—¡Duendecilla de la Verdad! —exclamó Papá Noel.
Amelia se quedó mirando a la pequeña criatura que iluminaba la luz de la luna. Y fijó la mirada a continuación en las otras dos criaturas, algo menos pequeñas y con orejas puntiagudas,una madre elfa y su hijo,que la acompañaban. La duendecilla sería más o menos de la mitad del tamaño de los elfos, iba vestida con una túnica amarilla y tenía una expresión traviesa. Amelia pensó que jamás había visto una cosa más mona que aquella. Pero se preguntó si los troles los matarían a todos. De repente, el Hospicio Terror ya no le parecía un lugar tan horroroso.
—La Duendecilla de la Verdad tiene razón —les explicó Amelia a los troles—. Papá Noel es el hombre más bueno del mundo.
La Duendecilla de la Verdad, después de recibir un leve codazo por parte de Manduca, continuó diciendo que lo tenía que decir.
—Es verdad. Papá Noel es bueno, y hace cosas muy buenas porque intenta que el mundo humano sea un poco menos penoso, lo cual no supone ningún peligro para ninguno de nosotros. Los humanos andan tan preocupados pensando solo en sí mismos que nunca se tomarán la molestia de venir a molestarnos. Los Duendecillos Voladores Cuentacuentos no hacen más que contaros mentiras. No tengo ni idea de por qué lo hacen, pero el caso es que todos los duendes andan por ahí hablando del tema. Os hacen quedar por más tontos de lo que ya sois, lo que es una tontería, si queréis mi más sincera opinión.
—¡Mentirosa! —dijo Ciclopón, pataleando y haciendo temblar todo el valle, hasta tal punto que la nieve que cubría las escarpadas montañas empezó a desprenderse.
—Ella no mentir —dijo Joe, rascándose con apatía el trasero—. Ella ser una Duendecilla de la Verdad.
Urgula señaló a Mary y Amelia con un dedo verrugoso del tamaño de un sofá.
—Pero ellas ser humanas.
Amelia respiró hondo y dio un paso al frente en la nieve.
—Nos ha salvado. Papá Noel nos salvó de una situación muy peligrosa. Por eso estamos aquí. Y Papá Noel también acaba de salvaros a todos vosotros. Pienso que tendríais que intentar ser un poco más agradecidos, en vez de comportaros como unos acosadores.
Modosito aplaudió el discurso. Le encantaba Amelia.
Urgula se inclinó hacia delante y le envió una oleada de aliento fétido a la niña, que hizo un esfuerzo enorme para no vomitar allí mismo. El aliento de trol era incluso peor que el del señor Terror. Olía a col mezclada con caca de cabra y zapatos sudados.
—Niña humana ser muy valiente —dijo Urgula.
—Gracias. Y ahora, ¿podemos irnos ya? Es que resulta que Papá Noel tiene aún muchos regalos que repartir.
Justo en aquel instante, apareció un Duende Volador Cuentacuentos y le dijo alguna cosa al oído a Urgula. Urgula ahuyentó al duende con un manotazo.
—¡Largaos, duendes! ¡Nada de pasear por nuestras orejas nunca más!
Y el duende marchó volando a toda velocidad, dando volteretas en el aire, hasta que desapareció en la oscuridad, por encima de las Colinas Boscosas.
Mientras todo esto pasaba, Manduca dio también un paso al frente. Tosió para aclararse un poco la garganta antes de hablar y levantó la cabeza hacia Urgula, el trol más grande del mundo. Su cara grisácea quedaba a medio kilómetro de distancia de ella. Manduca sacó su libretita.
—Discúlpame, Líder Suprema de los Troles. Me llamo Manduca y trabajo como periodista para El Diario de la Nieve, una publicación similar a El Dominical Ug. Y me gustaría formularte una pregunta.
Urgula miró a la elfa, como tú mirarías algo que se te ha quedado pegado al zapato. La verdad era que los periódicos le daban completamente igual, incluso el periódico de los troles, El Dominical Ug, que solo había leído en una ocasión. (Que quede constancia, para ser sinceros, que El Dominical Ug era el mismo cada semana, una tablilla de piedra de gran tamaño donde podía leerse: «LOS TROLES SON LOS MEJORES».)
—¿Qué pregunta ser?
—Mi pregunta es… a ver, mi pregunta es… ¿por qué el año pasado no atacasteis el edificio de El Diario de la Nieve? Los troles destruisteis todo Elfhelm, pero dejasteis intacto El Diario de la Nieve.
Urgula se quedó pensando. Muchísimo rato. Y empezó a poner cara de que le dolía algo, y probablemente fuese así, puesto que pensar provocaba a los troles unos dolores de cabeza espantosos.
—Nosotros no atacar El Diario de la Nieve porque el Maestro de las Palabras ser un buen hombre.
—¿Quién es el Maestro de las Palabras? —preguntó Manduca.
Urgula meneó la cabeza.
—El Maestro de las Palabras de El Diario de la Nieve. Así es como le llaman.
—¿Le llaman? ¿Quién lo llama así?
Manduca se dio cuenta de que todos los Duendes Voladores Cuentacuentos se estaban alejando de los troles y emprendiendo el vuelo hacia las Colinas Boscosas del territorio de los duendes. Urgula también lo había visto y extendió la mano para capturar con facilidad a uno de ellos. Era un duendecillo vestido de plata. Manduca lo reconoció al instante: lo había visto aquella misma mañana en la oficina de Papá Vodol. Había visto a aquel Duende Volador Cuentacuentos revoloteando al otro lado de la ventana. Y entonces, de repente, rememoró una escena. Un recuerdo de la Nochebuena del año pasado: las huellas de Papá Vodol en la nieve, procedentes de las Colinas Boscosas y no de El Diario de la Nieve. Papá Vodol siempre había odiado la Navidad y estaba celoso de Papá Noel desde que le había usurpado el puesto de líder del Consejo Élfico.
—No me hagas daño, por favor —le suplicó a chillidos el duende a la trol, que multiplicaba por mil su tamaño.
Era como si la trol tuviera en la mano un fragmento de espumillón plateado.
—¿Por qué vosotros decirnos cosas a los oídos? Di la verdad antes de que yo comerte.
—Por las palabras. El Maestro de las Palabras quería que lo hiciéramos. Y a cambio nos regalaba nuevas palabras. Palabras largas, palabras que no sabíamos.
—Estoy cansada del tema —dijo la Duendecilla de la Verdad, dando media vuelta y echando a andar hacia su casa—. Pero parece que dice la verdad.
Manduca recordó entonces al Duende Volador Cuentacuentos que había capturado siendo una niña y la palabra larga, «misceláneo», que le había regalado para pedirle perdón por lo que le había hecho.
—¿El Maestro de las Palabras? —De pronto, todo empezaba a tener sentido para Manduca—. Papá Vodol. Papá Vodol ama las palabras.
Papá Noel se quedó mirando a Manduca.
—¿Ha sido Papá Vodol quien te ha hecho venir aquí?
Manduca asintió.
—Sí.
Bajo la luz de la luna, Urgula parecía de pronto una criatura triste. Un lagrimón de trol resbaló por su mejilla y, convertido en piedra, impactó contra el suelo justo al lado de Amelia. Urgula soltó al duende.
—Nosotros equivocarnos. Nosotros sentirlo mucho. Nosotros castigar al Maestro de las Palabras.
Papá Noel hizo rápidamente un gesto negativo con la cabeza.
—No, no. No os preocupéis por el Maestro de las Palabras, quiero decir, por Papá Vodol. El Consejo Élfico se ocupará del tema. Lo único que os pedimos es que nos dejéis en paz y que en el futuro no hagáis más caso a las historias que intenten contaros los Duendes Voladores Cuentacuentos. Y ahora, tenemos mucho trabajo que hacer antes de que amanezca, así que…
Urgula asintió. Aunque Ciclopón parecía un poco decepcionado. Papá Noel y los demás echaron a correr enseguida por el terreno pedregoso para regresar al trineo. Amelia fue la primera en subir, y Capitán Hollín salió rápidamente del saco infinito donde había permanecido escondido.
—Acabo de conocer a unos troles de verdad —le explicó Amelia a Capitán Hollín—. Y también he visto duendes. Ah, y mira, te presento a unos elfos. Esta es Manduca y este es…
Manduca alborotó el pelo de su hijo en cuanto tomaron asiento en el trineo.
—Se llama Modosito.
Capitán Hollín lo saludó con un «miau» y restregó la cabeza contra Modosito. El gato era casi tan grande como el pequeño elfo. Del tamaño de un caballo, en comparación, pensó Amelia.
—Eres raro —maulló Capitán Hollín, dirigiéndose a Modosito—. Pero me gustas.
—Hola —dijo Modosito, dirigiéndose a Amelia y sonriéndole—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Cuántos te parece que tengo? —replicó Amelia.
Modosito miró a Amelia de arriba abajo. Era muy alta.
—¿Cuatrocientos ocho?
Amelia se echó a reír. Y Mary también.
—¡No pienso ni preguntarle cuántos años se piensa que tengo yo!
Entonces, Amelia le explicó a Manduca que ella también quería ser escritora, como Charles Dickens. Y Manduca se puso un poco colorada y tapó las orejas puntiagudas de su hijo porque Dickens se parecía a «diantre», que era casi una palabrota para un elfo.
Mary y Papá Noel se sentaron en la parte delantera del trineo y vieron entonces que el reloj estaba en el punto que señalaba la Última Oportunidad Antes de que se Haga de Día.
Relámpago y Trueno volvieron la cabeza hacia Papá Noel, a la espera de recibir órdenes.
—¡A volar, renos míos!
Y eso hicieron.