada, mi madre está lo suficiente lejos como para que sus prejuicios no me sofoquen, y Hugo...

—¿Te refieres al duque? ¿Tu cuñado? —Altagracia asintió.

—Hugo se siente en deuda conmigo y está particularmente complaciente. Podría tomarme el tiempo necesario para respirar sin sentirme agobiada... ¿Por qué tendría que atarme a un marido y a sus imposiciones?

—Me temo que tiempo es lo que no tienes. Solo soy dos años mayor que tú y ya tengo cuatro hijos.

—Agnes, si tú encontraste el amor, te felicito...

—No me refiero al amor...

—Lo siento.

—No conoces a mi esposo, aún. Espero que pronto regrese y pueda presentarlos. Tengo un hogar, herederos y estabilidad. Logré desposar a un barón cuyo patrimonio es tan elevado como el de mis padres. Si bien su título no es lo que mi madre hubiese querido, puesto que mis hermanas están casadas con nobles más jugosos, mi madre consideró que debía aceptar su oferta antes de que los años apagaran mi belleza y me convirtiera en una mustia florecilla.

—Entiendo tu punto, no solo tu madre está a favor, la mía piensa de forma idéntica. Es solo que estuve a punto de acceder a un matrimonio arreglado una vez, y ahora que soy libre de elegir, comprendo que el matrimonio es cosa seria, se trata de elegir a la persona con quien compartirás muchos años y procrearás hijos. No quiero amanecer de pronto y ver que he errado en mi elección, no deseo aborrecer mi vida.

—Me hubiese gustado conocerte antes, habrías sido muy valiosa como amiga —emitió y no pudo ocultar la tristeza en su voz, Altagracia había descrito su propia realidad.

—Tal vez he terminado de contaminarte con mis ideas...

—Cuando debí contagiarte yo con las mías o con las de mi madre. —Rio con pesar.

—No temas, que no caeré en las garras de ningún lobo con piel de oveja, lord William Lovelace y yo solo somos amigos. Reconozco que me simpatiza, pero no permitiré que juegue conmigo.

—¿Y lord Emerald?

—A su lado siento mucha paz, admito que lo he considerado para esposo, sí, pero si mi corazón no da muestras de poder enamorarse no aceptaré ninguna propuesta que me haga.

—Es muy atractivo, atento, magnánimo; si la vida me pusiera en tu lugar —se ahogó en un gemido—, sería dichosa de aceptarlo.

Altagracia se compadeció, recordó por lo referido por su abuela que lord Wilson era quince años mayor que su esposa. Suspiró y se dijo que bajo ninguna circunstancia aceptaría un arreglo similar para ella.

—Con respecto a lo que me preguntaste de su hija —añadió para que Agnes dejara de pensar en su infeliz matrimonio—, lady Arlene Haddon es muy hermosa y educada, aunque algo intimidada por la presencia de la tía, la compadezco.

—Creo que lady Black causa ese efecto en todas, demasiado estirada, tanto que hace que el resto de los aristócratas se queden cortos.

Ambas rieron por el comentario mordaz y callaron de inmediato cuando apareció la condesa, seguida de doña Prudencia, para mostrarse satisfecha por las atenciones que tenía el marqués con Altagracia a pesar de su ausencia.

—Es estimulante ver la forma en que hace notar su presencia a pesar de mantenerse absorto en sus compromisos —espetó la condesa.

—Tiene razón, querida prima; pero no sé si sea adecuado que Altagracia siga recibiendo sus arreglos florales —mostró su recelo doña Prudencia.

—Discretos y apropiados arreglos florales que para nada ofenden la susceptibilidad de una señorita de familia —replicó la otra dama.

—Tal vez con la aceptación de las flores da por satisfactorios sus intentos de cortejo —dio en el clavo la abuela de Altagracia, para que su nieta entendiera las implicaciones de aceptar ese sutil signo de hacerle la corte.

—Cortejo que debe ser bien visto por los Morell —arremetió la condesa—. Lo que deberían parar son los encuentros accidentales con lord William Lovelace o las visitas para la traducción de esos textos que ya se han hecho interminables. Hemos sido prudentes, pero no sé con qué ojos lo vea el marqués de llegarle el rumor a sus oídos.

—Jamás se encuentran a solas y es una visita estrictamente de estudio. No podemos ser descorteces con los duques cuando la traducción de esos textos sobre la cría y doma de caballos es de vital importancia para su excelencia —dejó entrever a quien destinaba su lealtad doña Prudencia.

La condesa hizo un gesto de suficiencia para simular avalar la importante justificación de aquellos encuentros supervisados. No se dijo nada más al respecto, esa tarde el joven hijo del duque volvió y fue recibido. Pasaron a la biblioteca con la compañía de doña Prudencia. Su nieta y el caballero se pusieron de inmediato al asunto que los atañía, pero de vez en cuando se salían del tema y continuaban hablando sobre sus gustos, su infancia, sus motivaciones.

Doña Prudencia los vio reír, con bastantes puntos en común, y se lamentó por la poca fortuna del joven. No quiso continuar juzgándolo, en el pasado había sido muy dura con el duque de San Sebastián, y había terminado por enmendarse y se convirtió en un estupendo esposo. Sabía que el marqués era un candidato de más peso, como le había prevenido su prima, pero el joven Lovelace y Altagracia estaban más cercanos en edad, ninguno había estado casado ni tenía hijos, lo que podía hacer aún más dulce el matrimonio. Sabía que un caballero de la experiencia de lord Emerald podía ser un marido más complaciente y lleno de paciencia, virtud que su nieta agradecería cuando su verdadero carácter impetuoso saliera a relucir, pero ¿le correspondía decidir? Se perdió en aquella reflexión, mientras disfrutaba de ver a su nieta y lord William Lovelace conocerse con el mayor respeto y darse cuenta de que encajaban casi a la perfección. En cada una de las visitas y los encuentros se habían conducido con decoro. Conmovida por ese hecho, les propuso:

—¿Qué tal si damos un paseo por el jardín? Llevamos bastante rato encerrados, nos vendrá bien tomar el tenue sol y respirar aire puro.

Enseguida le tomaron la palabra; la señora, a propósito, se quedó un poco rezagada para darles un supuesto espacio, pero sin quitarles la vista de encima.

—Mi bella señorita Grace —le dijo con familiaridad, a lo que ella no puso ningún freno—. Agradezco a la fortuna que haya aparecido aquella noche en el baile de los Huntington. Mi vida en Londres no podía ser más aburrida, estuve a punto de volver a desaparecer. Solo que...

—¿Qué lo detuvo?

—Mentiría si le doy una razón, tal vez no era el momento de partir. Pero ahora está aquí y me hace disfrutar de la más grata compañía. Hacía tiempo que no trataba con alguien tan sincera, con quien vale la pena conversar o reír. Soy dichoso por encontrar a una amiga como usted.

—¿Una amiga? —repitió tragando en seco.

—Mi querida amiga Grace —musitó mirándola al centro de los ojos y tomando un ramillete de violetas que crecía a la orilla del camino y depositándolo en sus manos.

—Esta flor me recuerda el perfume preferido de mi hermana menor e incluso de mi madre, es casi como estar en casa.

—¿Y cuál es el suyo?

—Definitivamente podría ser la violeta también, pero si me ponen a elegir entre su aroma y el de la vainilla no podría decidir. Son tan...

—Exóticos —terminó la frase.

—Iba a sugerir dulce.

—Cualquiera de los dos quedaría exquisito sobre su piel.

Escucharon unos pasos más atrás a doña Prudencia carraspear, y suavizaron el tono de voz.

—Creo que es hora de volver, mi estimado lord William Lovelace.

—William, o también puede llamarme Will. Ya he tenido el atrevimiento de llamarla Grace en dos ocasiones y no se ha incomodado.

—Imagino que lo ha hecho para no pasar tanto sofoco, su lengua padece cada vez que tiene que enfrentarse al sonido de la «r» en mi idioma natal.

—Me ha atrapado. ¿Entonces admitirá que la llame Grace y usted me honrará al llamarme William?

—Mi abuela se escandalizaría.

—Puede ser nuestro secreto.

Él intentó rozarle la mano por descuido, y doña Prudencia volvió a carraspear.

—Creo que es hora de terminar el paseo, mi pobre abuela...

—Se quedará sin garganta. —Rieron.

—Iba a decir que necesita descansar.

—No olvide reservar un baile para mí en Primrose Hall.

—¿Cuál desea?

—Pretendo abrir el baile tomado de su mano.

No hubo otra visita y la traducción quedó inconclusa. La condesa buscó el pretexto perfecto para evitar las reuniones entre los jóvenes, sumiendo a sus invitadas en cuanto compromiso social estuvo a su alcance. De todos modos, William, con su astucia, se las arregló para hacerle llegar un presente, sin que la carabina y la madrina sospecharan: un frasco finísimo de cristal, con dos ángeles grabados, cuya fragancia la envolvió por completo cuando la destapó. Era dulce, con la mezcla perfecta entre la violeta y la vainilla, algo totalmente embriagador sin llegar a ser empalagoso.

Así que, para la semana después, cuando el carruaje de los Huntington las llevó al baile de los duques de Whitestone, el corazón de Altagracia palpitó de júbilo ante la emoción de reencontrarlo, mientras el aroma a violetas y vainilla la trasportaba a su paraíso personal. También sería la ocasión en que la chica se volvería a ver con el marqués de Emerald, lady Huntington no dejó de repetirlo durante todo el trayecto. El conde llegaría unos minutos más tarde por asuntos de negocios, así que las señoras iban conversando a sus anchas, mientras Altagracia no podía de sí anticipando el reencuentro con William.

El carruaje siguió su camino con los ocupantes dentro, cuando en pleno corazón de Mayfair se detuvo delante de un palacio donde la piedra color mármol blanco era suavizada por innumerables prímulas amarillas y otras tantas flores de diversos colores.

—Es imponente —pronunció la chica—. ¿Podría pedirle al cochero que se detenga un instante para admirar su majestuosidad?

Lady Huntington aceptó de inmediato y la observó con un brillo en los ojos recorrer la vista por tan hermosa arquitectura y jardines adyacentes.

—Es Primrose Hall, la residencia en Londres de los duques de Whitestone, bastante ostentosa para mi gusto, pero es sabido que al duque le encanta la opulencia.

—¿Aquí vive el encantador lord William Lovelace? —preguntó doña Prudencia que, a pesar de las reiteraciones de su prima acerca de la poca idoneidad del joven frente al marqués, no dejaba de parecerle agradable.

—El segundo hijo del duque —insistió la condesa que deseaba que ambas notaran ese detalle para ella tan relevante.

—Me parece un muchacho tan educado, aunque algo melancólico. Tal vez le aqueja algún mal o está atravesando por alguna pena que justifique la desolación de su mirada —dijo compadecida doña Prudencia, pensó que tal vez su falta de herencia podría ser la causa.

—Que no te engañe, lord William Lovelace siempre ha tenido la misma apariencia desde que era adolescente. Ese gesto de pesar involuntario hace que las chicas suspiren por él al punto que olvidan que no es el heredero aparente. Esto que haré me avergüenza, pero me siento con el deber de dar mi consejo. Querida señorita Altagracia, sé que el joven le simpatiza; incluso a su abuela, que debería estar más alerta, le ha caído en gracia, pero no debe rechazar las atenciones del marqués por las de él.

—¿Lo dice porque no tiene fortuna, milady? —indagó entristecida—. Mi abuela me ha puesto al tanto de su conversación, pero no sé si sea suficiente razón para hacerle un desplante. ¿Se debe despreciar a un ser tan amable por las leyes absurdas acerca del número de nacimiento? —De inmediato se disculpó por su arranque, aunque pronunció cada palabra con la mayor suavidad el contenido de su discurso era lo suficientemente ofensivo.

—Sé por qué se apiada de él, entiendo que no fue fácil para usted aceptar que el patrimonio Morell fuera a parar a su cuñado.

—Eso ya está superado, el duque es más que merecedor de heredar a mi padre. Es una historia muy larga de contar y con muchas aristas. Solo que no me parece justo despreciar a lord William Lovelace por situaciones que al menos a mí no me corresponde juzgar. Tiene tantos talentos, es experto en caballos, habla varios idiomas, le interesan las ciencias.

—Pero no es el heredero —recalcó la condesa.

—Tiene habilidades sobradas para emprender un negocio y salir victorioso.

—No es una cualidad que se aprecie en un noble, al contrario. Lo más sensato para él sería que aplicara para la carrera militar, eso le daría un estatus digno. Pero no sería satisfactorio para usted, no querrá ser la esposa de un oficial cuando aspira a ser marquesa.

—Milady, entiendo el punto, sé que sus consejos son sabios y prácticos, pero...

—Tal como le sugirió lady Black, quien podría ser su cuñada, enamorarse no garantiza la armonía conyugal. Al contrario, las emociones que despiertan el amor pasional enceguecen el alma. Nada de lo que le aconseje le hará cambiar de opinión, ya ha hecho su elección, incluso antes de que reciba alguna propuesta.

—Lo siento, en verdad no quiero apresurarme y no decidiré a la ligera, ni siquiera he sopesado si deseo quedarme para siempre en este lado del mundo —se sinceró Altagracia.

—Sé que usted cambiaría de opinión si supiera que tras esos ojos encantadores se encierran varios pecados. Y me siento mal por abrir la boca para prevenirla, pero soy responsable de su suerte luego de haberla invitado.

—¿Su reputación con las féminas está en entredicho? ¿Ha corrompido a alguna señorita honrada? ¿O por qué la desidia en su voz al referirse a su persona? —insistió doña Prudencia, los comentarios desafortunados de su prima sobre el caballero cada segundo la ponían más nerviosa; quería terminar de desenredar la madeja de lo que la tenía tan reticente ante el acercamiento de su nieta con el hijo del duque.

—Rumores que han llegado a mí, aunque con la mayor discreción. No es un asunto que se ventile, pero tengo la desgracia de que los pasos en falso de la nobleza lleguen a mis oídos sin proponérmelo. No es el momento para comentárselos. Temo que tus castos oídos, querida prima, puedan soportarlo, pero no quiero profanar los de tu pudorosa nieta.

Eso solo consiguió acrecentar la curiosidad de Altagracia. ¿Qué secreto tan indecoroso guardaba sobre el segundo hijo del duque que no podía develar ante su presencia? Sintió un pálpito en el corazón, uno doloroso.

—¡Qué pena! En verdad el joven me había simpatizado, incluso más que el marqués de Emerald. Se notó tan impresionado por mi nieta y se veían hermosos cuando danzaron juntos. Creo que en Altagracia causó muy buena impresión.

—Les conviene dejar de lado a lord William Lovelace sin importar lo fascinante que sea. Por supuesto que tiene su encanto, los dos hijos del duque heredaron el atractivo del padre, así como el exceso de libertinaje en su soltería. Hasta ayer el primogénito también daba de qué hablar, hasta que misteriosamente un año antes sufrió un cambio por completo.

—¿Se enmendó?

—Debo reconocer que sí y se rumora que está buscando esposa. Claro que toda chica casadera lo ve como un candidato suculento. Es heredero de una de las fortunas más prominentes de Europa. Eso si con tanto lujo y derroche no se la han gastado ya. Su propiedad más extensa, donde fijan su residencia la mayor parte del tiempo, es un proyecto interminable.

—Volvamos al interesante lord William Lovelace —pidió doña Prudencia—, aún no tenemos la suerte de conocer al heredero. ¿Qué tan terribles son sus afrentas? Creo que Altagracia tiene suficiente talante para soportarlo. Es mejor saber de qué pie cojea el enemigo antes de lanzarse al ruedo. Si ha corrompido a una señorita decente es mejor conocerlo ahora antes que mi nieta vuelva a concederle un baile o aceptar intercambiar unas palabras con él. No quiero que se vea comprometido su honor.

—Espero que en verdad ese granuja no haya endulzado sus oídos con su labia azarosa, bella señorita Morell, pero más vale que se mantenga alejada de él. Esto no es algo confirmado, menos aún en boca de todos, solo un sector muy selecto se atreve a tocar el tema a puertas cerradas. Nadie osaría provocar al duque y menos injuriando a uno de sus vástagos. Se rumora que dio un mal paso con una joven plebeya, pero de familia honrada. Tal vez, incluso, tenga un hijo al que destine alguna compensación económica con tal de mantener a la familia de la madre con la boca cerrada.

—Lamentable hecho, un bastardo siempre es un asunto delicado —profirió doña Prudencia—. ¿Se sabe por qué no respondió ante la joven que corrompió?

—Supuestamente el duque lo prohibió por la diferencia de clase, refieren que estuvo a punto de abandonar todo por ella.

—En ese caso, ¿quién tendría mayor culpa, el duque o su hijo? —desafió Altagracia.

—¿Nada será suficiente para hacerla entrar en razón sobre el pretendiente que debe tomar?

—Perdone usted. Me gustaría escuchar lo que lord William Lovelace tiene que alegar en su defensa.

—El caballero jamás reconocerá sus faltas.

Doña Prudencia comenzó a abanicarse profusamente, sintió los calores invadirla por tan desagradables revelaciones.

—Se lo conoce como el prostituto de la nobleza —terminó por revelar su más oscuro pecado lady Huntington, cubierta de vergüenza—. No me consta, son solo rumores, pero lo cierto es que jamás lo he visto con una señorita, ni interesado en cortejar a una; salvo, creo, una vez hace más de diez años. Se rumora que busca damas casadas, de buena posición, a las que seduce hasta corromperlas.

—¡Jesús, María y José! ¡Por todos los santos que son palabras mayores! —mencionó afectada doña Prudencia—. Creo que ha hecho bien en advertirnos, lo mejor es rescatar a mi nieta y mantenerla alejada de esa alma turbia. Me siento completamente defraudada, nunca había hecho tan mala lectura de un rostro. Parecía todo castidad, tan bello como un ángel, tan serio y responsable, y resultó ser un tarambana más.

Altagracia sintió una corriente fría recorrerle la columna vertebral y comenzar a extenderse al resto de su anatomía. Lo poco que había conocido de la estirada prima de su abuela bastaba para saber que no atentaría contra la reputación de un joven de no tener elementos suficientes para condenarlo. No se sentía lo suficientemente fuerte para enfrentarlo, menos si las acusaciones no contaban con pruebas que estuvieran delante de sus ojos. Fue presa de una profunda melancolía.

Primrose Hall abrió sus puertas para recibir a los invitados. Si su exterior había causado admiración en Altagracia, el derroche de buen gusto dentro la deslumbró por completo, pero nada la sacó de su agobio. No entendía por qué las revelaciones de la indecorosa vida de ese joven que conocía hacía solo un mes le causaban tanto desasosiego. Trató de concentrarse en la decoración de la mansión. Nada sobraba ni estaba abarrotado como en un inicio pensó. Los mármoles blancos brillaban de tan lustrosos y combinaban con una alfombra de un tono de azul con hilos dorados que le confería majestuosidad. La escalinata a los pisos nobles, las cortinas y el mobiliario eran de lo más exquisito. Cada estancia previa al salón de baile por la que se condujo estaba engalanada con distintas manifestaciones de arte, las más exquisitas eran las pinturas y las esculturas de artistas reconocidos.

Reparó en el rostro pálido de su abuela, de seguro atormentada por la conversación previa. ¿Cómo era posible que de tantos caballeros que se mostraron interesados en su persona desde su arribo a Londres, viniera a aceptar los galanteos de uno como él? Se lamentó al sentir que lo culpaba aún sin escuchar su alegato de defensa. Saludó a los anfitriones como autómata, quienes con amabilidad le dieron la bienvenida. Finalmente conoció al heredero, quien, en efecto, era muy parecido a su hermano menor y quien la examinó con disimulo, de seguro movido por algún comentario de uno de sus allegados sobre su persona.

Tomó asiento con miles de ideas desfilando aún en su mente. Por un instante, se sintió hastiada también de Londres, como otrora de La Habana, y se preguntó cuál sería su sitio en el mundo o si debía de una vez perseguir su felicidad con uñas y dientes. Mientras divagaba no notó al marqués de Emerald acercarse hasta que lo tuvo frente a sí. Las palabras de la vizcondesa Black aún la hacían sentirse incómoda ante su presencia, así como los consejos de lady Huntington. Más cuando lord Emerald insistió en que le concediera el vals más largo de la noche. Suspiró quedamente antes de aceptar y ponerlo en su lista, tras observar que el único nombre que permanecía anotado en su carné era el de lord William Lovelace, al que le había reservado la primera pieza y la contradanza más bonita, aunque el supuesto compañero de baile aún no había aparecido. Su abuela le había prohibido acercarse al joven, pero ella estaba decidida a pasar por alto su imposición con tal de obtener una explicación.

—Agradezco tanto a Dios por ponerla en mi camino —le reveló el marqués contento de volver a verla. Tras todos los elogios que lady Huntington prodigó a este último, se sintió mal por intentar hacerlo a un lado para aceptar los galanteos del granuja.

Ella correspondió con una sonrisa y, mientras la orquesta se preparaba para comenzar, distinguió a lord William Lovelace atravesar el umbral hacia el salón de baile. Se veía aún más atractivo que la vez anterior, todavía más alto y con una fuerza magnética en sus azules ojos que la empujaba a buscar en su dirección.

Los danzantes comenzaron a tomar sus posiciones. Intentó buscar una excusa para sacarse del medio a otros caballeros que pretendían invitarla a bailar y permaneció expectante, aguardando porque justo la pieza que estaba por comenzar era la que había reservado para él. Cuando sus ojos hicieron contacto de manera «accidental» y William dirigió sus pasos en su dirección, tembló como una frágil hoja de papel arrastrada por el viento. Le asustó no reconocer a esa nueva Altagracia.

Lord Arthur Johnson lo detuvo a medio camino y compartieron palabras que al parecer lo desconcertaron. Los tórtolos volvieron a mirarse y ella, apenada, bajó los párpados, aunque no perdió detalle con el rabillo del ojo. Lo vio devolverse sobre sus pasos después de hacer una mueca de fastidio y perderse tras unas cortinas. La orquesta comenzó y se rehusó a quedarse sentada en compañía de las chicas que no tenían pareja, menos cuando las invitaciones le sobraban. Se dijo que desentrañaría el misterio de una vez por todas, la revelación de la condesa la tenía con el alma en vilo.