A pesar de que Amelia tenía los pies llenos de heridas por andar corriendo descalza por las calles oscuras y llenas de charcos, siguió corriendo, esquivando borrachos y el sospechoso contenido caliente de los orinales. Llegó a la catedral de San Pablo, un impresionante edificio coronado con una cúpula espectacular que parecía una cebolla que soñara con ser mucho mejor y mucho más grande que una cebolla. Había mucha gente que salía de la iglesia después de la Misa del Gallo, pero no vio a nadie con el aspecto que imaginaba que debía de tener la señora TodocorazónTodocorazón.
Y entonces tropezó, literalmente, con un policía vestido de azul. Cuando era muy pequeña, nunca veía policías. Y mucho menos de aquel estilo, con uniformes tan elegantes. Pero ahora era como si estuvieran por todas partes. Aquel tenía un bigote enorme y esponjoso, era como si el bigote hubiera decidido adornarse con una cara, no al contrario.
—Perdón, señor —dijo Amelia.
—Hola —contestó el policía—. ¿Dónde vas?
—Estoy buscando a la señora Br…
Pero antes de que terminara la frase, interrumpió sus palabras una voz que conocía muy bien.
—No pasa nada, agente Fisgón. La niña va conmigo.
Amelia se giró rápidamente y vio la cara del señor Terror iluminada por la luz de la farola.
Y, de pronto, una mano larga y huesuda la agarró por el brazo sin darle tiempo a escapar.
—Buenas noches, señor Terror —dijo el agente Fisgón, quitándose el sombrero para saludarlo.
El señor Terror le regaló una de aquellas sonrisas que parecían de muerto.
—Esta señorita, Amelia Desealotodo, es un poco salvaje. Tan salvaje como ese gato espantoso que lleva en brazos. Está aún por domar. Es nueva en el hospicio. Le agradecería que me ayudara a llevarla allí, que es donde debería estar.
—Por supuesto —contestó el agente Fisgón, agarrándola por el otro brazo—. Le entiendo perfectamente. Una chiquilla salvaje. Le ayudaré.
—¡Yo no vivo allí!
Pero decirlo no sirvió de nada. Amelia era una niña sin zapatos, sin padres y sin esperanza.