Finalmente, Papá Noel llamó a la siniestra puerta del Hospicio Terror. Era tan grande que habría podido ser perfectamente la puerta de un castillo. Al cabo de un buen rato, alguien acudió a abrirla. Era el señor Hobble, el portero. El señor Hobble tenía más o menos el tamaño de un elfo, y una joroba, pero los brazos muy gruesos y las manos grandes y fuertes.
Levantó la vista hacia Papá Noel, cuya cara le quedaba realmente muy lejos.
—¿Qué pasa?
Se produjo un prolongado silencio. Papá Noel se quedó a la espera de que dijera alguna cosa más, pero no ocurrió nada.
—Me llamo señor… —De pronto, Papá Noel cayó en la cuenta de que no había pensado ningún nombre—. Señor Beljuro. Soy inspector.
El señor Hobble se quedó mirando el barrigón de Papá Noel y sus pantalones ceñidos.
—¿Inspector? Pues no parece usted un policía.
—¿Por qué lo dice? —replicó Papá Noel—. ¿Qué parezco?
El señor Hobble meditó su respuesta.
—Un pudin gigante con cara humana.
—Pues no soy ningún pudin. Ni soy un inspector de policía. Soy un inspector de hospicios. Y estoy aquí para inspeccionar este hospicio.
—El señor Terror no ha mencionado nada sobre una inspección.
—Precisamente porque es una inspección sorpresa.
—Pues lo siento mucho, señor Conjuro, pero…
—Beljuro.
—No puede pasar.
—Está cometiendo un grave error —le dijo Papá Noel al señor Hobble—. Cuando el señor Terror se vea obligado a cerrar el hospicio por haberme denegado esta inspección, ¿quiere que le eche toda la culpa usted?
El señor Hobble se quedó blanco.
—De acuerdo. Pasé usted, señor Cloruro. Y está usted de suerte, ya que el señor Terror se encuentra hoy en el establecimiento.
Papá Noel se puso más blanco que el señor Hobble.
—¿Qué? ¿Dice que está aquí el señor Terror? Pero sí es de noche. Y es Navidad.
—Precisamente por eso —replicó el señor Hobble—. Hace dos años, un ser malévolo entró en el hospicio e intentó corromper a los niños con juguetes. Y el señor Terror ha decidido montar guardia para asegurarse de que no vuelva.
Papá Noel tragó saliva.
—Oh —dijo—. Estupendo. Buena idea. Nada de juguetes ni cosas agradables. Por supuesto.
Por lo tanto, antes de fingir que tenía que inspeccionar el hospicio, Papá Noel se vio obligado a reunirse con el señor Terror, que lo recibió en su despacho, sin parar de dar golpecitos a la cabeza de su bastón con sus dedos largos y huesudos. A Papá Noel le caía bien prácticamente todo el mundo, pero ya de entrada vio que sería muy difícil que acabara llevándose bien con el señor Terror.
—Veamos —dijo el señor Terror. Y durante un buen rato no dijo nada más. Dejó la palabra flotando en el aire, que sonó en su boca tan amarga como su aliento—. Veamos, señor Beljuro… Dice usted que es inspector. ¿Y para quién trabaja?
Papá Noel reflexionó unos instantes su respuesta. Se fijó entretanto en la marca de un mordisco que tenía el señor Terror en la mano. Por el tamaño de la cicatriz rosada, era evidente que había sido el mordisco de un niño.
—Para el gobierno británico. Y… y para la reina.
El señor Terror esbozó lentamente una sonrisa.
—Lo dudo. Mire usted, hace diez años que dirijo este hospicio. Es decir, dirijo este hospicio desde que empezó a haber hospicios. Y puedo asegurarle, sin ningún género de duda, que usted no es inspector. Los inspectores no visten ropa tan ceñida ni huelen a vino caliente. Usted es un impostor. No un inspector. Y, por lo tanto, he mandado al señor Hobble a comisaría para que hable con mi amigo, el agente Fisgón, que en breve se presentará aquí para arrestarlo y encerrarlo por haber falseado su identidad.
Papá Noel no se había sentido tan nervioso desde que era niño. La magia siempre le había servido como red de seguridad, pero aquí, en el mundo humano y con la magia deteriorada, no tenía nada que lo protegiera.
—¡No estoy falseando mi identidad!
El señor Terror se acercó a Papá Noel. Tenía la piel seca y grisácea, la nariz partida y torcida, unos labios casi negros, y su aliento apestaba a alcantarilla.
—Usted no es inspector de hospicios y, además, creo firmemente que señor Beljuro no es su nombre real. ¿Sabe una cosa? Trabajar aquí, con toda la chusma de Londres, me ha enseñado a oler las mentiras de lejos.
Papá Noel se preguntó cómo podía oler algo con un aliento tan apestoso, pero no dijo nada. Se limitó a permanecer quieto mientras la nariz del señor Terror se agitaba con un tic nervioso.
—Sí. No tengo la menor duda. En esta habitación huele a mentira. Y de ser así, estaría usted cometiendo un crimen muy grave por fingir que trabaja para la reina. Gravísimo, de hecho. Castigado con pena de muerte. —Papá Noel tragó saliva—. ¡De modo que, a menos que lleve en el bolsillo una carta firmada personalmente por Su Majestad la reina Victoria, se habrá metido en un problema muy gordo!
¿Una carta de la reina Victoria? ¡Pues claro! Eso era justo lo que Papá Noel tenía. Así que introdujo la mano en el bolsillo y le entregó la carta. El señor Terror estudió con detalle la caligrafía y el sello real y siguió estudiándolo, estudiándolo y estudiándolo hasta que acabó forzando una sonrisa, ladeando la cabeza y tendiéndole a Papá Noel una de sus manos huesudas.
—¡Pues muy bien, señor Beljuro! Encantado de conocerlo. Siento mucho este pequeño malentendido. ¿Cuándo desea iniciar la inspección?
—Ahora mismo —dijo Papá Noel.
El señor Terror abrió los ojos de par en par.
—¿Ahora… mismo?
—Sí.
Y el señor Terror no pudo hacer otra cosa que pensar en la carta de la reina, forzar un gesto de asentimiento y decir:
—Pues muy bien, empecemos, ¿le parece bien?