6

Nada detuvo la inminencia de la ceremonia. En la mansión Huntington todo resplandecía, los sirvientes parecían tener alas en su afán de que todo estuviera dispuesto y reluciente para el siguiente día. Los condes de Huntington sentían como si entregaran a una de sus hijas en matrimonio con lord Emerald. La familia de la novia ya había arribado. Eran tantos los Morell y sus títulos rimbombantes de Castilla, con sus costumbres tan diferentes a las británicas y sus exigencias exóticas, que la servidumbre no se daba abasto.

Las orquídeas habían llegado un mes antes, desde el invernadero que el duque San Sebastián tenía en España, donde albergaba las especies más hermosas que crecían en sus terrenos en Vuelta Abajo, en la isla de Cuba. Estaban empezando a florecer, como si hubiesen calculado su floración. Había infinidad de ellas de toda la gama de colores como blanco, rosado, rojo y morado.

El duque agasajó a su futuro concuñado y al conde de Huntington con lo más selecto de su cosecha y manufactura de tabaco, y ambos se sintieron complacidos al degustarlo, elogiándolo sobremanera y sintiéndose felices por emparentar con el dueño de tan exquisitas plantaciones.

El vestido de la novia llegó directamente de París, quien como distinguida habanera seguía los estrictos lineamientos de la moda francesa. Un día antes de la boda, Altagracia se probaba el vestuario y sus complementos delante de un espejo de cuerpo completo, mientras Dorita la ayudaba a colocarse los pendientes de diamante que luciría.

—Se ve preciosa, niña —le mencionó la muchacha.

—Si se supone que estoy haciendo lo correcto, ¿por qué tengo este dolor en el pecho que me atraviesa como una filosa daga?

Se puso de pie y tomó a Ares en brazos, lo acarició buscando esa calma que provocaba ese acto en ella y el can travieso le dio un lengüetazo en la mejilla robándole una fugaz sonrisa.

—No se deje atormentar por el recuerdo de ese demonio con cara de ángel, no olvide lo que le hizo. Pero si no quiere casarse con el marqués, está a tiempo de huir. Usted me dice y secuestro un carruaje, cogemos a Ares y desaparecemos —conspiró Dorita contra la boda.

—Casi cumplo veinticinco. Más de la mitad de mis pretendientes de antaño ya están casados. El marqués es el tipo de persona que deseo como esposo. Es galante, afectuoso, encantador, atractivo...

—Pero no lo ama.

—Me ha besado dos veces y no sentí ni siquiera la mitad de las cosquillas que sentí cuando Mariano me besó, aquel joven gallardo que me pretendía.

—Lo recuerdo, su padre le cortó las alas y terminó casándose con una de sus amigas. ¿Y esa alma turbia sí la hizo sentir mariposas en su interior?

—Tan solo con mirarme. ¿Por qué somos tan tontas y terminamos por enamorarnos del hombre equivocado?

Los ladridos de Ares las pusieron sobre aviso, un intruso se coló dejándolas boquiabiertas. Lord William Lovelace se las arregló para aparecerse mientras ella se probaba el vestido de novia.

—¡Calle a ese demonio antes que alerte a toda su familia! —la increpó.

Sin recuperarse de su asombro le ordenó al animal hacer silencio, el que, desobedeciendo su mandato, como de costumbre, enfiló una mirada retadora contra el intruso y, enseñando los filosos dientes, le gruñó enfurecido.

—¡Basta, Ares, o no habrá más paseo matutino! —lo amonestó.

El perro cerró el hocico sin dejar de tener en la mira al caballero, como si fuera su rival.

—No sabía que este saco de pulgas también se había aliado con Emerald —musitó desenfadado el recién llegado.

—No se atreva a llamar así a mi perro.

—No era mi intención, pero hace más escándalo que una cacatúa.

—Por favor, Dorita, llévatelo de aquí o terminará por atraer a toda la servidumbre y será mi perdición.

—Pero, niña, ¿se quedará a solas con el caballero? —replicó temblorosa la aludida, pero obedeció.

Altagracia sintió la sangre arremolinarse en sus venas en un maremoto frenético hacia sus zonas altas, amenazando con aglutinarse en su cerebro hasta hacerla colapsar. Definitivamente su cuerpo completo irradiaba luz y calor al contemplarlo. William era soberbio, su cabello estaba un poco más largo y extrañamente la barba había comenzado a emerger, de seguro llevaba un par de días sin rasurarse. Su varonil rostro se hacía aún más masculino con aquella sombra castaña dorada que lo salpicaba. Sus ojos brillaban como dos zafiros en bruto recién descubiertos en un yacimiento.

Al quedarse a solas, William enmudeció por unos segundos, reparó en lo sublime que se veía Altagracia con aquellos metros de encaje que se ajustaban a unas partes de su cuerpo como guantes y que de otras caían en exuberantes cascadas. Tanto blanco era cortado de cuajo por la oscuridad de sus ojos, un contraste que se hacía más exquisito por lo cobrizo de algunos de sus mechones que no habían logrado incorporarse al peinado y se enroscaban en la piel nívea de su garganta.

—¿Cómo pudo atravesar el portón? —le reclamó como si fueran antiguos amantes, sacándolo de su embeleso.

—Mi cordura ha pasado a mejor vida desde que supe que pretende casarse con el marqués.

—No pretendo, mañana será la boda.

—Por eso me he visto en la urgencia de venir ante su presencia. Entendí su negativa al principio, pero si con este matrimonio intenta castigarme, creo que ha sido suficiente. Aprendí mi lección, ahora retráctese. ¡Por el amor de Dios! —Y no fue una súplica, casi lo ordenaba.

—¿Alguien lo ha visto? No quiero que me comprometa y arruine mi futuro —dijo pasando por alto su ataque de frustración.

Ofuscado al verla preocupada por salvar los futuros lazos que la unirían con Emerald más que en prestar atención a sus palabras, decidió actuar. Sin darle tiempo a reaccionar se le acercó iracundo, le arrebató el velo y las joyas que pretendía usar en la boda y las apartó de ella como a la peste. La habría desnudado e incinerado el vestido de no constituir una afrenta mayúscula. Se contentó con abrazarla con todas sus fuerzas. Intentó apoderarse de su boca como si de ello dependiera su capacidad de llenar los pulmones y de que su corazón continuara latiendo, a la par que le susurraba cerca de los labios:

—¿Qué me ha hecho, Grace? No puede casarse con otro hombre, yo la a...

—¡No se atreva! —lanzó tratando de mantenerse inmune a su fresco aliento sobre la tersura de sus labios que ya temblaban ante el deseo de un inminente roce—. ¡Miente! Nada que salga de su boca tiene asegurada su permanencia en el tiempo.

—Se lo juro, jamás había sentido algo similar —murmuró con gravedad aproximándose hasta límites indecentes. Se adueñó con sus grandes manos de cada centímetro de su piel y la acarició apretándola, renuente a que fuera de otro.

—Pasará tras los primeros meses de casados, usted es inestable.

—¿Le consta? —la desafió.

—Lo sorprendí en plena ligereza de cascos, ¡maldito infeliz! —espetó empujándolo lejos de sí. Un minuto más respirando su mismo aire y caería rendida en sus brazos.

—Todo tiene una explicación, una que pretendo darle.

—No la quiero. —Se giró de espaldas, no podía continuar sumergida en la profundidad de ese mar.

—¡Por Dios, Grace! ¡Déjeme dársela! No nos condene a convertirnos en lo que nunca seremos.

—Lo siento —dijo también experimentando el terror de dejarlo atrás. Ya no pudo ser fuerte. Dos lágrimas surcaron sus mejillas.

—Me asfixia la imagen de Emerald posesionándose de su cuerpo.

—Son celos.

—Unos celos despiadados. Perdóneme. Ahora sé cómo se sintió aquella noche.

—¡Váyase de una vez! —Ya no lo ordenaba, lo suplicó llorando.

—Llevo días insoportables. No puede entregarse a él. Sé que siente algo por mí. Lo veo en sus ojos.

—¡Primero muerta que caer en su juego! —acalló un grito en un suspiro.

—¿Por qué Dios le dio esa boca impetuosa? ¡Haga silencio, mujer, basta ya de improperios! ¡Es que no le han enseñado a respetar a un caballero! —ordenó resoluto, la tomó del talle y la volteó frente así, castigándola con sus dos llamaradas azules. Suavizó el tono para revelarle—: La quiero. Me ha costado aceptar cada uno de los sentimientos que se agolpan en mi pecho, pero estoy seguro de que es la única que puede calmar mi afiebrada existencia.

—Lo último que necesito es un «trota alcobas» corrupto y mezquino.

—No puede ser de otro, antes me muero... —emitió casi sobre sus labios, verdaderamente desquiciado, como si su desprecio lo hubiera marcado para siempre, como una oveja descarriada que volvía al rebaño ante la mirada autoritaria del pastor.

—No perderé mi tiempo con usted, milord. —Lo empujó para evitar que la besara.

—No ama a Emerald —la retó.

—Tampoco a usted.

—¡Pero podría! Déjeme arreglar las cosas.

—¿Quién es ella? ¿Su amante? —soltó lo que la estaba quemando desde la noche en que lo sorprendió abrazado a otra, con su boca sobre la suya.

—¿De qué habla?

—¿Quieres solucionar las cosas? ¿Dar explicaciones? ¡Comience por revelar la identidad de la libertina que se atrevió a encontrarse a solas con un hombre de tan dudosa reputación!

—No puedo, no puedo decirlo... Le hice una promesa a...

—¡A su querida!

—Está terminado.

—Mientras no sepa de quién tengo que cuidarme las espaldas no estaré tranquila, si no me revela de quién se trata ni siquiera lo dejaré explicarse. ¿Pretende que deje a Emerald por un libertino?

—No, quiero que lo abandone por mí —rogó.

—¿Me pide matrimonio? —observó enfurecida por la forma tan poca ortodoxa de realizar su propuesta.

—Le doy todo lo que tengo y lo que soy con tal de que no se entregue a un hombre por el que no siente más que agradecimiento; si casarse conmigo la aleja de él, casémonos.

—¡Me ofende! Viene a rogarme que abandone al marqués y ni siquiera desea casarse conmigo.

—Le he asegurado que si para que desista y me escoja necesita tener la seguridad de mis afectos firmado por todas las leyes, estoy dispuesto a abandonar mi soltería. Jamás había considerado ser el esposo de nadie. ¿Acaso no vale todo lo que estoy dispuesto a sacrificar?

—¡Es incorregible, milord! ¿Y así procura convencerme de correr a su lado? ¡No! Mi sensatez me previene de amarrarme a un infeliz calavera que me traicionará a la primera oportunidad. Ni siquiera tiene la decencia de revelarme la identidad de ella. No estoy dispuesta a desposarme con usted y vivir sin saber de quién protegerme la espalda, mientras la dama misteriosa permanece en las sombras acechando a mi marido.

—Eso seré, su marido, y le juro que esa mujer está fuera de mi vida para siempre —murmuró seductor, abrazándola hasta quemarla con la proximidad de su tórax.

—Me ofende su desfachatez, su atropello...

Un ruido los sacó de su conversación. Percibieron una voz cantarina de manera inoportuna fuera del recinto.

—¡Salga! —le imploró Altagracia—. Si lo hallan aquí será mi ruina. Emerald no lo merece, usted me lo debe, no arruine mi futuro. ¿No es suficiente con haberme arruinado el alma?

Le tomó la mano, decidido, y abrió de golpe la puerta para toparse con la recién llegada. A lady Wilson estuvo a punto de darle un síncope, pero se recompuso a tiempo para empujarlos dentro de la habitación antes de que su madre y doña Prudencia, que pasaban cerca, los descubrieran juntos.

—¡Madre del amor hermoso! ¿Qué significa esto? —pidió cuentas alarmada.

—¡No digas nada, Agnes! ¡Te lo suplico! —pidió Altagracia.

—Hable, lady Wilson, llame a todos —imploró William con descaro.

—¿Y arruinar a mi prima por tamaño insolente?

—Tiene el deber moral de dejar en evidencia a esta fruta corrompida —insistió William señalando a Altagracia—. ¡Vamos! ¡Avise a todos! Yo me haré responsable por deshonrarla.

—¡Usted no tiene decencia! —manifestó lady Wilson con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Nos ha encontrado en esta situación comprometedora y debe alertar a la conciencia colectiva de la sociedad londinense: su madre. Estoy listo para reparar el honor de Grace y convertirla en mi esposa.

—¿Grace? ¿Cómo se atreve a tratarla con esa familiaridad? ¡Insolente!

Agnes lo tomó de la solapa y lo condujo a la puerta mientras él intentaba deshacerse de la pérfida brujilla que parecía haber tomado el papel de la madre.

—Altagracia, ¿eso quieres? ¿Casarte con este engreído? —preguntó lady Wilson. La aludida quedó en silencio lo suficiente para que el caballero le guardara rencor por no sucumbir ante el acto descabellado que consideraba una muestra de su amor—. Tu silencio indica que...

—Ayúdalo a salir sin ser visto, lord William Lovelace y yo no tenemos más que hablar, ya se dijo suficiente —musitó la futura novia.

Lo vio salir precedido por su orgullo pisoteado, ni siquiera se volvió para mirarla una última vez. William se reprochó una y mil veces por la estupidez que estuvo a punto de cometer. Y mientras se quejaba por su desatino, lady Wilson lo condujo por el pasillo de la servidumbre, tomando todas las precauciones para que no lo descubrieran. Tras recriminarle con una sarta de reprimendas, volvió con una regañina ensayada para condenar la ligereza de Altagracia; pero al verla tan desconsolada no dijo nada, hasta que la otra le habló:

—Amiga mía, insiste en que me case con lord Emerald, vuelve a recitarme sus innumerables bondades y no dejes de recordarme que sería una tonta si creo en las palabras de ese tarambana, tan efímeras como el entusiasmo frugal que siente por mí.

—Grace, te ha llamado Grace —mencionó con la mirada perdida—. Está loco por ti, completamente desquiciado. Jamás lo había visto sucumbir ante ninguna mujer. Dice que quiere ser tu esposo. —Agnes no salía de su asombro, pensó que no viviría para escuchar esas palabras de uno de los solteros más empedernidos de Londres—. No sé qué tan duradero sea el ardor que siente, pero ya quisiera yo entregarme a una pasión abrasadora, aunque sea breve, nunca había sentido tanta necesidad de quemarme por dentro. Quiero que me amen así. Te mira con tanto deseo y tú a él... ¡Por Dios! ¿Estás segura de desposar mañana a lord Emerald? No te culparía si dudaras.

—Déjame sola, por favor, Agnes. Tengo mucho en qué pensar y tus consejos me están haciendo titubear.

—Definitivamente, creo que no soy buena compañía. ¡Dios se apiade de ti!