Un poco de magia

La mujer se inclinó sobre Papá Noel. Tenía las mejillas sonrosadas como una manzana y la cara redondeada, una forma que se acentuaba más si cabe por el moño con que recogía su pelo. Sus ojos brillaban con lucecitas. Papá Noel recordó que Papá Topo le había contado que la bondad de las personas se adivinaba gracias a las lucecitas que brillaban en los ojos, pero las lucecitas de los ojos de aquella mujer parecían más de rabia que de bondad.

—¿Quién es usted? —preguntó la cocinera—. ¿Qué hace irrumpiendo aquí a medianoche sin invitación previa y con esos pantalones tan ajustados?

Hubo algo en la manera de formular las preguntas de aquella mujer que impulsó a Papá Noel a responderle con la verdad, sin pensárselo dos veces. Por mucho que lo hubiera dejado sin sentido con una sartén, tenía una cara que inspiraba confianza.

Así que se lo contó.

—Soy Papá Noel —dijo.

La mujer se echó a reír.

—¡Y yo el Hada Madrina!

Papá Noel sonrió.

—¡Ah! ¡Hola, Hada Madrina!

Las carcajadas de la mujer subieron de volumen. Resultaba agradable oír risas en un lugar tan lúgubre como aquel.

—¿De verdad se ha creído que soy el Hada Madrina?

—¿Por qué no? Acaba de decírmelo.

—Pues no lo soy.

Entonces el que se echó a reír fue Papá Noel. Se había olvidado por completo de lo peculiares que podían llegar a ser los humanos.

—Pues yo sí que soy Papá Noel. Pero no se lo diga a nadie.

La mujer se quedó perpleja.

—¿Y por qué me lo dice a mí?

—No lo sé. Pero hablo muy en serio.

—¿Y entonces qué hace espiando cocineras que tienen que trabajar de noche en vez de estar por ahí repartiendo regalos?

—Es una historia muy larga.

La cocinera nunca había visto un rostro que inspirara tanta confianza como el que tenía delante en aquellos momentos. ¡Pero mira que decir que era Papá Noel! Había oído contar que Papá Noel recorría el mundo entero volando en una sola noche. ¿Cómo era posible que aquel hombre gordo con barba blanca fuera capaz de hacer eso?

—Pues haga un poco de magia —dijo—. A ver si adivina cómo me llamo.

Papá Noel se quedó pensando. Se llevó la mano a la frente, donde le estaba saliendo un chichón.

—La cuestión es… que los niveles de magia están muy bajos. Por eso estoy aquí.

—Excusas. Adivine cómo me llamo.

—¿Jenny?

—No.

—¿Lizzie?

—No.

—¿Rose?

—Tampoco.

—¿Hattie? ¿Mabel? ¿Viola? ¿Cedric?

—No, no, no, no. Y Cedric es nombre de chico, además.

—Oh, sí. Es verdad. Lo siento. Simplemente iba soltando nombres.

La mujer puso mala cara.

—No. La verdad es que me parece que usted de mago no tiene nada. Tiene más magia un trozo de carbón. Y ahora, caballero, por favor, si se marcha podré seguir trabajando. El señor Terror se enfadará mucho si me encuentra aquí charlando con usted. Sobre todo si se empeña en seguir insistiendo en que es Papá Noel. Nos hará picadillo a los dos.

—El señor Terror cree que me llamo señor Beljuro y que estoy aquí, autorizado por la reina, para llevar a cabo una inspección nocturna sorpresa. Pero le digo la verdad. Estoy aquí buscando a una niña. Sin ella, tal vez sea imposible salvar la Navidad… Mire, todo gira en torno a la esperanza. Y necesito encontrar a la niña que hace dos años tenía toda la esperanza del mundo.

Miró fijamente a la cara de la cocinera y vio que las lucecitas de enfado empezaban a parecerse algo más a lucecitas de bondad. Pensó que tal vez llevaba tanto tiempo alejado de los humanos que comenzaba a sentirse levemente enamorado de aquellos ojos, a sentir una especie de calidez. Y era una sensación extraña, aunque mágica, y llevaba ya tiempo sin sentir una sensación mágica. De hecho, se dio cuenta de que en el ambiente había magia suficiente como para pronunciar en voz alta un nombre que no había oído nunca.

—¡Mary Ethel Winters!

La mujer se quedó boquiabierta.

—Nunca le he mencionado a nadie mi segundo nombre.

—Nacida el 18 de marzo de 1783. Y siempre endulza el potaje para hacerlo más comestible.

La mujer no podía creérselo.

—¡Esto es de lo más peculiar!

—Y su juguete favorito de pequeña era un juego de té en miniatura. Y tenía una muñeca a la que puso por nombre Maisie en honor a su abuela.

La mujer estaba blanca.

—Pero ¿cómo sabe todo eso?

—Es simplemente un pequeño beljuro.

—¿Belju qué?

—Es un tipo de magia, Mary. Basada en la esperanza.

—Es usted un hombre de lo más extraño —replicó Mary—. Ya lo supuse por el tamaño de esos pantalones que lleva.

Papá Noel miró el jamón que colgaba del techo.

—Creía que aquí todo el mundo solo comía potaje.

—Eso es el jamón del señor Terror. Es únicamente para él y para ese amigo suyo que es policía. Los demás no podemos ni olerlo.

Entonces se oyó una voz en el umbral de la puerta. El señor Terror.

—¿Va todo bien, señor Beljuro?

—Sí, señor Terror. Solo estaba formulándole algunas preguntas a la cocinera.

—¿Desde el suelo? —preguntó con recelo el señor Terror.

Papá Noel vio que Mary estaba preocupada porque temía que le contara la verdad al señor Terror.

—Me he resbalado —dijo Papá Noel—. El suelo está tan limpio que he resbalado y me he caído.

El señor Terror miró el paquete de azúcar que había junto a los fogones.

—Señora Winters, ya veo que ha estado otra vez echando azúcar al potaje, ¿no es eso?

Mary se puso nerviosa. Ella, como todo el mundo allí, estaba aterrorizada por el señor Terror.

—Justamente estaba comentándole que me parece que añadir un poco de azúcar a la comida es muestra de gran dedicación —dijo Papá Noel—. Y voy a puntuar con muy buena nota las cocinas precisamente por eso.

Mary sonrió a Papá Noel con la mirada, la mejor sonrisa que existe, y Papá Noel sintió un cosquilleo en su interior.