Paseando entre humanos

No hace falta ser muy listo para saber que un montón de renos en un tejado eran un elemento sospechoso, sobre todo si el tiempo avanzaba a velocidad normal, así que, emprendiendo un vuelo algo inestable, Papá Noel decidió trasladarlos a unos campos de fresas nevados que había en un pueblo llamado Hackney, en las afueras de la ciudad.

—Y ahora, queridos renos, no hagáis travesuras. No tardaré mucho. Enseguida vuelvo.

Y Papá Noel se fue caminando hasta Londres, una experiencia curiosa, la verdad. Para empezar, porque estaba oscuro y hacía un tiempo desapacible.

Además, nadie llevaba un traje rojo similar al de él, y mucho menos un gorro rojo. Los únicos sombreros que se veían eran negros, con la excepción de alguna que otra mujer que salía de la iglesia y tocaba su cabeza con una gorrita blanca. Todo el mundo vestía de forma muy aburrida, así que Papá Noel se quitó el gorro rojo y se lo guardó en el bolsillo.

Tampoco había renos ni trineos, y nada que oliera a galletas de jengibre. Solo a humo, a basura y a caca de caballo.

—Un mundo sin magia —se dijo— siempre es un lugar triste.

La otra cosa rara era que el tiempo se detenía constantemente y luego volvía a ponerse en marcha. Era como si el mundo fuera una gigantesca máquina averiada que se conectaba y desconectaba sin cesar. Evidentemente, Papá Noel quería que el mundo se quedase quieto y sin tiempo para así tener más posibilidades de encontrar a Amelia y poder repartir todos los regalos. Al pasar por una iglesia cercana a Haberdashery Road, vio en el reloj que ya pasaban treinta minutos de la medianoche. Era la hora de Muy Muy Tarde, según horario élfico.

No había mucha gente por la calle. Vio una anciana sentada en un banco, sin dientes, con unos ojos de mirada lechosa y cubierta con un chal. Estaba dando de comer a las palomas. De pronto, los pájaros detuvieron el vuelo, y luego empezaron a volar de nuevo, para después volver a pararse.

Papá Noel se acercó y se sentó a su lado mientras estaba congelada en el tiempo, y cuando volvió a la vida, la anciana se inclinó hacia él y, con un aliento que olía a cebolla, le dijo:

—¡Hola, guapo!

Y Papá Noel le dijo hola y le preguntó por Amelia, pero la anciana no había oído hablar de ella y, cuando se lo preguntó a las palomas, le dijeron que ellas tampoco.

Era una noche oscura y había además muchísima niebla. Y aun cuando el tiempo avanzaba, era como si las cosas apareciesen y desapareciesen.

Los hombres salían del pub tambaleándose y volvían a casa cantando villancicos, y Papá Noel se cruzó con un cazador con los bolsillos llenos de ratas. Vio entonces a lo lejos un mercadillo navideño con todos los puestos cerrados menos uno, el de la castañera. Papá Noel fue directo hacia ella.

—¿Castañas? —le dijo la castañera. Tenía la cara enjuta y se cubría con un chal de lana de colorines. Se rascó la cabeza—. Todas las que quiera por tres cuartos de penique.

Papá Noel le entregó tres monedas de chocolate. La mujer se quedó mirando las monedas.

—Son de chocolate —le explicó Papá Noel.

La mujer retiró el papel de una de las monedas. Y comió el chocolate. Cerró los ojos y se quedó un buen rato sin hablar de tanto que estaba disfrutando del chocolate.

—Oh, este chocolate está buenísimo.

—Lo sé. Y estas monedas valen también como dinero.

La mujer se echó a reír.

—¿Dónde?

—En el norte.

La castañera se quedó un instante pensando.

—¿En Manchester?

—No. Más lejos… Pero ahora eso da igual. Mire, las castañas no me interesan en este momento. Estoy buscando a una niña. Se llama Amelia Desealotodo. Es… es… una amiga de la familia y ha desaparecido. Tiene un gato negro.

—A lo mejor está viviendo en la calle, con un poco de suerte.

—¿Con un poco de suerte? ¿Es una suerte vivir en la calle?

Papá Noel recordó los tres meses que su tía Carlotta lo había tenido durmiendo a la intemperie cuando era un niño, y lo mucho que le había costado encontrar un lugar donde estar caliente y poder descansar durante su viaje al Lejano Norte. Aquellas noches al raso seguían produciéndole pesadillas.

—O también podría estar muerta, claro. ¿Cuántos años tiene?

—Diez.

—Diez es una buena edad. Por aquí ya se considera bastante mayor. Podría haber muerto por causas naturales. —¿Con diez años? —La muerte no es lo peor que le puede pasar a un niño que ronde por aquí. Ahora sí que Papá Noel estaba confuso de verdad. Y muy preocupado. —¿Lo dice en serio? ¿Qué hay peor que la muerte? La cara de la mujer se puso más blanca de lo que ya lo estaba (¡y era muy blanca!). Meneó la nariz, como si estuviera a punto de estornudar y no lo consiguiera. Y entonces, abrió mucho los ojos y adoptó una expresión de terror.

—El hospicio —dijo.

Papá Noel frunció el entrecejo.

—¿Qué es un hospicio? —Un lugar espantoso. Espantos. Espantoso. —Y se estuvo un buen rato diciendo «espantoso»—. Es donde llevan a los pobres. Yo pasé una buena temporada en uno de ellos. Dicen que lo hacen por tu bien, pero no es así.

No es así. No es así… Conseguí salir, aunque me llevó años. Los hay que no tienen tanta suerte.

—¿Y en qué hospicio podría estar?

—Hay muchos. El hospicio de Old Kent Road. El de Gracechurch. El de Bread Street. El Hospicio Smith. El Hospicio Terror. El Hospicio Allhallows. El de Dowgate. El de Saint Mary-leBow. El Hospicio Jones…

Le dio una lista con tantos nombres que Papá Noel no sabía por dónde empezar.

—Pero espero que no esté en ninguno de ellos.

—Pues sí —dijo Papá Noel—. Esperemos.

De pronto, el rostro de la mujer se iluminó con un recuerdo, como la luz del sol cuando se refleja en la calle.

—¿Dice que tenía un gato negro, señor?

—Sí, con una mancha blanca en la punta de la cola.

La castañera dio una palmada.

—Espere. Ahora que lo menciona, sí que vi una niña con un gato. ¡Hace justo un año! Quería alojarse en mi casa, y me sentí muy culpable por tener que decirle que no. Pero es que tengo un problema con los gatos y mi casa… Bueno, la verdad es que en mi casa no cabe nadie. Incluso un duende tendría dificultades para caber ahí.

—Lo dudo —dijo Papá Noel—. ¿Y sabe dónde fue?

—Le preocupaba que acabaran mandándola a un hospicio.

—Oh, no.

—La envié a la Catedral de San Pablo. A ver a la vieja señora TodocorazónTodocorazón. A mí me ayudó de joven, cuanto tuve problemas. Me llamo Bessie, por cierto. Bessie Smith.

Pareció quedarse a la espera de que Papá Noel le dijera su nombre, pero no lo hizo.

—Ayúdeme a recordar. Mi magia no es…. Quiero decir, que mi memoria ya no es la que era… ¿Por dónde queda San Pablo?

Pero justo en aquel momento, la castañera se quedó paralizada.

Totalmente inmóvil, igual que el humo que salía de la sartén de las castañas.

—Gracias —dijo Papá Noel, aun sabiendo que no podía oírlo.

Y echó a correr hacia la dirección que apuntaba el dedo congelado, con la intención de llegar a su destino antes de que el tiempo se pusiera de nuevo en marcha.