Cuando está a punto de pasar por el control para subirse al AVE que debe llevarle de regreso a Madrid, el subinspector Moreno se sale de la fila. Desde que la vecina le contó la infidelidad de Ramón Fonseca, intenta convencerse de que no tiene ninguna importancia, que es de lo más común en un matrimonio que lleva junto más de media vida... pero sabe que, si no indaga un poco más, la idea estará torturándole hasta que coja otro tren que lo devuelva a Málaga. Esas obsesiones repentinas le acercan todavía más a Indira Ramos.
—¿Qué hace, jefe? —le pregunta desconcertado uno de los agentes de apoyo.
—Me quedo un día más —responde Moreno muy seguro de sí mismo—. Vosotros volved y nos vemos mañana en comisaría.
Saca su teléfono para llamar a la inspectora e informarle de que pasará una factura por un coche y una noche de hotel. A pesar de que el mensaje que ha de transmitir es estrictamente profesional, la relación entre ambos ha cambiado tanto en las últimas horas que se detiene dubitativo antes de pulsar el botón verde. Decide que es mejor mantener las distancias y mandarle un wasap. Cuando ya ha escrito la mitad, se da cuenta de que está comportándose como un adolescente y finalmente llama.
—¿Has encontrado algo?
Aunque la pregunta de ella es fría y directa, Moreno sonríe, recuperando la confianza: seguramente solo sea producto de su imaginación, pero que haya tardado seis tonos en contestar le confirma que Indira ha tenido las mismas dudas sobre la conveniencia o no de escuchar su voz en el momento en que se encuentran.
—En ello estoy. Necesito quedarme un día más y que me autorices para alquilar un coche y reservar una habitación de hotel.
—¿Y eso por qué?
—¿No decías que me habías mandado aquí porque confiabas en mi pericia? Pues hazlo.
Moreno ni la ve ni la oye, pero ya la conoce lo suficiente para saber que le está maldiciendo en voz baja. Y a él, pese a que su relación ha dado un giro de ciento ochenta grados, le sigue encantando fastidiarla.
—¿Sigues ahí, jefa? —pregunta con tono inocente.
—Haz el favor de alquilar un utilitario y buscar una habitación baratita —contesta Indira antes de colgar sin despedirse.
Durante algo más de cincuenta kilómetros, Moreno recorre la carretera A-357 que le lleva hasta Ardales, un pequeño pueblo de casas blancas situado en las estribaciones de la sierra de las Nieves malagueña.
Lo primero que llama la atención al acercarse a la población es un promontorio rocoso de casi quinientos metros de altura coronado por el castillo de la Peña, una construcción del siglo IX que fue testigo de la rebelión de Omar ben Hafsún contra el emirato de Córdoba. Antes había sido un asentamiento prehistórico, un poblado fortificado ibérico y un templo romano. Junto al castillo está la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, en algún momento hogar del padre de Candela o Carmela, comoquiera que se llamase la amante de Ramón Fonseca. El subinspector Moreno entra en el primer bar que encuentra —el mejor sitio para recabar información—, pero se da cuenta de que se ha equivocado al ver que el camarero es un ecuatoriano que no llega a la treintena. Aun así, se sienta en la barra y se pide un café con leche y unas galletas de almendra que en un cartel se anuncian como típicas del pueblo.
—¿Viene usted a pasear por el Caminito del Rey? —le pregunta amablemente el ecuatoriano mientras le sirve el café.
—No sé qué es. ¿Debería hacerlo?
—Sin duda, señor. El Caminito del Rey es una ruta con pasarelas sobre el río Guadalhorce. A ratos camina uno a más de cien metros de altura. Es precioso.
—Suena bien. Si tengo tiempo, iré a pasear un rato... Supongo que no llevas muchos años viviendo aquí, ¿verdad?
—Pronto haré seis —responde orgulloso.
Moreno chasquea la lengua, consciente de que no le será de mucha ayuda a la hora de hablar de algo sucedido hace más de veinte. El camarero se da cuenta.
—Pero si desea saber algo, puedo llamar al patrón. Es ardaleño de toda la vida.
Sin esperar su respuesta, el amable ecuatoriano se adentra en el bar y enseguida regresa acompañado por un anciano de casi dos metros de altura al que las rodillas no le aguantarán mucho más tiempo.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta el anciano mirándole de arriba abajo con un deje de desconfianza.
—Buenas tardes. Pregunto por una mujer de este pueblo llamada Candela o Carmela o algo parecido.
—No me suena.
—Dicen que era hija del cura.
El anciano afila la mirada, acrecentando su recelo.
—¿Quién es usted?
—Subinspector Iván Moreno. —El policía le enseña su placa—. Por lo que veo, sabe a quién me refiero. ¿Dónde podría encontrarla?
—En el cementerio. Camelia murió hace un par de años. Y para su información, lo del cura solo era un rumor malintencionado.
—A mí eso me da igual. —Moreno suspira decepcionado—. El caso es que he hecho el viaje en balde.
—Tal vez Verónica pueda ayudarle.
—¿Quién es Verónica?
—La hija de Camelia. Lleva un refugio para animales en la carretera de Ronda.
Una docena de perros se arrancan a ladrar en cuanto el subinspector Moreno aparca su coche alquilado delante del refugio. Detrás de un vallado, como si de un arca de Noé rural se tratase, hay dos cabras, tres ovejas, una vaca, un burro, varias gallinas, algún que otro pato, tres ocas y, lo que es más sorprendente, una llama andina. Cuando mira hacia abajo, descubre que varios gatos se le han acercado y se rozan contra sus piernas, no se sabe si buscando que los adopte, dejarle su olor o simplemente joderle los pantalones llenándoselos de pelos. Un chico de unos treinta años lleva un fardo de paja a los animales y luego se acerca a la valla.
—Dígame que viene a adoptar un perro, por favor —suplica—. Tenemos de todo: galgos abandonados por algún cazador hijo de puta, cachorros mestizos de mastín con pastor alemán... y un labrador de diez años que trabajó para la ONCE. Es la hostia, solo le falta saber cocinar.
—Lo siento. No soy de aquí. Y tampoco tengo mucho tiempo en Madrid para cuidar de un animal.
—Vaya por Dios —el chico suspira—. Cada vez nos llegan más perros abandonados y ya no sabemos qué hacer con ellos. ¿Qué necesita entonces?
—Ver a una tal Verónica. Me han dicho que lleva este refugio.
—¡Vero, te buscan!
El chico vuelve a atender a los animales y, al cabo de unos segundos, Verónica, de unos veinticinco años, sale del refugio. En cuanto la ve aparecer con ese aire tan familiar, al subinspector Moreno le da un vuelco el corazón, convencido de que por fin ha encontrado la manera de presionar a Ramón Fonseca...