Últimamente Gonzalo Fonseca apenas duerme. Aparte de por el dominicano que le han metido en la celda y que ronca como un búfalo, no consigue dejar de pensar en Andrea, en su padre y en las tres personas secuestradas. A pesar de que las autoridades querían mantenerlo en secreto, una filtración de algún policía corrupto ha hecho que se convierta en la noticia del momento. Los más críticos hablan de un hombre enajenado que ha secuestrado y amenaza con dejar morir a tres personas si no liberan a su hijo, condenado por el brutal asesinato de su esposa. Los más comprensivos, en cambio, hablan de un anciano desesperado capaz de hacer lo que sea con tal de demostrar la inocencia de su hijo, encarcelado injustamente. Por lo general, cualquier debate que se crea en la calle tiene su eco en la prisión, y este —y más estando uno de los protagonistas allí encerrado— no iba a ser menos. La mayoría de los presos que se le acercan para apoyar a su padre no lo hacen buscando justicia, sino deseando venganza.
—Ojalá que tu padre se cepille la primera a esa puta jueza corrupta.
—Los cabrones de los abogados son los culpables de que estemos aquí pudriéndonos. Que se joda.
—Si esa zorra testificó en falso por pasta, se merece morir, tenga veinte o cincuenta años.
Lo único que Gonzalo sabe de su padre es que está detenido y seguramente siendo interrogado las veinticuatro horas del día como medida de presión para que confiese el paradero de los secuestrados, pero él conoce mejor que nadie al viejo y sabe que no hablará, que a tozudo no hay quien le gane. Se cumple el plazo marcado para la muerte del primero de ellos y Gonzalo es consciente de que, a partir de mañana, en cuanto comprueben que no es un farol, la presión sobre él aumentará. Pero hasta entonces debe bregar con otro problema más acuciante.
Nada más abrirse la puerta de su celda, uno de los hombres de Gheorghe pasa por su lado.
—Hoy es el día.
A Gonzalo no le da tiempo ni a protestar. Al darse la vuelta, el sicario del rumano ya se ha perdido entre los demás presos que se dirigen al comedor a desayunar. Cuando todos ellos se marchen a hacer sus respectivas actividades o simplemente a dejar que pase el tiempo, Gonzalo se quedará en la cocina. Y allí se supone que alguien le hará entrega del dichoso paquete, pero no sabe quién, a qué hora ni de qué tamaño será. No tiene claro qué debe hacer: si se niega a recogerlo o se lo comunica a algún guardia y el plan de su padre no sale como esperaba y debe continuar cumpliendo la condena que le impusieron, es hombre muerto; si decide cumplir el encargo, está seguro de que no será el último que le hagan.
—¿Qué hay para comer hoy, puto payo? —le pregunta Adonay mientras la leche se le escapa a través de su incompleta dentadura y le gotea por la barbilla.
—Judías pintas con arroz, lo pone en el menú que hay clavado en la puerta.
—Me cago en la puta madre del cocinero. No va a haber quien duerma la siesta con toda la galería tirándose pedos.
Walter Vargas, el colombiano al que le falta la mano derecha, entra en el comedor acompañado por su comitiva —seis o siete hombres con quienes no conviene cruzarse ni de día ni de noche— y se sitúa frente a una mesa. Los tres reclusos que la ocupaban enseguida captan el mensaje y se marchan con sus bandejas a otro lado. Gonzalo sigue observándolo con curiosidad, preguntándose dónde perdería la mano y sin darse cuenta de que el colombiano lo está mirando. Cuando sus ojos se encuentran, intenta disimular, pero ya es tarde; Walter Vargas le hace una señal para que se acerque con el índice de la única mano que le queda. Gonzalo mira hacia ambos lados asegurándose de que le habla a él. Cuando no tiene ninguna duda, se levanta y se acerca a su mesa.
—¿Quieres saber dónde perdí la mano, güevón?
—No, señor.
—Una policía hijaeputa me la voló cuando iba a darle plomo al gonorrea de su compañero.
Gonzalo guarda silencio.
—Tú trabajas en la cocina, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Sería posible almorzarse hoy un buen trozo de carne con papas fritas? Los frijoles me caen malamente.
Gonzalo está a punto de decirle que él es un simple pinche y que tiene las manos atadas, pero algo en su fuero interno le advierte de que le conviene estar a buenas con ese hombre y que pagar al cocinero un filete de su bolsillo será una buena inversión.
—Fonseca —lo llama uno de los guardias desde la puerta del almacén mientras Gonzalo está hirviendo los sesenta kilos de arroz blanco para acompañar las judías pintas—, sal a ayudar a descargar el camión.
El paquete que le entrega el repartidor es en realidad una cajetilla de Marlboro Light envuelta en celofán transparente. Tal y como le dijo Gheorghe, Gonzalo se la esconde en los calzoncillos y la deja ahí las cinco horas que tarda en terminar de preparar la comida y servir judías con arroz a más de quinientos presos y un filete con patatas a solo uno de ellos.
Cuando por fin puede regresar a la galería y va a deshacerse del paquete, se entera de que el rumano está en un vis a vis y que todavía tendrá que quedárselo un par de horas más. Después de media hora esperando en su celda, le puede la curiosidad. Se saca el paquete de los calzoncillos y retira con cuidado el envoltorio de celofán. Al abrirlo, descubre unas cuarenta ampollas de cristal con un líquido transparente. No tiene ni idea de lo que es, pero no hay que ser muy listo para sospechar que se trata de algo ilegal y seguramente muy valioso.
Un alboroto en el pasillo le saca de su ensimismamiento. Al asomarse, ve que una docena de guardias están haciendo salir a los presos de sus celdas al grito de «¡Registro, todo el mundo fuera con las manos en alto!».
—No me jodas...
Los guardias están a cuatro celdas de distancia y no parece que vayan a detenerse ahí. Gonzalo Fonseca apenas tiene tiempo de pensar y toma la única decisión posible en ese momento: vacía la cajetilla de tabaco en el váter y tira de la cadena. Cuando los guardias entran a registrar su celda, las cuarenta ampollas ya han desaparecido para siempre por las tuberías de la prisión.