Una niña a la fuga

Amelia siguió corriendo escaleras arriba, por los pasillos. Sabía que el señor Terror había puesto un turno especial de vigilancia nocturna, que había gente patrullando por todo el hospicio, de modo que siguió corriendo pero mirando hacia todos lados. Confiaba en que Papá Noel estuviera de su parte, pero ya la había decepcionado en una ocasión, de modo que no le quedaba otro remedio que salir de allí. Cruzó a toda velocidad la zona de los dormitorios, sabiendo que no podía parar.

Y entonces, justo cuando llegaba al comedor, cuando estaba justo delante de la cocina…

—¡Ya te tengo! ¡Criatura salvaje! —La había atrapado la señora Lenguafilada y la tenía agarrada con fuerza por el brazo—. Así que te has escapado de la celda de aislamiento, ¿no es eso? ¡Señor Terror! ¡Señor Terror! ¡Una niña a la fuga, señor Terror!

Amelia forcejeó para liberarse, pero la señora Lenguafilada tenía fuerza en la mano y en la voz. Y acabaría despertando a todo el hospicio.

—¡UNA NIÑA A LA FUGA! ¡UNA NIÑA A LA FUGA! ¡QUE TODO EL MUNDO DESPIERTE! ¡NECESITO AYUDA!

Amelia notó que las manos que la agarraban se aflojaron, y cuando se giró vio que la señora Lenguafilada se había transformado en cacerola. Mary, la cocinera, le había echado a la señora Lenguafilada una cacerola llena de potaje encima. Y la cacerola era justo de la medida de la cabeza de la señora Lenguafilada y le alcanzaba incluso un poco los hombros. El asqueroso potaje grisáceo de avena se estaba desparramando por todas partes. Amelia consiguió soltarse.

—¡Sáquenme de aquí! —gritó la señora Lenguafilada—. ¡Sáquenme ahora mismo esta cosa de la cabeza!

Pero nadie podía oír lo que decía porque su voz había quedado reducida a un murmullo viscoso. Empezó a pulular de un lado a otro, golpeándose contra todo, hasta que acabó resbalando en un charco de potaje y cayó al suelo con gran estrépito.

—¡Gracias, Mary! —gritó Amelia.

Mary hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¡No hay tiempo para dar las gracias!

Amelia oyó unos pasos y se volvió, dispuesta a echar a correr de nuevo, pero vio que era Papá Noel.

—Hobble ha bajado a liberar a Terror —dijo Papá Noel, sin aliento—. Debemos darnos prisa.

Mary sonrió.

—Tenía la intuición de que iba a haber problemas. Esperemos a que lleguen y luego los haremos entrar en la cocina. ¡Lo tengo todo preparado!

El sonido de la señora Lenguafilada con la cacerola en la cabeza y dándose golpes contra todo atrajo hacia el comedor a Hobble y Terror. Sus pasos resonaban como truenos.

Y en cuanto los vieron aparecer, Mary, Papá Noel y Amelia entraron corriendo en la cocina.

—¡Quedaos detrás de la puerta! —les ordenó Mary.

Y eso fue lo que hicieron. Y fue Amelia quien se dio cuenta de que el suelo, aun siendo el suelo del hospicio, estaba brillantísimo. Miró a Mary mientras los pasos seguían acercándose.

—Al señor Terror le gusta que lo tengamos todo limpio y reluciente. De manera que he decidido dejar el suelo lo más brillante posible sirviéndome de esa mantequilla que tanto le agrada al señor Terror —explicó Mary.

Y lo que sucedió entonces fue muy gracioso. Tan gracioso que Papá Noel se pasó un buen rato riendo sin parar con su típico «jo, jo, jo». El señor Terror y Hobble llegaron a la vez a la cocina, y, en vez de detenerse, resbalaron, se deslizaron, derraparon y patinaron por el suelo untado de mantequilla, incapaces de poder controlarse.

—¡Aaaaaaaay! —gritó el señor Terror.

—¡Aaaaaaaay! —gritó el señor Hobble.

Cuando el señor Hobble intentó incorporarse, cayó de culo, mientras que el señor Terror intentó apoyarse en el bastón para volver a ponerse en pie.

—¡Esperad! —dijo Mary, riendo también—. ¡Ahora viene la mejor parte!

Y entonces desató una cuerda que tenía a su lado y empezó a hacer girar una manivela. El gigantesco jamón de color rosado oscuro que colgaba del techo empezó a deslizarse con un silbido. Y aterrizó con un golpe seco justo encima del señor Terror, destrozándole el sombrero de copa y tumbándolo una vez más en el suelo. El señor Hobble y él parecían un conjunto de brazos y piernas que recordaban una araña aplastada.

—¡Rápido! —dijo Amelia—. ¡Hay que salir de aquí!