JON SKOVRON
Querido lector, ante todo me gustaría asegurarte que el relato que estás a punto de leer no es una historia de amor, ni tan siquiera romántica, diga lo que diga la cubierta del libro. Hay relatos de ese estilo para dar y tomar, muchas gracias. No, la historia que estás a punto de leer trata de dos personas convencidas de que únicamente los necios se enamoran.
El primer miembro de nuestra pareja protagonista es Lena Cole. Tenía los ojos de un azul intenso, unas facciones tan rotundas como hermosas y una larga melena negra que llevaba recogida en un peinado práctico pero no carente de atractivo. Se movía por las instalaciones del Hotel del Arte Spa y Resort con la seguridad que otorgan la experiencia y la rutina. Si bien aún no había cumplido los dieciocho, se había convertido en un miembro indispensable del equipo.
Cruzó el comedor, que ya estaba preparado para el desayuno.
—Buenos días, señora Nalone.
Una mujer mayor que ella, de cabello rubio platino y piel intensamente bronceada, tomaba una Mimosa sentada a una mesa.
—Buenos días, Lena.
Lena Cole conocía el nombre y las costumbres de todos y cada uno de los invitados que habían pasado por el hotel en los últimos tres años, e incluso habría sido capaz de identificarlos a primera vista. La señora Nalone, divorciada varias veces, era una habitual. Su hijo, Vito Nalone, de diecinueve años, no se levantaría hasta dentro de una hora.
Lena prosiguió su avance por el pasillo. Cuando pasó por delante del salón de juegos, gritó a través de la puerta:
—Tendrías que ir pensando en ponerte a trabajar, Zeke.
El chico, un muchacho de dieciséis años con el oscuro cabello de punta y aire de duende, estaba sentado en un puf de pera matando zombis en una enorme pantalla plana. Lucía el polo blanco y los pantalones color caqui que señalaban a los empleados del complejo turístico. Apagó el juego y saludó a Lena al estilo militar.
Ella sonrió y siguió avanzando, dando los buenos días a los huéspedes y saludando a los otros miembros del personal con cordiales gestos de cabeza. Al llegar al vestíbulo, se topó con el gerente. Al igual que Lena y Zeke, Brice Ghello lucía el consabido uniforme. Llevaba el pelo muy corto, salvo por un pequeño flequillo que se le disparaba de la frente en paralelo al suelo.
—Lena, qué bien, estaba a punto de enviarte un mensaje. —Brice revisó su sujetapapeles como si albergara todos los secretos del universo, cosa que, en su caso, era la pura verdad—. Necesito que recojas a Arlo Kean en la estación del tren.
—Ah, sí —se acordó Lena—. El chico nuevo. ¿Ya has decidido a qué puesto lo vas a destinar?
Brice negó con la cabeza.
—Llévalo a dirección a mediodía. Entonces lo decidiré. Ah, pero asegúrate de pasar a ver a los Ficollo antes de marcharte.
—Ahora mismo iba para allá.
Lena tomó el ascensor para subir a la suite del ático. Magnus Ficollo era el propietario del complejo. No se trataba de uno de esos empresarios que reservan el ático para los invitados VIP. Para él, la gracia de poseer un complejo turístico radicaba en poder ocupar el ático cada vez que a su hija y a él se les antojara. Y a comienzos del verano —cuando las lluvias primaverales habían cesado, pero el intenso calor estival todavía no apretaba—, se les antojaba enormemente.
La responsabilidad principal de Lena consistía en asegurarse de que el señor Ficollo y su amada hija, Isabella, tuvieran cuanto necesitaban. Cuando llamó con los nudillos, Isabella abrió la puerta.
La chica miró a Lena con unos ojos como platos antes de echarle los brazos al cuello.
—¡Cuánto me alegro de verte! ¿Qué tal te ha ido el curso?
Lena sonrió con cariño y se concedió un momento para devolverle el abrazo, antes de despegarse con suavidad. En los años que llevaba trabajando para los Ficollo, había descubierto que Isabella, como muchas de las billonarias herederas de la jet set internacional, tenía cuanto necesitaba excepto una buena amiga.
—Ha sido muy productivo, como siempre, señorita Ficollo.
—Pero ¿te has DIVERTIDO?
A Isabella le brillaban los ojos y exhibía una sonrisa tan tenazmente vivaracha como el verano anterior.
—Desde luego que sí, señorita Ficollo.
La muchacha le estrujó las manos.
—¿Has visto? Mi laberinto ya está terminado.
—Ha quedado precioso.
Isabella arrastró a Lena al balcón, desde donde se apreciaba el alzado de todo el complejo. Allí estaban la piscina y el chiringuito, las canchas de tenis y de baloncesto, los jardines, la pista de golf y la última adición a las instalaciones: el laberinto de setos, construido especialmente para Isabella. La joven suspiró con felicidad.
—Es tal y como yo soñaba. Va a ser un verano alucinante.
—Tan maravilloso como el anterior —asintió Lena.
—¿Te viene bien que juguemos un partido de tenis esta mañana?
—Me temo que no será posible. Tengo que recoger a un nuevo empleado en la estación del tren —se disculpó Lena—. ¿Podemos dejarlo para la tarde?
—Pues claro que sí —exclamó Isabella—. ¿Un nuevo empleado? ¡Qué emocionante! Me encanta conocer gente nueva.
Lena arrugó su perfecta nariz.
—Las personas nuevas traen cambios consigo.
Por si todavía no lo habéis adivinado, el segundo miembro de nuestra pareja protagonista es el nuevo empleado en cuestión, Arlo Kean. A diferencia de Lena, Arlo estaba totalmente habituado a los cambios. Tres colegios en tres años, cada cual más estricto que el anterior. Tal vez su madre se habría sentido molesta por las frecuentes expulsiones de su hijo, de no haber sido porque ella misma cambiaba de trabajo y de novio cada dos por tres. Arlo y su madre compensaban la inconsistencia con una gran capacidad de adaptación. Gracias a esta, la madre de Arlo había empezado a salir con uno de los hombres más ricos de Nueva York, que a su vez le había facilitado a Arlo un empleo estival en el lujoso complejo turístico. Comparado con el empleo del verano anterior, cargar cajas en un almacén, este se le antojaba lo mismo que pasar tres meses en el paraíso.
Según se apeaba del tren, Arlo se peinó con los dedos las ondas castañas tirando a rubias. Necesitaba un buen corte de pelo, y la frecuencia con la que el flequillo le caía sobre los ojos no podía ser sino intencionada. Escudriñó el gentío de la estación buscando a la persona que debía acudir a recogerlo. Sonrió al ver a una chica más o menos de su edad que sostenía un cartel con el apellido «Kean». La joven poseía ese tipo de belleza que cambia según el ángulo desde el que la observas. Contemplada desde este lado, tenía unos rasgos elegantes y afilados como cuchillos. Desde el otro, sus ojos ardían como si albergaran fuego interior. Y resulta que a Arlo le encantaba jugar tanto con cuchillos como con cerillas.
Sonriendo, se encaminó hacia la chica y señaló el cartel.
—Ese soy yo.
Ella lo evaluó con la mirada.
—Bueno, como mínimo nos alegrarás la vista, supongo. Vamos. El resto del personal se encuentra ya en el hotel. Tendríamos que estar allí antes del mediodía.
Mientras la seguía al pequeño aparcamiento que había detrás de la estación, Arlo decidió que eso de que les alegraría la vista era un cumplido.
—¿Trabajas en el hotel?
—Ajá. —Ella pulsó el botón del llavero para desbloquear un pequeño todoterreno híbrido, de color negro.
—En ese caso, no me imagino nada que pueda mejorar el panorama —observó según se encaramaba al asiento del copiloto.
Ella esbozó una leve sonrisa al mismo tiempo que arrancaba el coche.
—Todo es mejorable.
—¿Y qué? ¿Tienes novio?
—No —respondió ella, lacónica, sin desviar los ojos de la carretera.
—¿Y estás en ello?
—No.
—Ah —dijo Arlo—. Claro. A mí tampoco me gusta comprometerme.
Ella le lanzó una mirada severa.
—No lo dudo.
—Eh, no lo decía en ese sentido.
Ella devolvió la vista a la carretera.
—¿Y en qué sentido lo decías?
—Pues… —Arlo consideró varias respuestas posibles y las fue rechazando una a una—. Me parece que calladito estoy más guapo.
—Estaba a punto de decir eso mismo —le espetó la joven.
Y así concluyó el primer encuentro de nuestros dos protagonistas, querido lector. Nada de chico conoce a chica, ni de amor a primera vista. Al fin y al cabo, esas cosas únicamente suceden en las peores novelas de amor. Y, aunque esta fuera una historia romántica —cosa que sin duda no es—, sé que ningún lector con criterio me perdonaría un giro tan banal.
La señora Patricia Nalone reposaba junto a la piscina. El médico le había dicho, más de una vez, que a su edad debería abstenerse de tomar el sol. Que hacerlo era algo así como abrirle la puerta al cáncer de piel e invitarlo a entrar. Pero, si se privara de un intenso bronceado, la señora Nalone se sentiría tan rara como si renunciara al cabello rubio para aceptar su gris natural. Así que descansaba en la tumbona con la avejentada piel empapada en loción y una copa de vino frío en la mano, aunque todavía no habían dado las doce del mediodía.
—En serio, Vito —le reprochó a su hijo con una voz que fue sensual en sus tiempos, pero que ahora acusaba los estragos de medio siglo macerada en humo y alcohol—. No sé qué demonios te pasa.
—A mí no me pasa nada, madre —respondió Vito Nalone con aire ausente. Tenía casi toda la atención centrada en su postura mientras alzaba una mancuerna. El entrenamiento con pesas no consistía únicamente en cargar el máximo peso posible. Subir y bajar mancuernas no servía de nada si no adoptabas la postura perfecta para maximizar tanto el tamaño como la definición.
En algunos aspectos, Vito se parecía mucho a su madre. La loción solar iluminaba su bronceada piel, aunque en su caso fuera una piel suave y tersa en un cuerpo joven y muy trabajado. No se teñía su cabello oscuro, no del todo, pero se permitía unos cuantos reflejos rubios.
—¿Y por qué no invitas a salir a Isabella Ficollo? —La madre habría fruncido el ceño si su reciente sesión de bótox no se lo hubiera impedido.
Vito encogió los musculosos hombros.
—No me interesa.
—¿Cómo no te va a interesar la heredera única de miles de millones de dólares?
Vito dejó la mancuerna en el suelo y volvió a recostarse en la tumbona. Observó al jefe de personal, Brice Ghello, que ahora pasaba por delante de él examinando una tablilla portapapeles con el ceño fruncido. Brice emanaba un aire casi obsesivamente honesto que a Vito se le antojaba extremadamente atractivo.
—No sé, madre. No me gusta.
El personal del Hotel del Arte se reunió en la pista de baloncesto a las doce en punto del mediodía. Constituía un nutrido grupo formado por estudiantes de secundaria y universitarios, principalmente. Arlo volvió la vista hacia las canastas con expresión anhelante. Se preguntó si a los empleados se les permitía jugar. No porque las restricciones al respecto fueran a detenerlo, pero suponían un factor a tener en cuenta.
Un chico joven, de unos quince o dieciséis años, se plantó a su lado. También miraba los aros con atención.
—¿Qué te parece? —le preguntó Arlo—. ¿Crees que nos dejarán echar unas canastas por las noches?
El chico unió las manos como si rezara o suplicara.
—Te presento a Zeke Zanni —intervino Lena, que estaba allí cerca.
—Hola, Zeke. —Arlo le tendió la mano.
Zeke se la estrechó y sonrió, pero no dijo nada.
—Zeke no habla —explicó Lena.
—¿Por qué no?
Lena se encogió de hombros.
—Nunca lo ha dicho. —Señaló hacia el frente—. Brice está a punto de empezar.
Brice Ghello parecía un poco mayor que Arlo. Debía de rondar los veinte.
—Hola a todos. ¿Os parece que empecemos? —Echó un vistazo a su tabla portapapeles mientras esperaba a que las conversaciones se apagaran—. Como director del Hotel del Arte, quiero daros la bienvenida al primer día del verano y al inicio de nuestra temporada alta. Algunos de los huéspedes ya han llegado. Otros lo harán en los próximos días. Los pocos nuevos de este año pasad a verme cuando termine la reunión, para que os entregue el uniforme y os comunique el puesto que os he asignado. Deberíais llevar el uniforme puesto siempre que estéis trabajando, con el fin de que los huéspedes sepan que estáis ahí para ayudarlos.
Arlo echó una ojeada al polo blanco y a los ajustados —y en su opinión demasiado cortos— pantalones. Le susurró a Lena:
—¿Es normal que los pantalones del uniforme queden tan justos?
Ella le dedicó una sonrisa lobuna.
—Es una de las cosas que más me gustan de trabajar aquí.
—Pensaba que no buscabas novio.
—Hay todo un abanico de posibilidades entre mirar a un chico mono con pantaloncitos cortos y buscar novio.
—¿Y dónde me colocarías a mí en ese abanico?
Lena se echó hacia atrás y le miró el trasero.
—Si demuestras no ser un completo imbécil, a lo mejor tienes alguna posibilidad.
Zeke propinó un codazo a Arlo y le dedicó una sonrisa de complicidad.
—¿Esta es su versión de un cumplido? —preguntó Arlo.
Zeke asintió.
—Tened muy claro —estaba diciendo Brice— que, al margen de vuestras responsabilidades individuales, la satisfacción de los huéspedes debe ser vuestro principal objetivo. Sea lo que sea lo que estéis haciendo, si un huésped os solicita ALGO, tenéis que complacerlo. ¿Entendido? Vale, los nuevos conmigo, los demás ya podéis volver a vuestros puestos.
La concurrencia se dispersó y Lena le propinó un codazo a Arlo.
—A ver qué puesto te asigna. Brice posee un extraño don para adjudicarle a cada persona su trabajo ideal.
Caminando contra corriente, se acercaron a Brice. Arlo se percató de que Zeke los seguía.
—¿Y tú de qué trabajas, Zeke? —le preguntó Arlo. No sabía si el chico le podría contestar, pero le parecía una grosería preguntarle a Lena estando presente el aludido.
Zeke unió los puños como si sostuviera un palo de golf invisible, fingió golpear la pelota y se llevó la mano a la frente al modo de una visera mientras seguía la trayectoria de la supuesta bola con la mirada.
—¿Caddie? Qué chollo. Ojalá me toque algo parecido.
—Eh, Brice. —Lena señaló a Arlo con el pulgar—. El chico nuevo. Todavía no ha demostrado ser un completo idiota.
—Vale.
Brice se frotó la barbilla y observó a Arlo con los ojos entornados.
—¿Cómo, no hay sombrero seleccionador? —preguntó Arlo.
—Encargado de la limpieza de la piscina —dictaminó Brice.
—¿Me tomas el pelo?
Arlo fingió no oír a Lena y a Zeke, que se reían por lo bajo.
—Para nada —respondió Brice con seriedad—. La piscina es una de las zonas más frecuentadas del complejo. Necesito a una persona atractiva, pero también lo bastante inteligente como para controlar el recinto. Sabes nadar, ¿no?
—Bueno, sí…
—Perfecto —zanjó Brice—. Es un puesto importante. De hecho, es posible que te forme yo en persona.
Arlo comprendió que su jefe hablaba en serio y se obligó a sonreír.
—Genial.
—¡Eh, Lena! —gritó una voz vivaracha desde el otro lado de la cancha. Una chica de la edad de Arlo, enfundada en un polo rosa y una minifalda blanca, agitó una raqueta de tenis. El sol la iluminaba por detrás y Arlo se vio forzado a entornar los ojos para mirarla, lo que otorgó a la joven un misterioso aire angelical—. ¿Te viene bien jugar ahora?
Lena sonrió con cariño.
—Pues claro, señorita Ficollo. Enseguida voy. —Se volvió hacia sus compañeros—. Bueno, chicos. El deber me llama.
Arlo la siguió con los ojos cuando ella se alejó a trote ligero, y comprendió que los ajustados pantaloncitos del uniforme tenían también sus ventajas. Exhaló un suspiro.
Brice siguió la trayectoria de la mirada de Arlo hasta posarse en Lena.
—Lo tienes claro.
—Me considero un optimista —replicó Arlo.
—Pues, buena suerte. —Agarró a Arlo por los hombros y le obligó a dar media vuelta—. Pero ya verás como el trabajo de encargado de la piscina te va a resultar increíblemente satisfactorio en otros sentidos. Caray, yo mismo fui chico de la piscina el primer año que trabajé aquí. Te sorprenderá lo interesante que puede llegar a ser.
—Lo estoy deseando —fue la respuesta de Arlo. Mientras Brice lo empujaba hacia el agua, Arlo miró a Zeke por encima del hombro y articuló—: ¿Unas canastas después del trabajo?
Zeke le mostró los dos pulgares.
—Bueno —empezó Brice con los ojos brillantes de la emoción—. El trabajo consta de dos tareas: asegurarse de que el agua tenga el pH adecuado y limpiar la superficie para que ofrezca siempre un aspecto impecable.
—¿El chico con el que hablabais Brice y tú es el nuevo miembro del equipo? —preguntó Isabella según efectuaba el saque con una desenvoltura que le había costado años perfeccionar.
—Sí. El nuevo chico de la piscina —dijo Lena al tiempo que devolvía la pelota.
—¿Intentas hacerme creer que no sabes cómo se llama? —Isabella golpeó la bola—. ¿Tú, Lena Cole, la que lo sabe todo?
Lena falló un revés. Se encaminó hacia la pelota, que había caído junto a la valla, con tranquilidad.
—Se llama Arlo Kean.
—Es mono —comentó Isabella.
—Es un liante.
Si la hubieran presionado, Lena habría reconocido que lo consideraba atractivo. Y su facilidad para comunicarse con Zeke también le llamaba la atención. Pero Arlo Kean emanaba algo que la desestabilizaba un poquito. Y esa sensación no le gustaba nada de nada.
—¿Sabes cuál es tu problema, Lena?
—Dígamelo, por favor, señorita Ficollo —la invitó Lena, que hacía rebotar la pelota contra la raqueta.
—Que te precipitas en tus conclusiones. Puede que te haya parecido un liante a primera vista. A veces hay que mirar a los chicos dos veces para ver su verdadero fondo.
—¿Como al joven señor Elore?
Lena apuntó con la raqueta a la entrada del complejo, que en ese momento cruzaban Franklyn Elore y su madre.
—Ay, Franklyn… —Cuando lo vio, el talante vivaracho de Isabella se derritió como un caramelo al sol—. Parece aún más ensimismado que el verano pasado, ¿no crees?
—Si por ensimismado se refiere a que tiene la cabeza en las nubes…
A Lena, Franklyn le recordaba a un poeta romántico del estilo de Byron y Shelley. Exhibía una mirada atormentada, un atuendo perpetuamente arrugado y un aire de melancólica inocencia, combinado con una absoluta falta de contacto con el mundo exterior. Ahora lo veía haciendo esfuerzos por arrastrar un carrito cargado de libros por la acera sin que se desviase al jardín. Llevaba el pelo alborotado, las gafas torcidas y los cordones desatados.
Lena sabía que no se le podía reprochar, no demasiado, porque su madre no era mucho mejor. La doctora Elore, que lo seguía de cerca con un libro electrónico en la mano, apenas se las arreglaba para no tropezar con nada mientras leía. Exhibía también el pelo alborotado, la ropa igual de arrugada. Pero si bien Franklyn se gastaba aires de poeta romántico, su madre parecía más bien una estirada profesora de alguna universidad privada que apenas veía la luz del sol, es decir, exactamente lo que era. Cada año, el señor Elore enviaba a su esposa y a su hijo al Hotel del Arte a pasar el verano, y Lena entendía perfectamente que él optara por quedarse en casa.
—Franklyn, querido —lo llamó la doctora Elore sin apartar los ojos del libro electrónico—. Dada la categoría superior de De bello Gallico de César, no entiendo que bases tu plan de estudios de latín para el verano en esa bobada sentimental de Virgilio.
—Porque, madre —alegó Franklyn, que seguía tratando de arrastrar su carro más allá de la pista de tenis—, me interesa más el ALMA del lenguaje que su contenido político.
—¿Lista para el saque, señorita Ficollo? —preguntó Lena con un atisbo de impaciencia.
Isabella salió del trance y, con un enorme esfuerzo, recogió sus trocitos de caramelo derretidos para devolverles la forma de una atractiva heredera.
—Sí, claro. Cuando quieras.
Sin embargo, en el preciso instante en el que Lena lanzaba la pelota, el carro de Franklyn tropezó hacia delante y los libros cayeron por toda la acera como una baraja de cartas en latín.
—¡Oh, no!
La suave voz de Franklyn atrapó la mirada de Isabella justo cuando la pelota de tenis llegaba a su altura. En lugar de contactar con su raqueta, la pelota contactó con la cabeza de Isabella, que cayó en la pista como un fardo en absoluto vivaracho.
—¡Isabella!
Lena saltó la red y corrió a su lado.
Franklyn se volvió al oír el nombre.
—¡Señorita Ficollo!
Sorteó los libros a trompicones y se enredó con un ejemplar de la Eneida antes de recuperar el equilibrio y encaminarse hacia Isabella a toda prisa.
Lena ayudó a su amiga a sentarse y le examinó la marca roja de la frente. Cabía la posibilidad de que Lena, un pelín molesta por el inagotable interés que su compañera dispensaba a Franklyn, hubiera sacado con demasiada fuerza. Un minúsculo chichón asomaba a la frente de Isabella.
El muchacho estaba plantado junto a ella con aire patoso, retorciéndose las manos.
—¡Señorita Ficollo! ¿Se encuentra bien?
Isabella abrió los ojos. Sus sonrosados labios esbozaron una dulce sonrisa cuando dijo:
—Por favor, Franklyn. Llámame Isabella.
—I-sa-be-lla. —El joven separó cada sílaba como si estudiara una pieza orquestal, sección a sección, con el fin de averiguar de qué modo encajaba en un todo hasta crear un sonido tan hermoso—. Isabella…
—¿Sí, Franklyn? —preguntó ella sin aliento.
—Me alegro de que te encuentres bien.
Y salió por piernas.
Isabella suspiró.
—Puede que yo no le guste, al fin y al cabo.
Estaba tan acostumbrada a que todo el mundo le demostrara afecto, que nunca había perfeccionado el arte de detectar señales más sutiles.
—No creo que sea eso —opinó Lena.
Isabella frunció el ceño y, aun conmocionada ligeramente y enfurruñada, se las arregló para conservar su talante vivaracho, lo que demuestra la utilidad de años de práctica y compromiso.
—Solo lo dices para que me sienta mejor.
Lena miró la amoratada frente de Isabella y la embargó un pequeño sentimiento de culpa.
—Le diré lo que vamos a hacer. Para compensarle por el pelotazo, ¿quiere que lo averigüe?
—El truco está en el juego de muñeca —decía Brice al mismo tiempo que le mostraba a su aprendiz la manera correcta de extraer insectos muertos y moribundos de la superficie de la piscina. Sosteniendo holgadamente la pértiga de metal con ambas manos, hundió la red en el agua azul y clorada—. La sumerges de lado para no crear corrientes y luego los recoges desde ABAJO.
—Ya lo pillo. —Arlo intentó acomodarse los pantalones del uniforme a una posición que le proporcionase más holgura.
—No quiero agobiarte. A lo mejor deberíamos dejar la lección del uso del aspirador para mañana.
—Ooh, ¿en serio? Con las ganas que tenía de aprender a aspirar el fondo de la piscina —bromeó Arlo.
Brice asintió.
—Sí, tienes razón. Mejor ahora.
El rostro de Arlo dibujó una mueca de dolor. Un día de estos aprendería a cerrar el pico. Ahora necesitaba una maniobra de distracción.
—Eh, ese musculitos requemado no te quita los ojos de encima.
Brice se sonrojó de la frente al cuello.
—No digas tonterías. Es el hijo de la señora Nalone, una de nuestras invitadas más apreciadas.
—¿Y?
—Pues que, aunque no me quitara los ojos de encima, cosa que seguramente no sea verdad…
—Venga, vuélvete. Todavía te está mirando. Y con descaro, diría.
—No voy a mirar, y de todas formas da igual, porque tenemos terminantemente prohibido… enredarnos con los huéspedes.
—Ah. —Arlo observaba cómo su jefe toqueteaba la pértiga—. Y es una regla muy estricta, ¿no?
Brice estaba tan colorado que su cara se había vuelto casi lila.
—Solo lo digo para saber si hay posibilidades de romperla o no —prosiguió Arlo.
—Yo… Uy, qué tarde es. —Brice miró su reloj haciendo muchos aspavientos—. La doctora Elore y su hijo ya deben de haber llegado. Será mejor que vaya a mirar si tienen todo lo que necesitan. —Le plantó a Arlo la pértiga de metal en las manos—. Tú…, esto…, sigue limpiando la piscina.
Y se apresuró hacia el hotel.
Arlo sonrió. El arte del aspirado, postergado un día más. Su bocaza también lo sacaba de apuros de vez en cuando, lo que explicaba por qué nunca aprendía.
—Casi se me olvida —le susurró Brice, que acababa de reaparecer—. Si ves a la doctora Elore, haz lo que haga falta para mantenerla lejos de la señora Nalone. Le prometí al señor Ficollo que este año no haría falta llamar a una ambulancia ni a la policía.
—Entendido —asintió Arlo, aunque no entendía nada. Supuso que llegado el caso, el asunto sería más que evidente.
Cuando Brice se marchó, Arlo observó la zona de la piscina. No había mucho que ver. La propia piscina estaba diseñada en forma de L, con una parte más larga para los que deseaban practicar la natación. También contaba con un jacuzzi, además de un cobertizo en el que se guardaban los utensilios de limpieza. El recinto estaba rodeado de tumbonas. Había varias personas haciendo largos y muchas más tendidas en las hamacas, entre estas la apreciada señora Nalone y su hijo.
Así pues, este era el verano que tenía por delante. Sin duda preferible a cargar cajas, pero Arlo se preguntó cómo podía mejorarlo. El primer paso y más evidente sería conseguir que su jefe se tranquilizase. Y el modo más eficaz de conseguirlo implicaba que echara un polvo.
Según iba retirando la suciedad de la superficie del agua, Arlo se fue desplazando despacio hacia los Nalone. Todavía no había urdido ningún plan, pero pensó que escuchar a hurtadillas le ayudaría a cazar alguna pista.
—Eres de lo que no hay, Vito. —Unas enormes gafas de sol cubrían la mitad del rostro de la señora Nalone. Parecía una Barbie recién sacada de una freidora—. No te estoy pidiendo que invites a salir a una heredera fea.
—Isabella es muy guapa —convino Vito sin entusiasmo.
—Está para comérsela.
—¿Para COMÉRSELA, madre?
—¿Los chicos de hoy ya no lo dicen? —La señora Nalone se encogió de hombros—. Da igual, es un bellezón. Ojalá yo tuviera unas domingas tan tiesas de nacimiento.
—¡Madre!
—¿Qué? Me habría ahorrado una fortuna. —Bebió un largo trago de chardonnay y luego se volvió hacia Arlo—. ¡Tú! ¡Chico!
—¿Sí, señora? —preguntó Arlo.
La señora Nalone frunció el ceño debajo de sus enormes gafas.
—¿Eres nuevo?
—Sí, señora. Hoy es mi primer día.
—Vaya —exclamó la mujer de un modo que intranquilizó a Arlo—. ¿Cómo te llamas?
—Arlo, señora.
—¿Como el cantante de folk?
—Sí, señora.
La mujer resopló asqueada.
—Odio la música folk. Te llamaré «chico de la piscina».
—Como guste, señora —asintió Arlo, que recordaba bien la insistencia de Brice en complacer a los huéspedes. Le seguiría la corriente. Prefería eso a limpiar la piscina.
—Vaya, me caes bien.
La señora Nalone se humedeció unos labios profusamente pintados de rojo.
—Madre —la reprendió Vito.
La señora Nalone desdeñó la intervención de su hijo con un gesto y siguió charlando con Arlo.
—¿Conoces a la señorita Ficollo, la hija del propietario?
—La he visto de lejos, señora.
—Bien. ¿Y tú no te la comerías?
Arlo volvió la vista hacia Vito. Se había quedado a cuadros.
Vito suspiró.
—Será mejor que le sigas la corriente.
Arlo devolvió la mirada a la señora Nalone.
—Sí, señora.
—¿Hasta QUÉ punto?
—Sin pensármelo dos veces.
—¿Y a ti te molestaría —siguió preguntando la dama— heredar miles de millones de dólares?
—En absoluto, señora.
La señora Nalone se recostó en su tumbona con una expresión de satisfacción en el rostro.
—¿Lo ves? El chico de la piscina tiene más sentido común que tú, Vito.
Se desplazó las gafas hacia la frente para fulminar a su hijo con todo el impacto de sus ojos. Vito se retorció en la silla al tiempo que buscaba con la mirada la manera de escapar.
Arlo lo compadeció. Por otro lado, la conversación había sido sumamente productiva en lo concerniente a su decisión de buscarle un ligue a Brice, aunque no demasiado prometedora. El hecho de que Vito no hubiera salido del armario, o al menos de que su madre siguiera en la inopia, complicaba la situación.
Vito sonrió de oreja a oreja.
—Mira, mamá. Los Elore están aquí.
La señora Nalone se incorporó en la tumbona.
—¿De verdad?
Se puso en pie de un salto y se encaminó a toda prisa al chiringuito. Junto a la barra había una mujer vestida más para un safari que para tomar el sol, con pantaloncitos de color caqui y camisa de manga corta a juego. Llevaba gafas de culo de botella y poseía una frente interminable.
—¿Esa es la doctora Elore? —le preguntó Arlo a Vito.
—Ya lo creo que sí.
—Uf. —Las dos mujeres se sonrieron y se abrazaron bajo la atenta mirada de Arlo—. Mi jefe me ha dicho que procure poner distancia entre ambas.
—Sí, eso viene más tarde. —Vito se levantó y se dirigió a las pistas de golf—. Hoy es el primer día, así que… aguantarán hasta la hora de cenar.
—Sus labios son como… rosas biológicas. Su cabello, igual que… pasta sin gluten.
El hecho de poseer inclinaciones poéticas no implicaba que estuvieras dotado para la poesía. Sin embargo, este no era el primer poema malo que Franklyn componía sobre Isabella, y Zeke ya estaba acostumbrado. Se tendió en una suave ladera y acarició la hierba podada mientras Franklyn Elore se desplomaba sobre un banco, boli y libreta en mano. Los dos juegos de palos yacían sobre la hierba. Hoy nadie los iba a usar.
Franklyn frunció el ceño mientras repasaba lo que había escrito.
—Mejor que no sea pasta. La pasta sin gluten se amazacota. El pelo de Isabella nunca parece un mazacote. —Gimió y se dejó caer del banco a la hierba, al lado de Zeke, con los brazos y las piernas abiertos de par en par—. ¿No crees que Isabella es la chica más guapa que ha existido jamás?
Zeke sonrió y asintió con entusiasmo.
Franklyn sostuvo la libreta en alto.
—Es imposible, Zeke. Las meras palabras jamás podrán capturar un carisma tan trascendente.
Una vez más, Zeke sonrió y asintió.
El otro entornó los ojos.
—¿Me estás siguiendo la corriente?
Zeke se encogió de hombros.
Franklyn suspiró y soltó la libreta.
—Intentas aliviar mi dolor como si estuviera enfermo. ¿Acaso el amor no es más que eso? ¿Una dolencia?
Zeke le propinó unas compasivas palmaditas en la cabeza.
—Estoy enfermo de amor. Estoy harto del AMOR. —Franklyn cerró los ojos, dejando que el sol de la tarde bañara su rostro—. Ojalá encontrara la manera de decirle que… —Suspiró nuevamente—. No, es imposible. Estoy seguro de que ni siquiera le intereso. ¿Cómo iba a interesarle un tipo como yo?
Los dos chicos se quedaron tumbados en el campo de golf con los ojos cerrados. Poco a poco, cobraron consciencia de unos pasos que se acercaban.
—Vaya, vaya. Ya me imaginaba yo que encontraría aquí a Franklyn Elore, debajo de todos esos suspiros y gemidos.
Franklyn abrió los ojos y vio a Vito plantado delante de él, sonriendo. Le tendió la mano.
—¿Me ayudas a levantarme?
—En realidad, pensaba unirme a vosotros. —Vito se sentó al otro lado de Zeke—. Deduzco que ya has visto a Isabella.
—Está aún más encantadora que el verano pasado.
—Sí que está bien dotada, lo reconozco. Mi madre se muere de envidia.
—¿Todavía quiere que salgas con ella?
—Claro. Por mil millones de dólares, se tragaría los celos que hiciera falta.
—¿Y si…, ya sabes, le dices la verdad?
—Me tomas el pelo, ¿verdad?
—Eso solucionaría el problema —replicó Franklyn a la defensiva.
—Ya lo sé. He estado a punto. Lo tenía en la punta de la lengua, pero entonces… —Sacudió la cabeza—. No puedo.
Zeke le propinó a Vito unas compasivas palmaditas en la cabeza.
Este prosiguió:
—¿Sabes qué, Franklyn? Si TÚ salieras con Isabella, se arreglarían tus problemas y los míos.
—Ahora eres TÚ el que me toma el pelo a mí.
—No es tan absurdo —se defendió Vito.
—Está fuera de mi alcance.
—Es verdad —reconoció el otro.
—Y, aunque por algún milagro del cielo aceptara salir conmigo, mi madre nunca lo aprobaría.
—Las exigencias de tu madre en cuestión de nota media son un pelín exageradas —observó Vito—. No todo el mundo puede clavar un nueve en todas las asignaturas.
—En realidad, tuve que convencerla de que se conformara con un nueve y medio, arguyendo que una nota regular de vez en cuanto fortalece el carácter.
—De todos modos, me han dicho que Isabella ronda el ocho y medio, que es una nota mejor que cualquiera de las mías. No es tonta, que digamos.
—Pues claro que no. Pero cuéntaselo a mi madre…
Ahora le tocaba a Franklyn recibir la palmadita compasiva de Zeke.
Se quedaron allí escuchando el canto de los pájaros, el rumor del viento entre las hojas y, muy a lo lejos, el golpe de un palo de golf contra una bola.
—Hoy he visto a Brice con el nuevo chico de la piscina —comentó Vito—. Se lo toma todo tan en serio. Es adorable.
—Deberías salir con él —sugirió Franklyn.
—¿Después de decirle a mi madre que soy gay?
—Podríais veros en secreto. En los viejos tiempos se hacía constantemente.
—Mi madre se enteraría —afirmó Vito—. Y aunque no fuera así, lo pasaría fatal si tuviera que mentirle. Además, ni siquiera sé si le gusto a Brice.
—¿Con ese cuerpazo que tienes?
Franklyn alargó la mano por delante de Zeke y pellizcó el enorme bíceps de Vito.
—Ya lo sé, ¿vale? —replicó Vito—. Pero nunca me mira. Es posible que… no le gusten los tíos cachas.
—Tanto trabajo para nada. Qué injusto…
—El amor es injusto —sentenció Franklyn.
Zeke les propinó palmaditas a ambos a la vez.
—Siempre te estamos contando nuestras penas, Zeke —se compadeció Franklyn—. A veces me siento culpable.
—Ah, a Zeke no le importa, ¿verdad? —le preguntó Vito.
Zeke sonrió con aire complacido. Querido lector, si alguna vez hubieras tenido que patearte un campo de golf a pleno sol durante horas, cargado con una desgalichada bolsa de golf llena de largos objetos metálicos, sin duda preferirías tenderte al sol a escuchar por encima las quejas de dos niños ricos.
Lena e Isabella tomaban una sauna en bañador. A Lena no la volvían loca las salas diseñadas para inducirte un desagradable calor. Y la idea de saltar después a una piscina de agua sobrecogedoramente fría le atraía aún menos. Pero la doctora Elore le había sugerido a Isabella el verano anterior que la sauna les venía bien a las chicas con su tipo de piel y, aunque Lena había señalado que la mujer era doctora en Historia Antigua y no en Dermatología, los baños de vapor se habían convertido en un ritual diario que las dos amigas compartían a última hora de la tarde.
—¿Por qué no me has contado nada del nuevo chico de la piscina? —preguntó Isabella. Ni siquiera ella podía conservar su talante vivaracho. Dentro de una sauna, se conformaba con ser vivaz.
—No hay gran cosa que contar —respondió Lena desdeñando el asunto—. Únicamente lo conozco desde esta mañana.
Lo malo de la vivacidad es que te puede llevar a insistir en temas que la otra persona, obviamente, desea evitar.
—¿De dónde es? ¿A qué colegio va? ¿Tiene novia?
—Procede de la ciudad, pero se muda a menudo. Y cambia de colegio cada año. Sinceramente, viendo su currículo, yo no lo habría contratado. Pero parece ser que lo recomendó un amigo de su padre, el señor Ficollo.
—Entonces está bien relacionado —adivinó Isabella—. Qué misterioso.
Lena se enjugó el exceso de sudor de la frente.
—¿Por qué le interesa tanto?
Isabella hizo un mohín.
—Porque sería mucho más divertido soñar con Franklyn si tú también tuvieras a alguien con quien soñar.
—Vale, pues supongamos, solo hipotéticamente, que el joven señor Kean me hace tilín. Aunque así fuera, yo no soy de esas chicas que se ponen a soñar con el chico que les gusta.
Isabella se frotó las sudorosas manos entre sí.
—Aun así, por darle unas POCAS esperanzas no te ibas a morir. A lo mejor nos venía bien tenerlo cerca este verano.
—¿Está hablando de utilizarlo? —quiso saber Lena.
—¡Pues claro! ¿Para qué sirven los chicos, si no? Se les puede utilizar para un montón de cosas: cargar maletas, construir, arreglar, recordar. Algunos hasta te alegran la vista.
—La idea de tener uno cerca ofrece ventajas prácticas y estéticas, es verdad —reconoció Lena.
—Tú piénsalo. ¿Lista para saltar a la piscina?
La sauna femenina daba a los vestuarios. Lena e Isabella pasaron por delante de un grupo de señoras desnudas de camino a la piscina. Según se acercaban, oyeron el inconfundible tono de voz cascado de la señora Nalone.
—Tu hijo es un pardillo que va siempre por ahí con la nariz pegada a un libro. ¡Por eso no tiene novia!
—Ya —replicó la doctora Elore, impertérrita—. Pues TU hijo es un patán incapaz de formular una frase coherente. Por eso no tiene novia.
—¿Ya estamos? —suspiró Lena.
—Espero que no hayan empezado todavía a tirarse los trastos a la cabeza —deseó Isabella.
Las dos chicas salieron a toda prisa al recinto de la piscina. La señora Nalone y la doctora Elore se fulminaban ahora con la mirada. Por lo visto, todavía no habían pasado a las manos, pero les faltaba muy poco. El pobre Arlo era el que tenía las de perder. Estaba plantado entre las dos, directamente en la línea de fuego.
Levantó las manos.
—A ver, señoras, por favor. Vamos a tranquilizarnos un poco.
—¡Vaca sabionda! —vociferó la señora Nalone.
—¡Fantoche sin seso! —aulló la doctora Elore.
—¿Qué se propone Arlo?
—Portarse como un héroe —apuntó Isabella, y le propinó un codazo a su amiga.
—El heroísmo está sobrevalorado, y la valentía a menudo indica falta de inteligencia —replicó Lena—. Además, no nos servirá de mucho si lo dejan inconsciente con esa botella.
—Siempre he pensado que el sauvignon blanc del 98 es un vino muy ligero.
—Me temo que el trompazo le dolerá igual, sea cual sea la uva y la añada.
La señora Nalone agarró la botella de vino con las dos manos, por el cuello, lista para estampársela a Arlo en la cabeza si no se apartaba. Pero él, fiel a su misión, permaneció en su puesto. No, se corrigió Lena. «Fiel a su misión» sugería admiración y encanto. Mejor sustituirlo por: «obstinado, permaneció en su puesto». Sí, eso sonaba mucho más desagradable.
—¿Fantoche yo? —rugió la señora Nalone—. Te voy a partir esa cabeza tan inteligente que tienes.
—Dudo mucho que en esos atrofiados brazos tuyos haya masa muscular suficiente para levantar la botella siquiera —le espetó la doctora Elore.
—HAZ ALGO, Lena —suplicó Isabella—. El pobre Arlo va a acabar malherido.
Lena suspiró.
—Qué remedio.
—Ahora verás, engreída garrapata abotargada —gritó la señora Nalone—. ¡Solucionemos esto de una vez por todas y para siempre!
—¡Me parece muy bien! —vociferó la doctora Elore.
—Señoras, por favor. —Lena se interpuso en la reyerta con aire tranquilo, ocupando el puesto de Arlo—. Así no se hacen las cosas.
—¡No intentes detenerme! —chilló la señora Nalone, amenazándola con la botella de vino.
—Pues claro que no —le aseguró Lena—. Pero si pretenden solucionar esto de una vez por todas y para siempre, como han dicho, tendrán que hacerlo como es debido.
La botella de la señora Nalone decayó unos centímetros.
—¿Como es debido?
—Con un duelo. ¿Cómo si no? —apuntó Lena—. Supongo que nombrarán padrinos a sus hijos. ¿Le pido a Arlo que vaya a buscar las pistolas?
Miró a las dos mujeres alternativamente. Ambas parecían anonadadas ante la sugerencia.
—Pero… yo… —farfulló la señora Nalone—. ¡Jamás en mi vida he disparado una pistola!
—Eso la colocaría en una posición de ligera desventaja —convino Lena—. ¿Prefieren floretes entonces? Están un tanto anticuados, pero disminuyen el peligro de una herida fatal. Por lo general, los duelos a espada involucran la pérdida de alguna extremidad menor, en el peor de los casos.
—¿Pérdida de una extremidad? —Los grandes ojos de la doctora Elore se abrieron aún más si cabe detrás de sus gruesas gafas.
—Yo no me preocuparía demasiado, doctora —prosiguió Lena—. Los avances en materia protésica son espectaculares hoy en día.
—Pero… tampoco he luchado nunca con espada —balbuceó la señora Nalone.
—No creo que importe demasiado —respondió Lena—. Al fin y al cabo, tampoco creo que se haya peleado con nadie armada con una botella de vino de cien dólares. Y, ni que decir tiene, sea cual sea el resultado del duelo le cargaremos la botella a su habitación en caso de que se rompa.
—¿Cien dólares? —La señora Nalone bajó la vista hacia la botella en cuestión.
—Sí —confirmó Lena—. Así que yo en su lugar elegiría un arma más resistente. ¿Qué prefiere entonces? ¿Lanzas? ¿Arcos y flechas? ¿Navajas?
La señora Nalone la miraba de hito en hito.
Lena se volvió hacia la doctora Elore.
—Por lo visto, la señora Nalone le cede la elección a usted, doctora. Todo un detalle por su parte, dadas las circunstancias. ¿Qué arma prefiere USTED? Si quiere reducir el sangrado al mínimo, sugiero algo desafilado. ¿Porras, quizás? O también bates de béisbol. Estamos en plena temporada.
La doctora Elore palideció.
—Bueno, si ninguna de las dos está dispuesta a elegir un arma, habrá que posponer el duelo.
—Sí —musitó la señora Nalone—. Habrá que posponerlo…
—Estoy de acuerdo —convino la doctora.
Se hizo un profundo silencio, en el transcurso del cual se miraron unos a otros. Nada parecido había sucedido anteriormente en el Hotel del Arte.
Brice apareció en el umbral. Miro a su alrededor, percatándose del ambiente enrarecido.
—¿Va todo bien?
—Perfectamente —respondió Lena.
—Genial. Bueno, es hora de arreglarse para la cena.
El recinto de la piscina al completó exhaló un suspiro de alivio.
—Gracias por echarme una mano —le dijo Arlo a Lena mientras los huéspedes se encaminaban al hotel para cambiarse.
—¿Echarte una mano? —repitió Lena.
—Sí. O sea, lo tenía todo controlado, pero te agradezco la ayuda.
Lena estaba a punto de informar a Arlo de que, por lo que ella había visto, no tenía absolutamente nada controlado. Pero, contemplando su sonriente semblante, el bucle que le caía sobre el ojo, recordó la sugerencia de Isabella. No perdía nada por esforzarse un poco. Así pues, en vez de hacerle un reproche, sonrió:
—Ha sido muy valiente por tu parte interponerte entre las dos el primer día. Bobo. Pero valiente.
La pequeña alabanza produjo el mismo efecto en Arlo que el agua en una planta mustia. El chico resplandeció a ojos vistas: irguió la espalda, su sonrisa se ensanchó, se le iluminaron los ojos. Lena, que no se prodigaba en elogios, consideró la reacción una secuela interesante y potencialmente útil.
—Y tú has sido muy inteligente al convencerlas como lo has hecho.
—Supongo —reconoció Lena— que formamos un buen equipo.
El pecho de Arlo se hinchó de orgullo.
—Estoy de acuerdo.
—Bueno, hay que cambiarse e ir a ver a los Ficollo —sugirió ella.
—Tengo que reconocer que no me imaginaba que eras de esas chicas que se ponen bikini —confesó Arlo.
—¿Por qué no? —Lena dio media vuelta y se encaminó a la puerta—. Resulta que soy muy consciente de que el bikini me queda fenomenal.
—Otra cosa en la que estamos de acuerdo —respondió Arlo con voz queda. A continuación, más alto—: Ah, oye, Zeke y yo estaremos en las pistas de baloncesto cuando terminemos de trabajar. Si no tienes otros planes, podrías pasarte.
Lena se detuvo y meditó la invitación. El chico la había llevado a cabo con mucho estilo, tenía que reconocerlo. Incluir a Zeke le otorgaba un tono desenfadado y amistoso que excluía el riesgo de enfrentarse a una esas incómodas declaraciones de amor que tanto la habían incomodado otras veces. Además, tenía algo que preguntarle a Zeke.
—Puede que sí —respondió.
—¡Genial!
Arlo esbozó una sonrisa tan ancha, que la cara por poco se le parte en dos.
Según se dirigía al comedor, Lena se preguntó qué fuerza acababa de poner en movimiento. Arlo reaccionaba a su amabilidad como un cachorro ávido de cariño. Un cachorro adorable, debía admitirlo. Si no dosificaba las futuras alabanzas, corría el riesgo de acostumbrarse a prodigarlas.
—Deberías haberla visto, Zeke —comentó Arlo al mismo tiempo que lanzaba la pelota—. Cómo puso en su sitio a las viejas brujas. —La pelota golpeó el tablero y cayó por el aro. Zeke atrapó el rebote y se la devolvió a Arlo—. Y no te lo pierdas. Me dijo que formamos un BUEN EQUIPO. —Sopló una risa y volvió a lanzar la pelota—. ¿Qué te parece?
La pelota rodó alrededor del aro y entró. Zeke cazó el rebote otra vez, pero en esta ocasión botó la bola hacia la zona de los triples.
—Ah, espero que no te importe, le he dicho que se pasara por aquí después del trabajo —añadió Arlo.
Zeke se encogió de hombros y clavó el triple.
—Muy buena. —Arlo cazó la pelota. La botó unas cuantas veces mientras observaba el firmamento nocturno. Había muchas más estrellas aquí en el campo—. Es que nunca había conocido a una chica como Lena. Y he conocido a muchas chicas. Es… interesante… y guapa… y me mete caña. No sé por qué, pero eso me gusta. —Le pasó la pelota a Zeke—. No digo que esté enamorado ni ninguna chorrada por el estilo. Enamorarse es lo peor que le puede pasar a un chico. Te vuelve idiota.
Zeke puso los ojos en blanco y le tiró la pelota con fuerza a Arlo, que la atrapó y la hizo girar sobre un dedo. Zeke aplaudió, con expresión de admiración.
—¿Esto te parece guay? Pues ahora verás.
La pelota siguió girando mientras Arlo se la pasaba de una mano a otra, luego por debajo de una pierna y a continuación por la espalda.
Zeke aplaudió de nuevo.
—Más Harlem Globetrotter que All-Star de la NBA. —Lena acababa de llegar y ahora los miraba desde el lateral de la cancha, con los brazos cruzados—. ¿Por qué será que no me sorprende?
Arlo lanzó la pelota hacia arriba, la saludó con una rápida reverencia y volvió a atraparla.
—¿Qué tal tu primer día? —se interesó ella.
—Más emocionante de lo que esperaba —reconoció Arlo.
—¿Y qué tal tu vuelta, Zeke? —le preguntó al chico.
Zeke le enseñó los pulgares, atrapó la pelota que le pasaba Arlo y encestó.
—Zeke, me revienta ponerte en un compromiso, pero le he prometido a Isabella que te preguntaría —empezó Lena—. Esta tarde has sido el caddie de Franklyn, ¿verdad?
Zeke esbozó una sonrisilla sardónica y asintió, pensando quizás que su papel, más que de caddie, había sido de terapeuta.
—¿Te ha mencionado a Isabella?
Zeke se llevó una mano al corazón y la otra a la frente, a la vez que adoptaba una expresión a medio camino entre el éxtasis y el desmayo.
—Ya me parecía —respondió Lena—. Sigue demasiado asustado como para invitarla a salir. Bueno. Igual que el verano pasado, supongo. Se van a pasar las vacaciones lanzándose miraditas a través de la mesa.
Zeke sacó la lengua.
—Es verdad —asintió Lena—. Pero no podemos hacer nada para remediarlo.
—¿De qué va todo esto? —quiso saber Arlo.
—Franklyn e Isabella llevan años suspirando el uno por el otro, pero ninguno se atreve a dar el primer paso.
Arlo hizo botar la pelota entre las piernas.
—Pues yo diría que necesitan un empujón.
—¿De quién? —se extrañó Lena, genuinamente perpleja.
—Nuestro, claro.
Lena y Zeke intercambiaron una mirada insegura. A continuación, la chica opinó:
—Esa me parece una actitud entrometida además de presuntuosa.
—Yo prefiero definirla como «solícita» y «proactiva» —replicó Arlo.
—Tú marea las palabras tanto como mareas esa pelota —arguyó Lena—. En el fondo viene a ser lo mismo.
—Cualquiera diría que te da miedo meter un poco de salsa.
El chico tiró a canasta y la pelota atravesó el aro limpiamente.
—Cualquiera diría que todo esto te divierte —le soltó Lena.
—Solo si me favorece —respondió Arlo—. Tú piénsalo. Isabella y Franklyn por una parte, Brice y Vito por la otra. Los cuatro suspirando mutuamente de amor y nadie hace nada al respecto.
—¿Cómo sabes lo de Brice y Vito? —se extrañó ella.
—Porque tengo ojos en la cara. No me lo digas; eso también hace años que dura.
Lena y Zeke intercambiaron una mirada culpable.
—Imagina lo felices que serían los cuatro si se emparejaran —prosiguió Arlo—. Y piensa lo mucho que nos facilitaría la vida el que dejaran de lloriquear todo el tiempo.
Zeke posó una mano en el hombro de Lena y le lanzó una mirada suplicante.
—¿Tú también quieres hacerlo? —preguntó ella.
Él asintió con vehemencia, sin sonreír.
—Si lo ves tan claro… —Lena se cruzó de brazos y miró a Arlo con recelo—. ¿Y qué se te ha ocurrido?
Arlo sonrió.
—Algo que nos va a liberar a los tres.
Al día siguiente, por sugerencia de Lena, Isabella invitó a la doctora Elore, a Franklyn, a la señora Nalone y a Vito a explorar con ella el laberinto que su padre había mandado construir para ella. Además, y también por sugerencia de Lena, Isabella insistió en que Arlo y Brice anduvieran cerca por si alguien se perdía o necesitaba ayuda.
La idea de internarse en un laberinto inspiraba cierta curiosidad a la doctora Elore y a Franklyn, siendo como eran dos enamorados de los acertijos intelectuales. Y, como es natural, Franklyn estaba encantado de participar en cualquier actividad que lo colocara en las inmediaciones de la señorita Ficollo.
La señora Nalone y Vito recibieron la invitación con menos entusiasmo. A la señora Nalone le fastidiaba perderse aunque solo fuera una hora de sol directo y, en lo relativo a Vito, el evento le impediría llevar a cabo su sesión regular de entrenamiento. Sin embargo, la señora Nalone consideró que la excursión ofrecería una oportunidad de que Vito y la señorita Ficollo se conocieran mejor, y el muchacho, por su parte, mostro mucho más interés cuando descubrió que Brice estaría presente.
Brice se moría de la preocupación pensando que cundiría el caos en el centro vacacional si desviaba por un momento su atenta mirada, pero no podía dejar de atender la sugerencia de la señorita Ficollo.
—Gracias a todos por venir —empezó Isabella cuando sus invitados se reunieron en la entrada sur del laberinto. Los obsequió con una sonrisa que, de haber sido adecuadamente registrada y documentada, podría haber entrado en el Libro Guinness de los Récords como la más vivaracha jamás exhibida—. ¡Que empiece la aventura!
—¿Vamos a proceder siguiendo una estrategia en concreto? —preguntó la doctora, que era una amante de los planes, las estrategias y los horarios.
—Me alegro de que me haga esa pregunta, doctora —fue la respuesta de Isabella—. Sí, no podemos internarnos en un laberinto todos en masa, así que nos separaremos en grupos. Hay varias entradas. La señora Nalone, Vito y yo, acompañados de Lena, entraremos por la puerta sur. La doctora Elore y Franklyn, acompañados de Arlo y de Brice, accederán por la puerta oeste. Nos encontraremos en el centro del laberinto, que cuenta con una hermosa fuente y con un delicioso almuerzo ya preparado para nosotros. ¿No les parece maravilloso?
—¡Desde luego que sí! —exclamó la señora Nalone, que estaba muy contenta de que Vito y la señorita Ficollo fueran a pasar tanto tiempo juntos. Tal vez se prendieran una chispa o dos.
Las otras reacciones de entusiasmo fueron algo más forzadas. Franklyn se llevó una decepción al saber que no estaría en el grupo de Isabella, y lo mismo le sucedió a Vito, que se había hecho ilusiones de pasar un rato con Brice.
—¡Maravilloso! —exclamó Isabella—. Pues empecemos. Y procuren no perderse. Sería una pena que no pudiéramos disfrutar del almuerzo.
De modo que se formaron los grupos y todos accedieron al mismo tiempo por entradas distintas. Lo que Lena y Arlo no le dijeron a nadie fue que Zeke ya se encontraba en el interior del laberinto, aguardando la señal.
Hay laberintos de setos que son poco más que jardines maravillosos, y hay laberintos de verdad, de setos impenetrables que alcanzan los tres metros de altura. Aquellos que no conocían a Isabella se habrían sorprendido al descubrir que sentía auténtica pasión por los laberintos. No solo había solicitado su construcción, sino que lo había diseñado ella misma. Sin embargo, de eso hacía un año. Era consciente de que tal vez no recordase cada encrucijada y revuelta, así que quiso llevar consigo los planos, por si acaso alguno de sus invitados se perdía y tenía que ser rescatado. Sin embargo, no pudo encontrarlos. Lena le había asegurado que aparecerían antes o después y que, en lo concerniente a ese día, estaba segura de que Isabella sabría encontrar el camino de memoria.
Y su confianza en Isabella no flaqueó, ni siquiera cuando la señora Nalone y Vito reunieron sobradas muestras de que la hija del propietario del hotel tenía una pésima memoria.
—Habría jurado que esta calle nos llevaría a la sección siguiente —comentó Isabella principalmente para sí.
—Vito, ¿por qué no la ayudas? —propuso la señora Nalone, al mismo tiempo que le lanzaba a su hijo una elocuente mirada. Bajo su punto de vista, había pocas cosas tan atractivas como un hombre que toma las riendas. Daba por supuesto, sin razón, que Isabella pensaba igual que ella.
—Pero si yo no tengo ningún sentido de la orientación —protestó Vito, al que no le importaba tomar las riendas, siempre y cuando poseyese los conocimientos o destrezas necesarios para hacerlo.
La señora Nalone lanzó un suspiro exasperado. Cuando Isabella y Lena doblaron una esquina, retuvo a su hijo.
—¿No lo ves? —cuchicheó—. ¡Es tu oportunidad de tirarle los tejos!
—¿Y tú no ves que no lo voy a hacer? —replicó él.
La señora Nalone le soltó el brazo y corrió a reunirse con las chicas. Estaba claro que Vito no pensaba colaborar. Puede que le preocupase que Isabella lo rechazase, por absurda que fuera la idea. A lo mejor, si hablaba con la muchacha en su nombre, ella empezaría a mostrar alguna traza de interés en su hijo, y eso le proporcionaría a él la confianza necesaria para invitarla a salir. Sí, era un buen plan.
—Isabella, cariño.
Sin embargo, cuando la señora Nalone dobló la esquina, la rica heredera y su amiga habían desaparecido.
—¿Cómo es posible que conozcas este atajo? —le preguntó Isabella a Lena mientras recorrían un sendero largo y recto.
—Ah, me he acordado de la primera vez que lo exploramos.
Lena se sintió una pizca culpable. No le gustaba mentirle a Isabella, pero le había prometido a Arlo que no le confesaría que habían robado (tomado prestados en secreto, insistía en llamarlo él) los planos hasta después de que su plan hubiera dado fruto.
—Ojalá tuviera tan buena memoria como tú —suspiró Isabella—. De todas formas, es un poco como hacer trampa, ¿no crees?
—Yo pretendía más bien dejar atrás a la señora Nalone —alegó Lena—. Espero que no le importe.
—Para nada. Fuiste tú la que insistió en que nos acompañaran. Yo habría preferido ir en el grupo de los Elore.
—No me esperaba que la señora Nalone presionara tanto a su hijo para que le tirara los tejos —se disculpó Lena.
—¿Tirarme los TEJOS? —preguntó Isabella, perpleja.
—¿No se había dado cuenta? Lleva años intentándolo.
—Pero Vito es gay, ¿no?
—No creo que ella lo sepa.
—Dios bendito, debe de ser la única —replicó la muchacha—. ¿Crees que seguirá intentándolo todo el verano? Qué agobio.
—A lo mejor renuncia si la ve interesada en un chico del montón.
—¿En Franklyn, quieres decir? —Isabella suspiró—. Cada vez que intento hablar con él de tú a tú, sale corriendo. Me ha dejado muy claro que el tema no le interesa.
—Todo lo contrario —afirmó Lena.
—¿Qué quieres decir?
—¿Usted diría que el señor Elore es una persona discreta?
—Sí, desde luego.
—¿Y diría que posee un alma sensible?
—La más sensible del mundo.
—¿Y no le parece plausible que un alma tan delicada se sienta tan abrumada ante sus insinuaciones que sencillamente no sepa cómo afrontar su propios sentimientos?
Isabella abrió unos ojos como platos.
—¿Tú crees que mi persona le afecta hasta ese punto?
Lena sonrió.
—Lo sé de buena tinta.
—¡Oh, Lena! —Isabella estrechó las manos de su amiga—. ¿Y qué podemos hacer para conquistar un corazón tan sensible?
—¿Y si le escribe un poema? Algo que le permita expresarle sus sentimientos sin que se sienta abrumado por su belleza.
—¡Pero la poesía se me da FATAL! Me encanta, pero no podría escribir un pareado ni aunque me fuera la vida.
—Pues la ayudaré —propuso Lena.
Isabella le estrujó las manos.
—¿De verdad? ¿Y cuándo nos ponemos a ello?
—¿Por qué no ahora?
Lena se sacó una libretita y un boli del bolsillo.
Isabella entornó los ojos.
—Todo esto me huele a conspiración.
—¿Conspiración, señorita Ficollo? —preguntó Lena—. No sé a qué se refiere. Siempre llevo papel y boli a mano.
—En los tres años que hace que te conozco, nunca te he visto sacar papel y boli.
—Muy bien —replicó Lena con solemnidad—. En ese caso, tendré que pedirle que confíe en mí por una vez.
—Qué tonta eres, Lena —rio Isabella, que echó mano de la libreta y el bolígrafo—. Pues claro que confío en ti. Bueno, ¿y cómo empezamos?
—¿Qué significa que tenéis un plan? —le susurró Brice a Arlo. Los Elore les llevaban un buen trecho, pero Brice no era de los que corren riesgos. Y en ese momento, su prudencia constituía el principal problema.
—Pues eso mismo —contestó Arlo—. Lena, Zeke y yo hemos urdido un plan, para acercar a Franklyn y a Isabella, que requiere tu colaboración. —Arlo decidió que era demasiado pronto para revelarle que precisaban mucho más que su colaboración—. Y no te muerdas las uñas.
—¿Qué?
Brice alejó la mano de su boca con ademán culpable.
—Lena dice que cuando te lo explique, te entrarán ganas de morderte las uñas para tranquilizarte.
—Tonterías. —Brice levantó la nariz con desdén—. Al igual que esta idea tan deplorable. ¿Quiénes somos nosotros para decidir si Franklyn e Isabella tienen que estar juntos o no?
—No seas así, Brice —insistió Arlo—. Imagina sus expresiones de felicidad cuando por fin empiecen a salir juntos.
—Imagina los arrumacos, las risitas y las manitas —replicó Brice—. Las muestras públicas de afecto.
—Te prometo que apenas te darás cuenta —dijo Arlo, que tenía el convencimiento de que únicamente a las personas que estaban solas les desagradaban los besos de los enamorados; cosa que confiaba en poder remediar, en el caso de Brice—. Mira, lo único que te pido es que te lleves a la doctora mientras yo me ocupo de Franklyn.
Brice lo miró con fastidio.
—Esto va a acabar mal.
—Depende de si por «acabar mal», te refieres a la unión de dos personas enamoradas.
—Vale —accedió Brice—. Pero me DEBÉIS una. Los tres.
Arlo le hizo un guiño.
—Hecho. Venga, vamos a reunirnos con nuestros invitados. Se apresuraron hacia los Elore, que en ese momento doblaban una revuelta.
—Los laberintos de jardín poseen una historia sumamente curiosa —le decía la doctora a Franklyn.
—Mmm —respondió el chico, sin mostrar el menor interés.
—¿De verdad, doctora? —preguntó Brice, tal vez con más entusiasmo del que podía resultar creíble—. ¡Le agradecería mucho que me hablara de ello!
—¿Ah, sí? —preguntó la mujer.
—Me encanta comentarles ese tipo de curiosidades a los huéspedes. —Brice sonrió—. Contribuyen a enriquecer su experiencia en el Hotel del Arte.
La doctora asintió con expresión complacida.
—Un gesto muy considerado y generoso por su parte. Muy bien, pues. Creo que el primer laberinto de setos se construyó a mediados del siglo XVI, aunque ya existían algunos parques de características similares en el siglo XV…
Mientras la doctora daba inicio a su discurso, Brice y ella se adelantaron. Arlo y Franklyn, por su parte, aminoraron el paso.
—Eres el nuevo encargado de la piscina, ¿verdad? —preguntó Franklyn.
—Arlo Kean, a su servicio, señor Elore.
—Acabas de llegar, Arlo, y ya te invitan a los actos sociales. Debes de haber causado muy buena impresión.
—Me enorgullece decir que la señorita Cole me considera indispensable.
—¿De verdad? —Franklyn lo miró con admiración—. Lena Cole es una mujer inteligentísima y sumamente capaz. Su opinión dice mucho en tu favor.
Alcanzaron una encrucijada. La doctora y Brice torcieron en dirección oeste. Franklyn estaba a punto de seguirlos cuando Arlo lo detuvo.
—Señor Elore, mire allí. ¿Qué es?
Señaló una hoja de papel enrollada que sobresalía de un seto en el pasillo norte. Zeke acababa de notificarle con un mensaje de texto que lo había dejado ahí después de que Lena se lo entregara.
Franklyn se detuvo y lo miró con atención.
—Parece una nota.
—¿Y si le echamos un vistazo? —propuso Arlo.
—¿Tú crees? —preguntó el otro en tono nervioso.
—La suerte es para los valientes —declaró el chico de la piscina. Sin más preámbulos, arrancó el papel del seto. Lo desenrolló y fingió cierto grado de sorpresa. Nada demasiado exagerado—. Me parece que va dirigido a usted, señor.
—¿A MÍ? —preguntó Franklyn, tan asombrado como si acabaran de notificarle que había sido aceptado en la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería.
Arlo le tendió la nota.
—Véalo usted mismo.
Franklyn tomó la hoja de papel con timidez. Arlo se alegró al descubrir que Brice y la doctora ya habían doblado otro pasillo. Los habían perdido de vista. Ni siquiera se oían sus voces.
—Ay, madre… —exclamó Franklyn—. ¡Escucha esto!
—¿Está seguro? —preguntó Arlo—. Me revienta fisgonear.
—Necesito que lo oigas. Para que me digas si estoy despierto o soñando. Para estar seguro de haber entendido el contenido de la misiva, por si acaso mi propio deseo me traiciona.
—Haré lo que pueda, señor —prometió Arlo.
Franklyn carraspeó:
Querido Franklyn de mi corazón:
Estas sencillas palabras van dirigidas a tu alma.
Perdona si no soy de las que se lo toman con calma.
Ya sé que debería mostrarme tímida y vergonzosa,
pero el Amor me exige que no sea tan decorosa.
Estos versos son para ti, pues hace tiempo
que busco el modo de revelarte mis sentimientos.
Lo creas o no, sin ti me siento vacía.
Si sientes lo mismo que yo, dímelo, vida mía.
Con todo mi amor y afecto, tu queridísima Isabella
Franklyn aferró el papel, que se arrugó presa de los temblores de su pasión. Lanzó a Arlo una mirada suplicante.
—¿Será verdad? Jamás habría pensado que la vida pudiera ser tan cruel como para hacer mis sueños realidad y luego arrebatármelos. Pero tampoco me puedo creer que sea tan generosa como para cumplirlos al pie de la letra.
Arlo convino con astucia:
—Hace bien en mostrarse precavido, señor. Por lo que sabemos, otra persona podría haber escrito el poema.
Franklyn examinó el papel.
—Yo diría que es su letra. Me he fijado otras veces en que sus trazos destilan un aire tan vivaracho como su autora.
Arlo se asomó por encima del hombro del Franklyn.
—Parece su letra. Pero podría ser una falsificación.
—Podría —reconoció el muchacho—. Pero ¿con qué objeto? Además, el tono de la misiva concuerda con su forma de hablar.
Arlo pensó que concordaba más bien con el sentido del humor de Lena, pero dio las gracias por la falta de objetividad de Franklyn a la hora de analizar el contenido.
—Es verdad. En ese caso, las pruebas demuestran que la ha escrito Isabella.
Franklyn sacudió la cabeza con asombro.
—¿Cómo es posible que sea tan afortunado?
—¿Afortunado? —repitió Arlo—. A mí me parece más bien una condena.
—¿Una condena? ¿Qué quieres decir?
—Salta a la vista que le quiere solo para ella —aclaró Arlo con tristeza.
—Sí —convino Franklyn, y una sonrisa soñadora se extendió por su rostro.
—Ante una pasión tan intensa —prosiguió Arlo, cuya voz adoptó un tono lúgubre al imitar el tono poético de su compañero—, no se conformará con nada que no sea un amor de por vida.
—¿De verdad lo crees?
Con los ojos empañados y mirada beatífica, Franklyn contempló la nota largo y tendido.
—Me temo que ya puede ir diciendo adiós a su libertad. De ahora en adelante, sus labios pertenecen a la señorita Ficollo.
—Ay, Dios.
Las lágrimas brotaban ahora de los ojos de Franklyn.
—Venga, venga. —Arlo le propinó unas palmaditas en la espalda. Y luego entornó los ojos con ademán pensativo—. Un momento. Si nos marchásemos ahora del laberinto, podría librarse de toda una vida de amor en brazos de la señorita Ficollo.
Franklyn lo miró horrorizado.
—¡No lo dirás en serio!
—¿Escogería el amor y a la señorita Ficollo por encima de la libertad? —lo acusó Arlo.
—¡Escogería el amor y a la señorita Ficollo por encima de todas las riquezas del mundo! ¡De todo el conocimiento que pudiera acumular! Dices que debería escapar de su abrazo, pero desde el instante en que la vi deseo envolver su cuerpo con el mío. Sus ojos me hipnotizan. Su voz me reconforta. Sus palabras me conmueven. No hay mujer en el mundo que considere más hermosa, más noble, más sincera.
—¿De verdad siente todo eso por la señorita Ficollo? —preguntó Arlo.
—¡Multiplicado por mil! —declaró Franklyn.
—¿Y por qué nunca se lo ha dicho? —insistió Arlo.
—Porque mi maldita timidez es más fuerte que yo —reconoció el chico—. Cada vez que miro su deslumbrante rostro, me quedo sin palabras.
—Bueno —dijo Arlo—, pues se le da de maravilla expresar sus sentimientos cuando no tiene delante su deslumbrante rostro.
—¿Disculpa?
Ahora Franklyn parecía desconcertado.
Arlo asió a Franklyn por los hombros y lo obligó a darse media vuelta. Plantadas en el pasillo sur, a poca distancia de ellos, estaban Isabella y Lena.
—Queridísimo Franklyn. —Lena tenía los ojos llorosos también—. ¿De verdad sientes eso por mí?
Él se quedó helado, incapaz de moverse. Pero entonces se liberó del hielo de su propio miedo.
—La suerte AYUDA a los valientes. Y te digo que sí, Isabella. Te amo desde hace tanto tiempo, que no puedo recordar un momento en que no lo hiciera. Eres mi verdadero amor, ahora y siempre.
—Ahora viene cuando la besas —murmuró Arlo, y le propinó un empujón al chico.
Franklyn dio unos pasos a trompicones, pero luego echó a correr a los brazos abiertos de Isabella. Se besaron, con tiempo y pasión.
Lena avanzó tranquilamente hasta llegar a la altura de Arlo.
—De momento, el plan está saliendo a pedir de boca.
—Eso parece —convino Arlo—. Preciosos versos, por cierto.
—Me resultó más fácil de lo que esperaba —reconoció Lena.
—Cuidado —le advirtió Arlo—. Algunos dicen que el amor es contagioso. A lo mejor empiezas a escribir poemas por tu cuenta.
—Yo tengo la piel muy dura —afirmó Lena—, pero ¿qué me dices de ti?
—Por suerte, una mezcla de inteligencia y sentido común me ha vacunado contra el amor —le aseguró Arlo.
—Qué alivio —dijo Lena.
Observaron en silencio el beso de los enamorados.
En la humilde opinión de este autor, la gente habla demasiado. Las palabras, que las personas deberían usar para comunicarse, a menudo se emplean con el objetivo opuesto. Y mientras nuestros héroes permanecían allí codo con codo, privados de sus escudos verbales y presenciando el encuentro que juntos habían orquestado, empezaron a ser involuntariamente conscientes de la presencia del otro. Del calor del otro, de su fragancia característica, del ascenso y el descenso de los mutuos pechos. Del más mínimo movimiento de sus cuerpos. Puede que Arlo se inclinase una pizca hacia Lena. Hasta podríamos admitir que lo hiciera sin darse cuenta. Pero, como bien sabe el mundo, las partículas se atraen mutuamente y, cuanto más cerca están estas partículas, más intensa es la fuerza de atracción. De manera que ese ínfimo movimiento provocó a su vez que Lena se reclinara una pizca hacia Arlo. Y la situación se prolongó durante varios minutos, mientras el espacio iba menguando entre los dos al mismo tiempo que aumentaba la fuerza de atracción. Sin embargo, antes de que el contacto se consumara, actuó una fuerza contrapuesta.
—¿Qué demonios pasa aquí? —La doctora Elore se plantó ante ellos cruzándose de brazos y exhibiendo un ceño formidable sobre las gruesas gafas. Brice la acompañaba con expresión compungida—. Franklyn, ¿qué creéis que estáis haciendo tú y la señorita Ficollo?
Franklyn e Isabella se despegaron, abochornados.
Brice correteó hacia sus compañeros Arlo y Lena, que habían recuperado las distancias.
—¡Lo siento! Zeke nos ha pedido que regresáramos, pero parece ser que era demasiado pronto.
—En absoluto —respondió Lena—. Le he enviado un mensaje hace unos minutos para que os trajera de vuelta. —Se volvió a mirar a la madre de Franklyn—. Doctora Elore, sabe muy bien lo que están haciendo, y no debería sorprenderle, porque su hijo lleva años enamorado de la señorita Ficollo.
—Pues me sorprende —le espetó la doctora Elore—, porque le había prohibido expresamente que se viera con ella.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Lena.
—No es asunto suyo, pero ya que lo pregunta, le diré que no es lo bastante inteligente para él.
—¡Madre! —Con ademán protector, Franklyn rodeó a Isabella con el brazo—. ¿Cómo puedes ser tan insensible?
—¿Y cómo sabe que no es lo bastante inteligente para él? —desafió Lena a la doctora.
—Pues por la media de sus notas, cómo si no —aclaró esta—. Ella misma ha reconocido que no pasó de un ocho con seis el último semestre.
—¿Y sabe a qué se debe esa nota? —le espetó Lena.
—No, Lena. —Isabella se ruborizó aún más si cabe—. No hace falta que entremos en…
Lena se volvió hacia la joven.
—Espero que disculpe mi franqueza, señorita Ficollo. —Miró de nuevo a la doctora Elore—. La razón de que su media sea de un ocho con seis se debe a que abandonó la optativa de Historia de las Mujeres. El profesor era un hombre, tan estrecho de miras que ni siquiera reconoció la trascendencia de Rosalind Franklin en el descubrimiento del ADN. A la señorita Ficollo le incomodó este enfoque y se reunió con él en privado para pedirle que ensanchara sus horizontes. El profesor se negó. Por supuesto. La señorita Ficollo podría haberse olvidado del asunto o haber cambiado de optativa. Pero no pudo soportar la idea de que la tan aclamada institución educativa albergara tal estrechez de miras. Así que organizó un abandono masivo del aula en protesta, y tres cuartas partes de la clase, tanto chicos como chicas, la secundaron. El profesor los suspendió a todos en represalia, pero gracias a las valientes decisiones de la señorita Ficollo, el claustro ha decidido repetirles el examen a todos.
La doctora Elore se volvió hacia Isabella.
—¿Es verdad eso, señorita Ficollo? ¿La integridad de la educación le importa hasta tal punto que es capaz de sacrificar sus propias calificaciones?
—Así es, doctora Elore.
La mujer miró a su hijo.
—Franklyn, me parece que te debo una disculpa. Tu gusto en materia de novias es impecable.
—¿Eso significa…? —balbuceó él.
—La señorita Ficollo y tú tenéis mi bendición.
—¡Oh, Franklyn! —exclamó Isabella.
—¡Oh, Isabella! —respondió Franklyn.
Y el besuqueo volvió a empezar. La doctora Elore juzgó que se trataba de un momento ideal para ponerse en marcha y buscar el almuerzo por su cuenta.
—Me prometiste que no tendría que presenciar esto —le reprochó Brice a Arlo.
—No te preocupes —respondió el chico de la piscina—. Muy pronto estarás demasiado ocupado como para reparar siquiera en ello.
—¿Y ESO qué significa? —se desesperó Brice.
Pero antes de que Arlo pudiera contestar, una cascada voz femenina exclamó:
—¿Qué demonios es esto?
Todos los presentes se volvieron hacia el pasillo norte, donde la señora Nalone y Vito miraban fijamente a la pareja. La mujer parecía horrorizada, mientras que Vito emanaba alegría por los cuatro costados. Tras ellos, Zeke aguardaba con una sonrisilla irónica en la cara.
—Pero… ¡No lo entiendo! —prosiguió la señora Nalone—. Señorita Ficollo, ¿le gusta más el empollón de Franklyn que mi hijo?
—Bueno… —Isabella lanzó una mirada en dirección a Vito, incómoda, y luego devolvió los ojos a su madre—. Adoro a Vito. Pero no puede decirse que haya demostrado demasiado interés en mí.
—¿Lo ves? —La señora Nalone se giró hacia su hijo—. ¡Has perdido el tren!
—Qué pena —replicó él con sorna.
—¿Por qué eres tan cabezota? ¡Cualquiera diría que te niegas adrede a complacerme! ¿Tanto me odias, que estás dispuesto a renunciar a esta joya de chica por fastidiarme?
—¡Por el amor de Dios, madre, eso no tiene nada que ver contigo! —protestó Vito—. ¡Lo que pasa es que estoy enamorado de Brice!
La señora Nalone abrió la boca de par en par, la cerró y luego la abrió de nuevo. De hecho, un derroche de emociones habría desfilado por su rostro de no ser por las famosas inyecciones de bótox.
—Pero, Vito, ¡eso es absurdo!
—¿Por qué, madre? ¿Acaso eres homófoba?
—Pues claro que no, cariño. La homofobia está terriblemente anticuada —replicó la señora Nalone—. Lo que no me parece bien es que te enamores del GERENTE de un complejo turístico. ¿Qué clase de vida es esa?
Brice, a estas alturas, había adquirido el tono colorado que suele estar reservado a los tomates.
—Señora Nalone, si me deja hablar un momento, no como jefe de personal del Hotel del Arte, sino como hombre normal y corriente, le aseguro que, si el señor Nalone y yo decidiéramos embarcarnos en una relación, podría proporcionarle el nivel de vida al que está acostumbrado.
—¿Y yo qué? —le espetó la señora Nalone.
—Madre… —Vito parecía estupefacto.
—¿Disculpe? —preguntó Brice.
—¿Quién me mantendrá a MÍ? —exigió la mujer.
Se hizo un silencio absoluto.
—Si necesita dinero, señora Nalone —intercedió Isabella con tiento—, estoy segura de que mi padre se mostraría encantado de buscarle un empleo.
La señora Nalone la miró horrorizada.
—Si me permitís —intervino Lena—, hay una cuestión más urgente que la posibilidad de que la señora Nalone trabaje.
—¿Y qué cuestión es esa? —preguntó Franklyn.
—Ha quedado claro que Vito está enamorado de Brice. Y ha quedado claro que Brice podría proporcionarle a Vito el nivel de vida al que está acostumbrado. Lo que no está claro todavía es si Brice desea hacerlo.
—GRACIAS —dijo Brice—. Es…
—¡Qué desfachatez! —saltó Arlo—. ¿Acaso creen que el personal del Hotel del Arte está aquí para complacer hasta el último de sus caprichos?
Franklyn, Isabella y Vito se miraron mutuamente, presos de la más absoluta confusión.
—Pues claro que no —replicó Isabella—. Tengo en gran estima mi amistad con Lena.
—Y yo no sé cómo habría sobrevivido todos estos veranos sin el silencioso pero incondicional apoyo de Zeke —alegó Franklyn.
—Y yo jamás daría por supuesto que Brice siente lo mismo que yo —se defendió Vito.
—¡Pues mejor! —exclamó Arlo—. ¡Porque no es así!
—Un momento… —intervino Brice.
—En primer lugar —continuó Arlo—, el Hotel del Arte prohíbe explícitamente a sus empleados involucrarse sentimentalmente con los huéspedes.
—¿Ah, sí? —preguntó Isabella.
—No recuerdo haber leído esa norma en el manual del empleado —objetó Lena.
—No, no se especifica… —reconoció Brice—. Es más bien una…, esto…, recomendación.
—Entonces, no es una regla —prosiguió Arlo—. ¿Y qué? Porque su querido señor Ghello ni siquiera está INTERESADO en salir con usted, señor Nalone.
—Yo no he dicho que… —lo interrumpió Brice.
—¡Porque es hetero! —afirmó Arlo.
—¿Lo eres? —le preguntó Vito a Brice.
—No, soy totalmente gay —respondió el gerente del hotel.
—¡Y qué más da! —gritó Arlo—. No puede dar por supuesto que le encantan esos musculitos y esa piel tan bronceada solamente porque es gay. ¡De hecho, ODIA a los tíos cachas y bronceados!
—Pero sí que me gustan los tíos cachas —alegó Brice.
—¡Pues muy bien! —continuó Arlo—. Le gustan los tíos cachas. ¿Y qué? No esperará que se sienta atraído por un chico que obedece a su madre en todo.
—En realidad, me parece una actitud muy tierna —le confesó Brice a Vito—. Fue una de las razones por las que no quería plantearte nada. No quería que tuvieras problemas con tu madre.
—¡Así que la relación con su madre le parece tierna! —vociferó Arlo—. ¿Y qué? ¿No pensará que un vividor salvaje y hedonista como él vaya a sentar la cabeza en plena juventud? ¡El señor Ghello tiene semillas que sembrar! ¡Conquistas que hacer! ¡Corazones que romper!
—La verdad es que soy más bien hogareño —objetó Brice.
—¡Sí! Pero al margen de todo eso, no quiere involucrarse en una relación con el señor Nalone porque… —Arlo miró a Brice como pidiendo ayuda—. Venga, no me puedo inventar yo TODOS los motivos. ¿Qué más?
—No se me ocurre nada —confesó Brice.
—Ah. —Arlo parecía desinflado—. ¿Seguro?
—De lo que estoy seguro —declaró Brice al mismo tiempo que tomaba la mano de Vito— es de que me encantaría invitarte a cenar fuera del complejo y conocerte mejor. Si te apetece.
Vito sonrió.
—Mucho.
Lena le propinó un codazo a Arlo. Él trató de hacer caso omiso del calorcillo que el contacto proyectó a su pecho.
—Has sobreactuado un poco —le susurró ella al oído. Ahora a Arlo le resultó imposible ignorar el estremecimiento que recorrió su cuerpo al notar el aliento de Lena en el oído, así que se tomó revancha.
—No, he estado perfecto —susurró Arlo a su vez, y advirtió con satisfacción que Lena se estremecía también.
—Sea como sea, todo ha salido a pedir de boca —concluyó Lena.
Arlo sonrió.
—Reconocerás que ha sido divertido.
Una sonrisa se extendió despacio por el rostro de ella.
—Sí. De hecho, ha sido muy divertido.
—Muy bien, señorita Cole. —Isabella la miró con una expresión severa, en absoluto vivaracha—. Y usted, señor Kean. Supongo que estarán muy satisfechos con el resultado de sus maquinaciones.
Arlo se encogió de hombros.
—Sí, supongo que sí.
—Lo hemos hecho pensando en su bien —se justificó Lena.
—No lo dudo —continuó Isabella—. Pero han pasado por alto un detalle. ¿No crees, Franklyn? —Le hizo un guiño.
—¿Ah, sí?
Isabella suspiró y le susurró algo al oído. Los ojos de él se agrandaron antes de mirar a Lena y a Arlo con una sonrisa maliciosa en el rostro.
—Ya lo creo que sí, queridísima Isabella.
—No estarás pensando que… —apuntó Brice.
—Creo que sí —asintió Vito.
—¿De qué va esto? —preguntó Arlo.
—Yo creo que está muy claro que se refieren a nosotros dos —adivinó Lena.
—¿Tú y yo? ¿Enamorados? —exclamó Arlo con incredulidad.
—Me parece a mí que es eso lo que están insinuando.
—¿Yo? ¿Enamorado? —repitió él—. ¡Qué absurdo!
—¡Desde luego! Las personas que se enamoran dejan de pensar con lógica —arguyó Lena.
—El sentido común salta por la ventana —asintió Arlo a la vez que se volvía a mirarla.
—La sensatez los abandona —prosiguió ella, haciendo lo propio.
—Dudo que pueda enamorarme nunca —afirmó Arlo, ahora más cerca de Lena—. Ni siquiera de una mujer tan brillante y atractiva como tú.
—Totalmente de acuerdo —convino ella, ahora más cerca de Arlo—. Aun si reconociera que estás prácticamente a mi altura intelectual, y que tienes un aspecto fantástico con esos pantaloncitos caqui. Jamás se me ocurriría dejarme llevar por algo tan banal como el amor.
A estas alturas, se encontraban totalmente absortos el uno en el otro, mirándose a los ojos. Todavía no se habían rozado, pero el resquicio que los separaba echaba chispas. Si el deseo pudiera tornarse electricidad, habrían sido capaces de alimentar el complejo durante un año entero.
—Me atrevería a decir —apostilló Arlo mientras su respiración se aceleraba, obviamente de tanto hablar, y no a causa del esfuerzo que le costaba mantener intacta la pequeña rendija que aún los separaba— que la única persona con la que podría pasar toda mi vida sería alguien que odiara el amor tanto como yo.
—Tienes razón —concedió Lena, cuyo aliento se había alterado tanto como el de Arlo, sin duda para demostrar que podía respirar tan deprisa como él—. Y ahora que hemos constatado que ninguno de los dos consideraría jamás la posibilidad de enamorarse, supongo… —Tomó las manos del chico y experimentó un chisporroteo en todo el cuerpo— que no correríamos peligro si nos involucráramos en algún tipo de relación íntima.
Arlo le entrelazó los dedos con tanta fuerza que notó la estridencia del pulso de Lena.
—Puesto que somos las dos únicas personas sensatas sobre la Tierra, es de sentido común concluir que estamos hechos el uno para el otro.
—Pero queda una prueba final antes de que podamos afirmarlo con seguridad.
Los labios de ambos prácticamente se rozaban.
—¿Y cuál es? —preguntó Arlo con mirada vidriosa.
—Odio a los chicos que besan mal. Así que, sintiéndolo mucho, tendré que evaluarle en este aspecto.
—Evalúe —dijo Arlo.
Y lo hizo. Y el proceso de evaluación se prolongó un buen rato. Que no se dijera que Lena Cole no era una chica concienzuda. Para cuando Arlo le hubo demostrado sus sobradas cualidades en el arte del beso, casi todo el mundo estaba almorzando en el centro del laberinto.
—Es más que suficiente, señor Kean —declaró ella sin aliento, con los labios pegados a la mejilla de Arlo.
—No sabe cuánto me alivia haber pasado la prueba, señorita Cole —suspiró él, también contra su piel.
Un aplauso pausado y delicado sonó a espaldas de la pareja. Cuando se volvieron a mirar, descubrieron a Zeke, que se reía en silencio allí cerca.
—Parece ser que el señor Zanni preveía este desenlace —observó Arlo—. Puede que desde el principio.
—Eso explicaría por qué se empeñó en que cooperásemos de buen comienzo —adivinó Lena—. Supongo que se cree muy listo, señor Zanni.
Zeke asintió.
—No se preocupe, señorita Cole —resolvió Arlo—. El verano acaba de empezar. Estoy seguro de que entre los dos encontraremos una pareja adecuada para el joven señor Zanni.
Zeke sacudió la cabeza con vehemencia.
—Haré todo cuanto esté en mi mano, señor Kean —prometió Lena.
Lamento informarte, querido lector, de que cumplieron su promesa. Pues nadie proclama con tanta insistencia las virtudes del amor como aquellos que ya se han precipitado a sus redes. De ahí que haya decidido poner por escrito esta historia.
Verás, soy Zeke Zanni, y me sabe mal reconocer que te he engañado. Como sin duda ya habrás deducido, esta es, en efecto, una historia de amor. Y como estoy enamorado, he escrito este relato con la esperanza de que te unas a mí en este disparate que implica enamorarse. Porque, si todos somos necios, puede que enamorarse sea de sabios.