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Antes de volver a casa, la inspectora Ramos se pasa por la comisaría para poner orden en los últimos avances en la investigación. Aunque tiene que ser sometido a una datación uranio-torio para conocer su antigüedad, la subinspectora Ortega ha asegurado que, por la excitación que han mostrado los paleontólogos al ver el fósil de la media mandíbula con el colmillo, no pertenecía a un simple tigre del zoo. Pero también le han advertido de que, de ser auténtico, no se trataría de un tigre dientes de sable, como asegura el conductor de la excavadora, sino de una Panthera leo spelaea, un león de las cavernas extinto hace unos quince mil años y que podía llegar a pesar más de trescientos cincuenta kilos. Una máquina de matar que había terminado en la mesilla de noche de un adolescente.

Si al fin se confirmase la historia contada por Paco Jiménez, el constructor y su campo de golf tienen las horas contadas, pero Indira no sabe si eso servirá para acusarlo del asesinato de Andrea Montero, puesto que ni ella misma tiene claro todavía que no lo hiciera Gonzalo Fonseca. Es cierto que Sebastián Oller contaba con un motivo de mucho peso para ordenar la muerte de su jefa de obra, pero las pruebas halladas en la escena del crimen señalan claramente al marido de la fallecida y la experiencia le dice que ningún asesino se entretiene tanto montando una pantomima que incrimine a un inocente. Y menos aún que le salga tan bien. El problema es que, de confirmarse la culpabilidad de Gonzalo, a la joven escort Noelia Sampedro le quedan muy pocas horas de vida. Su única esperanza es que la recién descubierta hija de Ramón Fonseca haga entrar en razón al anciano.

La llegada del subinspector Moreno con una bolsa de plástico en la mano la saca de su ensimismamiento.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —pregunta Moreno sorprendido al verla todavía en la comisaría.

—No me apetecía encerrarme en casa... ¿Y tú?

—Venía a dejar una sorpresa para el desayuno —dice mostrando la bolsa—. Un par de botellas de moscatel y unas tortas de aceite de Ardales.

—Qué rico, por favor...

—¿Qué te parece si le doy un lavado a una de las botellas y nos cenamos la mitad de las tortas?

—Me da cosa quitarles el desayuno a Navarro, a Ortega y a los agentes de apoyo...

—Dejaremos suficientes para que las prueben. Y en cuanto al moscatel, tampoco es plan de que se emborrachen en horas de trabajo.

—El otro día dónuts y hoy tortas y vino... ¿Qué te ha pasado para que cambies así, Moreno? —pregunta Indira divertida.

—Que empieza a gustarme pertenecer a este equipo —responde Iván mirándole a los ojos.

 

 

Durante tres chupitos de moscatel y dos deliciosas tortas de aceite, la inspectora Ramos y el subinspector Moreno hablan del caso. Han tenido que alojar a Verónica en un hotel cercano al hospital porque el médico que forzó la reanimación de Ramón Fonseca está fuera de la ciudad y no regresará hasta el día siguiente. Indira le cuenta la sorprendente historia de la cueva prehistórica y Moreno califica a Sebastián Oller de hijo de la gran puta por haberla destruido. También hablan de un guardia civil que ha llamado diciendo que es amigo de Noelia Sampedro y que se pone a disposición de la investigación, pero poco puede ayudar cuando se encuentra destinado en Mauritania. Ninguno de los dos tenía ni idea de que la Guardia Civil también prestaba servicios en el extranjero. Con el cuarto chupito pasan a llamarse por sus nombres de pila y a hablar de asuntos más personales.

—¿Cómo te fue en el alcantarillado?

—Bien, ¿por qué?

—Porque después de lo que te pasó, no sería fácil volver a bajar ahí.

Indira se tensa al comprender que Iván está al tanto de su secreto. Él percibe su incomodidad e intenta recular.

—Perdona. Seguro que no te apetece hablar de eso.

—¿Cómo lo has averiguado? Me encargué personalmente de ocultar el informe.

—Me deben muchos favores y no me ha resultado difícil enterarme del motivo por el que estuviste tres meses de baja hace cinco años.

—¿Por qué lo has hecho?

—Quizá por deformación profesional... o simplemente porque me gusta conocer el pasado de la gente que me interesa.

Indira pugna por reprimir una sorprendente sonrisa que amenaza con asomar.

—Ya sé que ninguno lo comprendéis —dice al fin—, pero para mí estar allí dentro fue...

—No tienes que justificarte, Indira —Iván la interrumpe, amistoso—. Te juro que, si yo hubiera estado nadando en una fosa séptica, también estaría acojonado por las bacterias.

Indira le observa con gesto neutro, sin saber si debería abrirse ante él. Apenas una semana antes era la última persona a la que le hubiera contado algo personal, pero es estúpido negar que, desde que se besaron, todo ha cambiado entre ellos.

—No solo son las bacterias —confiesa finalmente—. También me acojona el desorden. Ver cosas descolocadas me produce una especie de interferencia que no me deja pensar con claridad.

—Como cuando un móvil jode la antena de la tele, ¿no?

—Más o menos, sí —concede ella—. Y hay más cosas: como vea una acera con baldosas blancas y negras, solo puedo pisar las negras o tengo que volver al principio.

—Eso para perseguir a sospechosos no parece muy útil, ¿no?

—No lo es —responde Indira relajando el gesto y sirviendo dos chupitos más de moscatel—. De hecho, una vez el atracador de una joyería se me escapó justo por eso.

Iván se ríe.

—Te parezco una chiflada, ¿no?

—Muy normal no eres, no voy a engañarte. Pero las personas más interesantes nunca lo son. De hecho, los genios suelen ser gente muy peculiar.

—¿Conoces a muchos genios para hacer esa afirmación tan a la ligera? —pregunta Indira con incredulidad.

—Aparte de lo que todos sabemos sobre Van Gogh, que se cortó la oreja y quiso alimentarse a base de pintura, o de Beethoven y su famoso trastorno bipolar, tenemos a Rafa Nadal, por ejemplo.

—¿El tenista? —Indira le mira, descolocada.

—No es simplemente un tenista, sino el mejor deportista español de todos los tiempos, un tío que, si se presentase mañana a las elecciones, puede que hasta ganase. ¿Y sabes la que lía cada vez que juega un partido?

—Pues no.

—Siempre coloca las botellas de agua en la misma posición y en el mismo ángulo o no se concentra, le da un parraque como pise una línea al llegar a la pista o al cambiar de lado, y cada vez se ajusta el calzoncillo, se coloca el pelo y se seca el sudor en el mismo orden antes de sacar. Eso y algunas cosas más que todos identificamos ya como parte de su juego. De hecho, yo no concebiría no verle hacer cada uno de sus rituales.

—Supongo que al final es cuestión de acostumbrarse a las rarezas de los demás —dice Indira sonriente.

—Exacto. Ahora solo tienes que encontrar a quien no le importen las tuyas.

Por desgracia para Indira, Iván ha pasado de caerle terriblemente mal a empezar a caerle demasiado bien. Le mira en silencio, intentando averiguar si es algo real o un simple truco para que ella baje la guardia y así hacerle pagar al fin por denunciar a su amigo Daniel. Él se da cuenta de su titubeo.

—¿Qué?

Indira está a punto de exponer todas sus dudas e inseguridades, pero todavía no está preparada para desnudar ni su alma ni su cuerpo. Sabe que, como siga un segundo más frente a él, volverá a besarle y las cosas se complicarían más de la cuenta, así que se levanta tambaleándose ligeramente debido a la ingesta de moscatel y coge su bolso y su chaqueta.

—Ya se ha hecho tarde. Nos vemos mañana.

Y sin que Iván pueda preguntar si ha dicho algo que le haya molestado o simplemente se trata de otra de sus extravagancias, la inspectora desaparece a toda prisa por la puerta.