El chalé de Walter Vargas ocupa una parcela de aproximadamente diez mil metros cuadrados en la avenida principal de La Moraleja, una urbanización residencial de lujo situada al norte de Madrid. Dos furgones del Grupo Especial de Operaciones están aparcados en una calle aledaña. Junto a ellos se encuentran el subinspector Moreno y la agente Navarro. La inspectora Ramos y la subinspectora Ortega bajan del coche poniéndose el chaleco antibalas.
—¿Está en casa? —pregunta la inspectora.
—Hemos interceptado a una criada que había salido a comprar tabaco —responde la agente Navarro señalando con la cabeza a una muchacha colombiana que habla muy asustada con varios policías—. Según dice, en el interior de la vivienda están Vargas, su mujer, cuatro de sus hijos y diez personas más entre personal de seguridad y servicio.
—No se priva de nada.
—Debemos darnos prisa antes de que empiecen a echar de menos a la criada —señala el subinspector Moreno.
Media docena de geos se sitúan ante la puerta principal y otros tantos frente a la trasera. Cuando la inspectora Ramos lo autoriza, el capitán al mando da la señal y los doce entran en el recinto de la casa tirando abajo las puertas, sin contemplaciones.
Se ven trasladados inmediatamente a un jardín japonés, con bonsáis, estanques llenos de nenúfares y peces de colores, y fuentes de piedra rodeadas de flores de todo tipo. Para tener un jardín tan cuidado hacen falta como mínimo tres o cuatro jardineros, pero para su sorpresa, los policías no se encuentran con nadie hasta que llegan a la puerta de la vivienda, donde hay un chico mulato con una camiseta de los Dallas Mavericks escuchando música a través de unos cascos, con un fusil de asalto apoyado en la pared a metro y medio de él, y jugando al Candy Crush en su móvil. Todo un vigilante.
—¡Al suelo, policía!
El chico se sobresalta y, por un momento, se ve tentado de coger su arma, pero uno de los policías lo intuye y le da un culatazo en la frente que le hace caer de espaldas. Mientras dos de ellos lo inmovilizan, un tercero aporrea la puerta custodiado por sus compañeros y por el equipo de la inspectora Ramos, que entra justo detrás.
—¡Policía! ¡Abran!
Uno de los geos se adelanta con un ariete, dispuesto a reventar la puerta, pero esta se abre. Para desconcierto de los policías, ante ellos aparece un niño de unos seis años.
—¡Menor!
—¡Sácalo de aquí! —le ordena la inspectora Ramos a la agente Navarro.
Navarro se lleva en volandas al niño, que no ha tenido tiempo de darse cuenta de lo que está pasando y no empieza llorar hasta que está atravesando el jardín japonés en brazos de la agente. Los del Grupo Especial de Operaciones entran en tromba en la vivienda profiriendo todo tipo de voces y reduciendo a cuantas personas, armadas o no, salen a su paso. De camino al salón, los policías tumban boca abajo a cuatro vigilantes, tres muchachas de servicio y dos chicos de mantenimiento. Allí, Walter Vargas aguarda junto a su mujer y sus otros tres hijos, con la tranquilidad de quien ya ha sufrido más de una redada.
—¿Qué sucede, agentes?
—¡Las manos en la nuca!
El señor Vargas obedece mientras su esposa protege a sus hijos y llora asustada, preguntando a gritos por su hijo menor.
—Tranquilos, no vamos a resistirnos —dice Vargas—. Aunque me temo que están cometiendo un grave error. ¿Se puede saber de qué se me acusa?
—Del asesinato de Alicia Sánchez Merino.
Walter Vargas frunce el ceño, comprendiendo que Miguel Ángel Ricardos ha debido delatarle. Algo así en su país sería impensable; los hijos, padres, hermanos y hasta amigos del confidente aparecerían colgados de un puente en las semanas siguientes. Uno puede vengarse si lo desea, pero jamás denunciar a nadie, aunque haya matado a tu esposa. Son las reglas de los narcos.
—No conozco a esa señora, agentes.
—Eso dígaselo al juez —dice Ramos y después se dirige a Moreno—. Espósale.
El subinspector se acerca al sospechoso y, al ir a coger sus esposas del cinto, lo pierde de vista por un momento. Walter Vargas aprovecha para sacar una pequeña pistola plateada y apuntar a la cabeza del policía. Cuando está a punto de disparar, la mano le desaparece, literalmente. A unos metros, la inspectora Ramos sigue apuntándole con su pistola humeante.
—¡Tírese al suelo!
—¡Perra hijaeputa! —grita Vargas sujetándose el muñón ensangrentado.
Dos geos reducen al colombiano mientras el subinspector Moreno mira a su jefa aturdido, empezando a comprender que, por mucho que la desprecie, acaba de salvarle la vida.