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Ramón Fonseca continúa en la sala de interrogatorios, en la misma postura en que dos horas antes le dejaron los policías que no lograron hacerle confesar el paradero de las tres personas secuestradas. Ahora, al otro lado del cristal, lo observan con curiosidad la inspectora Indira Ramos y los subinspectores Iván Moreno y María Ortega. Los policías a quienes el secuestrador ha rechazado les miran con inquina, confirmando sin palabras que colaborarán lo menos posible.

—¿No ha llegado su abogado? —pregunta la inspectora.

—Según sus palabras, por culpa de los abogados estamos en esta situación y, de momento, no quiere ninguno —responde el policía más joven.

—¿Le han dado de comer y le han ofrecido ir al baño?

—Ese hombre amenaza con asesinar a tres personas, inspectora. Si quiere también le ponemos un sofá y una tele de sesenta pulgadas para que se relaje —dice el policía mayor, arrancando una sonrisa a su compañero y a dos agentes de su equipo que tampoco ven con buenos ojos el intrusismo de la inspectora y sus ayudantes.

—No creo que vaya a asesinar a nadie cuando ya está detenido, inspector. —La inspectora mantiene la calma—. Si acaso, los dejará morir.

—¿Qué más da una cosa que otra? Es un asesino.

—Todavía no. Si no he entendido mal, en cuanto se demuestre la inocencia de su hijo nos dirá dónde están los secuestrados y nadie morirá.

—El tal Gonzalo Fonseca es culpable y ya está condenado. ¿Qué cojones de inocencia va a demostrarse?

—Él parece convencido de que no mató a su mujer.

—Es su padre, joder —responde el policía, irritado—. Hasta el suyo justificará que traicionase usted a un compañero.

La inspectora Ramos le fulmina con la mirada, dispuesta a bajarse al barro, pero el subinspector Moreno adivina sus intenciones y se interpone entre ellos.

—Será mejor que entremos ya a hablar con él.

Indira le mira desconcertada. El subinspector, que siempre ha disfrutado cuando la veía meterse en problemas, ahora parece querer evitárselos. Moreno es consciente de su cambio de actitud y se justifica, cargado de razón:

—No deberíamos perder el tiempo, inspectora.

Ella está a punto de decirle que no necesita que nadie la defienda y que casi prefería tenerlo como enemigo, pero lo deja para cuando estén a solas.

—María, tú quédate aquí —le dice a la subinspectora Ortega sin dejar de mirar al policía que lleva machacándola desde que han llegado a esa comisaría—. Si alguno de estos te hace algún comentario, dímelo, que tengo unas ganas locas de traicionar a otro soplapollas.

En cuanto se da la vuelta, el policía musita un «puta» lo bastante bajo para que no lo capte ningún micrófono, pero lo suficientemente alto para que la inspectora lo oiga. El subinspector Moreno está a punto de volverse a responderle, pero ahora es ella quien lo frena.

—No digas una palabra, joder.

Moreno se queda cortado viendo alejarse a la inspectora. Al seguirla, oye las risas de los policías a su espalda.

 

 

Ramón Fonseca, que empezaba a pensar que no atenderían sus peticiones, esboza una sonrisa de satisfacción al ver que por fin aparece la inspectora Ramos acompañada por el subinspector Moreno.

—Creía que no vendría, inspectora Ramos.

—¿Nos conocemos?

—Yo a usted, desde luego. Leí lo de la denuncia que interpuso contra su compañero por falsificar pruebas. Enhorabuena.

—Hay que joderse —masculla Moreno.

Indira lo fusila con la mirada y se centra en el anciano.

—Me han llamado de todo por aquello, pero es la primera vez que me felicitan.

—Demostró ser una policía íntegra, aunque la mayoría de las veces eso no esté bien visto por quienes no lo son tanto. —Se gira hacia el subinspector—. ¿Y usted es...?

—Mi ayudante, el subinspector Moreno —responde ella—. ¿Necesita comer algo o ir al baño?

—Estoy bien, gracias. Les aconsejo que no pierdan tiempo con formalidades. Tienen menos de una semana para evitar que muera uno de los secuestrados.

—Vayamos entonces al grano —dice Moreno interviniendo por primera vez—. ¿Dónde están, señor Fonseca?

—Supongo que no será tan ingenuo para pensar que voy a decírselo así de fácil. Antes deben cumplir la condición que he puesto.

—Demostrar la inocencia de su hijo, ¿no?

—Eso es.

La inspectora Ramos abre una carpeta y lee con semblante serio durante cinco minutos. Luego la cierra y mira al anciano.

—Será mejor que vayamos dándole el pésame a la familia de los secuestrados. Aunque su hijo no hubiera matado a su mujer, cosa que quedó más que demostrada en el juicio, jamás encontraremos al verdadero culpable en tan poco tiempo.

—El juicio estaba amañado. Colocaron pruebas falsas, igual que hizo su compañero.

—Su hijo estaba junto al cadáver y tenía la ropa y las manos ensangrentadas —Moreno interviene de nuevo—. Y eso por no hablar de que sus huellas estaban en el cuchillo con el que se cometió el crimen.

—Le digo que fue una trampa.

—¿Una trampa de quién?

—Eso es lo que deben hacer ustedes: averiguarlo. Lo que sí puedo decirles es que sospecho que Juan Carlos Solozábal, Noelia Sampedro y Almudena García recibieron una gran suma de dinero.

—¿Lo sospecha o tiene constancia de ello?

—Les he vigilado desde que terminó el juicio y he comprobado que los tres han multiplicado sus gastos en los últimos meses.

—Eso no prueba nada.

—Cuando secuestré a la chica, llevaba encima un sobre con veinte mil euros. ¿Cómo podría una simple estudiante tener tanto dinero? Y en cuanto a la jueza, me consta que compró una casa en Valencia, en efectivo. Y aunque no puedo probarlo, estoy seguro de que Juan Carlos Solozábal, el abogado, estaba preparándolo todo para marcharse de España.

Los policías se miran, sin poder disimular su sorpresa.

—¿Qué hizo con el dinero de la chica?

—Entregarlo en una iglesia, pero ahora no recuerdo en cuál. Deberán creer en mi palabra y no perder el tiempo con eso.

—Les ha dicho a mis compañeros que irían muriendo uno a uno, ¿es cierto?

—Así es, uno cada semana.

—¿En qué orden?

—Eso prefiero guardármelo para mí, inspectora. Si el lunes que viene no ha habido detenciones por la muerte de mi nuera, sabrán quién es el primero.

—Sabe que lo que hace es una salvajada, ¿verdad, señor Fonseca?

—No disfruto con ello, se lo aseguro, pero a lo sumo viviré tres o cuatro años más, mi esposa murió de pena hace unos meses al ver a nuestro único hijo encarcelado injustamente y a Gonzalo ya no le quedan más recursos. Si estuviera usted en mi lugar, ¿no haría lo que fuera para demostrar su inocencia?