Amelia se enfada

Amelia estaba mirando maravillada el mundo mientras el aire agitaba su pelo y seguía acariciando con cariño a Capitán Hollín. Se había quedado sin palabras, no porque no estuviera pensando en nada, sino porque pensaba demasiado. Su cabeza cavilaba a la velocidad del viento, era un loco torbellino de emociones: alivio, felicidad, tristeza, gratitud, dolor, miedo, asombro, rabia. Pero la principal emoción era una especie de añoranza. Evidentemente, no sentía añoranza del hospicio, ni siquiera de su casa en el 99 de Haberdashery Road. Imaginaba que a aquellas alturas ya debía de estar viviendo allí otra gente y, aun en el caso de que estuviera deshabitada, una casa no era más que una casa. No, no sentía añoranza de un lugar, sino de una época. Echaba de menos cuando era más pequeña, cuando tenía siete, seis, cinco o cuatro años y no sabía tantas cosas sobre el mundo. Y, por encima de todo, echaba de menos a su madre.

Papá Noel señaló el Barómetro de la Esperanza.

—Tú eres en parte la razón por la que brilla tanto —le explicó Papá Noel a Amelia mientras sobrevolaban Prusia, más o menos donde estaría situada Alemania en un mapa actual—. Porque vuelves a creer en la magia. ¿Sabes una cosa? Tú fuiste la primera niña que visité, porque eras la que almacenabas más esperanza, creías en todas las posibilidades. Y eso es excepcional, incluso en un niño. Y ahora vuelves a creer. Mira, a veces, con que un único niño crea en la magia, siempre y cuando crea lo suficiente, basta para restaurar el orden del universo. La esperanza es el combustible del beljuro, que es el formato principal de la magia de los elfos.

—¿Y tú cómo hiciste para obtener tu magia? —preguntó Amelia.

Papá Noel se quedó mirando aquellos ojos llenos de curiosidad y resplandecientes como diminutos planetas.

—Estuve… estuve a punto de morir. Había renunciado a la esperanza. Los elfos tuvieron que hacerme un beljuro para devolverme a la vida. Y eso fue lo que me dio la magia, lo que me ayudó a ver dónde vivían los elfos, porque de repente creí en la magia, como tú crees ahora… Tendría que haber muerto en la Gran Montaña, pero se me concedió otra oportunidad.

En el momento en que explicó aquello, Papá Noel supo que había cometido un error. En los ojos de la niña aparecieron dos lagrimones, e imaginó que conocer su historia le había provocado tristeza.

Pero, en realidad, Amelia estaba enfadada. Notó que la rabia ascendía en su interior como la lava en un volcán. Y de repente, explotó:

—¿Y POR QUÉ NO LE HICISTE UN BELJURO A MI MADRE? ¿POR QUÉ NO LA SALVASTE? ¡LOS REGALOS ME IMPORTAN UN COMINO! ¡YO SOLO QUERÍA UNA COSA! ¡Y ERA EN ESO EN LO QUE HABÍA DEPOSITADO TODAS MIS ESPERANZAS! ¡PERO NO LO HICISTE!

Mary intentó consolar a Amelia. Le puso una mano en el hombro.

—Mira, Amelia, todo lo que te ha pasado es espantoso, prácticamente una tragedia. Pero no es culpa del señor Noel.

Amelia se sosegó un poco. Sabía que Mary tenía razón, pero era incapaz de acallar aquella sensación interior.

—Lo siento mucho, Amelia —dijo Papá Noel—. Recibí tu carta, pero cuando me echaron el beljuro estaba al otro lado de la montaña, más allá de la aurora boreal. Ya no me encontraba en el mundo humano… Y además, la Navidad pasada no pude venir a visitarte. Sufrimos el ataque de los troles y los niveles de magia estaban…

—Lo siento —dijo Amelia—. Es solo que… la echo de menos.

—Por supuesto que la echas de menos —dijo Mary, que se echó a llorar por la pobre niña.

Amelia empezó a tener la sensación de que le pesaba la cabeza más de la cuenta de tan cargada que la tenía de pensamientos tristes. Así que la descansó sobre el hombro de Mary.

—Es extraño, ¿verdad? —dijo—. Quieres a una persona, y esa persona te quiere, y de repente deja de estar aquí. ¿Dónde va a parar todo ese amor?

Papá Noel reflexionó sobre lo que acababa de decir Amelia. Pensó en su propia madre, que había muerto al caer en un pozo. Pensó en su padre, que murió unos años después, cuando él no era mucho mayor que Amelia ahora. Se giró hacia Amelia y no dijo nada. Le inspiraba muchísima lástima. Le habría gustado explicarle que la Navidad pasada había intentado ir a visitarla, pero que no había podido. Le habría gustado decirle que la magia no puede hacer todo lo que nos gustaría que hiciese, pero que sí puede hacer que la vida sea mucho más feliz. Pero entonces pensó que no era el momento. De modo que dijo otra cosa.

—El amor de una persona no desaparece jamás —explicó con cariño—, aunque esa persona desaparezca. Tenemos recuerdos, Amelia. El amor es una cosa que no muere nunca. Amamos a alguien y esa persona nos ama, y ese amor queda almacenado para siempre y nos protege. El amor es más grande que la vida y no termina cuando termina la vida. Se queda en nuestro interior. Y esa persona se queda también en nuestro interior. En nuestro corazón.

Amelia no dijo nada. Estaba segura de que si abría la boca para hablar, rompería a llorar. De modo que se quedó un rato callada. Y le fue bien. De repente, se fijó en el Barómetro de la Esperanza.

—¿Por qué se han apagado las luces? —preguntó.

Y así era. El Barómetro de la Esperanza había dejado de brillar, se había quedado reducido a una llamita de color violeta. Y el reloj se puso de nuevo en marcha. Papá Noel miró el salpicadero y sus mejillas sonrosadas se quedaron blancas como la nieve.

Cogió el teléfono.

—Hola, Papá Topo. No entiendo nada. Acabamos de salvar a Amelia, pero las luces vuelven a ser muy tenues.

Papá Topo suspiró. El típico suspiro que precede una mala noticia. Y así fue.

—Se trata de Manduca…