Exactamente a la misma hora en que llega a cero el temporizador conectado a una botella de monóxido de carbono que hay junto a la rejilla de ventilación del búnker donde Juan Carlos Solozábal lleva dos semanas encerrado, Gianna Gallo se levanta de la cama y va renqueante hasta su escritorio. Las palizas se han sucedido desde que Salvatore Fusco se enteró de que no solo le había robado el contenido de su caja de seguridad, sino que además pretendía abandonarlo por otro hombre. Alguien como don Salvatore no suele dejar las cosas al azar, de modo que tenía comprado a uno de los cajeros del banco para que le avisase de todos los movimientos de su mujer. Cuando ese mismo mediodía Gianna volvió a comer a casa sin nada de lo que él ya sabía que se había llevado, logró contener su furia y dejó que se marchara al centro de estética, convencido de que le conduciría hasta sus joyas y documentos, que sin duda estarían en posesión de aquel abogado traidor. Pero debido a la frustración por no encontrar ni una cosa ni la otra, los malos tratos aumentaron tanto en frecuencia como en intensidad.
Gianna se mira en el espejo y ve el reflejo de un monstruo, tan deformado ya que está segura de que su belleza jamás reaparecerá. Aun así, puede estar agradecida: de no haber sido porque ahora nadie se acercaría a ella, seguramente ya estaría trabajando por la fuerza en algún prostíbulo de Marruecos o Argelia. Abre un cajón y coge un abrecartas de plata que le regaló su marido el día que se casaron. Maldita la hora. Lo esconde entre su ropa y sale de la habitación. Al verla, el vigilante que está sentado al final del pasillo se pone en alerta.
—¿Adónde va, señora?
—Debo coger unas medicinas del cuarto de mi marido.
El hombre duda mientras Gianna avanza a duras penas por el pasillo. A él le han dado orden de que no la dejara bajar, pero no le han dicho que no pudiera ir a la habitación de don Salvatore.
—Está bien. Pero no tarde, por favor. Debe regresar a su cuarto.
Gianna asiente y al fin llega a la habitación de su marido. Se encamina al armario, donde introduce la combinación de la caja fuerte, rezando para que a pesar de su traición Salvatore no la haya cambiado. La puerta se abre y, aparte de algunos papeles y billetes, encuentra una pequeña caja de madera cerrada con llave. Saca el abrecartas y fuerza la cerradura. Dentro están la bala y la cápsula de cianuro que le dieron a Salvatore Fusco el día que hizo su juramento como miembro de la ’Ndrangheta. No espera ni a regresar a su habitación para introducírsela en la boca y tragársela solo acompañada de su propia saliva.
El abogado Juan Carlos Solozábal y Gianna Gallo mueren con unos escasos minutos de diferencia un lunes cualquiera, sin saber que estaban a apenas trescientos metros de distancia el uno del otro.