JENNIFER E. SMITH
Cuando lo avisto al otro lado del pasillo del supermercado, me quedo helada. No porque no tuviera ganas de verlo. De hecho, llevo todo el verano deseando cruzarme con él. Al vislumbrarlo ahora —con los pantalones color caqui de siempre, la camisa azul claro, las chanclas de talones gastados y el pelo un poco más largo que la última vez que se lo estuve mirando, durante toda la clase de francés—, me cuesta creer que solo hayan transcurrido seis semanas.
Me parece una eternidad.
Últimamente me pasaba el día fantaseando con situaciones en las que coincidía con él, imaginando elaboradas escenas en las que yo me encontraba en la playa con amigos y él pasaba por allí, y entonces decidíamos ir a dar un paseo junto al lago para ponernos al día de nuestras cosas; o él entraba en la tienda de sándwiches del pueblo justo cuando yo acababa de hacer un chiste superdivertido, y todos mis compañeros de mesa se estaban riendo de mi increíble ingenio cuando él se acercaba a la mesa a saludar.
Ahora, en cambio, acabo de salir de trabajar y eso significa que voy hecha un desastre. Un helado de hielo me ha estampado su huella morada junto al borde de la camiseta blanca del campamento y llevo una mancha de hierba en el hombro, porque esta tarde, durante una sesión particularmente agresiva del juego del pañuelo, Andrew Mitchell me ha tirado al suelo. Tengo suciedad en las rodillas y he tenido que pegar la tira de una sandalia con cinta aislante, porque se me ha roto persiguiendo a Henry Ascher mientras jugábamos a «Ratón, que te pilla el gato». Estoy sudada y quemada del sol, por no mencionar que todavía llevo pegada la etiqueta con mi nombre que he confeccionado en artes y manualidades y que dice «Annie», con unas letras mayúsculas tan irregulares como si la escritura fuera obra de uno de los niños.
Pese a todo, cuando veo a Griffin Reilly al final del pasillo, no me decido a dar media vuelta y marcharme.
Está examinando una bolsa de caramelos y, creyéndose solo, le da una vuelta en las manos como si fuera una pelota de baloncesto, se gira y la lanza a su carrito del supermercado, que se encuentra a casi dos metros de distancia. La bolsa golpea un costado del carro y la rejilla resuena casi al mismo tiempo que los caramelos caen al suelo.
—Buen tiro —le digo según me acerco, y él esboza una sonrisa antes de inclinarse para recuperarla. Yo tiendo las manos hacia él.
—Déjame probar.
Sin decir nada, la recoge y luego, con un movimiento fluido, la lanza en mi dirección. Yo consigo atraparla al vuelo, pero por los pelos. Sin más dilación, levanto los brazos y me preparo para encestar, pero él niega con la cabeza.
—Demasiado cerca.
Retrocedo unos pasos, nerviosa bajo la atenta mirada de sus ojos grises. Esta vez la bolsa surca el aire limpiamente para aterrizar en el centro del carro, y yo me vuelvo a mirarlo con una expresión victoriosa.
Asiente.
—No ha estado mal.
—Se me da mejor el baloncesto de verdad.
—¿Ah, sí?
—En realidad, no —reconozco—. Se me da fatal. Pero soy la caña con las máquinas de los salones recreativos.
—¿Como el Aro Loco?
—Exacto —asiento—. Soy brutal con el Aro Loco.
—Y no muy modesta —señala, todavía impertérrito.
—Bueno —respondo, y me encojo de hombros—. Es difícil ser modesta cuando eres tan buena como yo.
Alarga un brazo para apoyarse en un estante lleno de alegres paquetes de galletas.
—Eso habrá que verlo —dice, sin mirarme del todo. Tiene la manía de agachar la cabeza cuando te habla, así que nunca sabes qué está pensando. Resulta desesperante, interesante y desconcertante al mismo tiempo. En clase de francés solía formularle preguntas únicamente para obligarle a que se diera la vuelta, y sus ojos claros se deslizaban, desde mi frente al pupitre, sin llegar a posarse en los míos del todo, y yo intentaba adivinar si le gustaba, o me tenía miedo o algo del todo distinto.
Durante meses y meses, eso fue lo único que hubo entre nosotros: preguntas sobre conjugaciones verbales y pasados perfectos, salut, merci y au revoir. No teníamos amigos en común; era difícil saber si teníamos siquiera algo en común. Se trataba de un colegio grande y nunca habíamos coincidido hasta entonces, en la asignatura de francés de monsieur Mandelbaum, a tercera hora. Pero pronto me entraron ganas de conocerlo mejor.
No me lo puso fácil. Solía mostrarse extrañamente cauto y demasiado directo al mismo tiempo. Era más bien callado y supereducado, pero en ocasiones podía ser franco hasta extremos chocantes. Una vez le pregunté si tenía algo en el ojo, y él se dio media vuelta, me miró con atención y por fin se encogió de hombros.
—Sí —fue su respuesta—. Restos de maquillaje.
No obstante, lo más característico de Griffin era un físico que tiraba de espaldas. Tenía el pelo castaño y revuelto, la mandíbula cuadrada y unos ojos increíbles, de un gris azulado, y con su tremenda altura —me sacaba treinta centímetros, como poco, con las piernas siempre encajadas contra el fondo del pupitre— podría haber pasado por un surfista o un esquiador, o el típico héroe despampanante de una película.
Si no fuera porque, por alguna razón que no entiendo, se las arreglaba para estropear el efecto eligiendo un mismo atuendo más o menos a diario: pantalones de color caqui y camisa azul claro, una especie de uniforme que le daba aspecto de boy scout o de vendedor de biblias, o de alguien que tiene un trabajo sumamente aburrido.
Sin embargo, su ropa no bastaba para desanimar a las chicas, que le lanzaban descaradas miraditas a la hora del almuerzo, el segundo momento del día en el que coincidíamos. Él solía sentarse solo y con los auriculares puestos, los ojos fijos en el teléfono, de modo que no sabías decir si acaso se le daba de maravilla ignorar el interés que despertaba, o sencillamente no se daba cuenta.
Le envolvía un aura magnética. Cada vez que lo veía, yo sentía la incomprensible necesidad de agarrarlo por los hombros, sentarlo en una silla y obligarlo a abrirme su corazón. Ese chico se me antojaba un misterio que, por razones que no acababa de entender, deseaba con toda mi alma resolver. Sin embargo, poco se puede averiguar sobre nadie chapurreando en francés. Ansiaba pasar más tiempo con él. Y quería que fuese en mi idioma.
Ahora, los ojos de Griffin resbalan sobre mí para posarse en las cajas registradoras, y yo no sé si tiene prisa o se está aburriendo. Pero el hecho de verlo allí, fuera de contexto —lejos del conocido entorno del instituto—, me presta un valor momentáneo.
—¿Alguna vez has ido a Hal? —le pregunto, antes de que me dé tiempo a echarme atrás.
—¿El bar de McKinley?
—También es un centro recreativo. A lo mejor podríamos…
Dejo la frase en suspenso con la esperanza de que me eche un cable, pero no lo hace. Se limita a desplazar los pies por el suelo de linóleo, y la idea se queda flotando entre los dos, incómoda e incompleta.
Yo nunca lo había hecho antes, lo que sea que intento hacer. Nunca he dado el primer paso. Y ahora, sin poder evitarlo, siento una pizca de remordimiento al pensar en todas las veces en que sido yo la que ha titubeado en esta misma situación: mirando largo y tendido un mensaje de texto en el que me invitan a salir, carraspeando cuando un chico me ha preguntado si quería acompañarlo al cine, guardando silencio ante una invitación formal al baile de fin de curso. Ojalá pudiera borrarlos, todos esos segundos de más. Porque esto —esta espantosa pausa, este horrible silencio— es demoledor.
Señalo la bolsa de caramelos, que yace en el fondo del carro, y lo intento por última vez.
—Podríamos averiguar quién gana en una partida de verdad…
Durante un segundo, todo indica que se dispone a rehusar. Su rostro se instala en una especie de impavidez y parece inexplicablemente tenso, y yo me armo de valor porque sé que me va a rechazar allí mismo, en el pasillo ocho. Pero entonces parece salir del trance; parpadea unas cuantas veces y sus rasgos se suavizan.
—Vale —acepta por fin—. ¿Qué te parece mañana?
Esa noche, mientras me lavo los dientes, mi hermana pequeña, Meg —que tiene once años y me sigue a todas partes—, se apoya contra la jamba de la puerta en el baño que compartimos.
—¿Y qué? —empieza, y pestañea unas cuentas veces con una expresión exageradamente soñadora—. ¿Salís juntos?
Lo pienso un momento antes de escupir la pasta a la pila.
—No creo —le digo.
Por la mañana estoy a miles de kilómetros de distancia, imaginando el momento en que Griffin entre en el aparcamiento dentro de unas horas, evocando el vestido que he guardado en el baño de los monitores para no tener que llevar mi roñoso uniforme otra vez, recordando la alegría que me llevé cuando lo vi ayer; pensando en casi todo excepto en el juego de «plantados» que se despliega a mi alrededor, mientras veinticinco críos de seis y siete años trastabillan, se tambalean y dan trompicones por el campo de fútbol como borrachos en miniatura. En ese momento, un grito resuena con fuerza.
Yo reacciono al instante y miro a un lado y a otro hasta que veo a Noah, que está agachado en el suelo con las rodillas recogidas ante sí y tapándose los oídos con las manos, la cabeza tan hundida que tan solo asoma una maraña de cabello pelirrojo.
A su lado, una niña llamada Sadie Smith lo observa con unos ojos como platos.
—Si yo solo lo he agarrado por detrás —se apresura a decirme, conteniendo las lágrimas.
Le propino una palmadita en el hombro, para tranquilizarla.
—No pasa nada —le digo—. Ve a pillar a otro.
Ella, sin embargo, se queda allí, con la vista clavada en Noah, que ahora se mece adelante y atrás. Me doy la vuelta y descubro que somos el centro de atención. Es imposible saber quién está plantado y quién no, porque todos los niños se han quedado quietos como estatuas.
Cerca del edificio escolar, que el campamento usa durante el verano, atisbo a Grace, una de las supervisoras, que se acerca con el tentempié de mediodía: una gigantesca caja de polos, que dejan a los niños cubiertos de manchas y exultantes de azúcar, pero que siempre constituyen el momento estelar del día.
—¡La hora del polo! —grito, y al momento todos echan a correr por el campo hacia Grace, con más energía de la que han exhibido en cualquiera de los juegos de la mañana.
En cuanto nos quedamos solos, me siento en la hierba junto a Noah, que suelta un suave gemido, pero por lo demás no reacciona a mi presencia. Llevo cosa de un mes con él y he descubierto que esta es la mejor táctica. Al principio, cuando se daban este tipo de situaciones, intentaba hablarle o razonar con él, o tranquilizarlo de algún modo. Una vez incluso traté de tomarle la mano, que resultó ser la peor idea del mundo. La retiró a toda prisa y empezó a berrear.
Ahora me asomo por debajo de sus brazos, que están aferrados a sus rodillas, buscando su cara. Está sofocado, tuerce la boca y una sola lágrima brota de su ojo derecho, cosa que me parte un poquito el corazón.
—Eh, Noah —le digo con suavidad, y él se crispa.
Vuelvo a sentarme. Arranco unas cuantas hojas de hierba seca y dejo que se escampen con la brisa que viene del lago. A lo lejos, los demás niños corretean de acá para allá con sus polos en la mano, las barbillas pegajosas y las camisetas ya manchadas. En el asfalto, los mayores juegan al baloncesto, con el ruido del rebote de la pelota regular como el latido de un tambor.
El primer día de campamento, el señor Hamill, el director —un hombre de mediana edad que trabaja de profesor de gimnasia buena parte del año y que nunca se deja ver sin su silbato al cuello— me pidió que acudiera con una hora de antelación. Era el tercer verano que trabajaba de monitora, y supuse que se disponía a ascenderme. Cuando empecé a trabajar aquí, unos años atrás, lo hice principalmente porque necesitaba ganar dinero para mis gastos. Me encantaban los campamentos de verano en mi niñez, y me pareció una alternativa mejor que meter comida en una bolsa, servir helados o cualquiera de los empleos que podía llevar a cabo una chica de catorce sin otra experiencia que cuidar niños.
Ahora, sin embargo, tras un par de años agrupando niños y poniendo tiritas, dirigiendo canciones tremendamente desafinadas y supervisando el uso de la purpurina a la hora de las manualidades, el trabajo me gusta de verdad. No obstante, de todos es sabido que el trabajo con los niños mayores es más sencillo, porque son más autónomos y menos propensos a estallar en lágrimas, perderse u olvidar que han de aplicarse crema solar. Así que albergaba la esperanza de que me destinara a ese grupo.
En vez de eso, resultó que el señor Hamill quería hablarme de Noah.
—Oye, Annie —dijo con un fuerte acento de Chicago que pocas veces se oía en esta zona remota de las afueras—. Vamos a probar una cosa este verano. Y si no funciona, no funciona.
Asentí.
—Vale…
—Se trata de un niño nuevo —prosiguió, mostrando un nerviosismo nada habitual en él—. Tiene, bueno, un trastorno del espectro. Ya sabes. Un diagnóstico de autismo. Solo quería ponerte sobre aviso, porque podría suponer un desafío. No habla demasiado, en primer lugar, pero supongo que eso ya lo están trabajando. Y es muy activo. Por lo que parece, el año pasado lo llevaron a un campamento especializado, pero no lo mantenían suficientemente ocupado. Parece ser que tiene mucha energía.
—¿Y estará en mi grupo?
—Sí, tiene seis años, así que irá con los tuyos. La idea es que seas paciente, pero también que lo involucres en las actividades tanto como sea posible, ¿sabes? Vamos a probar, siempre y cuando te parezca bien, y luego ya veremos.
—Vale —respondí animada, porque eso es lo que hago en todas las ocasiones. Sonrío, asiento y me esfuerzo al máximo. Siempre he sido así. Si dos amigos míos se pelean, soy yo la que hace de intermediaria. Si alguien se enfada conmigo, voy por ahí con un nudo en el estómago hasta que arreglamos las cosas. Si alguien me pide un favor, me propone un desafío o necesita algo de mí, asiento sin excepción.
Y si los niños del campamento no se están divirtiendo, lo vivo como un fracaso.
De ahí que el trato con Noah me resulte tan duro. He hablado con su madre repetidamente a lo largo de este mes y ya sé que tengo que darle tiempo. Pero aquí sentada sobre la hierba calentita, viendo cómo sus hombros se agitan…, apenas puedo soportarlo. Y lo peor de todo es esta sensación de que, por más que lo intente, no conseguiré conectar con él.
Y que conste que a mí se me dan bien los niños. Sé que Emerson es alérgico a los cacahuetes y nunca olvido reservar un polo de fresa para Connell. Sé que Sullivan, si tiene elección, prefiere jugar al kickball, y que a Ellis le gusta sentarse en mi regazo después de comer. Caroline lleva un conejo de peluche en la mochila, y Will se pone sus calcetines de astronauta de la suerte a diario. Georgia canturrea cuando está nerviosa, y Elisabeth se pone de buen humor cuando aplaudes sus volteretas laterales.
Hay una llave para cada cerradura, un truco que funciona con cada niño.
Con todos menos con Noah.
Nos quedamos allí sentados un buen rato. Los demás se encaminan al gimnasio para jugar al balón prisionero, acompañados de uno de los monitores, y el sol asciende en el cielo, liso y blanco. Pero Noah sigue encogido en el suelo, acurrucado como una cochinilla. De vez en cuando, intento posarle la mano en el hombro, pero da un respingo en cada ocasión.
Por fin, justo antes de la hora de marcharnos —casi como si lo supiera— levanta la cabeza.
—¿Estás mejor? —le pregunto, pero no me responde. Tiene los ojos clavados en el edificio del colegio, donde los otros niños hacen fila para salir.
Como sigue sin responder, le digo:
—Te prometo que mañana jugaremos a otra cosa.
No sé si ha sido el juego de «plantados» lo que ha desencadenado su reacción, o el hecho de notar una mano en la espalda cuando no se lo esperaba, o simplemente el sol y la hierba y el largo día. Podría ser cualquier cosa. Es horrible no saber qué.
Pese a todo sigo hablando en un tono que incluso a mí me suena desesperado.
—Jugaremos al pañuelo —le prometo, aunque cada día probamos un juego distinto y todos terminan igual—. O al escondite inglés. ¡O al rey! Seguro que te gusta jugar al rey…
Noah no dice nada. Se levanta, impávido, se sacude la hierba de las rodillas y se encamina al aparcamiento.
No es gran cosa, pero me lo tomo por un sí. Y lo sigo.
Al final de la jornada llega el caos de la recogida: media hora durante la cual intentamos dirigir el tráfico y mantener el orden entre los críos, mientras sus madres asesinan con la mirada a los coches que tienen delante, las niñeras les gritan a los niños a su cargo que no olviden las fiambreras y los monitores hacemos lo posible por asegurarnos de que nadie sea atropellado por un monovolumen marcha atrás.
Hoy me toca a mí encargarme de que todo vaya como es debido, lo que básicamente implica plantarme en medio del mogollón y rezar para no recibir el golpe de un espejo retrovisor. Solo son las dos y siete minutos, y más de la mitad de los niños se han marchado ya. Los demás, sentados con las piernas cruzadas debajo de los árboles que custodian la entrada del colegio, hurgan en las mochilas, intercambian pulseras o les tiran cosas a los monitores.
Voy bien de hora, pero no dejo de echar ojeadas nerviosas al reloj. He quedado con Griffin a las dos y media, y si bien hacia las dos y veinte la recogida ya suele haber concluido, únicamente tendré diez minutos para cambiarme, si todo va bien. Me he traído mi vestido favorito, uno de color amarillo que seguramente resulta excesivo para un salón recreativo, pero ni en sueños pienso aparecer ante él enfundada en las sudadas prendas del campamento. Esta vez, no.
A las dos y dieciocho quedan tres niños: dos gemelos de ocho años que visten igual de la cabeza a los pies, incluidas las deportivas color calabaza, y Noah, que aguarda con su mochila en el aparcamiento toqueteando con gran atención el tronco de un árbol.
Casi todos los monitores se han marchado ya. Además de mí, solo Alex Sánchez sigue allí, un chico mayor que siempre se burla de mis pecas, cada día más abundantes, y que me trata mucho mejor de lo que es habitual en estos casos, habida cuenta de que es un año mayor que yo y la estrella del equipo de fútbol americano.
Es lo que tiene el verano. Las jerarquías se van a pique como castillos de arena. Todo cambia y se reordena y adquiere una nueva forma.
Esta estación nos hace a todos iguales.
Al cabo de poco rato llega la madre de los gemelos —deshaciéndose en disculpas— y Alex se pone en camino al tiempo que me lanza una mirada compasiva.
—Nos vemos mañana, Pecas —se despide, según corre hacia su coche a paso ligero.
Son las dos y veintidós y reina el silencio en el aparcamiento. Noah está sentado, encorvado, todavía de cara al árbol, y los nudos de la columna vertebral se le marcan en el fino algodón de la camiseta oficial del campamento. El viento le revuelve el cabello rojo mientras él examina los deshilachados cabos de sus cordones.
La puerta del colegio se abre a mi espalda y aparece el señor Hamill con un papelito rosa pegado al dedo. Me lo tiende con expresión contrita y veo que lleva escrito un número de teléfono.
—He intentado contactar con su madre unas cuantas veces —se disculpa—. Pero no me contesta, y tengo cita en el dentista. —Se señala la boca y hace una mueca—. Se me ha roto un empaste.
Desplazo la mirada a la entrada del aparcamiento, que el coche de Griffin está a punto de cruzar.
—Me sabe muy mal —prosigue el señor Hamill con un suspiro—, pero su madre no suele retrasarse, así que no creo que tarde. ¿Te importa esperar con él?
Noah se da la vuelta sin levantarse. Cuando lo miro, nuestros ojos se encuentran y me sostiene la vista una milésima de segundo antes de desviarla otra vez.
Son las dos y veintiocho.
—Claro que no —respondo, porque es así como reacciono siempre—. Encantada.
Para cuando el coche de Griffin —un modelo anticuado, ruidoso y azul— entra en el aparcamiento a las dos y media en punto, estoy llamando a la madre de Noah por segunda vez. Interrumpo la llamada, presa del pánico. No era así como había previsto el encuentro. Noah camina en círculos alrededor del árbol mientras arrastra los dedos por la rugosa corteza, y yo vuelvo a pensar en el macuto de mi taquilla, que no contiene únicamente una muda, sino también desodorante, perfume y un cepillo, todo lo cual me vendría de perlas ahora mismo.
Por desgracia, no hay tiempo para nada de eso: Griffin ya se encamina hacia mí, levantando una mano con timidez. Me mira a mí y luego a Noah, que ha dejado de dar vueltas y ahora permanece quieto con la vista clavada ante sí.
—Hola —saludo, y Griffin sonríe. Lleva la camisa azul y los pantalones caqui de costumbre, pero se ha cepillado el cabello, que sigue una pizca húmedo, y si bien debemos de estar como a cuarenta grados a la sombra, se las ingenia para ofrecer una apariencia incomprensiblemente fresca.
Cosa que me lleva a sentirme aún más andrajosa si cabe.
—Hola —dice.
—Lo siento mucho —empiezo a decir antes incluso de que haya recorrido todo el trayecto que nos separa. Señalo a Noah con un gesto y me encojo de hombros, impotente—. Su madre aún no ha llegado, así que tengo que esperar con él y no puedo…
—No pasa nada —me interrumpe Griffin—. Esperaré contigo.
—No tienes que hacerlo si no quieres —le suelto automáticamente, y él enarca las cejas.
—Ya lo sé —dice con formalidad—. Pero quiero hacerlo. De no ser así, no me habría ofrecido.
Sus palabras quedan flotando entre los dos durante un instante demasiado largo, hasta que por fin respondo:
—Vale.
—Vale —repite él, asintiendo con la cabeza. Ya se está acercando a Noah, que sigue de pie debajo del árbol. Ambos se miran durante un segundo y los dos apartan la vista de inmediato. Griffin da un paso adelante y Noah retrocede, como dos bailarines que practicaran un paso. Durante un rato, permanecen como están, y yo los observo con curiosidad, preguntándome qué pasará a continuación. Por fin, Griffin levanta la mano como saludando a medias.
—Hola —dice—. Soy Griffin.
Noah alza la vista hacia él con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada. Y entonces, para mi sorpresa, responde:
—Hola.
Yo no digo que Noah nunca hable. Solo que rara vez contesta cuando te diriges a él. Si le haces una pregunta, suele desviar la vista. Si le dices «hola», te hace caso omiso. Si intentas que participe en un juego que implica cantar, recitar o hablar, tiende a cerrarse en banda. Cuando habla, suele hacerlo para sí.
Así que ahora, cuando le oigo responder a un saludo como si lo hiciera a diario, un inesperado nudo se me aloja en la garganta.
—¿Qué podemos hacer mientras esperamos? —pregunta Griffin, sin apartar los ojos del pequeño y sobresaltado niño que tiene delante.
Contengo el aliento, esperando, mientras el silencio parece alargarse hasta el infinito.
Pero justo cuando estoy a punto de interrumpirlos —de acudir al rescate, de cortar la quietud, de ayudar sugiriendo un juego—, Noah se pone de pie y dice:
—Baloncesto.
Resulta que a Griffin se le da mejor la pelota que la bolsa de caramelos. Yo permanezco al borde del asfalto con el teléfono en la oreja, oyéndolo sonar por enésima vez, mientras él encesta otro triple sin esfuerzo y Noah atrapa el rebote.
—No sé si aceptar el desafío de la máquina de baloncesto —digo, renunciando a la llamada. He dejado varios mensajes y ya no puedo hacer nada salvo esperar.
—No sé —responde Griffin sin mirarme—. Alguien me dijo que eras brutal.
—¿Y quién te lo dijo?
Esboza una sonrisa con la comisura de los labios.
—Tú.
—Ah. —Me sonrojo—. Es verdad.
Noah intenta botar, una maniobra que ejecuta golpeando la pelota con la palma abierta, pero Griffin se acerca y le muestra cómo hacerlo con la mano relajada. Yo me cruzo de brazos y observo la escena con interés. Sigo esperando a que Griffin haga algo que dispare a Noah, igual que me sucede a mí cuando le toco el hombro o le hablo en voz demasiado alta, o me acerco demasiado. Pero no lo hace. Parece saber instintivamente qué gestos evitar y, debido a eso, Noah se ha comunicado más con él en los últimos veinte minutos que conmigo en todo el verano.
Reconozco que estoy un poquito celosa.
—¡Eh, Noah! —Doy una palmada y él adopta un rictus de dolor—. Pásala.
Deja de botar la pelota y mira en mi dirección con expresión impasible. A continuación, se vuelve hacia Griffin y le pasa la pelota.
—Gracias, colega.
Griffin lo esquiva y sale disparado hacia la canasta. Todos sus movimientos emanan fluidez cuando tiene el balón en las manos. Es alto y flaco, y toda la tensión, toda la prevención que suele acompañarle, desaparece.
—Me toca —dice Noah, y Griffin le pasa la pelota con delicadeza.
—Se te da bien —le digo cuando acude corriendo para hacerme compañía. A nuestro alrededor reina el silencio, salvo por el sonido de un cortacésped lejano. Al borde de la pista de fútbol, el sol se enreda con los árboles—. ¿Tienes hermanos pequeños?
Él niega con la cabeza.
—Soy hijo único.
—Bueno, eso lo explica.
—¿Qué?
—Por qué nunca hablabas en clase de francés.
Me mira de reojo.
—Sí que hablaba.
—Ya, cuando monsieur Mandelbaum te preguntaba directamente.
En la pista, Noah lanza la pelota hacia la canasta, pero la esfera apenas asciende un metro antes de caer al asfalto con pesadez.
—Tú tampoco hablabas nunca —señala Griffin.
—Sí.
—Est-ce que je peux aller aux toilettes? Eso no cuenta.
—Eh —le digo, riendo—. No es culpa mía si tenía que aller aux toilettes.
Enarca una ceja.
—¿Dos veces en cada clase?
—Monsieur Mandelbaum era muy, pero que muy aburrido —reconozco—. Casi siempre acababa leyendo en el pasillo.
—En anglais? —pregunta Griffin, y yo me río.
—Oui —le digo—. En anglais.
Nos quedamos allí en silencio, mirando cómo Noah lanza la pelota a la canasta una y otra vez. Se queda más corto con cada tiro, hasta que básicamente la tira al aire y luego la esquiva cuando vuelve a caer.
Cuando la pelota rueda hacia mí, la recojo y pruebo a lanzar, pero no lo hago mucho mejor que Noah y la pelota apenas roza la orilla de la red.
—¿Lo ves? —digo, enfurruñada—. Por eso prefiero el Aro Loco.
Le lanzo una ojeada a Griffin, que parece contento, y me asalta la idea de que esto, sea lo que sea —esta casi cita, que fue rara desde el comienzo, antes incluso de dar un giro tan extraño—, debería ser un desastre. Con una pista vacía por escenario y un secuaz de seis años, ¿qué se podría esperar? Yo, desde luego, no me imaginaba nada parecido cuando le miraba la nuca en clase de francés.
Sin embargo, a saber por qué, Griffin parece encantado ahora mismo.
Y me doy cuenta de que yo también lo estoy.
—Juguemos una partida de cheval —propone, y Noah suelta una inesperada carcajada.
—Cheval! —grita al mismo tiempo que hace girar el brazo en el aire—. Cheval, cheval!
—¿Qué juego es ese? —le pregunto a Griffin, que ya se está acercando a la canasta, y cuando se da la vuelta se echa a reír sin poder evitarlo.
—Caballo —dice con una sonrisa—. En français.
Son casi las cuatro en punto cuando empiezo a comprender que esto no es un retraso normal y corriente y que algo grave le podría haber pasado a la madre de Noah.
Lo bueno es que él no parece darle importancia. Cansado por fin del baloncesto, está tendido de espaldas en la hierba, con un brazo sobre los ojos para protegerlos del sol y moviendo el pie al compás de algún ritmo desconocido.
—Han pasado dos horas —le digo a Griffin, que está sentado a mi lado, a la sombra, de espaldas a la pared de ladrillos del colegio. Apenas unos centímetros separan nuestros hombros, las rodillas prácticamente en contacto, y yo estoy deseando que Griffin se acerque más. Pero no lo hace.
—Eso es mucho tiempo. —Asiente con la mirada perdida en los desiertos campos de fútbol que se extienden a lo lejos—. En dos horas pueden pasar muchas cosas.
Yo echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Acaba de formular la idea que llevo todo este rato intentando ahuyentar de mi mente. Noto que Griffin me observa el perfil y me cuesta mucho no volverme a mirarlo. Pero sé que, si lo hago, volverá a desviar la vista, esos pálidos ojos grises que parecen peces tropicales de tan esquivos que son.
—Puede que le haya pasado algo —observa, y yo lo miro enfadada.
—No digas eso.
—¿Por qué no?
—Porque… —empiezo, antes de dejar la frase en suspenso.
—Porque podría ser verdad —termina, y lo dice con tal tranquilidad, con tal franqueza, que resulta inquietante. No termino de saber si me inquieta porque tiene razón, o porque yo rara vez soy tan sincera conmigo misma.
Carraspeo.
—Estoy segura de que todo va bien.
—¿Basándote en qué? —pregunta, pero la frase no contiene un desafío. Ni siquiera deja traslucir una emoción. Sencillamente está preguntando.
—Pues porque… —digo, farfullando un poco—. Porque sí.
Griffin medita mi respuesta.
—Eso no es lógico.
—¿Quién está hablando de lógica? —replico y en ese mismo instante mi teléfono suena, temblando contra el asfalto. Lo recojo, aliviada al ver en la pantalla el número al que llevo llamando toda la tarde, y me aparto una pizca de Griffin.
En cuanto respondo me inunda una marea de palabras, precipitadas, frenéticas y contritas.
—Su hermana se ha roto el brazo en los columpios —me explica la madre de Noah—. Se estaba columpiando tan tranquila y de golpe y porrazo estaba volando por los aires, y todo ha sido un caos, la ambulancia, el hospital, ponerle la férula, y yo no llevaba encima el número del campamento, y mi marido está de viaje de negocios y…
—No pasa nada —digo por enésima vez esa tarde—. Estamos con él. Se encuentra perfectamente.
—Llegaré en tres minutos —promete, y corta la comunicación. Yo lanzo un largo suspiro de alivio.
—¿Lo ves? —Me vuelvo a mirar a Griffin, que estaba escuchando, lo he notado—. Todo va bien.
—Bueno —responde, y se encoge de hombros—, solo había dos opciones. O todo iba bien o no.
Pocos minutos después nos encaminamos al aparcamiento. Me quedo de una pieza al ver que Noah busca la mano de Griffin.
Sin pretenderlo, me detengo en seco.
Es la primera vez que veo a Noah entablar contacto físico con alguien por iniciativa propia. Ahora que lo pienso, tampoco he visto a Griffin hacerlo nunca.
Y sin embargo, toma la mano del niño como si se conocieran desde siempre, como si esto sucediera a diario, como si no fuera lo más alucinante del mundo.
Por la noche, mi hermana asoma la cabeza en mi habitación.
—¿Y qué? —pregunta, con los ojos brillantes—. ¿Ha sido una cita?
Pienso en Griffin con su camisa azul claro, el parpadeo sorprendido cuando Noah ha buscado su mano, su cercanía cuando nos hemos sentado contra la pared de ladrillos del colegio, y recuerdo las nubes que recorrían el cielo y el silencio que nos rodeaba.
Pienso en nuestra despedida en el aparcamiento. Se había hecho tarde para ir al salón recreativo y hemos decidido dejarlo para otro día. Según se alejaba hacia su coche, sin embargo, me ha invadido el pánico ante la inmensa incertidumbre que implicaba la posposición y, sin pararme a pensar, le he gritado:
«¿Mañana?».
Se ha detenido.
«Demain», ha asentido con una sonrisa que me ha provocado vértigo».
—ANNIE —se impacienta Meg, y me doy cuenta de que todavía está esperando una respuesta.
—¿Sí?
—¿Ha sido una cita? —repite, y yo niego con la cabeza.
—No —respondo—. Ha sido mejor.
Por la mañana, cuando estamos reunidos en el gimnasio para preparar las actividades del día, les pregunto a los niños a qué les gustaría jugar en primer lugar.
—Kickball! —grita Nadim Sourgen.
—¡Martín pescador! —exclama Gigi Gabriele.
—¡Nada! —suelta Tommy King.
Deliberan unos con otros; cabezas unidas, susurros quedos, alguna que otra carcajada. Y entonces, sin previo aviso, Noah interviene:
—Cheval!
Un silencio estupefacto sucede a su sugerencia. Los otros niños lo miran como si hubieran olvidado que estaba allí.
—¿Qué significa «cheval»? —quiere saber Jake Down.
—Caballo —digo—. En francés.
—¿Quiere montar a caballo? —pregunta Lucy Etherington.
—No, jugar al baloncesto —respondo yo, sonriendo a Noah, que ya está de pie con los brazos en jarras, listo para empezar—. Venga, todos, cada fallo es una letra. El último en completar la palabra «caballo» gana.
Esta vez no me pienso arriesgar. Cuando termina la jornada, aun antes de que salgamos en manada al aparcamiento para la recogida diaria, dejo a Grace y a otro monitor a cargo de los niños y corro al cuarto de baño para enfundarme el vestido.
Cuando salgo del fresco edificio para internarme en el calor de la tarde, todos los niños se vuelven a mirarme. Únicamente me han visto con el cabello recogido en una desastrada coleta y vestida con la camiseta blanca y los pantaloncitos verdes del uniforme. Siempre cansada, sudorosa y agobiada.
Ahora, en cambio, llevo un vestido amarillo que susurra cuando camino, y me he soltado el pelo, que cae sobre mis hombros. Me he puesto perfume, desodorante e incluso una pizca de maquillaje. Y a juzgar por la expresión de sus caras, está claro que parezco otra persona.
—Hueles bien —dice Tommy O’Callaghan como si le sorprendiera.
—A flores —confirma Wells von Stroh.
—Gracias —les digo. Espero que Griffin reaccione como ellos.
Todos los padres han llegado puntuales hoy, incluida la madre de Noah, que me dedica un saludo un pelín culpable todavía. La hermana del chico viaja detrás y levanta el brazo para mostrar la férula rosa. Noah guarda las distancias mientras lo acompaño al coche, pero cuando su madre baja la ventanilla para preguntarle si lo ha pasado bien, el niño la mira.
—Hemos jugado a cheval —dice, a la vez que se sienta detrás.
—¿Qué quiere decir cheval? —oigo preguntar a la madre mientras se alejan, y yo sigo sonriendo de cara al coche cuando veo a Griffin al otro lado del aparcamiento.
Lo primero que advierto es que lleva una camisa distinta. Entrecierro los ojos para asegurarme de que la vista no me engaña, pero es verdad. Es del mismo estilo que las anteriores, pero a cuadros azules y blancos en lugar de azul cielo. Tardo un instante en percatarme de que se ha puesto vaqueros también; le quedan un poco largos y lleva los bajos doblados, pero todavía los arrastra por el suelo. El roce de la tela se deja oír cuando se acerca.
—Hala —le digo cuando llega a mi altura. Ni siquiera se molesta en disimular el hecho de que está mirando mi vestido, y de repente me siento como si de verdad hubiera quedado para salir con un chico—. Estás muy guapo.
—Ah. —Levanta la mirada y vuelve a bajarla—. Sí, mi madre… —Se calla antes de soltar una risa tímida—. Mi madre me ha aconsejado que no te dijera que me ha ayudado a escoger la ropa. Pero acabo de hacerlo, supongo.
Yo también me río.
—Supongo que sí.
—También me ha recordado que te dijera que estás guapa.
—Tú madre debe de ser muy lista —le respondo, y él se ruboriza, y todo se me antoja tan adorable: este chico, cuyo físico le permitiría ser un rompecorazones y tenerlo todo controlado en cuestión de chicas, pero que en realidad escucha los consejos de su madre. Su torpeza resulta encantadora y del todo inesperada, pero en lugar de tranquilizarme, me pone aún más nerviosa, porque me estoy dando cuenta de lo mucho que me gusta.
—¿Listo?
Me vuelvo a mirar a los niños que quedan, que nos miran con descaro, y a los otros monitores, que sonríen y nos silban. Sé que mañana me freirán a preguntas. Solo espero ser capaz de responderlas a esas alturas.
En el coche, Griffin me abre la portezuela y yo pienso: ¡cita! Pero luego se retira como para asegurarse de que nuestros brazos no se rocen inadvertidamente mientras subo al vehículo, y de nuevo no estoy segura. Una vez abrochados los cinturones se hace un poco de lío con las llaves y luego enciende la radio mientras abandonamos el aparcamiento. Me sorprende oír la voz de un locutor de la radio nacional haciendo un resumen de las noticias del día.
—Habría jurado que te gustaba el rock clásico —le digo, y él de inmediato busca el mando del volumen para bajarlo—. O puede que sencillamente la música clásica.
—Me gustan las noticias —reconoce tras un largo silencio, tan largo que me cuesta discernir si está respondiendo a mi comentario anterior, o tan solo expresando un pensamiento—. Me gusta saber lo que pasa en el mundo.
—Sabelotodo —le suelto, y él se encoge de hombros.
—Prefiero los hechos. Y las estadísticas. Tienen algo que me tranquiliza.
—¿Las estadísticas? Tienen algo que me provoca dolor de cabeza.
—Fue por eso por lo que me aficioné al baloncesto al principio. —Hace tamborilear los dedos en el volante, los ojos fijos en la carretera. He pasado tanto tiempo observando su nuca o tratando de que me mirara a los ojos, que nunca había tenido ocasión de contemplar su perfil: la suave curva de su nariz, la cicatriz debajo del ojo derecho, los perfectos pómulos y la caída de su pelo sobre la oreja—. Por los números.
—Desde luego es lo más emocionante del juego —comento con falso entusiasmo, y él se dispone a decir que sí con la cabeza antes de reparar en la ironía.
—Estás bromeando —dice, y yo asiento.
—Sí.
—Pero va en serio —prosigue—. Las estadísticas son alucinantes, pero se trata de algo más. El juego se basa en los ángulos. O sea, piénsalo. Si eres capaz de situarte en un punto y darle a la pelota la trayectoria exacta una vez, deberías ser capaz de hacer lo mismo en todas las ocasiones, ¿no? En teoría, deberías encestar una y otra vez.
—Ya, pero las cosas no funcionan así —alego—. Porque no eres un robot. Das un respingo y la pelota se tuerce a la izquierda. O levantas la mano un poco más que la última vez sin darte cuenta. Las cosas se pueden torcer de mil maneras distintas.
—Exacto —asiente—. Pero eso es lo más alucinante: también puedes modificar un montón de factores y encestar desde el mismo sitio, aunque lances de forma completamente diferente. Así que las cosas pueden ir bien de mil maneras distintas también.
Lo miro de reojo.
—¿Me estás diciendo que me vas a dar una paliza?
—¿Al Aro Loco? —Niega con la cabeza—. No, estoy seguro de que vas a ganar tú.
—Tengo que decírtelo, teníamos una máquina de esas en el sótano, así que he practicado mucho. Pero fue hace tiempo.
—¿Ya no la tienes?
—No. —Parpadeo unas cuantas veces mientras él guía el coche por un desvío. A lo lejos, el sol desciende en el cielo y los edificios que nos flanqueaban a ambos lados de la carretera ceden el paso a los árboles, que desfilan a toda prisa—. Tuvimos que… mudarnos hace unos años. Así que… ya no tenemos sitio para esas cosas.
Ambos guardamos silencio un instante, y Griffin reajusta la posición de las manos en el volante.
—No es tan chulo como el baloncesto de verdad de todas formas. Las pelotas son demasiado pequeñas.
—A lo mejor tus manos son demasiado grandes.
—Eso también —asiente—. Pero es difícil calcular el ángulo de tiro.
—¿Así que vas a echarles la culpa a las mates de tu inminente derrota?
—Más o menos.
Allá delante, un anticuado cartel de madera anuncia «Bar Restaurante Hal» y Griffin se interna en el camino de grava. Solo hay dos coches más en el aparcamiento. Griffin estaciona y nos encaminamos juntos a la entrada.
En el interior, la oscuridad es tan profunda que nuestros ojos tardan un momento en acostumbrarse. El camarero nos lanza una ojeada y desvía la vista otra vez. Los demás ni se molestan. El Hal es un híbrido extraño, en parte restaurante familiar y salón recreativo y en parte bar de mala muerte. Los fines de semana está atestado de niños ansiosos de canjear sus vales por premios chulos. Pero en los días laborables reina un ambiente algo sórdido, salpicado de clientes habituales que se sientan encorvados junto a la barra, beben despacio y miran el béisbol en el viejo televisor de tubo del rincón.
Dejamos atrás la barra para dirigirnos al salón trasero, que está repleto de enormes máquinas de juegos tipo Pac-Mac, minibolos y pinballs, además de una enorme urna de cristal llena de peluches con una garra de metal que no agarra nada. El lugar está desierto, silencioso y polvoriento, lo que no resulta sorprendente siendo como es un miércoles por la tarde de pleno verano. A nadie se le ocurre pasar un precioso día estival en el interior de un salón recreativo sumido en penumbra. Salvo, por lo que parece, a nosotros.
—Monedas de veinticinco —digo. Me encamino a la máquina del cambio y Griffin me sigue. Inserto unos cuantos billetes de dólar en la ranura y las monedas tintinean al caer en el cajón de metal. Noto su presencia a mi espalda mientras las recojo y el corazón se me acelera. Por alguna misteriosa razón, la quietud de este sitio —pensado para estar lleno de gente, luces y ruido— me infunde la sensación de que hemos abandonado el mundo real.
—Eh —dice con voz queda, y yo doy media vuelta con las manos cargadas de monedas.
—¿Sí?
A la luz difusa que se filtra por la ventana, sus ojos parecen más azules que nunca, y la pequeña cicatriz que tiene debajo del derecho se ve más pronunciada.
—Es que… —empieza, pero se interrumpe.
Espero a que continúe. Hay un partido de los Chicago Cubs en la sala contigua y los aplausos y gritos quiebran de tanto en tanto el silencio. Griffin mueve el brazo y, por un instante, pienso que va a tomarme la mano. Pero ambos bajamos la vista y me percato de que todavía estoy sosteniendo el montón de monedas. En vez de buscar mi mano, toma una y la lanza al aire con un golpe de pulgar. Aterriza en mitad de su palma.
—Cruz —escoge con aire distraído.
—¿Qué probabilidades hay? —bromeo. Me tiembla un poco la voz y Griffin me mira con extrañeza.
—Un cincuenta por ciento —constata. Se encamina a una máquina de Aro Loco y la magia se esfuma al instante. Con Griffin, siempre sucede lo mismo. Cualquier progreso que crees estar haciendo tiende a evaporarse de inmediato. O sea, por más que creas estar conectando, por mucho que te esfuerces, no avanzas nada. La próxima vez te tocará volver a empezar desde el principio.
Lo sigo hacia el juego, que cuenta con dos pequeños aros alineados y una red que discurre hacia los jugadores de tal modo que, cada vez que lanzas la pelota, esta regresa rodando, un mecanismo infinito que únicamente se agota cuando el cronómetro marca el final del tiempo y suena el timbre.
Griffin ya se está arremangando. Cuando termina de prepararse, echa mano de una de las pelotas, cuyo volumen equivale a las dos terceras partes de un balón reglamentario, lo que es genial para el tamaño de su mano.
—Son muy ligeras —comenta mientras la examina.
—¿Sabes a quién le irían bien? —le pregunto al tiempo que tomo la otra—. A Noah. ¿Te diste cuenta de los problemas que tenía ayer con la pelota? Esta tarde hemos echado unas canastas y las pelotas normales pesan demasiado para él. Pero es posible que con una de estas fuera capaz de encestar y todo.
—Y a la hora de botarla —dice Griffin al tiempo que bota la pelota contra el suelo de madera un par de veces—, podría controlarla mejor.
—A lo mejor podemos ganar una para él. —Señalo la vitrina de cristal del rincón, que está llena de premios. Por lo general no me molesto, porque la cantidad de monedas de veinticinco que requiere ganar cualquier cosa supera diez veces el coste del objeto en una tienda. Sin embargo, incluso de lejos alcanzo a ver unas pelotas de baloncesto verdes y blancas medio escondidas junto a un elefante de peluche del estante inferior—. Hasta llevan los colores del campamento.
Griffin mira las canastas.
—Bueno, si jugar se te da tan bien como hablar, diría que tenemos alguna posibilidad.
—El secreto —le instruyo al tiempo que me alineo con el aro— radica en colocarte justo delante.
—No —dice a la par que introduce la moneda en la ranura—. El secreto radica en introducir la pelota en la canasta.
La máquina cobra vida, se llena de luces parpadeantes y musiquitas estridentes, y el cronómetro del panel de puntuaciones empieza a contar hacia atrás desde diez. Echo mano de la primera pelota, adopto la postura de tiro y me preparo para lanzar. A mi lado, Griffin hace lo propio con una expresión concentrada.
En cuanto suena el timbre, lanzo la primera pelota. La esfera rebota en el aro, pero antes incluso de que haya aterrizado en el tobogán ya he lanzado la segunda, que cruza la canasta con un grato zumbido, aunque yo estoy demasiado ocupada como para apreciarlo. Ya estoy disparando otra vez, y luego otra, hasta adoptar un ritmo constante, un rápido toma y daca semejante a la memoria muscular, un viaje en el tiempo a las horas que pasábamos jugando en el sótano, antes de que mi padre perdiera el trabajo y tuviéramos que vender los juegos, antes de que nos mudáramos a una casa más pequeña y luego a un minúsculo apartamento, antes de que empezaran las peleas, las noches hasta las tantas y los gritos y los insultos, y mi hermana se acurrucara en la cama conmigo, con una almohada alrededor de la cabeza. Antes de todo eso: antes de que aprendiéramos a poner buena cara, antes de que entendiéramos que te podías esconder detrás de una sonrisa, que las palabras se podían usar como escudos, cuando únicamente estábamos nosotros cuatro en el sótano y las luminosas risas y aplausos rebotaban contra las paredes de hormigón.
Ahora, una vez más, retomo el movimiento constante, como un máquina, ciega e implacable, y cuando la partida termina, después incluso de que los relojes lleguen a cero y el timbre haya sonado, yo sigo disparando a la canasta, hasta que las pelotas desaparecen y yo me quedo allí, con las manos vacías y parpadeando.
—Hala —exclama Griffin, que mira con atención el marcador.
No me he limitado a ganar; lo he machacado. 88 a 42.
—Hala —repite—. Has entrado en modo maniaco.
—Sí —respondo, sin estar del todo segura de haber abandonado ese estado, sin estar del todo segura de querer hacerlo—. Supongo que sí.
Jugamos toda la tarde.
—Revancha —repite Griffin una y otra vez, pero le gano en cada ocasión, y aunque el margen de mi victoria se va reduciendo con cada partida, también me divierto más y más.
—Esto es absurdo —exclama, riendo, tras la undécima ronda, que he ganado por 76 a 62. Se reclina contra la mesa de billar y niega con la cabeza.
—Y tú que pensabas que solo me estaba dando humos —le digo con una sonrisa.
—Y lo hacías —afirma él—. Pero resulta que tus humos estaban justificados.
Me siento en la mesa de billar, a su lado, con las piernas colgando.
—Bueno, gracias por tomártelo con tanta deportividad.
Parece sorprendido.
—Sí… Es raro. Normalmente odio perder.
—A quién se lo vas a contar —asiento, pero él niega con la cabeza.
—No, lo digo en serio. Detesto perder, con toda mi alma. Detesto hacer cosas que no se me dan bien. Si algo me gusta me empleo a fondo, pero si no es así, ni me molesto. Soy más bien de todo o nada.
—No me parece un defecto.
—Lo es —afirma Griffin al tiempo que se rasca la nuca—. A nadie le gustan los malos perdedores.
—A mí no me pareces un mal perdedor.
—Ya, bueno, esa es la cuestión —dice, y se vuelve a mirarme, a mirarme de verdad, por primera vez, y el hecho de verle los ojos se me antoja igual que ganar un premio, no sé por qué—. Estando contigo, no me molesta tanto.
La vitrina alberga una gran variedad de premios dudosos. En el estante superior hay cestas de pelotas de goma dura y caramelos, llaveros y anillos de plástico. Debajo están los premios gordos, animales de peluche y bates hinchables, futbolines y máquinas de chicles; todo sobrevalorado y un poco polvoriento.
Griffin y yo nos inclinamos juntos hacia el cristal. Cuando nuestros hombros se rozan, se me acelera el corazón. Quiero que se dé cuenta, que se deje llevar, que se vuelva a mirarme otra vez o me sostenga la mano, que me atraiga hacia sí o me bese; algo.
No lo hace.
En vez de eso, frota el mugriento cristal con la manga de la camisa. A la luz que se filtra por la ventana, su belleza se me hace imposible y su lejanía insalvable.
Guardamos silencio mucho rato, demasiado, y yo empiezo a ponerme de los nervios. Busco algo con lo que llenar el silencio, porque es lo que hago siempre. Pero echo el freno, me digo que le toca a él, y eso me intranquiliza aún más si cabe. Porque súbitamente me parece importante lo que vaya a decir a continuación. De improviso, tengo la sensación de que posee el poder de inclinar esta tal vez-posible-cita en un sentido o en el otro.
Clavo la vista en una rana de plástico naranja mientras espero, y ella me devuelve la mirada a través del turbio cristal. Por favor, que sea significativo, pienso. Por favor, que sea romántico.
No obstante, al cabo de un momento se enfurruña.
—Esto es una estafa —protesta, y mis esperanzas se van al traste. Señala la pelota de baloncesto, que está enterrada cerca del fondo—. ¿En qué cabeza cabe que te pidan quinientos puntos por eso?
Juntamos nuestros vales y los contamos. Tras horas de juego, únicamente sumamos ciento cincuenta entre los dos.
—A lo mejor podemos pagar la diferencia —sugiero, pero Griffin niega con la cabeza.
—Consiguen mucho más dinero si te obligan a jugar para ganarlo.
—Bueno, es todo un detalle por tu parte, de todas formas —le digo—. Pensar en Noah.
—No es para Noah —replica con los ojos clavados en la vitrina—. Es para mí.
—Ah —respondo, mirándolo de hito en hito—. Ah. Yo no… Vale.
—Annie —dice, y se vuelve a mirarme. Está sonriendo—. Era broma.
Suelto una carcajada, aliviada.
—Perdona. Es que normalmente tú no… O sea, eres siempre tan… Supongo que no…
Ladea la cabeza.
—¿Intentas decirme que no soy muy divertido?
—No —me apresuro a contestar, pero luego me detengo y reconsidero mi respuesta—. Bueno…, sí.
Griffin sonríe.
—No pasa nada. La verdad es que no lo soy.
—Bueno, tienes un montón de cualidades —afirmo mientras le veo apoyar las dos manos en la vitrina e inclinarse hacia delante—. Eres distinto.
Una expresión extraña cruza su rostro y la mandíbula se le tensa una pizca.
—En el buen sentido —añado deprisa y corriendo—. No eres como los otros chicos. Eres bueno. Pero no te haces el bueno; eres bueno de verdad. Y no eres nada creído, aunque…
Me mira de reojo con un interrogante en el rostro.
Niego con la cabeza.
—Da igual. Lo que intento decir es que no te andas con jueguecitos como los otros chicos, y eso es un alivio. Eres sincero. Quizás la persona más sincera que he conocido nunca.
—Annie.
—Lo digo en serio —continúo, presa de un extraño mareo. No suelo soltar discursos como este y no me puedo creer que le esté diciendo estas cosas, pero algo en Griffin me induce a confesarle lo que llevo en la cabeza. Y lo hago.
—Y ayer estuviste genial con Noah. Llevo todo el verano tratando de conectar con él sin conseguirlo, pero apareces tú y…
—Porque tengo Asperger.
—… lo tratas con tanta naturalidad y habéis conectado… —Me detengo en mitad de la frase, sin saber si le he oído bien—. ¿Qué?
Griffin se vuelve hacia mí, aunque mira al suelo.
—Tengo Asperger. O… autismo, supongo. O sea, ahora lo llaman así.
Se hace un largo silencio, y si bien estoy desesperada por llenarlo, no se me ocurre qué responder. Tengo que escoger mis palabras con cuidado. No quiero que me interprete mal. Pero al final tan solo me las arreglo para soltar un quedo:
—Ah.
Me arrepiento al momento. Mi respuesta cuelga entre los dos como un punto que hubiera irrumpido demasiado pronto en una conversación que ansío que sea más larga.
—Sí —responde, sin mudar de expresión.
—Y, pues…
—Pues por eso me comporto como lo hago, supongo. —Hunde las manos en los bolsillos de los vaqueros—. No se me da muy bien conversar. Y a veces tiendo a ser demasiado sincero. —Se encoge de hombros—. Por eso en ocasiones me resulta duro ir al colegio, y no tengo muchos amigos, y por eso no me gusta hablar de ello y…
Cuando deja la frase en suspenso, me muerdo el labio, deseosa de que prosiga. Nunca le había oído pronunciar tantas frases seguidas, y la idea asalta mi mente como una bombilla que se enciende, como la pieza de un puzle que de repente encaja en su lugar: por eso.
Por eso está siempre tan callado en clase. Por eso está tan obsesionado con las cifras y los datos. Por eso le cuesta saber si bromeo. Por eso se muestra siempre tan reservado, tan cerrado. Por eso le cuesta tanto mirarme a los ojos.
Griffin inspira hondo y, cuando sigue hablando, tengo la sensación de que me ha leído el pensamiento.
—Por eso —prosigue, arrastrando los ojos para posarlos en los míos— no suelo tener citas.
—Entonces ¿esto es una cita? —le pregunto, sin pararme a pensar, y Griffin parece ahora doblemente azorado.
—No —dice, y luego sacude la cabeza—. No sé.
Me arde la cara y me rasco la frente.
—Ah, bueno, quería decir…
—No quiero dar por supuesto…
—No, yo tampoco…
Se produce un breve silencio en el que ambos nos miramos los pies con fascinación, y entonces Griffin suspira.
—Quería que lo fuese.
Alzo la vista hacia él.
—¿Te gustaría…?
—Una cita contigo —termina. El camarero escoge este momento para asomar la cabeza en el salón. Pasa la vista de Griffin a mí y luego a él otra vez con manifiesto recelo.
—¿Todo va bien por aquí? —pregunta, y yo no sé bien qué responder.
Griffin asiente.
—Muy bien.
—Últimamente hemos sufrido algún que otro robo. —Señala la vitrina, como si estuviera llena de diamantes y no de pulseras de goma y yoyós—. Así que si queréis un premio, tenéis que venir a hablar conmigo.
—Muy bien —le digo, en el mismo momento exacto en que Griffin responde:
—Ya nos íbamos.
—Vale —asiente el camarero, obviamente encantado con la respuesta—. Nos vemos la próxima vez.
—Claro —apostilla Griffin, pero no parece muy convencido.
Durante el camino de vuelta, el silencio en el coche resulta asfixiante y presiento que tendría fácil remedio, si encontrase las palabras oportunas o formulase la pregunta adecuada.
Sin embargo, me da demasiado miedo meter la pata.
Griffin sostiene el volante con una mano, la otra apoyada en el cambio de marchas, entre los dos, y es inquietante hasta qué punto desearía rodearla con la mía. Pero no lo hago. Mi limito a mirar las venas que asoman del dorso de su mano, la mordisqueada uña de su pulgar, los bultos de los nudillos, la curva de la muñeca.
Esta suele ser mi especialidad. A algunas personas se les dan bien las mates, a otras los deportes. A mí se me da bien decir las palabras adecuadas en el momento oportuno. Soy la persona que quieres tener cerca cuando la ira todavía planea en una habitación después de una pelea, o si necesitas que alguien te sonría con empatía y escuche tus penas. Soy capaz de aligerar hasta el más incómodo de los silencios, de animarte si estás deprimido, de aportar buen humor por pura fuerza de voluntad. Para bien o para mal, soy una oyente de primera, una aliada infatigable, una compañera fiel hasta la médula.
Ahora mismo, sin embargo, me he quedado sin palabras.
Quiero decir: Eso no cambia nada.
Quiero decir: No es para tanto.
Quiero decir: Todo irá bien.
Pero sí cambia. Sí es para tanto. Y puede que no vaya bien.
Carraspeo, sin saber muy bien cómo empezar.
—Oye, siento mucho si…
Pero Griffin da un respingo hacia delante en el asiento, pulsa el botón de la radio y sube el volumen a tope. La conversación ha terminado, y si bien sigue sentado en el coche en el mismo sitio exacto que antes, a idéntica distancia de mí, noto cómo se retira, cada vez más lejos, hasta que apenas lo veo.
Me deja en el colegio, donde mi coche es el único que sigue en el aparcamiento, a solas debajo de un haz de luz amarillo. Griffin detiene el suyo, pero no apaga el motor, y nos quedamos sentados en el silencioso automóvil, sin hablar.
—Lo he pasado bien —afirmo por fin, y aun a la luz azulada del atardecer lo veo torcer la comisura del labio. Es obvio que no me cree—. De verdad —insisto con tozudez—. Ha sido muy divertido.
No responde. Tan solo asiente enfurruñado.
Suspirando, abro la portezuela y bajo del coche. Cuando la vuelvo a cerrar, me inclino hacia la ventanilla abierta.
—De verdad —le digo—. Gracias.
Esta vez suelta un gruñido, como si yo hubiera dicho algo absurdo, y me doy cuenta de sopetón de que no soy yo la que lo está haciendo mal. Es él.
Pone la primera y empieza a alejarse, pero corro detrás del coche.
—¡EH! —grito, e introduzco una mano por la ventanilla. Él me mira, asustado, antes de clavar los frenos. Me inclino hacia él otra vez, mirándolo con atención, y esta vez me devuelve la vista. Pero con una expresión de desafío. Me desafía a hacer un comentario desafortunado, y yo comprendo súbitamente que este iba a ser el desenlace fuera cual fuese mi reacción. Griffin lleva tanto tiempo preparándose para este momento que en realidad daba igual el curso que tomaran los acontecimientos. Él había decidido de antemano lo que iba a pasar. Había decidido de antemano cómo me iba a sentir yo, antes de que tuviera la oportunidad de sentirlo.
Sin embargo, por una vez, no me da la gana de comportarme como se espera de mí. No me apetece seguirle la corriente a nadie, ni ser agradable ni poner buena cara.
Por una vez, deseo ser sincera.
—Yo también pensaba que era una cita —le confieso, y me arde la cara—. O al menos, sé que me gustaría.
—No tienes que…
—Griffin —lo interrumpo con tanta brusquedad que se vuelve a mirarme. Me cuesta distinguir su expresión en la creciente oscuridad—. No lo digo por decir. No lo digo para ser educada. De verdad me gustas, ¿vale?
Es verdad. No se lo he dicho para que se sienta mejor. Ni porque lo compadezca, ni siquiera porque su físico me haga perder la cabeza. Lo digo porque es un hecho. Y si dedico tanto tiempo a decir cosas agradables cuando no las pienso, ¿por qué no decirlas cuando sí?
—Me gustas desde el primer día en que te vi en clase de francés —prosigo, a pesar de que ahora ha desviado la vista otra vez, y eso me impide comprobar hasta qué punto me considera una idiota. Je plais toi.
Alza la vista frunciendo el entrecejo.
—Tu me plais.
—Vaya, gracias —le sonrió, pero su rostro sigue siendo impenetrable y mi sonrisa se quiebra—. Mira, la cuestión es que antes no tenía ni idea de que tuvieras Asperger y no podía dejar de pensar en ti. Así que ¿por qué iba a ser distinto ahora?
—Lo es —musita él.
Niego con la cabeza.
—No para mí.
—¿Cómo es posible?
—Porque me gustas. TÚ. La misma persona que me ha gustado todo el curso. —Me río. Tanta honestidad me arranca risitas tontas. O puede que sea Griffin el que lo hace—. ¿Cuántas veces me vas a obligar a decirlo?
—No es tan fácil —replica, pero si espera que le dé la razón esta noche, lo tiene claro.
Le sonrío y propino un golpe a la capota del coche antes de dar media vuelta para marcharme.
—¿Y si lo es?
En cuanto subo a mi coche, mi teléfono se ilumina con un mensaje de mi hermana.
Las luminosas letras blancas dicen: Cita, ¿sí o no?
Le respondo: Ambiguo.
Pero luego, al cabo de un momento, cambio de idea y escribo: Sí.
Al día siguiente, me encuentro en mitad de la pista de asfalto rodeada de niños que corretean a mi alrededor. A lo lejos veo a los mayores, que juegan al kickball en equipos bien coordinados. Normalmente sentiría celos de su proceder ordenado, de la tranquila sensación de finalidad que emanan sus actividades. Pero hoy, no sé por qué, los pequeños —mi alborotado, frenético y sobreexcitado grupo— me arrancan carcajadas. En teoría están dibujando con tizas, aunque solo dos siguen sentados en el asfalto con una barra de tiza en la mano. Elan Dwyer dibuja un elefante alado y Bridget DeBerge repasa el contorno de su pie. Los demás han improvisado un juego de pilla-pilla, y saltan de acá para allá con palpable alegría, sofocados, risueños y absolutamente encantados de la vida.
Todos menos Noah, que ha encontrado una canasta de baloncesto.
Me inclino a su lado para que ambos podamos observar la canasta desde el mismo ángulo. Él ya jadea de calor, un bochorno húmedo y pesado, y desprende el mismo tufillo que emanan todos los niños en verano, a loción antimosquitos, crema solar y sudor. Sostiene la pelota con ambas manos según medita el siguiente tiro con los brazos ya cansados.
Recuerdo la pequeña pelota de ayer con una punzada de dolor.
—¿Cómo va? —le pregunto mientras él sigue mirando la canasta con los ojos entornados como si no me hubiera oído—. ¿Sabes? —le digo, al mismo tiempo que señalo el aro—. El truco está en colocarte en el sitio preciso.
—No, no es ese —dice una voz a mi espalda—. El truco está en introducir la pelota por el aro.
Me doy media vuelta a toda prisa y veo a Griffin plantado en la hierba, al borde del asfalto, con sus ropas de costumbre y sosteniendo la pelota verde y blanca de la vitrina en una enorme mano.
—Eh —lo saludo, pasando la vista de la pelota a su rostro y luego otra vez a la esfera—. ¿Qué haces aquí?
Saluda a Noah, que también lo está mirando, con un gesto de la cabeza.
—He pensado que con esta pelota podrías jugar mejor —dice, y se la ofrece. Noah no se mueve; se limita a observar a Griffin durante lo que se me antoja una eternidad. Y entonces, de sopetón, sale del trance, su rostro se ilumina y corre a buscar el balón.
—¿Qué se dice? —le grito de lejos a Noah, que corre hacia la cesta con la pelota debajo de un brazo.
—De nada —grita el niño por encima del hombro, y yo me río.
—Casi.
Griffin sigue allí plantado, a unos metros de distancia, nervioso y desplazado. Entre el jaleo de voces agudas, carcajadas y pies que corren, él crea un oasis de paz: quieto, silencioso y concentrado.
Carraspea.
—¿Podemos hablar un momento?
—Claro. —Miro a mi espalda y encuentro los ojos de Grace. Señalo con un gesto la esquina del edificio y articulo sin voz: «Vuelvo enseguida». Cuando asiente, me vuelvo hacia Griffin—. Vamos —le indico, y me sigue a la vuelta de la esquina, donde se está más fresco y las voces suenan apagadas y lejanas.
Nos encontramos frente a frente y él da un paso adelante hasta quedar muy cerca de mí. Esta vez soy yo la primera en desviar la vista para mirar al suelo con ademán reflexivo, y descubro que llevo una mancha de zumo de manzana en la camiseta del campamento. Levanto la barbilla nuevamente y me obligo a clavarle los ojos, sorprendida cuando él no flaquea.
—Ha sido un gesto muy, muy amable por tu parte —señalo, tratando de aferrarme a mis pensamientos bajo su mirada clara—, eso de comprarle la pelota.
Un amago de sonrisa asoma al semblante de Griffin.
—No la he comprado.
—¿Y de dónde…? —me interrumpo y abro la boca—. No.
Asiente.
—Volví ayer por la noche después de dejarte aquí.
—Debiste de pasarte horas.
—Sí.
—Y gastar un montón de monedas.
—Sí.
—Vaya, pues gracias —respondo—. No sé cómo lo conseguiste, con lo mal que se te da el Aro Loco, pero…
—Tengo que decirte una cosa —me interrumpe Griffin. Se arrepiente al instante—. Perdona, no quería… Bueno, ¿lo ves? A esto me refiero. Por eso tengo tan pocos amigos. Interrumpo constantemente. Y no siempre tengo en cuenta a los demás tanto como debería. Una vez dejé a mi abuela sola en unos grandes almacenes porque estaba concentrado leyendo sobre micología en el teléfono.
—¿Qué es la micología?
—El estudio de los hongos.
Entorno los ojos.
—¿Y eso qué tiene que ver con tu abuela?
—Nada —replica con impaciencia—. Pero estaba tan absorto que, cuando me levanté para marcharme, olvidé que ella estaba allí.
—Ah.
—Estoy trabajando en ello. Pero estoy trabajando en muchas cosas, y llevo toda la vida haciéndolo. No siempre escucho. Y a veces me pongo a hablar de ciertas cosas que…
—¿Como la micología?
—¡Es fascinante! —exclama con tanto entusiasmo que cuesta no sonreír—. Y no siempre me doy cuenta cuando alguien está enfadado, así que si te enfadaras tendrías que decírmelo. Porque seguramente no te preguntaría. Y me cuesta mirar al otro a los ojos…
—Ya —lo animo con una sonrisa—, pero lo estás haciendo.
—Ya lo sé, pero me cuesta mucho. Tanto como aguantar un estornudo o algo así. —Desvía la vista a toda prisa, al tiempo que abre mucho los ojos. Luego los cierra con fuerza y vuelve a mirarme—. Y que conste que el problema no son tus ojos, porque tus ojos me gustan. Son muy bonitos. —Se detiene para respirar y se columpia un momento adelante y atrás sobre los talones antes de proseguir con precipitación—. Y soy demasiado sincero. Aunque dijiste que eso te gusta, no sabes hasta qué punto…
—Griffin.
—¿Sí?
—¿Era eso lo que querías decirme?
Me mira sin entender.
—Has dicho que querías decirme algo…
—Ah, sí. —Se acuerda, y avanza un paso aturullado—. Esto.
Sucede tan deprisa que ni siquiera tengo tiempo de sorprenderme. De golpe y porrazo, Griffin me está dando un beso, un beso suave e inseguro y demasiado rápido. Se aparta casi de inmediato y parpadea.
—No sé si te ha parecido bien…
Antes de que termine la frase, lo agarro por la camisa y lo arrastro hacia mí, y esta vez soy yo la que lo beso. Durante una milésima de segundo noto cómo se crispa, pero luego, con idéntica rapidez, se relaja y entonces —como si hubiera olvidado sus motivos para sentirse inseguro, como si hubiéramos hecho lo mismo un millón de veces— me rodea con los brazos, el espacio que nos separa desaparece y todos los interrogantes se desvanecen. Súbitamente, solo es un chico que me gusta mucho, muchísimo, nada más, y yo solo soy una chica que por fin se ha armado de valor para compartir un beso. Sigue habiendo millones de circunstancias que podrían estropear lo nuestro. Pero también hay millones de cosas que podríamos hacer para arreglarlo. Y, de momento, ninguna importa. Solo estamos él y yo. Yo y él. Los dos.
Hasta que dejamos de estar solos.
Cuando oigo agudas risitas, me obligo a despegarme de Griffin. Durante un segundo, me quedó en el sitio, paralizada, incapaz de darme la vuelta. Él parpadea unas cuantas veces con una sonrisa adormilada, pero se hace la luz en su expresión también y echa un vistazo a mi espalda.
—Ups —dice con una sonrisa tímida, y yo me tapo la cara con las manos.
—Qué asco —suelta Nikko Heyward, muerto de risa.
—Puaj —añade Jack Doyle.
—Asqueroso —apostilla Henry Sorenson.
Detrás de ellos, Noah nos está mirando también. Lleva la pelota que le ha regalado Griffin debajo del brazo y la tiende con expresión suplicante.
—Cheval? —pregunta, y Griffin sonríe.
—¡Vamos! —exclama, meciéndose otra vez. Bate las palmas y se encamina a la cancha de baloncesto a un trote ligero. Noah y los otros niños corren tras él—. ¡Vamos a jugar!
Yo me quedo en el sitio, mirándolo: cómo se detiene para chocarle a Noah los cinco, cómo espera a que los demás lo alcancen, cómo me mira y sonríe, cosa que me provoca una descarga eléctrica en todo el cuerpo.
Y yo pienso: por eso.
Y justo cuando llegan a la pista —en el instante en el que Noah lanza la pequeña esfera y salta arriba y abajo como si hubiera clavado un triple, aunque la bola ha rebotado en el aro—, Griffin da media vuelta, de nuevo un poco aturullado, y regresa corriendo.
—Casi se me olvida una cosa —dice. Me tiende la mano para que lo siga y yo la tomo.