El abogado Juan Carlos Solozábal había conocido por casualidad a su ahora secuestrador y a su mujer hacía unos cuatro o cinco años, durante un viaje con su pareja de entonces a Egipto. No es extraño que en esos viajes organizados uno haga amistad con gente de todo tipo; los españoles, que tan desunidos están en su propio país, suelen hacer piña en cuanto ponen un pie fuera de sus fronteras. Coincidieron en las excursiones a Abu Simbel, al Valle de los Reyes, a Luxor y, cuando se embarcaron en el clásico crucero por el Nilo, ya casi formaban una familia. Todas las noches cenaron juntos en el barco y no se separaron a su llegada a El Cairo. A la hora de despedirse, prometieron escribirse y verse en España, lo que, como sucede la mayoría de las veces, jamás ocurrió. Por eso le sorprendió tanto encontrárselos esperándole en el portal.
—Ramón, Nieves... qué sorpresa. ¿Qué hacen ustedes aquí?
—Nos dijiste que si algún día te necesitábamos viniésemos a buscarte, hijo —respondió Nieves con los ojos empañados.
Al ver que el asunto era serio, los hizo subir a su despacho. Leyó el informe policial de Gonzalo Fonseca con el ceño fruncido y los miró con gravedad.
—No voy a engañarles. Su hijo tiene todas las de perder, no solo porque las pruebas apuntan en su contra, sino porque la sociedad ahora está muy concienciada con este tipo de crímenes.
—Pero él no lo hizo —protestó la mujer.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque me miró a los ojos y me juró que era inocente. Él quería a Andrea con toda su alma.
—Entiendo que les cueste asumirlo, pero...
—No, por favor —lo interrumpió Ramón Fonseca—. No nos trates con condescendencia. Solo queremos que investigues qué ha pasado y que defiendas a nuestro hijo.
Juan Carlos se sintió en el compromiso moral de ayudarlos y pasó las siguientes semanas preparando una defensa que, aunque en principio parecía una pérdida de tiempo, pronto empezó a hacerle dudar. Pero transcurrieron los días y no consiguió encontrar nada que confirmase su corazonada. Y lo peor de todo es que Ramón Fonseca ya estaba quedándose sin fondos y él tenía demasiadas facturas que pagar.
La solución a sus problemas de liquidez entró en su despacho una fría mañana de febrero acompañado por un sobrino llamado Luca, de unos treinta años, con tantos músculos como tatuajes y vestido de marca de la cabeza a los pies, y por un tal Adriano, bastante más mayor y también más comedido tanto en la musculatura como en el vestir, pero con una mirada que helaba la sangre y que venía a decir que, si se te ocurría meterte con él, su cara sería el último recuerdo que te llevarías de esta vida.
Salvatore Fusco, que a sus casi setenta años exudaba poder y dinero por todos los poros de la piel, vestía un traje de color crema más apropiado para la primavera o el verano que aún tardaría unos meses en asomar, un sombrero a juego y zapatos marrones, todo de una calidad indiscutible.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó Juan Carlos con cautela.
—¿Es usted el abogado? —preguntó a su vez el viejo haciendo un meritorio esfuerzo por hablar en el español aprendido durante los dos años que llevaba afincado en Madrid tras llegar de su Calabria natal.
—Juan Carlos Solozábal. Abogado, sí.
—Soy Salvatore Fusco. —Le tendió la mano y se la estrechó con firmeza. Enseguida señaló a su sobrino y añadió—: Él es mi... ¿cómo se dice?
—Sobrino. —El chico salió en su ayuda.
—Sobrino, eso es. Luca es mi sobrino y Adriano mi... asistente.
El abogado saludó a ambos y despejó tres sillas de papeles y carpetas de casos antiguos que iban cogiendo polvo sin remedio.
—Siéntense, por favor.
Los roles de cada uno quedaron perfectamente definidos cuando solo el tío y el sobrino se sentaron frente a él. Adriano permaneció de pie junto a la puerta y Juan Carlos se fijó en un bulto sospechoso que se marcaba debajo de su chaqueta, a la altura del pecho. Estuvo a punto de pedirle que saliera de su despacho, que no lograba concentrarse sabiendo que tenía un arma tan cerca, pero toda la prudencia que más tarde le faltaría entonces le hizo callar.
—¿Necesitan un abogado?
—¿Quién no necesita un abogado en los tiempos que corren? —respondió Salvatore sonriente—. Es para mi... —buscó en vano la palabra— para el hermano de Gianna, mi esposa.
—Para su cuñado, entiendo. ¿Podría saber por qué motivo requiere mis servicios?
—Tiene mucho carácter.
Juan Carlos miró al sobrino en busca de ayuda y este le pidió permiso con un gesto a su tío. El señor Fusco se lo concedió resignado, comprendiendo que acabarían mucho antes si lo dejaba en manos de Luca.
—Lo que mi tío quiere decir —comenzó a explicar Luca en un castellano perfecto, aunque también con un marcado acento italiano— es que su cuñado tiene mucho carácter y se metió en una pelea con unos negros.
—¿Cuál fue el resultado de la pelea?
—Uno murió y el otro perdió un ojo.
—Supongo que se trata del incidente del que han hablado esta semana en las noticias —suspiró Juan Carlos, consciente de que la presión social lo había convertido en un caso muy difícil de ganar—. Lo lamento mucho, pero ahora mismo me resulta imposible hacerme cargo de...
Juan Carlos se interrumpió al ver que Adriano metía la mano en la chaqueta mientras se acercaba a él. Para su alivio, lo que sacó no fue una pistola, sino un fajo de billetes de cincuenta euros que colocó sobre la mesa con una sonrisa dibujada en la cara.
—Espero que sea suficiente... —volvió a intervenir el señor Fusco.
—¿Por qué yo? —preguntó el abogado intentando calcular cuánto dinero habría allí—. Para ser honesto, debo decirle que hasta la fecha he perdido más juicios de los que he ganado.
—Un cuñado no es un hermano —zanjó don Salvatore.
Si entonces Juan Carlos hubiera dicho que no podía defender a aquel hombre, seguramente meses después no estaría a punto de morir en un frío búnker. Pero Salvatore Fusco no parecía de esas personas que aceptaban un no por respuesta.