En el comedor había ahora más gente. La señora Lenguafilada había conseguido sacarse la cacerola de la cabeza y, aun empapada en potaje, gritaba sin cesar:
—¡Detened a esa niña!
Una banda de internos obedientes custodiaba la puerta más cercana.
—¡Por ahí no hay salida, niña! —le gritó Mary a Amelia—. ¿Verdad que eres deshollinadora? Pues inténtalo por la chimenea.
Papá Noel recordó que la chimenea estaba encendida y que unos chicos montaban guardia.
—No, está encendida.
Amelia siguió corriendo, escabulléndose de todas las manos que intentaban atraparla.
La voz del señor Terror retumbaba y resonaba por todo el comedor.
—¡DETENED A ESA NIÑA! ¡Todos! ¡Detenedla! ¡DETENEDLA YA! ¡Hay que impedir que escape, Hobble!
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó a gritos Mary a Papá Noel.
Papá Noel iba a responderle alguna cosa también a gritos, pero por encima de todo aquel caos captó entonces unos débiles golpecitos. Un sonido proveniente del tejado.
Un sonido que solo él, Papá Noel, era capaz de identificar, porque era un sonido que había oído muchas, muchísimas veces.
El sonido de las pezuñas de los renos al aterrizar sobre un tejado.
—Mis renos —dijo para sus adentros.
Amelia se preguntó qué habría hecho Capitán Hollín de encontrarse en una situación como aquella. Siempre había pensado que los gatos eran tan inteligentes como los humanos, sobre todo en lo referente a escapar de situaciones complicadas. Y como que llegó a la conclusión de que Capitán Hollín se habría encaramado de un brinco a las mesas, eso fue lo que hizo. Se encaramó a las mesas dispuestas en fila que le quedaban más cerca, corrió por encima de ellas y saltó de nuevo al suelo al llegar al final.
—No la veo, señor. Hay mucha gente. Y esto está oscuro como una chimenea —dijo Hobble.
Pero el señor Terror era capaz de ver en la oscuridad casi tan bien como con la luz del día.
—¡Allí! —exclamó—. Sobre las mesas. ¡Mira! Está corriendo. Está intentando llegar a la puerta del otro lado. Que alguien corra a protegerla.
—No se preocupe, señor Terror. La he cerrado antes con llave.
Y el señor Hobble le mostró una enorme llave de hierro.
—Bien hecho, Hobble. Muy bien hecho.
Amelia llegó a la puerta y descubrió que estaba cerrada con llave. Intentó entonces empujar para abrirla, empujándola con el hombro.
—Vamos —dijo entre dientes—. Vamos. Vamos.
Todo el mundo quería impedir que se fugara, sobre todo ahora que había aparecido el señor Terror. Los únicos que estaban de su lado eran Mary y Papá No…
Y fue en aquel instante que Amelia se dio cuenta de que Papá Noel huía en dirección contraria. Lo vio en el otro extremo del comedor, de espaldas a ella, se marchaba.
Típico.
Volvía a dejarla tirada.
Por supuesto. ¿Por qué esperar otra cosa?
Notó que la rabia se apoderaba de su corazón como una avalancha de lava al rojo vivo. Empujó de nuevo la puerta.
Descargó entonces su frustración aporreándola.
«¡Pum, pam, pum!»
Pero era imposible. De pronto, notó la mano huesuda y con olor a jamón del señor Terror agarrándola por el hombro.
—Salir de aquí es imposible —le dijo, con una sonrisa diabólica.
«¡Pum, pam, pum! ¡Pum, pam, pum! ¡Pum, pam, pum!»
Amelia se rindió.
Y el señor Terror, satisfecho, hizo un gesto de asentimiento.
—Y ahora, permanecerás encerrada una temporada larguísima.