Objetivos de este capítulo
—Definir el concepto de diplomacia corporativa y sus funciones asociadas.
—Describir el paralelismo existente entre la internacionalización empresarial y la diplomacia.
—Desarrollar las diferencias entre las estrategias de mercado y las de no mercado.
—Explicar la necesidad de que las empresas multinacionales desarrollen instrumentos de diplomacia corporativa.
—Establecer el concepto y la importancia de la gestión de los activos intangibles, en especial de la reputación corporativa.
La internacionalización o acción de dirigirse a mercados geográficos externos a su localización original, y la multinacionalización empresarial, son estrategias que, en su sentido más amplio, abordan las relaciones económicas entre estados soberanos, pues las EMN, en tanto que actores globales, acaban en cierto modo asimilando la identidad y las características de sus Estados de origen cuando operan en otros países; así, puede establecerse un claro paralelismo entre la multinacionalización de las empresas y la diplomacia, labores que en los últimos años han experimentado una serie de cambios revolucionarios no solo en su interacción con los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías, sino debido a la proliferación de nuevos actores internacionales y por la creciente participación y escrutinio de la opinión pública. Este paralelismo es cada vez mayor si se tiene en cuenta que la creciente internacionalización de todos los ámbitos de las relaciones sociales está rompiendo los modelos institucionales clásicos.
Lo que resulta obvio es que hoy tanto los Estados como las EMN operan en un entorno repleto de cambios estructurales y nuevos agentes que los obliga a enfrentarse a nuevos y múltiples retos. Por ejemplo, Strange (2000) destaca la presión que las estructuras económicas de la globalización ponen sobre los países para competir entre sí, no ya por territorios ni a través de su poderío militar, sino por el éxito en el mercado mundial a través de la generación de riqueza como fuente de poder (en Frieden y Lake, 2000: 60); Strange sostiene que la diplomacia ha cambiado desde que los Estados deben negociar con empresas extranjeras para situar su producción en su propio país, mientras que también deben persuadir a compañías nacionales para que se queden, al menos en parte (ibíd.: 63). Por otro lado, la globalización de los mercados ha provocado que las EMN se vean sobreexpuestas y sometidas a más presiones y mayores exigencias a medida que incrementan su presencia en múltiples países (Saner y Yiu, 2005), como ilustra la regulación multinivel (Camuñas, 2012: 112), que aumenta tanto por arriba (Unión Europea, organismos multilaterales, regulación específica de los países donde se tenga presencia) como por abajo, en los propios países de origen. Además, en su travesía exterior las EMN deben gestionar con rapidez entornos empresariales en constante cambio político y económico, así como complejidades derivadas de diferencias culturales, normativas gubernamentales o del desarrollo de estándares de comportamiento, que hacen que sus actuaciones en materia medioambiental, social o de desarrollo sostenible deban tenerse en cuenta a la hora de anticipar conflictos que puedan acabar con la reputación de la empresa.
De los capítulos anteriores se desprende como la consecuencia más visible de este proceso la progresiva incorporación en las EMN de una gestión estratégica específica para todos esos nuevos grupos de interés, al tiempo que el desempeño de nuevos roles en la sociedad civil y la arena internacional. Ante las implicaciones y los riesgos que este entorno puede suponer para la obtención de la llamada licencia social para operar en países extranjeros, algunas EMN comienzan a aplicar una estrategia de política exterior corporativa en la cual la comunicación con los públicos extranjeros y el establecimiento de buenas relaciones con los stakeholders47 externos resultan acciones clave para ganar influencia y, por tanto, para sus intereses en dichos países. Para Muldoon (2005), la supervivencia de las EMN en el moderno mundo de los negocios no depende únicamente de su competitividad y su eficacia, sino que el éxito empresarial a largo plazo implica que sean capaces de gestionar las dinámicas y complejas interacciones que surgen con gobiernos, con instituciones multilaterales y movimientos sociales. En especial, son los gobiernos los que cuentan con poder sobre las oportunidades que tienen más importancia para la supervivencia de una MNE (Hillman et al., 1999); por ello, quienes tengan acceso a estas oportunidades tendrán ventaja competitiva (Schuler et al., 2002). Y aquí es donde entra en juego la denominada diplomacia corporativa (DC).
El presente capítulo expone el marco conceptual de la DC, entendida como una herramienta de gestión estratégica de la influencia de la empresa en relación con los poderes públicos y otros actores no estatales cuando se está operando en entornos internacionales; una gestión que solo reconoce fronteras entre mercados y ha acelerado el proceso de expansión para estos nuevos agentes durante la última crisis económica mundial.
Como ya se ha adelantado en páginas anteriores, los cambios derivados de la globalización y la creciente velocidad en los flujos informativos han hecho que el desarrollo de nuevos mercados a través de la internacionalización sea, hoy por hoy, una de las estrategias más relevantes desde el punto de vista empresarial. En el caso de España, se puede decir que el proceso protagonizado por las empresas nacionales es, quizá, uno de los cambios que menos reconocimiento haya tenido desde la transición, a pesar de su magnitud y de la transformación que ha dado a la imagen española en el exterior. Y es que durante la década de los años noventa España dejó de ser un país con un tejido empresarial apenas internacionalizado para convertirse, literalmente, en un país de EMN. Como bien señala Fernández (2015), hace tres décadas era impensable lo que hoy es una realidad:
«En 1985 nadie hubiera imaginado que un grupo textil español (Inditex) conquistaría el mundo con 6.777 tiendas en 88 países; [...] que una entidad financiera española (Banco Santander) sería el primer banco del área euro por capitalización; [...] que una constructora española (ACS) liderase el listado de los grupos de construcción e ingeniería con mayor negocio internacional del planeta; [o] que el 64% de las ventas logradas por las compañías del Ibex 35 se obtendrían fuera de España» (2015).
Villafañe (2010) subraya que es este hecho, el carácter multinacional, el que ha forjado los cimientos de la reputación de las principales compañías españolas. A juicio de este profesor de la Universidad Complutense, el paradigma de modelo de negocio basado en la reputación se hace más necesario cuando una empresa decide operar en el exterior, pues «existe una relación circular entre la reputación y la internacionalización corporativas» (2010: 92), es decir, que el hecho de que una empresa salga de su país constituye, en sí mismo, una variable positiva para su reputación:
«Una empresa no se internacionaliza sin una buena reputación, ya que esta es una de las condiciones para ser aceptado en otros entornos diferentes al origen nacional de una compañía; igualmente, la dimensión internacional ofrece un plus de reputación a toda compañía» (2010: 92).
No obstante, transcurridos ya nueve años desde la crisis iniciada en 2008, es preciso reconocer que, si bien las empresas españolas han proseguido su proceso de internacionalización, lo han hecho a un ritmo mucho menor y adaptando sus estrategias empresariales a un contexto internacional y nacional que es complejo y adverso (Mendoza, 2015). De hecho, resulta reseñable que, desde una perspectiva internacional, España ha dejado de ser uno de los principales inversores a nivel mundial, en cuanto al volumen de IED emitida por sus empresas48, para posicionarse, debido a la crisis, como «un inversor mediano en línea con su peso en la economía mundial (la decimoquinta mayor economía en términos de PIB en 2013)» (Mendoza, 2015: 57). Por ello, las EMN españolas podrían perder grandes oportunidades ante el previsible repunte de los flujos de IED a nivel mundial49.
Según Guillén (en Fernández, 2015), por número de empresas España está al nivel de otros países, si bien estas son relativamente pequeñas y no son globales: «Las empresas holandesas, suecas, alemanas o japonesas son más internacionales que las nuestras», recuerda el investigador. En cuanto al primero de estos puntos, el Directorio Central de Empresas (DIRCE)50, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística, señala que el número total de empresas en España a 1 de enero de 2016 era de 3,24 millones —concretamente 3.236.582, un 1,6% más con respecto a 2015— y que, efectivamente, desde el punto de vista del tamaño —medido en número de asalariados—, las empresas españolas volvieron a caracterizarse por su reducida dimensión51. Pese a este hecho, cabe destacar aquí otros datos que vienen reflejados en la web del INE52, como que a 1 de enero de 2016 España contaba con 951 empresas que empleaban entre 500 a 999 asalariados, con 674 empresas de entre 1.000 a 4.999 asalariados y 109 compañías con más de 5.000 asalariados, lo que supone en este último dato la cifra más alta desde 2009, cuando nuestro país tenía 111 grandes empresas por número de trabajadores. Por otra parte, y esta vez según datos del INE de 2015, se estima que el número de EMN españolas como tal es de 2.310, que coordinan unas 4.760 filiales en el exterior (Durán, 2016: 144), y que durante el año 2014 las inversiones españolas en el exterior tuvieron como protagonistas a las empresas de los sectores banca y otros intermediarios financieros (32,65%), manufacturas (19,68%), construcción (13,06%) y suministro de energía eléctrica y gas natural (10,82%) (Durán, 2016: 146).
Pero ¿por qué nuestras empresas no son consideradas tan internacionales como las de otros países? En opinión de Mendoza (en Fernández, 2015), «se habla mucho del efecto arrastre en la internacionalización», y matiza aquí que «nuestras grandes EMN son del sector servicios, no hay tantos grupos industriales fuertes, que son los que realmente tiran de proveedores más pequeños». A pesar del buen momento —aunque a un ritmo inferior— que parecen vivir las EMN españolas, nuestro país se encuentra hoy día en una etapa compleja, al encontrarse en el fin de un ciclo productivo —la construcción como motor de desarrollo—, por lo que se ve obligado a buscar factores económicos que impulsen su crecimiento. Para Casado (2012), la externalización de la economía española, especialmente la exportación de bienes y servicios, es «la posibilidad más real para afrontar esta situación» (2012: 147), si bien indica que dicho proceso de exportación es aún reciente y lo lideran las empresas de gran tamaño, lo que deja mucho margen a las pymes. Aunque si, como decía Mendoza, el efecto arrastre brilla por su ausencia, la percepción sobre el perfil internacional de nuestras empresas puede que no cambie a corto plazo.
Por otra parte, como consecuencia de la crisis iniciada en 2008, las empresas españolas han llevado a cabo paulatinamente un repliegue selectivo en el ámbito de la Unión Europea (Mendoza, 2015: 63), especialmente en los países de la ampliación, y han priorizado incrementar su presencia en regiones y en países con alto potencial de crecimiento o bien que ofrecen un alto nivel de seguridad jurídica (ibíd.). Esto ha dado lugar a que en 2014 se iniciase una reconfiguración y una mayor diversificación geográfica de los activos de las empresas españolas en el exterior, pasando de un patrón birregional (UE-15 y América Latina) a la consolidación progresiva de uno trirregional, con la incorporación de América del Norte. Durán (2016) advierte aquí un cambio de tendencia; las empresas españolas parecen haber puesto sus ojos en Estados Unidos53:
«En términos de flujos para el año 2015 (enero-junio), aunque varían los pesos, la geografía general, europea y americana permanece relativamente estable. Se observa la mayor importancia de los flujos cuyo destino es América del Norte (63,34%) y el menor peso de América Latina (−2,5%, con desinversiones españolas de 297,24 millones de euros) y Europa (38,5%)» (2016: 147).
En este sentido, este investigador afirma que la relevancia del idioma puede ser asociada como factor significativo —junto con lazos de tipo personal, social e informal— en la localización de IDE, así como en la creación y desarrollo de negocios étnicos. De hecho, Durán defiende que el español es ya un «factor de localización de la IDE española en el exterior» (2016: 147). Según indica, los flujos de información y su calidad entre el país de origen y de destino de la IDE, así como entre la matriz y sus filiales, «pueden verse afectados por diferencias en lengua, cultura, sistema político, nivel de educación y desarrollo y condiciones económicas de los países» (ibíd.). Por ello se apuesta por Estados Unidos, una sociedad multiétnica con una importante población española e hispana: 55,2 millones, el 17% de la población (BBC Mundo, 2016):
«Esta población posee el 6,6% de todas las empresas del país [...] de forma que existen 1,6 millones de empresas de propiedad hispana que emplean a 1.536.795 personas [...]. La población hispana aglutina un poder de compra de 1,5 billones de dólares (Nielsen Target Track, octubre de 2014) y representa un mercado unificado en Estados Unidos. Además, la existencia de una lengua común favorece la contratación de directivos locales, la transmisión de información y transferencia de conocimiento dentro de la propia EMN, al tiempo que contribuye a incrementar la demanda de productos de alto contenido idiomático» (Durán, 2016: 148).
De esto se deduce, por tanto, que el entorno institucional, cultural, social y económico define el ámbito geográfico de las operaciones de la EMN españolas, así como la delimitación en el tiempo del binomio rentabilidad-riesgo; una realidad que les aporta ventajas y que se convierte en un factor de localización de IDE para las empresas iberoamericanas. Pero, ¿qué ocurre entonces con aquellos mercados extranjeros no tan accesibles o que cuentan con un entorno de inestabilidad, en los que también existen grandes oportunidades de negocio y expansión?
En la actualidad, los negocios internacionales se siguen desenvolviendo en un contexto de fragilidad e incertidumbre de la economía mundial y con riesgos geopolíticos crecientes: los principales provienen de las tensiones con Rusia, por su anexión de Crimea; de Oriente Medio y norte de África; de la crisis de refugiados en Europa; de la escalada de conflictos en el mar de China, por la rivalidad entre China y Japón; del terrorismo del Daesh o de las consecuencias del Brexit, por poner algunos ejemplos. La geopolítica vuelve a convertirse, una vez más, en un elemento a tener en cuenta para hacer negocios en mercados exteriores, razón por la que tanto Estados como empresas deberán estar cada vez más pendientes.
En febrero de 2014 Rusia invadió la península ucraniana de Crimea, y poco después, en apenas un mes, anunció su anexión, lo que marcó el comienzo de una de las mayores crisis estratégicas en Europa en años y supuso toda una llamada de atención para los líderes empresariales. Chipman (2016) explica en un artículo publicado en Harvard Business Review que mientras la crisis estaba aún en auge, el Banco de Inglaterra encuestó a ejecutivos empresariales sobre sus opiniones en relación al riesgo sistémico, y en junio de este año los publicó con resultados sorprendentes: «el 57% citó el riesgo geopolítico como el mayor reto al que se enfrentan sus negocios, desde el 13% en que estaba el año anterior» (2016: 36). Todas las encuestas posteriores del Banco de Inglaterra han situado también el tema geopolítico como «el mayor riesgo a gestionar, por delante de los ciberataques, de los desequilibrios financieros o incluso de la recesión económica» (ibíd.).
«La geopolítica ha vuelto», sentencia. Y no le falta razón al director del think tank londinense de geopolítica International Institute for Strategic Studies. Solo hay que recordar la reciente decisión sobre el Brexit, que sin duda va a transformar la estructura de la Unión Europea y las relaciones de Gran Bretaña con ella y el resto del mundo; o la enorme influencia que tuvieron con Barack Obama las conversaciones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos para el deshielo político y comercial entre ambos países y con el resto de países; el hecho de que una China muy confiada esté reivindicando con fuerza sus pretensiones territoriales en los mares del Este y el Sur de China; o bien la amenaza que el grupo islamista radical ISIS supone a la integridad territorial de algunos países de Oriente Medio, sin olvidar la, en ocasiones, inestable política interna de países latinoamericanos y africanos.
Además, a este clima de inestabilidad se une el relativo declive de la hegemonía de Estados Unidos (Riordan, 2014) y la consecuencia derivada de no sentirse en la obligación de tener que intervenir cuando el statu quo de una u otra región se ve amenazado (Chipman, 2016). Sin un «policía mundial», poca vigilancia efectiva y un creciente número de grupos o países que están deseando cuestionar las reglas del juego, muchas partes del mundo parecen y se sienten inestables. Las empresas no pueden asumir tampoco que habrá equilibrios de poder o superpotencias que les ayudarán en su política exterior para sostener ese statu quo; así, en esta nueva realidad, «las EMN con mayor éxito serán aquellas que conviertan la experiencia en asuntos internacionales en fundamental para sus operaciones, adoptando lo que puede describirse como política exterior corporativa» (Chipman, 2016: 37). Para él, dicha política tendrá dos objetivos:
1.Mejorar la capacidad de una empresa de operar en entornos extranjeros a través de una diplomacia corporativa efectiva.
2.Asegurar su éxito en aquel lugar donde esté comprometida con una cuidadosa auditoría geopolítica (ibíd.).
Hasta ahora, evitar la política era el método preferido para proteger los intereses y avanzar en términos de reputación, aunque esto está cambiando, y se suele pensar cada vez más que es necesario adoptar una actitud más sólida en cuanto a política exterior. Según Chipman (2016), existen dos razones principales para ello: el declive de la intervención norteamericana y el aumento de las sanciones económicas como instrumento de política exterior, algo que ha fortalecido los lazos entre el comercio global y la geopolítica (2016: 38), pues por lo general los países reducen sus negocios con aquellos que han sufrido sanciones por parte, sobre todo, de Estados Unidos y de la Unión Europea. Sin embargo, pese a las sanciones impuestas a Rusia en 2014, las empresas en sectores energéticos, por ejemplo, simplemente se han adaptado, sin perder el ritmo de producción de algunas de sus actividades (Vasilyeva, 2016); las sanciones no afectaron a proyectos existentes ni al desarrollo de prospecciones, e incluso se sabe que las empresas occidentales han sabido bordear las sanciones mediante el uso de subsidiarias rusas que vendían equipos a Rusia, algo que de otro modo estaba prohibido (ibíd.).
Las empresas bien gestionadas son inteligentes a la hora de comprender el entorno de las sanciones y la rapidez con la que puede evolucionar. Y saben cómo hacer negocios sin tener que cambiar un ápice cuando las relaciones bilaterales se deterioran, pero la presión de la política exterior se queda corta en sanciones. Según documenta Chipman (2016), durante la etapa de mayor tensión con Moscú sobre Ucrania, por ejemplo, el Gobierno canadiense intentó persuadir a sus empresas de boicotear el Foro Económico de San Petersburgo, el más importante de Rusia. El presidente ejecutivo de la multinacional minera Kinross Gold resistió esa presión, alegando que tras veinte años operando en aquel país tenía un compromiso que atender con los accionistas y los empleados rusos. Sin embargo, las autoridades norteamericanas recomendaron explícitamente a sus empresas no asistir al foro (Vasilyeva, 2016), si bien algunas de sus principales EMN, como ExxonMobil, y otros gigantes internacionales —la británica BP o la francesa Total, por ejemplo—, hicieron caso omiso a tal recomendación. En este sentido, destaca Chipman que:
«En última instancia, el éxito dependerá de que los líderes empresariales tengan una visión sobre la política exterior para distinguir entre lo que pueden y no pueden hacer en un entorno de sanciones o en un clima diplomático complicado» (2016: 38).
Asimismo, el ejecutivo indica que hay una tercera razón para que las EMN adopten una mentalidad centrada en política exterior: el aumento del comercio Sur-Sur, es decir, el mayor flujo comercial entre países emergentes sin que Occidente actúe como intermediario, así como la inestabilidad de las políticas domésticas en estos mercados. Según señala, las empresas en el mundo en desarrollo encuentran hoy oportunidades en nuevos mercados y nuevos rivales, creándose relaciones que requieren un entendimiento sofisticado por parte de las EMN. Así:
«Una empresa estadounidense que invierta en Ghana, por ejemplo, necesita comprender no solo la política exterior de Estados Unidos hacia Ghana y la política interna de Ghana, sino también la política china hacia Ghana, dada la influencia comercial de Beijing allí. Invertir en Myanmar exige comprender su compleja política interna, pero también reconocer sus relaciones con China, la India y otros estados de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, todos los cuales tienen importantes intereses en el país» (2016: 39).
Como puede verse, la incertidumbre de la política doméstica en mercados con un alto crecimiento conlleva retos geopolíticos. En este sentido, por ejemplo, pese al levantamiento de las sanciones económicas a Irán en enero del año 2016, los inversores y empresarios siguen encontrando grandes obstáculos para trabajar en este país, sobre todo por falta de apoyo bancario (Falahi, 2016), aunque no es menos cierto que el desconocimiento de estos sobre las relaciones entre todos los actores de la política interna iraní, y sobre los vínculos entre algunas empresas iraníes con el gobierno y su aparato de seguridad, pueden generar desconfianza. Por el contrario, menos de 48 horas después del levantamiento definitivo de las sanciones al país de los ayatolás, el ya exministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García Margallo, anunció que España estaba negociando con Irán la construcción de una refinería de petróleo de propiedad iraní en Algeciras, Cádiz (Reuters, 2016). La auditoría geopolítica resulta, por tanto, vital incluso para las primeras etapas de un posible negocio.
Pero entonces, ¿qué es la política exterior corporativa? Para navegar en las complejidades geopolíticas del mundo moderno las empresas deben privatizar la política exterior, en el sentido de internalizar muchos de los elementos empleados tradicionalmente por el gobierno de un país. Para los Estados, la política exterior requiere que un país defina sus intereses, recoja y analice inteligencia externa, encuentre aliados regionales y locales y cultive un entorno propicio para el éxito de sus intereses (Chipman, 2016). Un país debe ser consciente de las condiciones culturales en las cuales opera, adaptando su estilo de compromiso tanto como sea necesario, sin renunciar a sus principios morales. Pero las EMN deben hacer esto y mucho más.
Las empresas de hoy toman el control directo de su imagen y su reputación internacional, por lo que pocas quieren ser vistas principalmente como el brazo comercial de un país concreto, algo que ya sucedió con la Compañía de las Indias Orientales entre los siglos XVII y XIX, como se verá en páginas posteriores. Las empresas tampoco quieren seguir el ejemplo de United Fruit Company (a día de hoy Chiquita Brands International, principal distribuidora de plátanos de Estados Unidos), que jugó un papel relevante durante el golpe de estado en Guatemala en 1954 (BBC Mundo, 2011) auspiciado por la CIA, al sentir su poder amenazado —UFC controlaba tierras, telecomunicaciones e incluso el puerto en Guatemala— cuando el presidente Jacobo Árbenz propuso una reforma agraria. Estas sospechas, según Chipman (2016), dejaron un legado de desconfianza hacia las EMN, que hasta finales del siglo XX se han esforzado para parecer políticamente neutrales.
Por otra parte, las EMN tampoco pueden depender enteramente de la protección de sus Estados cuando surge un conflicto importante, ni tan siquiera del propio derecho internacional (Riordan, 2014). Uno de los casos más recientes es el de Repsol, que tras ver cómo el Gobierno argentino expropiaba su filial YPF, contempló estupefacto cómo el Gobierno español no le daba el apoyo necesario —pues tenía que valorar otros intereses— y menos aún la Comisión Europea (que en teoría es responsable de la política de comercio internacional de la Unión Europea). Mientras, preocupados por la posible expansión de China en el sector energético argentino, Estados Unidos respaldó la expropiación alentando a Chevron a que firmase un acuerdo de colaboración con YPF (ibíd.: 2). La realidad es, en definitiva, que hoy las empresas no pueden escapar a la política o pretender ser neutrales.
Las empresas tienen una vida y unas dinámicas propias, y por tanto actúan, se relacionan y evolucionan dentro de un entorno. Para crecer y sobrevivir en él deberán fijar toda una serie de objetivos y líneas de actuación que configuran la denominada gestión estratégica, es decir, aquella cuyo desarrollo procede de una visión hacia todas las áreas de la empresa: no solo hacia el interior, sino también al exterior, hacia las esferas políticas, sociales, culturales, legales o económicas, las cuales influyen en las dinámicas de los mercados. El resultado, tal como señaló Chandler (1962), es que la estrategia de la empresa define, condiciona y determina la estructura de esta; dos décadas más tarde, la reflexión de Porter (1980) permitió redefinir el concepto, al señalar que una estrategia exitosa debe considerar las características de la propia empresa (con sus debilidades y fortalezas) y del entorno en el que opera (con las oportunidades que le brinda y las amenazas a las cuales se enfrenta). Porter ha sido siempre un referente en la investigación de la estrategia empresarial enfocada en el entorno industrial, el vinculado a las operaciones de la compañía; uno de los primeros resultados del proceso de internacionalización es, efectivamente, la toma de contacto con otras empresas nacionales de dicho país e internacionales que operan en ese mercado, pero también con todos los canales de distribución y logística, los proveedores, consumidores e instituciones, lo cual implica un importante proceso de aprendizaje y adquisición de experiencia, el cual, a la postre, es extrapolado a los mercados domésticos. Años más tarde, Baron (1999) introdujo la distinción entre las estrategias de mercado y no de mercado54 (market y nonmarket strategies), en la que subraya el relevante papel de los stakeholders del entorno supraindustrial, el externo a la empresa: en este, los agentes políticos, sociales y culturales también ejercerán su influencia y afectarán a todos los entes competidores de un determinado sector o industria.
En la actualidad existe una enorme cantidad de agentes que intentan influir en las empresas, de manera formal por medio de leyes y regulaciones, y de manera informal a través de la presión social, el activismo y los esfuerzos por dar forma a la percepción pública de estas. Esta fragmentación de las redes empresariales está haciendo que las compañías tengan que enfrentarse a retos que les exigen ganarse la confianza y buena voluntad política de las comunidades donde operan, que ya mantienen estrechos lazos con sus redes informales. La consecuencia ha sido que el tablero de operaciones para competir por el posicionamiento y por el beneficio no se sitúa únicamente en el mercado, sino también en la arena política, a través de esfuerzos que permitan contribuir a elaborar regulaciones o leyes favorables a sus intereses —y, de paso, a los de su industria—, y también influir en las instituciones que regulan y gobiernan en ese mercado. En esta línea, Bach (2010b) propone una distinción entre el entorno de mercado (las relaciones entre los competidores de la industria y entre la industria con sus proveedores, clientes, etc.) y el no de mercado, entendido como el conjunto de interacciones producidas fuera del mercado pero que condicionan la dinámica de este, afectando la capacidad de la empresa para conseguir sus objetivos de negocio (figura 5.1).
A juicio de Bach, «en una economía global, la ventaja competitiva sostenida se consigue abordando cuestiones sociales, políticas y medioambientales, y no solo centrándose en la empresa, como es lo habitual» (2010b: 11). Dicho de otro modo, este investigador entiende que la ventaja competitiva en la segunda década del siglo XXI se sitúa en la estrategia no de mercado —también denominada ajena al mercado o extramercado—, un marco donde la DC se inscribe plenamente.
FUENTE: Bach (2010a: 1) y (2010b: 17).
Figura 5.1.—Entorno de la empresa.
Los mercados constituyen mecanismos sencillos, pero poderosos, en los que se producen relaciones de causa-efecto uniformes y generalmente predecibles (Bach, 2010b: 18). En este sentido, algunas acciones que definen la estrategia de mercado dentro de la empresa son la fijación de precios, la mejora de la calidad o el desarrollo de nuevos productos (Baron, 1999: 8). Por lo que se refiere a la estrategia no de mercado, el diario Financial Times la llega a describir como «una forma de perseguir objetivos estratégicos a través de la influencia política y social»55, lo que denota que los entornos ajenos al mercado son menos predecibles y uniformes. De acuerdo al rotativo británico, este tipo de estrategias —generadas de cara al gobierno, a la prensa y los grupos de influencia, aunque también pueden ser provocadas por la presión social, los propios medios y la educación— sirve para «ganar soft power e influencia y usarlos para su ventaja competitiva»; además, con ellas las empresas «pueden reconfigurar las reglas del juego a través de leyes y regulación». Destaca su conexión con la actividad de lobbying y un enfoque más global y a largo plazo; de ahí que la gestión de estas estrategias «invita a las empresas a preocuparse por su reputación, por sus valores y su impacto social». Finalmente, destaca entre las herramientas para la estrategia no de mercado «los eventos y las manifestaciones, el networking, el patrocinio, la investigación o las publicaciones, pero también las consecuencias de los litigios», a las que se pueden añadir otras como la creación de coaliciones o las iniciativas de responsabilidad social corporativa (RSC).
Las estrategias no de mercado parecen estar ganando mayor atención en los últimos años (Gorostidi y Xiao, 2014) y las empresas comienzan a tener entre sus objetivos más comunes la integración de estas con la estrategia de mercado, así como el seguimiento y la investigación de los factores emergentes de cambio en su entorno empresarial, social, ecológico y político (ibíd.: 81). Gorostidi y Xiao (2014) señalan que los principales campos que aplican este tipo de estrategias no de mercado son los de negocios y economía (39%), ecología de ciencia medioambiental (18%), agricultura (7%), relaciones internacionales (5%) y el derecho gubernamental56 (4%). Un caso que muestra la puesta en marcha de este tipo de estrategia es el que propone Bach (2010b) relativo a la japonesa Toyota, marca líder en el mercado de coches híbridos que en 2010 amplió su terreno de juego competitivo más allá del mercado. Ese año lanzó un proyecto piloto a nivel mundial con 500 unidades de su nuevo híbrido enchufable (Van Dijck y Valiente, 2014: 116), el Prius Plug-In, un vehículo que le permitía reducir considerablemente las emisiones de CO2; en ese contexto, y tras haber ejercido presión en el Estado de California, consiguió que su modelo insignia, el Prius, fuera incluido en un programa que permitía que los vehículos con bajos niveles de emisión accedieran a los carriles estatales en zonas de mucho tráfico reservados a vehículos que la gente comparte para trasladarse al trabajo —los llamados carpool lanes—, aunque llevaran un solo ocupante. El apoyo de los grupos ecologistas favoreció que los legisladores aprobaran la propuesta, que apenas costó nada al Estado de California y sirvió para realzar su prestigio en cuestiones sobre la protección del medio ambiente. Con una mínima inversión financiera, Toyota obtuvo una ventaja competitiva clave para sus productos. Tras el éxito, la empresa logró que los propietarios de los Prius pudieran aparcar gratis en las zonas de aparcamiento de pago de Los Ángeles y otras ciudades. Gracias a la integración de su gestión extramercado con la estrategia de mercado, consistente en vender productos principalmente a profesionales urbanos de clase media-alta, Toyota reforzó su ventaja competitiva.
Otro ejemplo destacado es el de Novartis, el gigante farmacéutico que desde 2002 llevaba inmerso en una batalla pública con el Gobierno de la India a cuenta de Glivec, un fármaco contra el cáncer al que este país denegaba la patente, pese a estar ya patentado en casi cuarenta países, entre ellos China, Rusia y Taiwán57. La empresa alegaba que los criterios de la India sobre la novedad del producto eran una violación de los tratados internacionales sobre propiedad intelectual, razón por la que, durante años, defendió su causa en los tribunales, aunque también públicamente: su web contenía vídeos de pacientes indios alabando las virtudes del fármaco y expertos que explicaban las nefastas consecuencias que la privación de Glivec suponía para los pacientes.
No obstante, Novartis fue más allá y optó por ofrecer Glivec a pacientes indios con escasos recursos a unos precios muy reducidos, un programa incluido en sus iniciativas de ciudadanía corporativa, que también ofrece gratuitamente medicamentos contra la lepra y la tuberculosis a millones de pacientes, así como fármacos contra la malaria a precio de coste a decenas de millones de pacientes. Buscó de ese modo un equilibrio entre la defensa de sus derechos de propiedad y la filantropía farmacéutica, lo que le permitió definir el entorno en el que competía gracias a una estrategia ajena al mercado. Pese a que en 2013 el Tribunal Supremo de la India decidió rechazar la patente de esta droga —sentencia celebrada por los activistas prosalud pública, pues así «se protegería la capacidad de la India para fabricar genéricos baratos para el mundo en desarrollo» (Krisna y Whalen, 2013)—, esa intensa lucha por los derechos de propiedad y el reparto gratuito de fármacos que salvan vidas son acciones por las cuales se obtiene más rédito político y social que económico; lo importante es que ambas son acciones alineadas estratégicamente, pues mientras Novartis defiende la protección de sus patentes —y con ello su razón de ser, su modelo de negocio—, a la vez desautoriza a sus críticos a través de una estrategia no de mercado, dando fe de su compromiso con el bienestar de la India. Además —y esto es clave para el propósito del presente libro—, Bach (2010b) sostiene que una estrategia como la de Novartis reconoce que las empresas «son entidades políticas y sociales, y no solo agentes económicos» (2010b: 12). Un ejemplo, por tanto, del cambio de roles que están experimentando las empresas en la sociedad.
La globalización de los mercados ha dado y sigue dando un enorme poder a las EMN, cuya influencia internacional aumenta en paralelo a su contribución al producto interior bruto del país donde invierte, entre otros factores. Los informes anuales de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD por sus siglas en inglés) muestran que la inversión directa en el exterior (IDE) ha crecido sin descanso durante las últimas décadas; pese a que el informe de 2015 señala que la entrada de IDE en 2014 descendió un 16% debido a la fragilidad de la economía global, la incertidumbre política para los inversores y los elevados riesgos geopolíticos (2015: IX), esta alcanzó la escalofriante cifra de 1,23 billones de dólares. No obstante, se prevé que las entradas globales de IDE alcancen los 1,4 billones en 2015, los 1,5 billones en 2016 y los 1,7 billones en 2017 (ibíd.).
Por lo que se refiere a la contribución de las EMN a los ingresos de un país, este informe señala que las EMN son importantes contribuyentes de impuestos en todo el mundo, sobre todo en países en desarrollo. La UNCTAD estima que la contribución de las filiales en el extranjero a los presupuestos gubernamentales es de 730.000 millones anuales (2015: 184), lo que supone una media del 23% de los pagos empresariales y el 10% del total de lo que ingresan los gobiernos. También recuerda este informe que en los países desarrollados estas aportaciones son menores —el 15% y el 5%, respectivamente—, lo que denota la mayor dependencia que los países en desarrollo tienen respecto a estas contribuciones.
Como consecuencia de esto, el impacto de las EMN en dichos países es cada vez mayor, como crucial es el papel que estas juegan en la sociedad de destino. Hasta hace pocos años, una EMN no dejaba de ser un ente centralizado cuyas filiales y sucursales se dedicaban a generar empleo y riqueza para la matriz con la producción de bienes y servicios. Pero, con el paso del tiempo, se percataron de que si trascendían su función tradicional y tomaban un papel activo dentro de la sociedad, generarían nuevas y mejores oportunidades de negocio, por lo que gradualmente se fueron implicando en el desarrollo del país. Para Reixach (2010), esto se refleja en que «las corporaciones transnacionales dejan de ser únicamente extractivas de riqueza de un territorio determinado, para pasar a ser creadoras de mercados y parte importante de cada sociedad particular» (2010: 118). Así, no solo invierten en acciones de otras compañías, sino que además crean fundaciones y otras organizaciones, ofrecen apoyo a ONG e incluso intentan ser reconocidas en el extranjero como un símbolo de un país o como determinados valores, lo que les otorga un mayor poder simbólico (Ordeix-Rigo y Duarte, 2009: 557).
Ordeix-Rigo y Duarte (2009) vinculan directamente este comportamiento a la apuesta estratégica de algunas EMN por la diplomacia corporativa (DC). Estos autores sostienen que las corporaciones, al tener que satisfacer las expectativas de un gran número de stakeholders, cuando invierten en DC buscan adquirir nuevos roles en la sociedad, hasta el punto de que incluso ya están adquiriendo algunos de los roles asociados generalmente a los gobiernos, pues su alcance es tal que su entorno político (compuesto por todos aquellos afectados por las decisiones de la corporación) «es comparable [al de los gobiernos] en trascendencia y en poder económico o social» (2009: 556). Estos roles tienen lugar, por ejemplo, cuando las EMN establecen por su cuenta, sin la intercesión del Estado, el contacto con los interlocutores necesarios que conforman el entorno relacional en que tiene lugar su actividad. A veces es el presidente o el director general de una empresa el que adquiere un rol que trasciende el de mero gestor o estratega, para convertirse en un líder político o un estadista. Camuñas (2012) afirma al respecto que el máximo representante de una compañía «juega un papel mucho más político y visible» en el entorno actual de la empresa (2012: 113).
Hay casos donde los consulados y las embajadas del país del que procede la EMN no se sienten preparados de cara a la implicación en diplomacia comercial necesaria para encontrar socios en países como China, y en los que la experiencia de «diplomáticos corporativos» como antiguos embajadores, ministros o políticos, por ejemplo, resulta útil. Es el caso de Telefónica, que en 2009 consiguió en China un hito al alcance de pocas EMN, «que una compañía china entre en el capital de una empresa extranjera sin tomar el control» (Muñoz, 2009)». La clave fue una gran labor de DC por parte de la empresa española, que se asesoró localmente e hizo gestos de diplomacia en favor de los negocios. Por otro lado, la seguridad en los transportes marítimos internacionales también es hoy un problema global y las empresas militares privadas se hacen necesarias para la protección de esas naves; así quedó de manifiesto durante el secuestro del barco «Alakrana» (Elmundo.es, 2011) en las costas de Somalia o con las sucesivas crisis de los atuneros españoles.
Asimismo, algunas EMN se empiezan a comprometer directamente con el desarrollo de los mercados donde están presentes, ganándose con ello su empatía y también su confianza. Al hacerlo, gracias a sus enormes recursos económicos y humanos, a su poder y a sus relaciones ejecutivas, estas tratan de asumir un papel institucional en la sociedad, y adquieren con ello ventaja en relación a aquellos competidores que no pueden involucrarse en este tipo de estrategias. En esta línea, lo novedoso es la necesidad de pasar de la comunicación y el mensaje a la acción; es decir, no basta con decir que una empresa es socialmente responsable, sino que además hay que contribuir con proyectos reales. Así, en América, otra vez Telefónica le lleva ventaja a la diplomacia tradicional con el programa «Proniño»58, que desde el año 1998 contribuye a erradicar el trabajo infantil y ha atendido a 471.848 niñas, niños y adolescentes de América Latina, según los datos de diciembre de 2013. También la expansión de las entidades financieras es un buen ejemplo de esto: uno de los principales valores que emplean para su implantación y su aceptación en nuevos mercados es, precisamente, el de su vocación benéfico-social. Así, la penetración se realiza primero aportando fondos destinados a proyectos sociales y culturales, para posteriormente producirse el desembarco del negocio. Tras ello, cabe preguntarse: ¿a qué se debe esta nueva sensibilidad, este nuevo papel que juegan actualmente las EMN en la sociedad internacional?
En los últimos años, la globalización ha transformado la organización de las relaciones internacionales y ha afectado a las esferas económica, social y política, así como a la relación de los ciudadanos con el resto de actores de su entorno local y exterior: a diario comprobamos que las empresas ya ofrecen servicios online de atención al cliente, de administración, información o venta, a través de los cuales sus públicos pueden acercarse directamente a ellas, comunicar sus percepciones y ser incluso prescriptores, es decir, recomendarlas llegado el caso. La consecuencia no se ha hecho esperar: ha aumentado el control civil de las decisiones y existe la creciente exigencia de un desarrollo sostenible que va más allá de las fronteras de cada país; pero también, como afirman Fombrun y Van Riel (2003), esto ha hecho que las empresas reconozcan que el fomento de las relaciones debe tener lugar no únicamente con los accionistas y con los clientes, sino con todos los stakeholders clave, como los empleados, la comunidad local o el gobierno, ya que la calidad de cada relación conforma la imagen que la empresa genera en ese grupo de interés. Henisz (2014) lo describe del siguiente modo:
«Los managers están luchando para ganar la competición estratégica por los corazones y las mentes de los stakeholders externos. Estos stakeholders se diferencian de los managers fundamentalmente en su visión del mundo, en su comprensión de la economía de mercado y en sus aspiraciones y miedos. Sin embargo, sus opiniones colectivas sobre las EMN conforman el competitivo panorama de la economía global» (2014: XII).
Las percepciones, en definitiva, no dependen solo del propio sujeto, sino que son el resultado del comportamiento desarrollado por la empresa con sus públicos y con su entorno a lo largo del tiempo. En este sentido, la sostenibilidad de una empresa se describe en función de su capacidad en el tiempo para cubrir las expectativas y aportar valor a los públicos a los que se dirige (Casado, 2011: 3).
Durante las últimas décadas, gracias en parte a la presión y activismo social ejercidos por organizaciones ecologistas, de consumidores, de derechos humanos o sindicales, así como medios de comunicación y reguladores, sobre la actividad de las empresas y las instituciones, estas se han visto obligadas a tomar más en consideración el papel que todas aquellas juegan en la definición de su propio modelo de negocio. Tradicionalmente, la principal fuente de legitimidad de una empresa han sido sus resultados o, como afirma Cachinero, «una única cuenta de resultados económico-financiera» (2012: 24). Es decir, una gestión empresarial era respetada si obtenía buenos y cada vez mejores resultados económicos. Pero esta fuente de legitimidad, aunque vigente, ya no es la única; para obtener legitimidad y sobrevivir en el complejo y competitivo mundo de la economía de mercado actual, los líderes corporativos deben ser más flexibles y conscientes de las nuevas expectativas sociales y políticas sobre las empresas y sus prácticas, puesto que los grupos de interés a los que se debe una compañía no son los mismos, habiéndose ampliado. Los accionistas o inversores ya no son los únicos, sino que en torno a estos han surgido otros cuyas opiniones han de tenerse en cuenta y que deben ser partícipes en la formulación de su visión, su misión, su estrategia y sus prácticas de negocio. Por ello, y fruto de esta simbiosis transformadora, ha surgido un nuevo paradigma empresarial que, en opinión del propio Cachinero, responde a una quíntuple cuenta de resultados, compuesta, de forma combinada, por:
«[...] la económico-financiera y a la que se suman, en creciente importancia, y, ya en algunos casos, en igualdad de condiciones, la medioambiental, la de la gestión del talento, la de la gobernanza o la ética y la social» (2012: 27).
Las empresas necesitan, pues, instrumentos que las ayuden a diferenciarse y hacer atractivos sus negocios, prevenir los potenciales conflictos y demostrar que sus acciones no son solo responsables, sino también transparentes. Hoy en día, las entidades públicas y privadas muestran un creciente interés por la gestión de los activos intangibles59 y en especial por la reputación corporativa (RC)60, algo que se ha visto reflejado tanto en el ámbito académico como en el profesional. De hecho, las empresas que en la actualidad lideran los mercados internacionales y tienen una reputación consolidada son aquellas que han evolucionado de un modelo basado en la gestión de activos tangibles —como la rentabilidad de sus productos y servicios, la competitividad en su política de precios, la distribución y promoción— a otro que se ha preocupado también por gestionar los activos que no figuran en los balances, los denominados intangibles —la comunicación, la marca, la RSC, la cultura corporativa, etc.—. Ello significa que hoy en día el mercado, sus analistas y sus prescriptores no solo evalúan el progreso de las empresas en función de sus resultados, sino que pueden recomendar inversiones basándose en el compromiso de estas con la sociedad en la que operan y en su respeto hacia el medio ambiente y las personas, por ejemplo.
Como se ha observado en el apartado anterior, este nuevo paradigma está transformando los fundamentos tradicionales de la gestión directiva, que ahora encuentra su razón de ser no solo en la lógica de los resultados, sino también en el comportamiento consecuente con sus stakeholders o grupos de interés. La creciente preocupación de los negocios por establecer relaciones de lealtad y confianza con sus públicos estratégicos ha hecho que introduzcan gradualmente una serie de intangibles61 para cubrir estas necesidades y generar valor: la comunicación, la RSC, la marca y, ahora, la RC. No hay que olvidar que hoy en día competimos en un entorno en el que la gente adquiere sus productos y servicios, trabaja o invierte basándose no solo en la opinión hacia sus productos o servicios, sino, sobre todo, en criterios de confianza, admiración y estima hacia las empresas e instituciones que la respaldan. Es lo que se ha venido a llamar economía de los intangibles y de la reputación corporativa. Según Montañés et al. (2011):
«Se trata de un nuevo contexto en el que cambia el rol de la empresa y la relación de poderes tradicionales; implica entender que el poder hoy está en manos de los grupos de interés (opinión pública, clientes, empleados, reguladores, accionistas, proveedores, etc.) y el nuevo rol de las empresas y de las instituciones es estar a su servicio» (en Carreras et al., 2013: 24).
La economía de los intangibles y la RC nace cuando la reputación emerge en el mundo empresarial hace unos veinte años, a partir de las crisis que llevan a la desaparición de grandes empresas que ocupaban puestos destacados en sus respectivos rankings, como WorldCom, Enron, Tyco, Arthur Andersen o Ahold. Sin embargo, este concepto solo empieza a emerger cuando su significado va más allá del contexto puntual y cortoplacista de las crisis, es decir, cuando la RC no solo se ve como escudo ante la crisis, sino también como un modo de aumentar el valor de las empresas de forma sostenida en el tiempo, es decir, como ventaja competitiva. Este concepto define, pues, un nuevo ciclo de la economía, donde los intangibles, y sobre todo la RC, constituyen el territorio por el que compiten y competirán las empresas, instituciones e incluso los países. Y en él, el éxito empresarial deberá medirse como «la capacidad de saber leer el contexto social mejor que los competidores, construir una diferenciación sostenible en el tiempo y fortalecer la relación con los grupos de interés clave» (Carreras et al., 2013: 24).
Para saber a qué responde la evolución hacia la gestión de los intangibles se tomará como referencia la clasificación de Villafañe (2004), para quien este salto se origina debido a tres causas, que ordena según su grado de importancia: las malas prácticas empresariales, los entornos complejos y una mayor conciencia de los directivos.
Aún hoy en día la reputación de la marca Volkswagen sigue sufriendo tras revelarse la existencia de un dispositivo en los vehículos de la empresa que engañaba sobre las emisiones contaminantes reales de sus coches (BBC Mundo, 2015). Apenas unas pocas semanas después desde que se destapara el escándalo, ya se sabía que eran 683.626 los coches de Volkswagen trucados, y que solo para la retirada de estos dispositivos el fabricante debería invertir unos 6.500 millones de euros (Cano, 2015). El de la marca alemana es solo uno de los casos más recientes; en la actualidad, la desconfianza y el escepticismo hacia las entidades corporativas son altos, al igual que las expectativas de que estas «devolverán» a la sociedad lo que reciben en forma de filantropía, de relación con la comunidad o de actividades para salvaguardar el medio ambiente.
Una de las primeras causas de esta situación de presión y desconfianza hacia las empresas es que, sobre todo desde finales de los años ochenta, se han producido frecuentes situaciones de malas prácticas corporativas que han dado lugar a un salto cualitativo en términos de opinión pública, con las consiguientes crisis de credibilidad y confianza hacia las cotizadas y con el endurecimiento de las regulaciones que las afectan. Así, los aspectos ambientales y de contaminación originaron muchos problemas para las compañías durante esos primeros años, siendo el caso de Exxon62 el clásico ejemplo —junto con el de Shell en 1995, tras el desastre de la plataforma «Brent Spar»— en el que las cosas se hicieron mal y donde las estrategias de comunicación de crisis tras los incidentes fueron nefastas. Otro caso interesante es el de British Petroleum en 201063. Cuando se produce el vertido de crudo de la plataforma «Deepwater Horizon» en el golfo de México, provocado por una combinación de negligencia y falta de coordinación, la reputación de la empresa se ve afectada, provocando que el precio de la acción sufriese una caída catastrófica. Según BP, el vertido le costó más de 1.500 millones de dólares, sin incluir la factura que le pasó la Bolsa, donde las acciones llegaron a perder en los días siguientes hasta el 47% de su cotización. BP anunció una inversión de 500 millones de dólares para investigar los efectos de la marea negra, pero no fue suficiente, pues recibió más de un centenar de demandas judiciales, entre ellas de sus accionistas, por no informar adecuadamente de la gestión de la situación.
Además de los escándalos ambientales, también son conocidos los casos de malas prácticas corporativas relacionadas con las cadenas de suministro de las grandes corporaciones, debido a la progresiva deslocalización de las fábricas con el fin de ahorrar costes64. En esta clasificación de malas prácticas corporativas no podrían faltar las relacionadas con escándalos por fraudes contables, como el del gigante de la energía Enron en 2001, que ocultó miles de millones de dólares en deudas de ofertas y proyectos fallidos, o el de WorldCom, una de las pioneras del boom de telecomunicaciones en los años noventa, que en 2002 admitió haber «inflado» sus beneficios en 3.800 millones de dólares. En España un caso reciente de fraude es el de la empresa tecnológica Gowex, que ofrecía servicios gratuitos de acceso wi-fi. Su consejero delegado, Jenaro García, admitió en julio de 2014 haber falseado las cuentas de la empresa desde el año 2010 tras hacerse público un informe de la firma estadounidense Gotham City Research (López, 2014); tan solo un par de días antes había asegurado haber facturado 182 millones de euros en el año 2013, cifras que resultaron estar infladas. Su tamaño en Bolsa, por el que Gowex aspiraba a convertirse en una compañía del Ibex 35 y, previamente, dar el salto al mercado continuo, cayó de los 1.440 millones a los 573 millones. Esta empresa, en concurso de acreedores, sufrió caídas del 99% en su cifra de negocio y aprovisionamiento; del 97% en los trabajos realizados para su activo; del 70% en los gastos de personal, y del 110% en los resultados de su último ejercicio (EFE, 2015).
Finalmente, otro caso más dramático aún y vigente en la actualidad es el del sector de los servicios financieros. La percepción general por parte de todas las naciones y sociedades es que es un sector caído en desgracia, que ha perdido el rumbo y sus valores morales, definido por la codicia, que no sabe cómo funcionan sus propios productos, que está fuera de control, pues los políticos y reguladores saben todavía menos, y que, en último término, ha perdido su «licencia social» para operar. Además, movimientos como el 15-M en España y sus homólogos, como Occupy Wall Street en Estados Unidos, crearon un precedente, pues nunca antes los consumidores —que son al tiempo contribuyentes y votantes— habían organizado actos de protesta de tal magnitud y extensión geográfica en el mundo contra una sola industria, de cuyos productos dependen todos ellos en sus vidas diarias.
La segunda causa que ha promovido más preocupación por la ética empresarial es la creciente complejidad de los entornos en que se desenvuelven las empresas, especialmente las EMN, pues sus productos y servicios tienen cada vez mayores dificultades de diferenciación; algo que se debe, en buena parte, a la creciente exigencia de los grupos de interés —que tienen a su disposición más información sobre aquellas— y a la intervención activa de ONG o asociaciones de consumidores. En este contexto, donde son protagonistas la globalización de los mercados, las nuevas TIC y los nuevos escenarios que se generan en las relaciones empresa-públicos estratégicos, estas empresas necesitan aportar valor que las diferencie en el mercado y garantice su sostenibilidad en el tiempo. Por ello han ido incorporando el tratamiento de los activos intangibles dentro de su modelo de gestión.
Los intangibles siempre han formado parte de las organizaciones, aunque no fue hasta los noventa cuando se los incorporó en su modelo de gestión y en sus estructuras organizativas, a fin de garantizar su diferenciación en los mercados (Casado, 2011). Con la revolución tecnológica, en los últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI, se alteran las condiciones comunicativas espaciotemporales bajo las que el individuo trabaja en la empresa, pues herramientas como Internet, el correo electrónico o los teléfonos inteligentes fomentan la interactividad hombre-ordenador, así como la convivencia social con las nuevas tecnologías y la relación con el entorno en red. Como se ha analizado en capítulos anteriores, tal situación se ve además agravada con la irrupción de la información en tiempo real, pues los contenidos que difunden los canales públicos y privados llegan de manera simultánea a los empresarios y a los ciudadanos, generándose a la vez dos procesos que hasta entonces habían sido sucesivos: la toma de decisiones corporativas y la reacción de la sociedad civil.
No obstante, desde los años noventa, en la «sociedad del conocimiento», el entorno y los públicos que interactúan con la empresa ya no se conforman con buenas políticas comerciales, basadas en la relación calidad-precio y en una buena imagen de marca-producto. Paulatinamente, las empresas empiezan a percatarse de que para contrarrestar la competitividad del mercado deben añadir la marca-empresa; la diferenciación del producto como «la experiencia del consumidor con la marca» ya no basta, pues los productos son muy similares entre sí, pero los valores corporativos y la identidad de las empresas difieren unos de otros.
Las empresas detectan que sus clientes tienen una imagen empobrecida de ellas, pues solo las ven como entidades con ánimo de lucro. Dicha percepción perjudica a la compañía y la posiciona como entidad poco fiable y poco creíble para el público, pero le permite descubrir la necesidad de un enfoque sociológico y de las ciencias humanas para desarrollar su actividad empresarial; ese enfoque las ayudará a evolucionar hacia un pensamiento estratégico de responsabilidad y compromiso social. Dentro de este nuevo enfoque, las empresas empiezan a tener presente la necesidad de desarrollar otra serie de intangibles en su gestión para su supervivencia, diferenciación y superación, como una identidad, una cultura corporativa, una comunicación y relaciones constantes con otros miembros y una buena reputación (Casado, 2011). Según esta investigadora, las empresas buscan:
«que el entorno reconozca una percepción positiva sobre su trayectoria [...], y que perciba que son éticas, transparentes y responsables no solo con sus públicos estratégicos, sino también con el resto de intermediarios y agentes del entorno en el que se mueve y actúa. [Así] se garantiza su sostenibilidad y contribuye al bienestar económico y social del mercado donde trabaja» (2011: 11).
Al igual que sucede en cualquier otro ámbito, el mundo empresarial, cuya misión es crear riqueza a través de la producción y venta de bienes o servicios que demanda el mercado, está inmerso en un entramado de relaciones humanas de la sociedad en que vive. Para Bejumea (2011), la buena gestión empresarial consiste en «conocer los diferentes grupos de interés que le afectan e intentar optimizar el beneficio de su empresa, optimizando al mismo tiempo su relación con cada uno de estos colectivos» (2011: XIII). Como ya se ha adelantado, las empresas deben conocer su entorno económico, social y político, en el que han de identificar a sus grupos de interés o stakeholders, saber cuáles son sus intereses, cómo evolucionan dichos intereses en el tiempo y qué compromisos asume la empresa con ellos. A juicio de Carballido (2011), el concepto stakeholder presupone entender la empresa «no como una entidad aislada, sino como parte de un sistema más amplio y que se encuentra en constante relación con sus interlocutores» (2011: 189). De ahí que a la hora de tomar decisiones sea «fundamental considerar realmente sus intereses y procurar, por encima de todo, crear valor para los mismos» (2011: 190).
Durante la primera década del siglo XXI y hasta hoy, las grandes empresas entienden que deben estar conectadas con su entorno —con los llamados públicos estratégicos—, pues su funcionamiento no solo depende de las decisiones que se toman y de sus comunicaciones, sino también de las acciones, las percepciones y las reacciones que se producen dentro y fuera de la empresa, pues impulsan o contrarrestan su reputación. Para ellas, pues, la buena o mala reputación no solo se consigue con la comunicación, sino que para generar relaciones de confianza con sus públicos que sean sostenibles en el tiempo, los mensajes y los hechos de una organización deben estar alineados. Hoy en día, con el desarrollo de las TIC, las redes sociales, blogs, etc., ya no hay límites en los flujos de información sobre productos, servicios o marcas, y todos los públicos estratégicos opinan y se relacionan como usuarios de comunidades online. Por ello puede decirse que las empresas que garantizan su permanencia no son las más grandes, sino las que se adaptan más rápidamente a los cambios y son conscientes de que no dependen de sí mismas, sino, sobre todo, de las relaciones de confianza con sus públicos.
Los stakeholders son componentes cruciales de la visión estratégica de cualquier negocio, aunque algunos importan más que otros a la hora de tomar decisiones en función del entorno de la organización. Los componen accionistas, clientes, empleados y proveedores, y tras ellos se encuentran los que se podrían denominar «proveedores de intangibles»: la sociedad, que se configura como el mayor proveedor de intangibles, da lugar a dos nuevos grupos que, en función del factor cultural, no solo representan a la sociedad en sí, sino que aportan intangibles de gran consideración entre las empresas. Por un lado se encuentra el gobierno/administración pública, y por el otro los medios de comunicación. No se trata únicamente de dos stakeholders relevantes; según Rodríguez-Cánovas (2011), «aun dependiendo del entorno geográfico, se trata de dos jueces de nuestra reputación corporativa que han de ser considerados para entender la realidad y estar en la realidad» (2011: 11). Por su parte, la Cátedra de Comunicación Estratégica Responsable del IE Business School los divide en stakeholders internos —accionistas, clientes, personas asociadas y proveedores, que considera «socios»— y externos —reguladores sociales, medios de comunicación y sociedad en general—. Todos ellos conforman el «mapa de stakeholders» en torno al cual gira toda su actividad (figura 5.2).
Además, y al amparo del stakeholder gobierno/administración pública como regulador y proveedor de intangibles, han aparecido múltiples organizaciones en el llamado tercer sector, como ONG o colegios profesionales, que también crean intangibles —estándares de lo que está bien y lo que está mal—, desde donde ejercen gran influencia en toda la sociedad. En relación a los medios de comunicación, es evidente su influencia en la RC de la empresa; gestionar dicha reputación es una de las máximas prioridades en las agendas de todos los líderes de organizaciones privadas, públicas y del tercer sector.
FUENTE: Cátedra de Comunicación Estratégica Responsable del IE Business School (en Carballido, 2011: 190).
Figura 5.2.—Mapa de stakeholders.
La creciente demanda de credibilidad, transparencia y fiabilidad en todas las informaciones y comportamientos ha hecho que la gestión de los intangibles adquiera mayor relevancia para la dirección estratégica de las compañías, al igual que la integración de algunas áreas políticas para la representación de intereses, como ya se adelantaba en las primeras páginas de este libro. Las relaciones institucionales, la RSC, la reputación corporativa y el lobby se han convertido, por separado, en instrumentos de gran relevancia como palancas de generación de valor e influencia, mientras que, sobre todo en el exterior, el auge de la DC ha favorecido que las EMN establezcan sus propios cuerpos diplomáticos corporativos para llevar a cabo, sin la intervención de los servicios diplomáticos de su Estado de origen, no solo actuaciones unilaterales con otros actores internacionales —sean o no estatales—, sino además la representación de sus intereses empresariales en los centros clave de decisión internacional; en opinión de Saner y Yiu (2005), los diplomáticos corporativos deberán ser quienes negocien, renegocien y lleven a cabo compromisos con las autoridades locales, y también quienes muestren sensibilidad ante los deseos y demandas del creciente número de ONG —locales e internacionales— que vigilan las actividades de las EMN. Por su parte, Ordeix-Rigo y Duarte (2009) sostienen que si las empresas se implican en la DC, podrán aumentar su poder y legitimidad, pues de ese modo no satisfacen únicamente una demanda de mercado, sino también una demanda social pública. Pero, ¿de dónde procede el concepto de diplomacia corporativa?
Tradicionalmente, los objetivos principales de la diplomacia clásica han sido la cooperación política internacional, la seguridad y el mantenimiento de la paz a través de herramientas como la recogida de información o inteligencia, las acciones de apoyo y de defensa (advocacy) de los intereses nacionales y la representación de intereses en una negociación; es decir, durante siglos ha sido toda una actividad esencial de poder, pues ha permitido a las naciones lograr sus objetivos en política exterior sin recurrir a la propaganda o a la coerción militar. No obstante, los profundos cambios de orden global que experimenta la sociedad en los últimos tiempos han modificado estos objetivos y determinado un papel primordial para las relaciones económicas internacionales. De ahí que lo que se conoce como la diplomacia económica se haya consolidado como el objetivo prioritario de cualquier política exterior. Históricamente, la DE ha consistido en un ejercicio de naturaleza comercial desempeñado, entre otros, por cónsules de España, Francia, Inglaterra o los antiguos Estados de Génova o Venecia, este último instaurador de la diplomacia moderna de carácter permanente, con el establecimiento de misiones en Roma y Constantinopla; el de la diplomacia veneciana de los siglos XV y XVI, con sus embajadores u oratores, es, de hecho, un ejemplo histórico de que una adecuada articulación de los intereses público-privados en el exterior puede proyectar el poder de un país por encima de sus dimensiones y sus capacidades económicas y militares. Aquellos emisarios eran, no obstante, meros delegados comerciales de sus países, retribuidos y protegidos por los soberanos de turno.
Sin embargo, el concepto de DE fue cambiando gradualmente con el tiempo; otro ejemplo útil para entender el origen de este fenómeno puede hallarse en las Compañías de las Indias Orientales65, poderosas empresas que fueron creadas a principios y mediados del siglo XVII por ingleses, holandeses y franceses para proteger sus intereses comerciales en el sureste de Asia frente a los países cuya influencia había dominado hasta entonces en la zona: España y Portugal. Que estas compañías fueron el germen de las actuales y modernas MNE es innegable; los Archivos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales66 (VOC, por sus siglas originales) afirman que esta fue la «primera multinacional del mundo»67 y que eclipsó a sus rivales en el comercio de Asia:
«Entre 1602 y 1796, la VOC envió a casi un millón de europeos a trabajar en el comercio de Asia a bordo de 4.785 barcos [...]. Por el contrario, el resto de Europa en conjunto envió solo 882.412 personas entre 1500 y 1795, mientras la flota de la compañía inglesa (después Británica) de las Indias Orientales, la mayor competidora de la VOC, estaba en un lejano segundo lugar con un tráfico total de 2.690 barcos [...]».
No obstante, aquí el comercio solo era una de sus actividades, pues también ejercían una gran influencia política68: fundaban bases militares y armaban los barcos comerciales para luchar en el mar, mantenían ejércitos privados, firmaban tratados con gobernantes locales y luchaban contra las naciones vecinas y entre sí, por lo que, en muchos sentidos, se comportaban como Estados independientes. He aquí el primer momento en el que podría hablarse de acciones de DC, pues eran relaciones diplomáticas realizadas por personas privadas (los representantes de la Compañía y la autoridad pública del país con quien tenía relaciones comerciales), pero donde las empresas asimilan en su imagen y en sus funciones la identidad y las características de sus Estados de origen. En concreto, se sabe que los holandeses habían firmado contratos irrevocables con los habitantes de las islas para obtener la exclusiva de las exportaciones locales, y que cuando Portugal trató de expulsar a los holandeses el comercio asiático pasó a adquirir una dimensión política plena y se convirtió en asunto de Estado69.
Tres siglos más tarde, concretamente entre 1948-1952, el Plan Marshall70 constituyó la mayor estrategia de DE desplegada hasta entonces por una nueva potencia surgida tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, que supuso la expansión por casi toda Europa de sus multinacionales, las cuales aún hoy día son aceptadas como empresas nacionales, pese a seguir manteniendo la marca del país de origen. Con dicho contexto como telón de fondo, en 1966 Christian Herter Jr., por entonces director general del Departamento de Relaciones Gubernamentales de la petrolera Socony71, advertía de que esas inversiones en Europa habían creado toda una serie de nuevas relaciones —entre ciudadanos americanos y extranjeros, entre empresas americanas y extranjeras, entre empresas americanas y gobiernos extranjeros—, que habían traído consigo nuevos problemas cuyas soluciones «solo pueden funcionar mediante la práctica continua de una diplomacia corporativa inteligente e imaginativa» (1966: 407).
Así, ante el Instituto Nacional de Economía Petrolera alegó que las razones de esos problemas eran que las empresas americanas debían ahora operar en una estructura política mundial que se había visto alterada radicalmente durante las dos últimas décadas; que la naturaleza de la competencia internacional se había transformado, compitiendo cada vez más con «empresas que pertenecen parcial o completamente a gobiernos y tras cuyos esfuerzos comerciales se despliega toda la fuerza de su maquinaria diplomática nacional» (1966: 407); y que sufrían «el cambio de actitud de nuestros viejos amigos y aliados de Europa Occidental, así como de otras naciones desarrolladas, hacia las inversiones norteamericanas» (1966: 408). Es decir, un clima político frustrante, una competencia ascendente y cambiante, al tiempo que un creciente proteccionismo y mayor regulación. Nada que no resulte familiar en pleno siglo XXI.
La influencia es la clave. Sobre todo cuando, en la actualidad, el entorno de las relaciones económicas internacionales lo componen complejos patrones de interacción e interdependencia. Por un lado, se constata que, como parte del impulso procedente de la globalización, las empresas se sienten muy atraídas por la expansión a través de la fusión, la adquisición y otras formas cooperativas. De ahí que intensifiquen sus esfuerzos para influir sobre las políticas nacionales e internacionales en su favor. Asimismo, las empresas transnacionales crean alianzas interterritoriales para coordinar la posición de sus políticas y fortalecer sus esfuerzos de lobby directo con los reguladores internacionales y con los gobiernos. Por otro lado, los Estados compiten por las ganancias económicas y piden, a su vez, cooperación a otras naciones afines para moldear a las instituciones regulatorias en beneficio propio; estos países también compiten entre sí por atraer IDE, desplazan a otros con el fin de acceder a mercados para sus compañías nacionales e intentan proteger a sus mercados domésticos con barreras arancelarias. Y a la vez, los países aumentan su cooperación en instituciones regulatorias como la Organización Mundial del Comercio (OMC), o en el contexto de la integración económica regional, como en la Unión Europea, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o, más recientemente, el TIIP que —hasta la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca— negociaban desde 2013 Estados Unidos y Europa72. Finalmente, dentro de estos patrones de interdependencia están también las ONG, los actores no estatales que mayor influjo están ganando en los debates de política económica; y es que las ONG han sabido organizarse y ejercer presión más allá de las fronteras nacionales con el objetivo de influir en el diseño de las políticas económicas internacionales.
Enfrentados a esta creciente interdependencia política y económica de mercados y Estados, tanto las corporaciones como los gobiernos se ven obligados a gestionar un entorno de relaciones fragmentadas que, además, son estrechamente observadas y evaluadas por las ONG, quienes exigen mayor responsabilidad y transparencia en sus acciones. ¿Y cómo hacen frente las EMN a esta situación? Dada la necesidad de gestionar correctamente las relaciones con los stakeholders clave, no solo para acceder a mercados sino para evitar potenciales conflictos a la hora de operar en entornos internacionales, algunas de estas EMN han decidido iniciar ofensivas «diplomáticas» en diferentes escenarios y mediante diversos canales de comunicación que les permiten encargarse de estos asuntos y ejercer influencia al más alto nivel. Basan, pues, su estrategia de acción económica exterior en la diplomacia corporativa. Y ¿qué es la DC? Pues como se adelantaba al comienzo de este libro, la definición que aquí se considera más clarificadora es la de Egea (2016):
«La diplomacia corporativa es un instrumento enmarcado en una política exterior corporativa que permite propiciar entornos favorables para los intereses de la empresa mediante la gestión efectiva de su influencia política y su implicación en la sociedad de acogida, gracias a mecanismos propios de la diplomacia estatal que le otorgan un papel institucional y mayor legitimidad para operar, lo que se traduce en ventaja competitiva.»
El creciente flujo comercial de productos y servicios a través de las fronteras nacionales está teniendo grandes implicaciones para las empresas que emprenden la internacionalización y también para las EMN, dada la creciente complejidad del entorno operativo y la necesidad de gestionar de manera eficaz las relaciones con los stakeholders críticos. En efecto, por un lado, hoy más que nunca, el entorno donde las empresas desarrollan sus actividades tiene un nivel de transparencia y visibilidad desconocido hasta el momento (Llorente, 2012: 20), mientras que, por el otro, aquellas empresas que deciden operar en el extranjero aprenden que cada Estado, región y comunidad tiene unos rasgos propios, una forma de ser y actuar particulares que las hacen distintas. Un ejemplo de ello es la dificultad que una EMN farmacéutica puede tener para introducirse en España, al deber tratar en su campo con diecisiete sistemas sanitarios distintos en función de cada comunidad autónoma; o la que puede tener una aerolínea como la británica EasyJet, que deberá negociar su relación comercial con los 27 Estados de la Unión una vez que la primera ministra Theresa May ha firmado la carta que solicita la salida de Reino Unido de la Unión Europea (El País, 2017). Además, no hay que olvidar que la presencia de las EMN en entornos inestables conlleva para ellas una serie de riesgos geopolíticos y de otra índole no comercial que pueden afectar a sus resultados económicos y sus operaciones en el exterior, lo que hace vulnerable la reputación de esas empresas en sus países de origen. No es de extrañar, pues, que los directivos empresariales comiencen a interesarse por adquirir capacidades y competencias diplomáticas que les permitan gestionar adecuadamente las relaciones con sus muchos stakeholders, sobre todo aquellos localizados en el extranjero. En esta forma de entender la gestión empresarial, contar con buenas relaciones entre los grupos de interés, saber quiénes son estos, dónde se les puede encontrar, cómo piensan, qué les preocupa, qué opinan sobre la actividad de la empresa y también cómo poder recabar su ayuda en ciertos temas constituyen elementos clave de liderazgo e innovación que ayudan al éxito del negocio y a su viabilidad económica.
Como se señalaba en las páginas iniciales de este manual, la DC es, en términos generales, la capacidad de influencia política, social y cultural de una empresa en mercados exteriores, lo que la convierte en una herramienta muy importante de la estrategia corporativa de la empresa; su objetivo es materializar ese soft power de la compañía, su capacidad de atracción o persuasión mediante la cultura, los valores o las ideas, y aplicarlo en las esferas política, cultural y económico-social, a fin de obtener una ventaja competitiva que asegure la aceptación de la empresa como una institución más en el mercado anfitrión. El auge de la DC es notorio, existiendo una demanda creciente de profesionales que sean capaces de comprender las complejas conexiones entre las relaciones internacionales, los negocios, la política y la comunicación estratégica. Esto ha hecho que ciertas empresas se planteen innovadores modelos de gestión, donde incluyen diferentes cometidos y funciones en función de la idiosincrasia, la actividad y las circunstancias propias de cada empresa.
En este sentido, el hecho que la DC absorba elementos de otras áreas de gestión hace que el modelo elegido se vea condicionado por el peso específico de una de ellas: la sostenibilidad, la comunicación, las acciones de lobby, la captación de mercados, las relaciones o la inteligencia competitiva son algunos ejemplos. Sin embargo, en la mayoría de formas que adopta la DC subyacen dos funciones comunes heredadas de la diplomacia tradicional: la recogida y uso estratégico de información y la representación y defensa del perfil público de la empresa. A partir de estas bases, algunos autores ofrecen su particular visión sobre el asunto, si bien suelen coincidir en los aspectos fundamentales (tabla 5.1).
Así, Trujillo (2010) sostiene que tres son las funciones principales de la DC: la gestión de la información, la gestión de las relaciones y la representación y participación institucional.
Esta función es, para esta investigadora, la que sostiene la credibilidad de la empresa, y debe tener una doble dirección:
a)La información externa sobre las expectativas y demandas de los grupos de interés, que se obtiene a través del diálogo con estos, de la participación activa en diversas iniciativas empresariales y sectoriales, y con el trabajo documental de «escaneo y detección» de tendencias y movimientos.
b)La información interna. El diplomático corporativo debe hacer hablar a la empresa con una única voz, construir mensajes consistentes, argumentos sólidos y demostrables, y dotarla de un ideario en valores y actitudes que sume en una misma dirección cada vez que esta se manifiesta públicamente.
Para ello, sostiene Trujillo, es importante una correcta selección de elementos clave de información y de públicos clave: de los internos para provocar la acción, y de los externos para modificar sus percepciones y sus actitudes hacia la empresa.
TABLA 5.1
Comparativa de funciones de la DC por autores
Información |
Representación/defensa de intereses |
Relaciones |
Anticipación |
Imagen y reputación |
Negocio |
|
Saner y Yiu (2003) |
|
Influir en políticas. Trabajar con organismos reguladores internacionales. Preservar credibilidad y legitimidad de órganos representativos. |
Diálogo con stakeholders: creación capital social. |
Prevenir potenciales conflictos. |
Protección de la imagen y reputación en foros internacionales y canales de comunicación. |
|
Trujillo (2010) |
Gestión de información externa e interna |
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Gestión de relaciones: representar a stakeholders y a la empresa. |
|
Representación y participación institucional: imagen pública, identidad interna. |
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Camuñas (2012) |
Conocimiento de la realidad |
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Diálogo con agentes sociales implicados. |
Anticipar riesgos. |
Reputación, credibilidad y percepción. |
|
Asquer (2012) |
|
Influir en la legislación. |
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Prevención de conflictos. |
Protección de la imagen/reputación de la empresa. |
Crear/captar oportunidades de negocios. |
Henisz (2014) |
|
Asuntos gubernamentales. Sostenibilidad. |
Relaciones con stakeholders y la comunidad. |
Gestionar riesgos corporativos. |
Comunicación corporativa. |
|
Riordan (2014) |
Desarrollar redes de información |
Desarrollar redes de influencia. |
Identificar a stakeholders geopolíticos. Coaliciones entre ellos. |
Analizar los riesgos geopolíticos. |
Presión a colaboradores reticentes y problemáticos. |
|
Manfredi (2015) |
Comprender la economía global |
Gobernanza asuntos públicos globales. |
|
Gestionar la incertidumbre. |
|
FUENTE: elaboración propia.
También debe ir en una doble dirección:
a)De un lado, debe representar a los stakeholders ante las distintas estancias de la compañía, velando porque su voz sea escuchada y tenida en cuenta, a fin de transmitir la presión de la sociedad civil a los departamentos y áreas responsables de gestionar sus demandas.
b)Del otro, debe representar a la compañía, sus intereses y preocupaciones estratégicas ante los grupos de interés.
Su objetivo es construir el perfil público de la empresa sobre los hechos y realidades. Según explica la exdirectora del Gabinete de Relaciones Institucionales y Diplomacia Corporativa de Sol Meliá Internacional, a diario se trabaja gestionando las posibles incoherencias entre la imagen pública y la identidad interna, pero al hablar del perfil público lo que se hace es «proyectar externamente la personalidad de la empresa [para] influir en los públicos y [...] en sus comportamientos» (2010: 111). Para esto será crítico el manejo de información y necesaria la implicación de todas las áreas en la ejecución real de la acción, pues se trata de hacer que la empresa esté cada día más cerca de las expectativas de sus públicos.
Asimismo, Antonio Camuñas, presidente de la primera consultora de DC en España, Global Strategies, cree que la diplomacia corporativa cubre la mayoría de parcelas necesarias para asegurar la consecución de los objetivos empresariales:
«[...] aquellas que contribuyen a la reputación, a la percepción y a la credibilidad de las empresas, propiciando un conocimiento acorde con la realidad y un diálogo fluido con todos los agentes sociales implicados [...] la capacidad de prevenir y alertar de los peligros [...] identificando los puntos débiles y tendiendo puentes hacia aquellos ámbitos que pueden resultar conflictivos en el futuro» (2012: 111).
En la misma línea, Asquer (2012) señala que la DC se circunscribe en un área de actividades relacionadas con «crear y captar oportunidades de negocio, proteger la imagen y la reputación de la empresa, influir en la formulación de legislaciones y prevenir conflictos» (2012: 59). Por su parte, Henisz (2014) afirma que la DC crea y protege el valor de los accionistas o la empresa a través de una integración estratégica de las funciones relacionadas con los grupos de interés, como pueden ser «los asuntos gubernamentales, las relaciones con stakeholders, la sostenibilidad, la gestión de riesgos corporativos, relaciones con la comunidad y la comunicación corporativa (2014: XII). De este modo —asegura—, al elevar la DC al nivel ejecutivo convergen los negocios con la política y la sociedad.
Para Saner y Yiu (2003), los diplomáticos posmodernos —que ellos clasifican en corporativos y de los negocios— admiten estos roles políticos y representativos y los engloban en seis tareas comunes, a saber:
1.Influir en las políticas de orden político, económico y social, con el fin de crear las condiciones adecuadas para el desarrollo económico, teniendo en cuenta las necesidades y aspiraciones de otros stakeholders.
2.Trabajar con organismos reguladores internacionales, cuyas decisiones afectan al comercio internacional y a las regulaciones financieras.
3.Prevenir los potenciales conflictos con gobiernos extranjeros, ONG y diferentes actores económicos, buscando minimizar riesgos políticos y económicos.
4.Hacer uso de los múltiples foros internacionales y canales de comunicación para proteger su imagen y su reputación (capital reputacional).
5.Crear capital social a través del diálogo con todos los stakeholders a quienes podría impactar el proceso de desarrollo y globalización económicos.
6.Preservar la credibilidad y legitimidad de sus órganos representativos de cara al público y sus propias comunidades.
En términos generales, estos diplomáticos deben tener competencias que les permitan interrelacionarse con sus respectivos stakeholders y clientes, llevar a cabo negociaciones bilaterales y multilaterales, coordinar campañas internacionales de relaciones públicas, recoger y analizar información importante procedente de los países anfitriones y las comunidades internacionales, y llegar a los formadores de opinión, así como ganarse la confianza de aquellas personas que influirían en los resultados de su misión. Aunque, sobre todo, «estos diplomáticos posmodernos necesitarán adoptar una mentalidad exterior y ampliar su repertorio de papeles en cuanto a representación e interacción diplomáticas» (Saner y Yiu, 2003: 21).
En efecto, un cambio de mentalidad es necesario en la dirección estratégica de las empresas que operan en el exterior. Es lo que propugna Riordan (2014), quien aborda esta cuestión bajo la perspectiva del riesgo geopolítico. Según señala este profesor británico, antiguo miembro del Servicio Diplomático de Su Majestad, la inestabilidad del entorno internacional en el que operan las EMN hace que estas deban enfrentarse a amenazas directas, como el terrorismo o el crimen organizado, y a otras indirectas, como los riesgos de expropiación o nacionalización, además de los problemas internos del país, como puede ser una guerra civil. En tal contexto, indica que las empresas no siempre pueden depender del apoyo de sus Estados o sus embajadas para defender sus intereses, ni del derecho internacional —como ya se apuntaba en páginas anteriores—, añadiendo que la gestión empresarial de hoy y las herramientas de lobby tan solo ofrecen soluciones parciales a los potenciales conflictos. Defiende, por contra, que la DC ofrece un nuevo enfoque que «busca adaptar las habilidades y la mentalidad del diplomático gubernamental a las necesidades de la empresa» (2014: 1), un concepto de gestión empresarial que se centra en el empleo estratégico de coaliciones de actores estatales y no estatales para poder determinar el entorno de riesgo geopolítico de la compañía (ibíd.). Por ello, entiende que una empresa que opera en el exterior bajo estas circunstancias debe contar con competencias de DC, entre las que incluye:
1.Analizar los riesgos geopolíticos para sus operaciones tanto a nivel global como a nivel del mercado específico.
2.Identificar a los actores gubernamentales y no gubernamentales (los denominados stakeholders geopolíticos) que conforman esos riesgos.
3.Desarrollar redes de información e influencia multinivel y heterogéneas.
4.Crear coaliciones entre los stakeholders geopolíticos sobre la base de intereses compartidos para poner presión sobre aquellos colaboradores reticentes y marginar a los actores problemáticos (2014: 2).
En esta misma línea, Chipman (2016) sostiene que la EMN debe tener una política exterior corporativa que cuente con una auditoría geopolítica y una diplomacia corporativa como sus dos elementos clave. En cuanto al primero de ellos, señala que las empresas suelen basarse en informes de riesgo país, pero que, en una época de amenazas transnacionales y locales, las auditorías geopolíticas deben realizarse no solo a nivel estatal, sino también a otros niveles y esferas. Para ello propone:
1.Evaluar el riesgo transnacional.
2.Prestar atención y mostrar sensibilidad ante las tendencias políticas regionales. El fin es crear una base de apoyo geopolítico que las posicione para captar valor en el futuro. Así, por ejemplo, ante el énfasis de países como México, Chile, Perú y Colombia para configurar la Alianza del Pacífico —una iniciativa de integración regional y comercial iniciada en 2011—, Chipman defiende que a una empresa privada le pueda ir bien allí mientras que apoye los objetivos de dicha alianza.
3.Evaluar el riesgo local dentro del país, sobre todo en los que son normalmente percibidos como inestables. Por ejemplo, Irak, ciertas zonas de México como el estado de Sinaloa, El Salvador, etc.
4.No perder de vista los riesgos domésticos o de áreas vecinas. El más reciente es el referéndum sobre el Brexit, ante el cual muchas empresas iniciaron toda una campaña activa por la permanencia, calculando que su silencio en este tema político no iba en el interés de sus trabajadores y sus accionistas (2016: 40).
A la función de evaluación geopolítica de esa política exterior de la empresa le sigue la DC, que, a juicio del investigador, consiste en cultivar amplias y profundas relaciones tanto con el gobierno como con la sociedad del país donde opera, con un doble objetivo:
1.Fomentar la capacidad general de una empresa para operar a nivel internacional.
2.Asegurar su éxito en cada país donde se involucre (2016: 40).
Además, Chipman vincula la DC con la reputación internacional de la empresa, que puede verse afectada por su éxito o su fracaso en cualquier país, y que, del mismo modo, cuando es positiva, otorga a una empresa capacidad efectiva tanto para entrar en nuevos mercados como para salir de ellos si de modo repentino estos se vuelven poco atractivos. En este sentido, para Chipman existen cuatro principios que respaldan la estrategia de DC y que habría que seguir:
1.Desarrollar una posición propia en política exterior, más que manipular o ser manipulados por las políticas de su Estado de origen.
2.Donde sea posible, desarrollar un carácter transnacional, en el sentido de que «cuanto más grande se hace una EMN, más importante es desarrollarlo». Alega que cuando una empresa o un grupo inversor son vistos con un nítido origen nacional, se arriesga a llevarse la peor parte de una disputa política (2016: 42). Así, en 2008 la cadena de hipermercados Carrefour fue boicoteada en China como represalia por unas protestas celebradas en París por los manifestantes pro-Tibet. Su negocio se resintió, hasta que la EMN, con ayuda del Gobierno chino, fortaleció la defensa de sus credenciales internacionales señalando que la mayoría de sus empleados en China eran chinos. «Hoy la empresa no es vista como francesa, sino como un actor globalizado transnacional en el mercado minorista» (ibíd.), recuerda este investigador.
3.Diversificar las relaciones políticas y reforzar así la implícita licencia política para operar que existe. Para el investigador, las empresas deben involucrarse con todos los actores y no intentar mitigar el riesgo geopolítico únicamente con buenos contactos gubernamentales o buenas prácticas sociales. En mercados de alto crecimiento donde la política doméstica es especialmente inestable, el equilibrio interno del poder entre los actores clave en las esferas económica y política debe vigilarse sin descanso. De nuevo viene a la mente el ejemplo de Repsol, que durante un tiempo estuvo en una cómoda posición en Argentina, ya que un empresario muy cercano al entonces presidente Néstor Kirchner poseía un gran número de acciones en esta operación y estaba en su Consejo. Cuando la esposa de Néstor, Cristina Fernández de Kirchner, le sucedió en el cargo, nacionalizó la filial YPF, y el principal contacto de Repsol ya no tenía poder para prevenirlo.
4.No sabotearse a sí mismo. El riesgo político no es algo que solo le ocurre a los espectadores corporativos. También puede estar provocado por una acción inapropiada de la empresa, como subestimar a antiguos socios o actuar con el fin de lograr valor para el accionista sin considerar las circunstancias locales. Y es que las empresas «necesitan una profunda comprensión de los intereses políticos y de política exterior de los países en los que invierten para poder estar ágiles a la hora de responder al cambio político» (2016: 43). Así, según Eboh (2016), en octubre del año 2015 MTN, un proveedor sudafricano de teléfonos móviles, fue multado con 5.200 millones de dólares en Nigeria por no haber cortado el servicio a cinco millones de abonados no verificados que no habían aportado sus direcciones cuando compraron las tarjetas SIM. El Gobierno nigeriano había aprobado previamente una normativa que exigía el registro como medida de seguridad para intentar prevenir el empleo de móviles no rastreables por parte de grupos insurgentes como Boko Haram. En opinión de Chipman (2016), lo que se debería esperar de un simple observador de la política nigeriana —y más aún un gran inversor en el país— es que sepa que la batalla contra Boko Haram era una de las prioridades de mayor importancia a nivel nacional. Además, sostiene que MTN debería haberse aclimatado a la rivalidad entre su Estado de origen y Nigeria —las dos mayores economías del continente— y haber tenido la inteligencia diplomática para actuar con algo de sensibilidad en relación a las autoridades nigerianas.
Finalmente, Manfredi (2015) sostiene que la DC introduce en la agenda del primer ejecutivo tres perspectivas suplementarias a su gestión: la gobernanza de los asuntos públicos globales, la gestión de la incertidumbre y la comprensión de la economía global. A su juicio, solo así se puede diseñar y ejecutar una estrategia internacional adecuada al nuevo entorno abierto, global, digital y transparente. El diplomático influirá en el Comité de Dirección —añade— «cuando su comentario, su análisis, influye en la planificación, como una suerte de GPS institucional que sirve para mantener el rumbo de la compañía y asegurar la supervivencia a medio plazo».
A primera vista, esta diversidad de funciones asociadas a la DC —recopilación y análisis de información crítica, la representación y la defensa de intereses de la empresa, las relaciones o networking, la anticipación de potenciales conflictos con una auditoría geopolítica, por ejemplo; la salvaguarda de la imagen y la reputación corporativas; o la búsqueda de oportunidades de negocio— puede equiparar de manera muy notable la diplomacia corporativa de la empresa con la comercial del Estado (DCom); casi podría decirse que ambas conforman las dos caras de una misma moneda, donde cambia el sujeto que lleva la iniciativa, si bien los objetivos son prácticamente los mismos.
No parece existir, sin embargo, un modelo estándar de gestión de la DC que se aplique de manera uniforme, sino que cada compañía debiera encontrar su propio modelo y ajustarlo a sus propias características y circunstancias. Lo más lógico sería que el modelo que la empresa adopte esté directamente relacionado con el objetivo que quiere alcanzar y con el enfoque de la acción. Trujillo (2010) destaca, a modo de ejemplo, alguno de estos distintos modelos de DC:
—DC con función comercial. Cuando la estrategia busca un posicionamiento agresivo desde el punto de vista comercial (proactiva o reactivamente), en tal caso el modelo de gestión tiene un fuerte componente de inteligencia competitiva y relación con organizaciones del sector y escrutinio del mercado; el diplomático tendrá entre sus funciones «el conocimiento y análisis de prácticas de la competencia, y sus relaciones y redes estarán enfocadas a la obtención de información y conocimientos de tendencias» (2010: 105).
—DC con función de lobby. Sucede cuando las relaciones con la administración pública y el diálogo con las comunidades locales sean el eje central sobre el que gire la actividad empresarial, con un fuerte peso de aspectos regulatorios. Así, cuando una compañía eléctrica o de telecomunicaciones quiere ampliar su red, encontrará útil y hasta necesario ganarse la confianza de la sociedad donde pretende entrar. Según Trujillo, algunas empresas crean oficinas o delegaciones en ciertos países incluso antes de comenzar a operar en ellos.
—DC para la gestión de la oportunidad. Así ocurre cuando la empresa percibe que la gestión profesional, proactiva y no impuesta de las relaciones con sus grupos de interés supone una oportunidad de creación de valor. Es una forma de darse a conocer a sus públicos y posicionarse ante ellos, un modelo planteado como un ejercicio progresivo de transformación cultural, de cambio en las relaciones y la forma de entender el rol de la empresa como actor público.
—DC para la gestión de crisis. Este modelo surge con una orientación reactiva, en respuesta a un ataque o una crisis que condicionará su enfoque y ejercerá influencia sobre él: aspectos laborales, medioambientales, relaciones con las comunidades locales, etc.
—DC informal. Cuando la empresa está practicando la DC como una táctica más, pero sin recogerla en su estrategia, como ha ocurrido, por ejemplo, con el movimiento de la responsabilidad social corporativa (RSC), que ha tomado forma sobre la base de actividades que, si bien ya se estaban realizando en las empresas, no se enmarcaban en este concepto.
Debido a la falta de sistematización de esta práctica en las empresas, estas suelen percibir la DC de modo distinto —herramienta de inteligencia de mercado, un modo de desarrollar alianzas empresariales, una forma de implicarse con los stakeholders externos, etc.—; no obstante, consideramos que la gestión de la DC debe contar con una serie de instrumentos básicos que permitan establecer un modelo de gestión integral y sin los cuales sería difícil, llegado el caso, poner en marcha perfiles estratégicos como los mencionados arriba. Para realizar una aportación útil al estado de la cuestión e implementar modelos de dirección estratégica basados en la DC y la influencia en empresas que operan en mercados foráneos, es necesario incluir referencias a las redes de internacionalización y de colaboración que estas deben forjar, a los mapas de stakeholders que también han de crear, a su presencia en los diversos centros de decisión política y sectorial, a las plataformas de visibilidad social de las que no deben ausentarse, o a las labores de inteligencia, elementos todos ellos en sintonía con los empleados por el Estado gracias a los instrumentos de la diplomacia clásica.
En cualquier caso, parece claro que para interrelacionarse con su entorno de manera adecuada, en especial en contextos internacionales, la organización debe trabajar en el diseño de una estrategia diplomática, complementaria a la corporativa general, mediante la cual esta pueda trazar mapas de los ecosistemas, elementos y actores con los cuales se relaciona, analizar cómo favorecer la consecución de sus objetivos e incluso lograr anticipar potenciales conflictos. Una gestión estratégica, en definitiva no de mercado, pero sí de marcado carácter proactivo.
Cuestiones en clave diplomática
Un cambio de mentalidad (empresarial) a diferentes velocidades
JOSÉ FONSECA1
En el presente capítulo se desarrolla de forma detallada y con solidez argumental la evolución continua de la diplomacia corporativa, sus oportunidades e incertidumbres, y para abordarlo me gustaría utilizar un enfoque crítico que pueda servir de reflexión ante un fenómeno global que avanza a distintas velocidades. De la misma forma que la construcción europea avanza con «renglones torcidos» e incluye visiones diferentes de temas como la armonización fiscal o la inmigración, estrategias de círculos concéntricos (la Europa de diferentes velocidades) frente a una visión monolítica e incluso situaciones de crisis aguda como el Brexit, la diplomacia corporativa tiene matices para las empresas multinacionales que condicionan sus estrategias y ámbitos de actuación.
Partiendo de la base de una lectura correcta que permita a una empresa obtener la licencia social para operar y de correcto alineamiento de los objetivos de mercado y de «no mercado», las multinacionales encuentran realidades diversas:
—Percepción de la empresa o de sus productos: mientras algunas obtienen de las autoridades y de la sociedad civil una presunción de confianza, otras se enfrentan a una predisposición negativa. Determinados smartphones o marcas textiles son aceptados de manera global, y empresas con planes de negocios que contemplan pérdidas en varios ejercicios son consideradas atractivas, facilitando sus estrategias globales y en consecuencia una regulación favorable; por contra, otros sectores, empresas o marcas son percibidos con recelo, viendo su capacidad no ya de influencia, sino de interlocución, reducida o incluso negada.
—La indudable influencia positiva de los grupos que representan a la sociedad civil en el aumento de la transparencia y de la adaptación de empresas y gobiernos a las demandas por ellos vehiculadas ha evolucionado en ciertos casos hacia una utilización indebida de la influencia ganada. Puedo sintetizar varias experiencias en tres grupos:
•Utilización de los grupos como arma contra la competencia, lo cual implica una actuación criticable del financiador, pero también del financiado. La competencia se da no solamente dentro de un sector, sino también entre sectores: con el objeto de limitar las críticas a un sector polémico, éste financia a determinados grupos cuya misión es atacar a otras actividades para: 1) desviar la atención, y 2) «ponerse del lado de los buenos».
•Mantenimiento del activismo contra nuevos sectores de forma indiscriminada, como manera de mantener un empleo (a veces muy bien remunerado). El ejemplo de las restricciones aplicadas al sector del tabaco como ejemplo para las bebidas alcohólicas (incluyendo el «empaquetado genérico» y las advertencias sanitarias) ha sido propuesto por Public Health England2 y adoptado por las ONG activas en los temas de salud pública.
•Denegación de los esfuerzos del interlocutor, sea empresa o poder público. Un ejemplo palmario es la continua demanda de transparencia en las negociaciones del TTIP por parte de determinados grupos que no se toman la molestia de leer la ingente cantidad de documentos publicados por la Comisión Europea.
—Ante la evolución de las relaciones poderes públicos-empresas-sociedad civil, en ocasiones se echa en falta la de los primeros para adecuarse a la nueva realidad de los otros dos; en concreto, cuando determinadas propuestas o iniciativas solo son consideradas a cambio de una donación a una fundación afín en lugar de ser evaluadas desde la óptica del interés general. Abro aquí un paréntesis sobre cómo se determina el interés general y qué elementos se deben utilizar a la hora de establecer las líneas de demarcación. Si se me permite, sería deseable un acercamiento a la ficción reflejada en la serie Designated Survivor, donde el presidente de Estados Unidos mantiene sus convicciones y principios morales ante una situación de crisis (al menos en la primera temporada).
—La responsabilidad social corporativa (RSC) es utilizada en ocasiones de manera espuria, como un elemento competitivo o publicitario más, en lugar de surgir de la convicción de que las empresas son actores sociales responsables cuya realidad de «no mercado» debe integrar de manera integral la de mercado. Sensu contrario, determinadas regulaciones coartan la posibilidad de que las empresas realicen actos privados de filantropía, prohibiéndoles desde una posición ideológica que considera a las empresas de ciertos sectores como intrínsecamente malvadas: es el caso de Francia con las empresas del sector del tabaco.
En conclusión, el (positivo) cambio de mentalidad operado en los últimos tiempos necesita ajustes, pero demuestra que las multinacionales operan desde una asunción de su papel de actor social con una visión de largo plazo, y así ha sido reconocido y promovido por el Pacto Mundial de Naciones Unidas.
* * *
La geopolítica ha vuelto a la gestión empresarial
SHAUN RIORDAN3
Al inicio del siglo XXI parecía que la geopolítica ya no tenía que ver con el negocio ni con las relaciones internacionales. En el mundo de la globalización parecía que habíamos conseguido una convergencia o armonización en los temas políticos, tanto como en los económicos o sociales. El año 2000 fue el año en el que China entró en la Organización Mundial de Comercio (OMC), introduciéndose así en el capitalismo global. Fukuyama había hablado del fin de la historia. Los economistas hablaron de haber superado el ciclo de «auge y caída». Diecisiete años después el mundo parece bien distinto.
La verdad es que lo que experimentábamos en esos años fue el resultado de la hegemonía americana, o lo que llaman unos «el momento unipolar». Desde entonces esta hegemonía americana ha entrado en declive por varias razones: las guerras en Afganistán e Iraq han reducido la percepción del poder de Estados Unidos tanto como su incapacidad de enfrentarse con los rusos en Crimea o Siria; y la crisis financiera y económica de 2007/2008 ha destrozado la reputación de Estados Unidos, y de Occidente en general, por su gestión de la economía global. Ahora vivimos en un mundo que si no es ya multipolar, está en camino de serlo. Los americanos (y europeos) ya no pueden imponer sus valores, o sus instituciones, en el resto del mundo. Países como China y Rusia están promoviendo sus propias ideas e instituciones; así, la estrategia de China «un cinturón, una ruta» (One Belt, One Road, en inglés) promete una reordenación del sistema internacional, mientras Trump lleva a Estados Unidos hacia el aislacionismo.
La vuelta de la geopolítica tiene implicaciones para la empresa: organizaciones internacionales como la OMC se han estancado, las reglas del juego del comercio internacional se están fragmentando y el proteccionismo (implícito o explícito) está creciendo. En un sistema mundial asimétrico, los flujos de capital siguen siendo globales, pero el comercio está cada vez más regionalizado y las decisiones políticas siguen siendo nacionales. Esta asimetría de la gobernanza global casi garantiza la inestabilidad económica a escala mundial. Ahora la empresa es como el capitán de un barco que tiene que navegar por los arrecifes y las mareas de las distintas reglas regionales y nacionales.
Al mismo tiempo, la empresa tiene que afrontar un mundo más conectado donde las nuevas tecnologías de comunicación han facilitado la participación de todo tipo de actores no estatales. Internet ayuda a las ONG tanto a investigar como a hacer campañas. El uso de los drones es el siguiente paso. Una empresa que quiere proteger su reputación o marca, no solo se tiene que preocupar por su propio comportamiento, sino también por el comportamiento de sus proveedores y los proveedores de sus proveedores.
La vuelta de la geopolítica implica también un crecimiento del riesgo geopolítico para la empresa y, sobre todo, para sus operaciones internacionales. Por riesgo geopolítico me refiero a todo tipo de riesgo no comercial que impacta en los resultados financieros. Incluye los riesgos políticos, económicos, sociales y los estrictamente geopolíticos. En un entorno de negocio internacional tan inestable (que unos llaman el mundo VUCA-volátil, incierto, complejo y ambiguo) es inevitable que los riesgos geopolíticos se multipliquen. Estos riesgos representan una amenaza especial hacia las cadenas globales de suministro, de las cuales tanto depende la economía moderna. La empresa tiene que preocuparse tanto por los riesgos internos de la cadena —entre los distintos componentes de la cadena— como por las amenazas externas a ésta. La dependencia de la informática y el aumento en número de ciberataques complica aún más el tema.
Tampoco la empresa puede depender tanto de su Gobierno para arreglar estos temas geopolíticos como en el pasado. Los gobiernos no siempre comparten los intereses de la empresa. A veces no tienen la influencia adecuada donde falta. La empresa, cada vez más, tiene que analizar y gestionar el riesgo geopolítico por sí misma. Y aquí llegamos a la diplomacia empresarial o corporativa —la adaptación de las técnicas y la mentalidad del diplomático a las necesidades de la empresa en el siglo XXI—, sobre todo para el análisis y la gestión del riesgo geopolítico.
NOTAS
1 José Fonseca es director de Asuntos Corporativos para Francia, Philip Morris International.
2 Public Health England (2016): The Public Health Burden of Alcohol and the Effectiveness and Cost-Effectiveness of Alcohol and Control Policies. An evidence review. Londres: Crown. https://www.gov.uk/government/uploads/system/uploads/attachment_data/file/583047/alcohol_public_health_burden_evidence_review.pdf, pp. 139.
3 Shaun Riordan es profesor visitante en Clingendael (Netherlands Institute of International Relations) y antiguo miembro del Servicio Diplomático de Gran Bretaña.
Resumen del capítulo (ideas principales)
—Las empresas multinacionales (EMN) acaban asimilando la identidad y las características de sus Estados de origen cuando operan en otros países, por lo que puede establecerse un paralelismo entre la multinacionalización de las empresas y la diplomacia.
—Las EMN deben desarrollar una política exterior corporativa, con una auditoría geopolítica y una diplomacia corporativa como sus dos elementos clave, que se verá condicionada por su reputación y por el entorno institucional, cultural, social y económico de su país de origen.
—La diplomacia corporativa es una herramienta de gestión estratégica de la influencia de la empresa en su relación con los poderes públicos y otros actores no estatales.
—La diplomacia corporativa propicia entornos favorables para los intereses de la empresa mediante la gestión efectiva de su influencia y su implicación en la sociedad de acogida, gracias a mecanismos propios de la diplomacia estatal, que le otorgan un papel institucional y mayor legitimidad para operar, lo que se traduce en una ventaja competitiva.
—Las empresas necesitan desarrollar instrumentos de diplomacia corporativa que las ayuden a diferenciarse, prevenir los potenciales conflictos y demostrar que sus acciones son responsables y transparentes.
—Las estrategias de mercado son las que actúan sobre las relaciones de las empresas con sus competidores, proveedores, clientes, etc., y las de no de mercado, las que actúan sobre las interacciones con agentes que intentan influir en las empresas, de manera formal por medio de leyes y regulaciones, e informal, a través de la presión social o el activismo.
—Cuando las empresas invierten en diplomacia corporativa buscan comportarse como entidades políticas y sociales, no solo económicas, gestionando su relación con los afectados por sus decisiones, y ganándose la empatía y la confianza del entorno donde actúan.
—Cada vez adquiere más importancia la gestión de los activos intangibles, y en especial la reputación corporativa, elemento clave en la decisión de los consumidores, que demandan cada vez más credibilidad, transparencia y fiabilidad en todas las informaciones y comportamientos de las empresas.
NOTAS
47 En 1984, R. E. Freeman define stakeholder como «cualquier grupo o individuo que puede afectar o ser afectado por la consecución de los objetivos de la empresa» (1984: 25), pero que no está bajo el control de la misma.
48 En tres de los cinco años del período 2004-2008 nuestro país formó parte del «top 5» mundial (Mendoza, 2015: 57).
49 Los datos sobre la Inversión Directa en el Exterior (IDE) publicados en 2015 por la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD por sus siglas en inglés) pueden consultarse en el epígrafe 5.2.1 de este libro.
50 INE (2016): Estructura y dinamismo del tejido empresarial en España. Directorio Central de Empresas (DIRCE) a 1 de enero de 2016, Nota de prensa (29.07), Madrid: INE. http://www.ine.es/prensa/np984.pdf.
51 Según el DIRCE, el 1 de enero de 2016 más de 1,79 millones de empresas no emplearon a ningún asalariado (un 55,3% del total). Además, otras 895.574 (el 27,7% del total) tenían uno o dos empleados. Si se suman estos dos grupos, resulta que el 83% tenía dos o menos asalariados. Considerando solo a las empresas con asalariados, las que tenían 20 o más trabajadores representaron el 4,4% del total (64.381 empresas).
53 España es el noveno país inversor en Estados Unidos, con una inversión directa de casi 60.000 millones de dólares, y «filiales de empresas españolas dan empleo a 81.000 trabajadores estadounidenses en una amplia gama de sectores como la banca, las energías renovables, la construcción de infraestructuras o la industria alimentaria» (Costos, en Bajo, 2016). Este país ocupa el primer puesto como destino de las inversiones españolas en términos acumulados, por delante de Reino Unido y Brasil, con una cuota del 16% del stock total de inversión española en el exterior. Destacan los sectores de servicios financieros (50%) y energía (18,8%).
54 Según Baron (1999), una acción no de mercado es un medio para afectar el resultado de un asunto no de mercado (como una propuesta de regulación); la estrategia no de mercado «mapea las características exógenas de una situación estratégica dentro de un grupo de posibles acciones no de mercado, como la creación de coaliciones, lobby y suministro de información» (1999: 8). La estrategia de mercado o competitiva mapea los rasgos endógenos de una situación estratégica dentro de un grupo de posibles acciones de mercado, «como la fijación de precios, la mejora de la calidad y el desarrollo de nuevos productos» (1999: 8). Para este profesor de Stanford, la estrategia de un negocio debe integrar ambos tipos, lo que puede aportar ventaja competitiva en relación a los mercados competidores.
56 El government law anglosajón cubre todos aquellos temas legales relativos a las interacciones con el gobierno a escala nacional y a los asuntos de interés público.
57 Novartis España (www.novartis.es).
58 Web de Fundación Telefónica España. http://www.fundaciontelefonica.com/educacion_innovacion/pronino.
59 Las empresas suelen clasificar los recursos que afectan a sus resultados económicos en categorías, como activos físicos, financieros e intangibles. El término intangible se refiere a aquellos activos que generan beneficios similares a los producidos por bienes de uso o de renta y que no pueden materializarse físicamente en los balances, como el valor de la marca, la identidad corporativa, la comunicación institucional, el conocimiento, etc.
60 Desde que con Reputation. Realizing Value from the Corporate Image (1996) Charles Fombrun abriese una corriente de renovación en la gestión estratégica de la empresa, han predominado las definiciones que consideran la RC como el resultado de la percepción que adquieren los distintos públicos estratégicos en relación al comportamiento de una empresa y las excelentes relaciones corporativas con estos; en los últimos años, nuevos autores, como Schwaiger et al. (2009), Carreras et al. (2013) o Carrió (2013), han generado nuevas definiciones en las que la RC no es ya un conjunto de percepciones sobre la empresa, sino un conjunto de valoraciones o evaluaciones sobre atributos centrales de la entidad o sobre las propias percepciones de los stakeholders.
61 En The Intangible Revolution: How Intangible Assets are Transforming Management and Reporting (2006), el Institute of Practitioners in Advertising (IPA) indica que el valor de los intangibles en empresas del S&P500 se ha triplicado en los últimos treinta años. «El 62% del valor de las empresas cotizadas del mundo es intangible» (en Carreras et al., 2013: 27).
62 En 1989, el petrolero Exxon Valdez vertió 37.000 toneladas de crudo en las costas de Alaska (Estados Unidos). El impacto de la tragedia no solo hizo que la empresa invirtiera más de 1.000 millones de dólares en tareas de limpieza, sino que provocó un cambio dramático de la legislación medioambiental en Estados Unidos con la aprobación de una nueva ley (Oil Pollution Act, 1990). La situación resintió la imagen de toda la industria petrolera, pero, sobre todo, mostró una crisis de comunicación en Exxon que hoy ya es un clásico caso de estudio.
63 Hasta ese año BP servía como ejemplo de una empresa cuyo prestigio, construido a lo largo de los años, era suficientemente sólido como para capear las tormentas que se presentasen: fallos graves de seguridad en sus operaciones en Texas, que causaron la muerte de 15 trabajadores después de una explosión en 2005; un grave vertido de petróleo en Prudhoe Bay, Alaska, en 2006; y la repentina marcha de uno de sus ejecutivos en circunstancias muy ignominiosas en 2007, un héroe de la industria británica. El precio de su acción siempre se recuperó rápidamente tras recibir cada uno de estos golpes.
64 En junio de 1996, la revista Life mostraba que la marca Nike empleaba a menores para producir balones de fútbol en Pakistán, y aunque la compañía negó ser responsable de las condiciones que los subcontratistas aplicaban a sus empleados para fabricar artículos deportivos que después se enviaban a Occidente, el descenso de sus ventas y la pérdida de valor en Bolsa supusieron un antes y un después para la empresa. Por su parte, en 2012 Apple se vio envuelto en el escándalo de Foxconn, el grupo chino con sede en Taiwán en cuyas factorías se ensamblan los iPod e iPad y que emplea a casi un millón de trabajadores. Foxconn fue acusada de sobreexplotar a sus empleados con bajos salarios, extensos horarios y con la contratación de menores, llevando a algunos de ellos al suicidio.
65 Inglaterra creó la East India Company (1600), Países Bajos la Vereenigde Oostindische Compagnie (1602) y Francia la Compagnie des Indes Occidentales (1664), lo que creó una feroz competencia comercial para dominar dichos territorios. Algo similar, por otra parte, a lo que sucede hoy entre EMN que compiten en un mismo mercado de un país concreto.
66 Toda la información sobre el programa de cooperación TANAP (Towards a New Age of Partnership) puede consultarse en la web www.tanap.net.
68 Compañía de las Indias Orientales. Conquista europea de La India. Historia y Biografías. http://historiaybiografias.com/india_britanica.
69 La VOC (Compañía de las Indias Orientales) en Asia. Mercados. Universidad de Cádiz. https://ocw.uca.es/pluginfile.php/454/mod_resource/content/1/LA_VOC_COMPANIA_DE_LAS_INDIAS_ORIENTALES.pdf.
70 El European Recovery Program, conocido como Plan Marshall, lo impulsó el secretario de Estado norteamericano George C. Marshall para reconstruir Europa y ayudar a los países europeos a pagar su deuda —también para detener la creciente influencia soviética—. España y Finlandia no recibieron ayuda por haber colaborado con el régimen nazi.
71 La Standard Oil Company of New York (Socony) pasó a llamarse en 1955 Socony Mobil Oil Company y, posteriormente, en 1963, Mobil. Fue una de las mayores petroleras de Estados Unidos hasta su fusión con Exxon en 1999, que dio lugar a la hoy conocida como ExxonMobil. Precisamente su director ejecutivo entre 2006 y 2016, Rex Tillerson, está hoy a la cabeza del servicio diplomático estadounidense como secretario de Estado.
72 El tratado comercial entre Estados Unidos y la Unión Europea (TTIP, por sus siglas en inglés) vivió a finales de agosto de 2016 su penúltima crisis en la forma de un doble relato: por un lado, las dudas de Francia y Alemania —el Gobierno francés afirmó que pediría dar por terminadas las negociaciones, sumándose así a las voces contrarias en el país germano (Europa Press, 2016)—; por el otro, la insistencia de Washington y Bruselas en continuar —desde Estados Unidos quieren tener un texto «antes de que finalice el año» (Sánchez, 2016b)—, mientras que para la Unión Europea «las negociaciones no habían fracasado» (ibíd.) hasta ese momento.