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A pesar de los consejos de su abogado, el italiano Vincenzo Gallo no evitó precisamente los problemas mientras esperaba en prisión a que lo juzgaran por haber matado a un sudanés y haber dejado tuerto a otro. Durante las primeras semanas tuvo enfrentamientos con gitanos, sudamericanos, marroquíes, españoles y, ¿cómo no?, también con africanos. Su principal afición era tocarles los cojones en el patio o en el comedor, imitando a un mono cada vez que se cruzaba con alguno de ellos. Normalmente no pasaba de ahí, hasta que una mañana coincidió en la lavandería con Senghor, un chico senegalés de diecinueve años condenado por trapichear con drogas en los alrededores de la Puerta del Sol de Madrid.

—Cómo huele aquí a mono —dijo Vincenzo olfateando el ambiente—. ¿Es que vosotros en Nigeria no os laváis?

—No soy de Nigeria —respondió Senghor—, sino de Senegal.

—Los dos son el mismo estercolero.

Mbam-xuux... —masculló el chico.

Vincenzo se revolvió y le cogió con violencia del cuello.

—¿Qué me has llamado, puto negro?

El orgullo de Senghor, que tantos problemas le había dado desde niño, estaba a punto de causarle el mayor de todos ellos. Lejos de recular y disculparse, miró a los ojos del italiano, que centelleaban de ira.

—Cerdo —respondió.

A causa de la paliza que se llevó, Senghor permaneció ingresado, primero en el hospital de La Paz y más tarde en la enfermería de la prisión, las cuatro semanas siguientes. Aparte de la fractura del pómulo y del cúbito y el radio del brazo izquierdo —que Vincenzo le había colocado en la puerta de la lavadora industrial para después cerrarla de una patada—, tenía contusiones por todo el cuerpo, una oreja mutilada, un fuerte traumatismo en los testículos y tres costillas fisuradas. Debido a las terribles lesiones tuvo que pasar muchos días inmovilizado y el dolor que sentía poco a poco fue convirtiéndose en odio y deseos de venganza. No le dijo a nadie, ni siquiera a sus compatriotas, lo que le había pasado. Quería resarcirse él solo, sin que nadie le ayudara ni se interpusiera en su camino.

Un mes y medio después, cuando Senghor pudo retomar su rutina en la prisión, fue a la carpintería, donde trabajaba Ibrahim, un ghanés de cuarenta años al que el chico respetaba como a un padre. Durante sus largas charlas en soninké trataban todo tipo de temas, pero por primera vez desde que lo conoció, no le prestó atención, y menos aún cuando empezó a hablarle del perdón. Ibrahim fue a cortar un listón de madera para arreglar uno de los bancos de la sala de visitas y Senghor aprovechó la oportunidad para coger una botella de aguarrás y escondérsela en los pantalones. Luego salió de allí y fue directo a la celda de Vincenzo Gallo. Al verlo entrar, el italiano frunció el ceño y dejó a un lado la revista de motos que estaba leyendo.

—¿Qué cojones haces aquí, puto orangután? ¿Quieres que te mande otra temporada al hospital?

Por toda respuesta, Senghor sacó la botella de aguarrás que llevaba oculta a la espalda y a la que había recortado la boquilla y le tiró el líquido encima.

—Pero ¡¿qué coño?!

El italiano todavía no sabía qué estaba pasando cuando el chico sacó un Zippo del bolsillo, lo encendió y lo lanzó a sus pies. El aguarrás prendió inmediatamente y Vincenzo Gallo ardió como una tea entre gritos de auxilio y de dolor que fueron apagándose a medida que el fuego penetraba en sus vías respiratorias. Senghor lo miró impasible mientras Gallo corría de un lado a otro de la celda envuelto en llamas, incendiando sábanas, ropa y papeles, hasta que finalmente cayó al suelo entre fuertes sacudidas. Cuando los guardias entraron con extintores, ya nada pudieron hacer por salvarle la vida.

 

 

Al enterarse de lo ocurrido, el abogado Juan Carlos Solozábal citó en su despacho a Gianna Gallo, con quien mantenía una relación desde hacía varios meses. Al principio ambos se lo habían tomado como una especie de desahogo, un juego que les hacía sentirse vivos, por muy peligroso que fuera. Pero a partir del tercer encuentro, se dieron cuenta de que aquello era bastante más que una aventura.

Cuando supo lo que le había pasado a su hermano, Gianna se derrumbó en brazos de su amante. Juan Carlos le explicó que todo había sido obra de un chico al que Vincenzo había estado a punto de matar de una paliza y que cumpliría muchos años de condena por ello, pero a la mujer de Salvatore Fusco no le pareció suficiente.

—Quiero que arda igual que ardió Vincenzo —dijo con lágrimas en los ojos.

—No te comportes como ellos, Gianna. Siento decírtelo, pero tu hermano se lo buscó.

Gianna le abofeteó con rabia, pero enseguida se arrepintió y volvió a refugiarse en sus brazos.

—Perdóname, Juan Carlos.

—Debes olvidarte de esto y seguir adelante con tu vida.

—¿Qué vida? —preguntó con amargura—. Si tengo que pasar una noche más soportando el aliento de Salvatore, terminaré con todo.

—No digas eso, Gianna.

Se miraron a los ojos y comprendieron que estaban pensando exactamente en lo mismo. Ella quiso decirlo en voz alta, pero supo que no le correspondía hablar y consiguió contenerse, deseando con todas sus fuerzas que fuera él quien diera el paso. Juan Carlos ya lo había pensado más de una noche, cuando Gianna se había marchado de su cama pero las sábanas seguían impregnadas de su olor, aunque siempre había tratado de quitárselo de la cabeza, consciente de que era una locura. Muchas cosas los retenían allí, pero lo cierto era que una de las principales acababa de arder en una celda de la cárcel de Soto del Real. Gianna aguardó mirándole, rogándole con los ojos que le diera una esperanza de poder ser feliz. Al fin, cuando ya empezaba a pensar que no sucedería, Juan Carlos habló:

—Fuguémonos.