7.
INSTRUMENTOS DE LA DIPLOMACIA CORPORATIVA (II):
LA REPUTACIÓN CORPORATIVA Y EL
LOBBY

Objetivos de este capítulo

Desarrollar las funciones de los instrumentos principales de la diplomacia corporativa.

Definir el concepto de reputación corporativa, su importancia, sus funciones y la forma de gestionarla.

Explicar las diferencias entre reputación corporativa, identidad corporativa, imagen corporativa, marca y responsabilidad social corporativa.

Definir el concepto de lobby, su importancia y la forma de ejercerlo.

Describir las funciones y las ventajas del capital relacional de una empresa, y de una buena estrategia de public affairs.

 

7.1. La reputación corporativa

Si se presta atención a la práctica empresarial actual, para intentar entender con perspectiva qué pudo causar la última crisis económica y financiera mundial que ahora comienza a remitir, podrá concluirse que una de las razones de mayor calado fue, en muchos aspectos, la pérdida de reputación de algunas empresas y directivos, que acabó por contagiar a las instituciones y al sistema económico y financiero. No son pocas las situaciones de personas y empresas que —también en España— han perdido toda o una gran parte de su buena reputación en cuestión de semanas, días u horas: la deuda oculta de Pescanova o el tema de las preferentes que ha afectado a Bankia, Novacaixagalicia y Catalunya Caixa (Sepúlveda, 2013); el caso del exministro y expresidente de Bankia, Rodrigo Rato y las tarjetas black; el de Volkswagen, que instaló ilegalmente un software para cambiar los resultados de los controles técnicos de emisiones contaminantes en once millones de coches diésel; el escándalo que salpica a la filial mexicana de la española OHL después de publicarse escuchas que revelan el pago a funcionarios del Gobierno mexicano para ejecutar un sobrecoste en sus obras (Calderón, 2015); y otros, como el de la Autoridad Portuaria de Rotterdam (APR), que pedía disculpas públicas por la «pérdida de reputación internacional» (APR, 2016) tras una huelga de trabajadores en enero de 2016 en la terminal de contenedores, son casos de lo más ilustrativo de una pérdida de reputación que puede afectar a las operaciones de las empresas y a sus cuentas de resultados.

Por otro lado, no deja de sorprender que los comportamientos censurables de algunas empresas no hayan afectado —al menos con consecuencias drásticas por parte de sus usuarios o clientes— a la reputación de estas o a su valor bursátil. La multa de 3.450 millones de dólares de Estados Unidos, Reino Unido y Suiza a los bancos Citigroup, JP Morgan, UBS, RBS, HSBC y Bank of America por manipular tipos de cambio (Pozzi, 2014), o la de 2.500 millones impuesta al Deutsche Bank en 2015 por manipular durante cuatro años el tipo de interés de referencia en las hipotecas y otros préstamos (Pozzi, 2015), son ejemplos de ello.

Con la publicación de Reputation. Realizing Value from the Corporate Image en 1996, Charles Fombrun abrió una corriente de renovación en la gestión estratégica de la empresa con gran vigencia hoy. Este profesor emérito de la Stern Business School de Nueva York se quejaba de que, con demasiada frecuencia, los directores generales o gerentes de las empresas no tuvieran en cuenta la reputación de estas como un activo valioso, hasta que se veían forzados a hacerlo: cuando estallaba una crisis. En su opinión, los directores y las empresas no solo deben luchar por su lugar en el mercado mediante la clásica estrategia de posicionamiento, sino también a través de la estima y la lealtad de sus potenciales stakeholders:

«En un mundo en el que intangibles como la reputación importan, al menos, tanto como los activos tangibles tipo factoría y maquinaria, la competitividad demanda relaciones fuertes con todos los grupos de interés [...]. Por desgracia, la mayoría de las empresas trata con sus públicos de manera fragmentada» (1996: 193).

Para Fombrun, la gestión fragmentada de los públicos estratégicos daña, de forma imperceptible, la competitividad y rentabilidad de una empresa, al tiempo que incrementa su grado de riesgo y vulnerabilidad ante una crisis. A su juicio, la calidad de cada relación configura las imágenes particulares que la compañía desarrolla con un stakeholder determinado, imágenes que, sean o no consistentes, se combinan para crear lo que denomina el halo reputacional de la empresa (1996: 194), es decir, el elemento diferenciador. Según esta teoría, la reputación tiene valor económico para las empresas, porque hace que estas sean difíciles de imitar, es decir, los competidores no pueden replicar los rasgos únicos y los complicados procesos que dieron lugar a tal reputación. La reputación es, pues, una fuente de ventaja competitiva que Fombrun define como «una fuerza social que produce acción a distancia» (2012: 8).

En términos generales, la RC puede entenderse como el conjunto de las imágenes mentales que tenemos sobre la excelencia de una compañía en relación a sus competidores, más allá de la visión comercial, pues también tiene en cuenta su estabilidad financiera o su capacidad para atraer talento y para relacionarse con la sociedad en que se inscribe, entre otros aspectos. Sin embargo, no existe una única definición de RC, en la medida en que no solo son múltiples los elementos que pueden convertir a una empresa en reputada, sino también en que cada definición puede variar en función del autor que la enuncie, algo que ha producido toda una evolución del concepto a lo largo de los últimos veinte años. Existe una primera fase, encabezada por Fombrun y Van Riel, en la que predominan las definiciones que entienden la RC como el resultado de la percepción (awareness) que adquieren los distintos públicos estratégicos en relación al comportamiento de una empresa y las excelentes relaciones corporativas con estos. Brown et al. (2006) enmarcan su definición en una sola audiencia cuando la describen como «una percepción de la organización que en realidad mantienen los stakeholders externos» (2006: 102), mientras que Cardona (Egea, 2016: 397) amplía este marco al afirmar que la RC es:

«la percepción que tienen los distintos grupos de interés sobre aspectos muy diversos de la empresa, es un concepto multistakeholder y multidimensional. Afecta a distintos aspectos de la compañía, desde la oferta de productos y servicios, el gobierno corporativo, la ciudadanía corporativa, el liderazgo, etc.».

El propio diccionario de la RAE ofrece una doble definición del sustantivo reputación (del lat. reputatıo, -ōnis): 1. La «opinión o consideración en que se tiene a alguien o algo»; y 2. «El prestigio o estima en que son tenidos alguien o algo»91. Carrol (2011) va más allá, y defiende que el concepto de RC tiene, al menos, tres dimensiones, como «la importancia pública de una empresa, su aprecio público y la serie de cualidades o atributos por los que se la conoce» (2011: 3). De la misma opinión son Barnett et al. (2006), para los cuales existen tres focos conceptuales diferentes a la hora de proponer una definición: la reputación como activo (asset), como grupo de conceptos y percepciones (awareness) y como juicio de valor u opinión (assesment). Con tal variedad de focos, aquellos definen la RC como «las opiniones colectivas de los observadores sobre una empresa basadas en valoraciones de los impactos financieros, sociales y medioambientales atribuidos a la empresa en el tiempo» (2006: 34).

Desde un enfoque más económico, basado en la dimensión contractual de la reputación y en su contenido informativo, De la Fuente y De Quevedo (2003) trabajan con un concepto que no solo tiene en consideración los aspectos relacionados con la percepción, sino también con el nivel de transparencia de las empresas cuando se comunican con sus stakeholders; el término clave es prestigio, que procede de la adecuada gestión del capital intelectual. Se trata de una propuesta más relacionada con los enfoques previos sobre el papel de la opinión (assessment) a la hora de definir la reputación.

Por otra parte, Villafañe (2004), catedrático de la Universidad Complutense y uno de los primeros investigadores españoles que han analizado en profundidad este concepto desde finales de los años noventa, tiene más en cuenta la dimensión del conocimiento (awareness) y el valor real (asset), en comparación con los aspectos más basados en la opinión, más subjetivos (assessment), al definir la RC como:

«la cristalización de la imagen corporativa de una entidad cuando esta es el resultado de un comportamiento corporativo excelente, mantenido a lo largo del tiempo, que le confiere un carácter estructural ante sus públicos estratégicos» (2004: 31-32).

A su juicio, para delimitarla conceptualmente resulta clave distinguirla del concepto imagen corporativa (tabla 7.1); la primera diferencia entre ambas, sostiene, no es otra que su origen, pues mientras la RC es la expresión de la identidad92 de la empresa y del reconocimiento de su comportamiento corporativo, la imagen proyecta su personalidad corporativa y es, por tanto, el resultado de la comunicación en todas sus formas. De ahí se infiere que la RC tenga su origen en la realidad de la empresa y, más concretamente, en su historia, en la credibilidad del proyecto empresarial vigente y en la alineación de su cultura corporativa con ese proyecto (2004: 30).

TABLA 7.1
Diferencias entre imagen y reputación corporativa

Imagen

Reputación corporativa

Proyecta la personalidad corporativa.

Proyecta la identidad corporativa.

Carácter coyuntural. Resultados efímeros.

Carácter estructural. Resultados duraderos.

Difícil de objetivar.

Verificable empíricamente.

Genera expectativas.

Genera valor.

Se genera y se materializa fuera.

Se genera dentro, pero se materializa fuera.

FUENTE: elaboración propia, basado en Villafañe (2004).

La segunda diferencia es el carácter estructural y permanente de la RC, pues es el resultado del comportamiento corporativo, y por tanto requiere un tiempo de cumplimiento por parte de la empresa, mientras que el carácter de la imagen es coyuntural, ya que generalmente es consecuencia de acciones de comunicación y el resultado de las percepciones en las que se basa. El tercer hecho diferencial se refiere a la posibilidad de objetivar y verificar el capital reputacional de la empresa, frente a la dificultad que eso supone en el caso de la imagen corporativa. Así, una vez definidos los criterios de evaluación se puede verificar la presencia o ausencia de estos en la empresa, llegando incluso a cuantificarlos y contrastarlos con otras compañías, algo muy importante, pues establece las bases de la gestión de la RC.

El cuarto aspecto que distingue entre la RC y la imagen corporativa es que mientras la segunda genera expectativas, generalmente asociadas a la oferta, la RC constituye «una fuente de valor asociada a la respuesta ofrecida por la empresa para responder a las demandas de clientes y de otros públicos con los que esta mantiene algún compromiso o interés compartido (2004: 33). Finalmente, una última diferencia estriba en que la imagen es un fenómeno que se materializa en el exterior de la compañía como consecuencia de acciones comunicativas, aunque la imagen corporativa se construye fuera de la organización, en el ámbito de la opinión pública o de algún público específico. La reputación, por el contrario, se genera en el interior de la empresa, aunque el reconocimiento que la reputación supone provenga, en buena medida, del exterior.

En los últimos años, nuevos autores han dado lugar a nuevas definiciones en las que la RC no sería ya un conjunto de percepciones sobre la empresa, sino un conjunto de valoraciones o evaluaciones sobre atributos centrales de la entidad o sobre las propias percepciones de los stakeholders. Así, Lloyd (2011) la define como «esa estimación de una empresa que predispone a un segmento relevante de los stakeholders a pensar, sentir y comportarse en relación a ella de manera más positiva o negativa (2011: 221)», mientras para Schwaiger et al. (2009) se puede describir «sobre todo como una evaluación general de una empresa por parte de sus distintos stakeholders [...] se ve mejor como un constructo actitudinal que combina una dimensión afectiva y otra cognitiva» (en Carreras et al., 2013: 88). Asimismo, autores españoles como Carreras et al. (2013) entienden la reputación corporativa como «el conjunto de evaluaciones colectivas, suscitadas por el comportamiento corporativo, en las distintas audiencias, que motivan sus conductas de apoyo u oposición» (2013: 84), mientras Carrió (2013) habla de «el conjunto de valoraciones que los stakeholders internos (trabajadores, directivos, propietarios, etc.) y externos (proveedores, partners, clientes, inversores, etc.) realizan sobre la entidad» (2013: 24). A juicio de la investigadora catalana, se trata de valoraciones que responden a las percepciones que los distintos grupos de interés tienen del comportamiento, la toma de decisiones, la actividad pasada, presente y futura (perspectivas) y la comunicación de la entidad, en relación a cuatro dimensiones clave: la calidad, el rendimiento, la responsabilidad y el atractivo.

Además de contar con diferentes definiciones, en función de los autores y de los parámetros que se tienen en cuenta, la RC también suele confundirse con otros conceptos, como la marca, otro de los elementos más importantes en la generación de valor de una empresa hoy por hoy (tabla 7.2). Una marca no es sino «un signo distintivo —denominación verbal, símbolo gráfico o una combinación de ambos—, cuya principal función es diferenciar en el mercado a los productos y/o servicios de una empresa de los de sus competidores»93.

TABLA 7.2
Diferencia entre identidad, imagen, marca y reputación

 

 

Enfoque

 

 

Parte

Conjunto

Perspectiva

Interna

Identidad

Marca

Los atributos de una empresa que son centrales, distintivos y duraderos.

Los símbolos que una empresa usa para distinguirse en sus comunicaciones y productos.

Externa

Imagen

Reputación

Las percepciones que se forman en las mentes de los observadores cuando piensan en una empresa.

El reconocimiento, confianza y aprecio generales que los observadores sienten por una empresa.

FUENTE: Reputation Institute.

La diferencia estriba, según Carrió (2013), en que la marca constituye «un intangible dirigido fundamentalmente al cliente, a través de lo que un producto, servicio o empresa [...] le promete y el valor que tiene para él esta promesa» (2013: 34), mientras que la reputación es un concepto «centrado en la empresa que está estrechamente vinculado al nivel de legitimidad que una organización tiene entre todos sus stakeholders» (ibíd.).

En la razón de ser de la marca, por tanto, más importante que los resultados lo es la coherencia entre la promesa que la marca representa para esos stakeholders y la experiencia de estos tras su relación con ella. Pero para la reputación tiene una gran trascendencia la distinción entre lo que la empresa dice que va a hacer en términos de comportamiento con sus stakeholders, y la percepción que estos tengan de ese comportamiento. Y es que su importancia radica en que determinará si los diferentes stakeholders quieren o no establecer un vínculo con la entidad. Por tanto, si no hay un interés previo en establecer esta relación, la promesa no tiene sentido (Carrió, 2013: 34).

Como ya se ha señalado en páginas anteriores con el conflicto del catálogo distribuido en Arabia Saudi, la multinacional Ikea es un buen ejemplo de empresa que debe velar por la coherencia global entre lo que dice y lo que hace. La RC es, por tanto, el resultado de confrontar lo que la compañía dice que hará, con lo que hace y con la opinión de los stakeholders al respecto, lo que significa que deberán alinearse los objetivos y los valores declarados por la propia empresa con aquellas conductas y actos desarrollados, además de con las experiencias y expectativas de los grupos de interés (figura 7.1).

También la responsabilidad social corporativa es otro concepto que goza de gran actualidad y creciente importancia en la nueva gestión empresarial, y que en ocasiones se confunde con la RC. La principal diferencia entre ambas es de quién dependen: la RSC depende de la empresa, pues ser socialmente responsable no solo significa cumplir plenamente las obligaciones jurídicas aplicables, sino también ir más allá y aumentar la inversión en capital humano, en el entorno y en las relaciones con las partes interesadas. Por contra, la RC depende de los públicos, ya que es el conjunto de percepciones que tienen sobre la empresa los diversos grupos de interés con los que se relaciona, tanto internos como externos.

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FUENTE: elaboración propia.

Figura 7.1.—Alineamiento de elementos en la RC.

Sin lugar a dudas, RSC y RC guardan una estrecha relación, pues si una empresa dedica parte de sus recursos a la acción social, esto puede contribuir a mejorar la forma en que es percibida por los públicos, es decir, en su reputación; pero es importante no confundir la parte con el todo. No ocurre lo mismo con la acción filantrópica, que no perjudica la reputación, pero tampoco la beneficia.

Tampoco hay que olvidarse de dónde procede la reputación, es decir, cómo se adquiere. Como señala Carrió (2013), la RC no es sino «un activo estratégico ligado al conocimiento que los individuos tienen de la organización» (2013: 25), un conocimiento basado en la relación, la experiencia o el vínculo que estos han tenido con la entidad a lo largo del tiempo. Es, por tanto, un fenómeno «valorativo y actitudinal que muestra la predisposición de los diferentes colectivos a actuar en un sentido u otro en relación a las organizaciones con las que establecen un vínculo» (ibíd.). En este sentido, cabe destacar que la valoración de la empresa por parte de los stakeholders es continua y procede de diferentes fuentes (Reputation Institute, 2012):

1. La experiencia directa.

Es sin duda la más importante, pues procede de la interacción entre la persona y las realidades de la empresa, mediante la compra de productos y de servicios, las inversiones e incluso las experiencias de empleo.

2. Las acciones de la empresa.

Las comunicaciones, la marca, la puesta en marcha de iniciativas y sus comportamientos constituyen mecanismos indirectos que también son claves para proyectar una buena reputación, pues los públicos estratégicos no siempre tienen ocasión de relacionarse con la empresa en primera persona.

3. La influencia de terceros.

Ahí entrarían medios de comunicación, expertos y líderes de opinión, así como las redes personales y sociales.

Como ha podido comprobarse, el actual entorno globalizador tiene nuevas implicaciones para las organizaciones, que deben centrar sus esfuerzos en crear y mantener una reputación fuerte antes de implementar estrategias sobre la base de su influencia, como ocurre con la diplomacia corporativa. De esa manera podrán hacer frente a la demanda de mayor transparencia y a la aparición de potenciales conflictos, elementos de escrutinio que cobran mayor relevancia si cabe cuando la empresa opera en mercados exteriores. Al repasar las diferentes aproximaciones teóricas en torno al concepto de RC se aprecia que hay dos ideas constantes: la primera es que la RC es consecuencia de una relación eficaz y comprometida con los stakeholders de la empresa; y la segunda identifica la reputación con un estadio de consolidación definitiva de la imagen corporativa de esa empresa, lo que pone de manifiesto la importancia que también adquiere la comunicación estratégica. En este sentido, el liderazgo reputacional94 está desplazando a las dos variables clásicas del liderazgo empresarial: su valor bursátil y su dimensión.

7.1.1. Introducción a la gestión de la RC

En este contexto, la empresa del siglo XXI no solo reflexiona acerca de cómo generar ganancias (con transparencia, responsabilidad, ética...), sino que potencia su gestión proactiva, es decir, no solo estudia los posibles riesgos operacionales, sino también los reputacionales95 y su prevención, así como la detección de nuevas oportunidades; se intenta prevenir situaciones que pueden provocar una crisis y desestabilizar a la empresa, su estrategia, su negocio y su reputación. Las grandes empresas, entre ellas las españolas, empiezan a trabajar el intangible RC debido a los beneficios que le reporta a su estrategia global, ya que una buena RC genera comportamientos favorables entre los stakeholders. Sin embargo, en la actualidad muy pocas tienen departamentos delimitados para la gestión de determinados intangibles, y no siempre existe una estructura organizacional clara.

¿Cómo sabe una empresa por dónde empezar, o cuál es el grado de RC con que cuenta? Ya que la RC la conforman las percepciones de los stakeholders, una organización que quiera saber dónde se encuentra en términos de reputación tendrá que descubrir, en primer lugar, cuáles son esas percepciones, para después examinar si coinciden con la identidad y los valores de la empresa; porque solo cuando las percepciones y la identidad estén alineadas habrá una reputación fuerte. Para medir y gestionar la reputación, una empresa debe examinar las percepciones de todos sus stakeholders. En este sentido, las percepciones de los clientes deberán estar alineadas con la identidad, visión y valores de la empresa, aunque quizá los empleados sean un mejor punto de partida, ya que necesitan entender la visión y los valores de la organización para tenerlos en cuenta a la hora de aplicarlos en su interacción con el cliente: una empresa que no ponga en práctica los valores que promueve, se meterá en problemas. Así ocurrió con el gigante informático IBM, que durante mucho tiempo expuso el valor del «empleo para toda la vida» como un modelo propio y armónico en el que basar su RC. Sin embargo, a principios de los noventa la empresa estadounidense sufrió una severa reducción de plantilla y los empleados no sintieron que IBM fuera leal con sus propios valores, por lo que esta desilusión hizo que la reputación de IBM se resintiera. No obstante, el proceso de evaluación de la RC no es sencillo, sobre todo cuando se trata de evaluar a EMN como la propia IBM o como Google, Apple e Inditex, con unas dimensiones gigantescas y una gran diversidad de direcciones corporativas que interactúan con todos sus públicos.

7.1.1.1. Evaluación del capital reputacional de la empresa

Aunque el capital reputacional no figura en los balances de las compañías, cada vez es más evidente el valor de la reputación y cómo esta incrementa el valor de la empresa en muchos aspectos; no obstante, establecer el valor económico96 de la RC resulta todavía complicado, al estar compuesta por un conjunto de activos intangibles que se pueden separar y valorar por partes, algunos más fácilmente que otros —la transparencia, el liderazgo o el buen gobierno corporativo encajan poco en la definición de intangible, por ejemplo—, por lo que intentar estimarla de forma aislada y convertirla en una cifra continúa siendo objeto de estudio. Lógicamente, si una empresa pretende aumentar su valor intangible, la única vía racional de éxito es gestionar los recursos y activos que producen ese valor.

En esta línea, autores como De Quevedo et al. (2005), Roberts y Dowlings (2002), Fombrun y Shanley (1990), Villafañe (2004) o Van Riel y Fombrun (2007) sostienen que una sólida gestión de la RC aporta un gran valor a las empresas tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, ya que reduce costes, mantiene los precios, atrae más inversiones, favorece la cotización al alza en los mercados bursátiles, multiplica el valor de la marca, atrae y retiene empleados (el talento), atrae a proveedores de calidad, permite la fidelización de clientes y la innovación, crea barreras a la competencia, minimiza el impacto de potenciales crisis, favorece la diferenciación, impulsa las relaciones de confianza y favorece la accesibilidad a nuevos mercados.

La buena reputación, por tanto, genera prescriptores y reduce el número y la intensidad de los detractores. De ahí que el comportamiento positivo se haya convertido hoy día en un factor determinante para las empresas. Por todo esto, y si sigue creciendo el número de empresas que cree que su RC juega un papel muy importante en el logro de los objetivos del negocio, ¿por qué es tan bajo el número de ellas que reconoce tener un sistema formal para gestionar su reputación?, ¿por qué no la miden ni la gestionan? Para Carrió (2013) hay varios motivos:

«[...] la reputación es un concepto intangible que necesita tiempo para construirse; [...] el retorno de las inversiones en asentar una buena reputación es difícil de cuantificar; [...] los directivos tienen la obligación de hacer frente a otras prioridades del día a día y [...] la reputación es un concepto a largo plazo; [...] se extiende sobre un área tan amplia que es difícil asignar responsabilidades específicas para su gestión; [o que] es una inversión costosa» (2013: 52).

No obstante lo anterior, la investigadora advierte del elevado coste a pagar por la pérdida de una reputación positiva entre los stakeholders principales de la compañía ante el advenimiento de una crisis, como le sucedió a Exxon, cuyas acciones se depreciaron un 20% tras el derrame en Alaska provocado por el buque petrolero «Exxon Valdez» en 1989, como se mencionó anteriormente; también una pyme podría quedar devastada por la pérdida de su reputación, por ejemplo a través del malestar expresado por sus empleados en las redes sociales y sus efectos sobre los clientes actuales y potenciales, o bien la retirada de todos sus proveedores por falta de confianza en la empresa, como en el caso del concurso de acreedores de Nueva Rumasa (Carrió, 2013: 53). La buena gestión de la RC, se hace, por tanto, necesaria en toda empresa que quiera gestionar sus riesgos a nivel global y tener en cuenta los intereses y necesidades de los stakeholders con que se relaciona. Para ello la compañía ha de ser proactiva, es decir, debe establecer un compromiso con los stakeholders e integrarlos en la toma de decisiones —esto será más importante a medida que la empresa sea más internacional—, así como anticiparse ante posibles crisis, que siempre están latentes.

En cuanto a quién debería encargarse de esta función, hay investigadores como Casado (2011) que apuestan por la creación de una nueva figura dentro de la empresa, el Chief Reputation Officer, mientras que otros como Carrió (2013) creen que tendría que ser un Comité de Gestión de la Reputación Corporativa (CGRC) el que permita dar una respuesta coordinada e integral a los eventuales conflictos. Este CGRC lo compondrían la dirección general y las personas más representativas de las unidades y funciones críticas de la organización. Para Carrió:

«no es adecuado otorgar toda la responsabilidad a una sola persona o departamento, pues [no] tienen ni los medios ni las capacidades para movilizar al resto de la compañía ante una crisis reputacional, integrar los intereses de los stakeholders en la toma de decisiones o anticipar los posibles conflictos» (2013: 87).

Por lo que se refiere a las metodologías y herramientas que pueden ayudar a la empresa a identificar potenciales temas conflictivos o áreas en las que no goza de una percepción favorable, las más importantes a día de hoy para la medición de la RC son las siguientes: las auditorías de reputación, las league tables y los cocientes de reputación, y las metodologías multistakeholder.

1. Auditorías de reputación

Según Villafañe (2004), es una investigación a la medida que evalúa todas y cada una de las variables de las que depende la RC de una empresa concreta, las cuales cambian en función del caso. Estas variables (que dependen, en gran medida, de la concepción de «reputación» que tenga la empresa, y que se clasifican en duras —vinculadas, sobre todo, con los resultados económico-financieros y la oferta comercial— y blandas —mayor relación con la ética, la RSC y la calidad laboral—) se extraen de la visión reputacional que tiene la alta dirección de esa compañía. De ahí que, para él, «el instrumento de diagnóstico en el caso de la auditoría se adapta a la realidad corporativa» (2004: 95).

2. League tables y cocientes de reputación

Las league tables conforman una metodología de medición de la reputación corporativa consistente en obtener un ranking como resultado de la evaluación de empresas en base a varios atributos o dimensiones. En este caso es la realidad corporativa la que se adapta al instrumento de diagnóstico, pues las league tables no evalúan variables de reputación de una empresa en particular, sino que usan un reducido número de variables generales para analizar la RC de una empresa. Entre las más populares a nivel internacional están el Global Most Admired Companies, editado por la revista Fortune; el Britain’s Most Admired Companies, por el Management Today; el Reputation Quotient, por The Wall Street Journal (tabla 7.3), el World’s Most Respected Companies (Financial Times); y Merco, Monitor Empresarial de Reputación Corporativa, por el diario ABC.

Como se puede comprobar, la RC, y por tanto la confianza, admiración y estima, no es un elemento indivisible y único, sino que puede descomponerse en una serie de dimensiones que se pueden gestionar tanto para proteger su valor como para ser empleadas como palancas de crecimiento sostenible: la oferta de productos y servicios, la innovación, la integridad, los resultados económico-financieros, el ambiente en el lugar de trabajo, la calidad de la gestión, el liderazgo y el compromiso con la sociedad suelen ser las más valoradas.

En cuanto a los cocientes de reputación, constituyen un método similar al de las league tables, aunque adaptado con el objetivo de mejorar algunas deficiencias identificadas en su elaboración; algunos de estos cocientes, como el RepTrak de Reputation Institute, incorporan una cierta perspectiva multistakeholder, pues mide lo que algunos colectivos piensan sobre una organización en particular.

TABLA 7.3
Reputation Quotient

Autor. Reputation Institute (Charles Fombrun, New York University’s Stern School of Business/Harris Interactive).

Fecha de publicación. Desde 1999 se publica el ranking en Estados Unidos y desde 2002 en países de la Unión Europea. El Global RepTrak™ Pulse Anual es el modelo de evaluación de la reputación más extenso del mundo. Se diseñó para entender cómo se construye la RC y el apoyo del público general a nivel global. Se evalúa a más de 2.000 empresas de 25 industrias a lo largo de 40 países.

¿Qué mide? La reputación de las empresas a través de siete dimensiones:

1. Productos/servicios.

2. Innovación.

3. Ambiente en el lugar de trabajo.

4. Ciudadanía/compromiso con la sociedad.

5. Buen gobierno.

6. Liderazgo.

7. Comportamiento financiero, rendimiento.

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¿Cómo lo mide? Encuesta online y encuesta telefónica a la población general.

FUENTE: elaboración propia, basada en Villafañe (2004: 105).

No obstante, para Carrió (2013) ambos métodos presentan problemas, pues «son fundamentalmente medidas de la imagen corporativa de una organización más que de su reputación, puesto que miden las percepciones que la sociedad en general tiene sobre una empresa y no la de sus stakeholders principales» (2013: 98). Esta investigadora critica, además, que estas metodologías no ponderen tampoco las dimensiones de RC en base al sector de actividad donde opera la compañía, ni su tamaño, «todos ellos aspectos críticos a la hora de medir de manera efectiva la reputación» (2013: 93). Por ejemplo, explica que en organizaciones del sector tecnológico los clientes y los proveedores serán los stakeholders clave, mientras que para empresas del sector bancario lo serán los clientes y los inversores. Del mismo modo, el atractivo y la calidad tendrán más peso en empresas del sector turístico, mientras que la calidad y la responsabilidad lo tendrán en el alimentario (2013: 99).

3. Métodos multistakeholder o Multistakeholder Reputation Management (MRM)

Esta metodología, que desarrolla la propia Carrió (2013), sí tiene en cuenta, tanto en su configuración como en su aplicación, la diversidad de colectivos con los que se relaciona una organización (internos y externos), y pondera su peso en función del sector de actividad de la empresa. Asimismo, pondera el peso de las dimensiones de la reputación en base al tamaño de estaRepTrak, por ejemplo, solo evalúa empresas de gran tamaño—, por lo que aporta una información integral del estado de la RC de una organización y permite alinear de manera efectiva los parámetros de la reputación a nivel de cada público particular.

A grandes rasgos, la investigadora parte de la consideración de que existen tres corrientes diferentes que definen la RC desde perspectivas o ángulos también diferentes:

a)Escuela evaluativa: la reputación como evaluación del rendimiento de la organización. Los stakeholders clave aquí son los financieros (analistas, inversores y accionistas) y los altos directivos. Sus rankings se basan en estos grupos de interés únicamente, y el foco son las finanzas.

b)Escuela impresional: la reputación como impresión de la organización. Los stakeholders clave son los individuales (normalmente los clientes y/o los empleados). Sus rankings se basan en estas partes interesadas, siendo el foco el marketing, los recursos humanos y los medios de comunicación.

c)Escuela relacional: la reputación como gap entre las perspectivas de los stakeholders internos (identidad) y externos (imagen), que son la clave. Sus rankings se basan en las visiones de múltiples stakeholders. El foco está en la vinculación entre identidad e imagen y entre imagen y reputación (Carrió, 2011: 2).

A partir de aquí, la metodología propuesta por Carrió define cuatro grandes dimensiones (tabla 7.4), incluyendo sus atributos; en su opinión:

«si la reputación es —como afirman buena parte de los teóricos en la materia— el alineamiento entre la identidad (real, lo que la organización es; y deseada, lo que dice que es o lo que dicen de ella los stakeholders internos) y la imagen (lo que los stakeholders externos dicen que es), base del pensamiento de la corriente relacional, entonces las diferencias —el gap— entre ambas visiones y sus relaciones entre sí resultan la clave de su gestión» (Carrió, 2011: 6).

TABLA 7.4
Dimensiones y atributos de la metodología multistakeholder para medir la RC

Dimensión

Atributos

Calidad

Calidad de los cargos directivos.

Calidad de los trabajadores.

Cumplimiento de los compromisos con los stakeholders.

Atención hacia los diferentes stakeholders.

Gestión bajo criterios de calidad.

Atractivo

Admiración.

Confianza.

Atractivo para trabajar en la organización.

Autenticidad.

Atractivo para los diferentes stakeholders (proveedores, partners...).

Experiencia oferta.

Fidelidad de los trabajadores.

Rendimiento

Resultados económicos y financieros.

Capacidad de inversión.

Potencial de crecimiento.

Internacionalización.

Liderazgo en el mercado.

Grado de innovación.

Efecto de las actividades de responsabilidad social.

Responsabilidad

Responsabilidad social y medioambiental.

Comportamiento ético.

Fiabilidad.

Transparencia.

Comportamiento de la organización hacia los stakeholders internos y externos y la sociedad en general.

Legitimidad.

Legalidad.

FUENTE: Carrió (2011).

Por otra parte —prosigue—, la coherencia entre las dimensiones interna y externa (una empresa es reputada globalmente si lo es tanto para sus clientes, accionistas, proveedores o consumidores —para así poder comprar, invertir, surtir o consumir—, como para sus empleados, para trabajar) es el aspecto fundamental de la gestión reputacional (Corporate, 2011: 4). Finalmente, según indica Carrió, es necesario medir la RC por sectores y no de manera general, aplicando un peso diferente a cada dimensión en función del sector del que se trate, así como ponderar de modo diferente las opiniones de los stakeholders según la dimensión, el sector, el tamaño o el país donde está presente la empresa, incorporando así una visión realmente multistakeholder, especialmente en lo que tiene que ver con un mayor peso de la visión de los empleados y de la identidad en la evaluación de la reputación.

7.1.1.2. El modelo de gestión de RC Villafañe & Asociados

Desde que Fombrun llevara a cabo en Estados Unidos su primer test del cociente de reputación en 1999 y extendiese su aplicación a Europa en 2002 junto a Van Riel, se han desarrollado numerosas iniciativas para evaluar la RC y otros intangibles corporativos. Uno de los más completos hoy en día es el Monitor Empresarial de Reputación Corporativa (Merco), similar al que publica Fortune y el primero en ser objeto de auditorías independientes, según reza su página web97. Merco nació en el año 2000 a partir de una investigación universitaria de Justo Villafañe, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, cuyo fin era estudiar cómo estaba siendo evaluada en el mundo la RC a través de las league tables o rankings para, posteriormente, escoger el modelo evaluador que mejor se adaptase al tejido corporativo español. Según explica, la mayoría de lo que él denomina monitores reputacionales es el fruto de una alianza estratégica que agrupa a tres instancias:

1.La primera —una instancia académica o una firma de consultoría— desarrolla la visión reputacional del monitor y formaliza su metodología; puede decirse que esta es la autora del monitor, aunque la noción de autoría en este tipo de instrumentos es siempre compartida.

2.La segunda, que suele ser esa misma firma consultora o un instituto de investigación, se ocupa de la realización del trabajo de campo.

3.Finalmente, existe el concurso de un diario o una publicación periódica, en ambos casos publicaciones económicas, que difunde los resultados.

Merco se publicó por primera vez el 28 de febrero de 2001 como resultado de una alianza entre la cátedra de Villafañe, el instituto Análisis e Investigación, responsable del trabajo de campo, y el diario Cinco Días. A partir de la segunda edición del Merco, y una vez definida la visión reputacional del monitor y su metodología, es la consultora Villafañe & Asociados la instancia que desde entonces se ocupa de su desarrollo teórico, incorporando anualmente alguna novedad metodológica o ampliando los colectivos participantes en la segunda evaluación del Merco. Actualmente, se materializa gracias al acuerdo entre la consultoría de Villafañe, el Grupo Vocento y Análisis e Investigación, lo que desde 2012 ha dado lugar a tres ediciones de los llamados Premios ABC a las empresas y líderes Merco.

Como se puede en el ejemplo (tabla 7.5), el ranking Merco se construyó a partir de seis variables principales:

1.Resultados económicos-financieros.

2.Calidad de la oferta comercial.

3.Reputación interna.

4.Ética y responsabilidad corporativa.

5.Dimensión internacional de la empresa.

6.Innovación.

No obstante, Merco emplea un árbol de variables de evaluación mucho más complejo, que comprende las seis primarias mencionadas y otras dieciocho secundarias distribuidas entre aquellas.

TABLA 7.5
Monitor empresarial de reputación corporativa (Merco)

Autor. Justo Villafañe/Análisis de Investigación/Villafañe & Asociados.

Fecha de publicación. Desde 2001.

¿Qué mide? La reputación de las empresas y los líderes españoles a través de las siguientes variables:

1.Resultados económico-financieros.

2.Calidad de la oferta comercial.

3.Reputación interna.

4.Ética y responsabilidad corporativa.

5.Dimensión internacional de la empresa.

6.Innovación.

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¿Cómo lo mide? Encuesta postal y evaluación de cada empresa, que ocupa de manera provisional uno de los 50 primeros puestos del ranking.

FUENTE: Elaboración propia, basada en Villafañe (2004: 106).

La metodología del Merco es, probablemente, la más compleja que existe hoy entre los rankings de RC (figura 7.2). Consta de dos evaluaciones sucesivas para medir la reputación de las empresas y de sus líderes. Según Villafañe, la primera evaluación se basa en una encuesta por cuestionario que se remite a más de 10.000 directivos que trabajan en empresas con una facturación anual superior a 45 millones de euros. Una vez que son procesados los cuestionarios se obtiene como resultado un ranking provisional de las 50 empresas con mejor RC que operan en España, que no se hace público. Si una empresa figura en ese ranking provisional ya no queda excluida tras la segunda evaluación, sea cual sea su resultado, pero sí puede cambiar de posición dentro del ranking. A partir del ranking provisional que proporcionan los resultados de la encuesta a directivos se plantea la segunda evaluación, que supone la gran diferencia cualitativa con relación a la mayoría de los monitores reputacionales que existen. Se trata de una evaluación directa de los méritos por los cuales una empresa ha sido incluida en el ranking provisional de las empresas más reputadas.

Este contraste de méritos de la segunda evaluación constituye un elemento corrector del resultado de la encuesta, y consta de tres partes:

a)La respuesta por parte de las empresas a un cuestionario organizado para confirmar datos relativos a las seis variables principales del Merco.

b)El análisis documental de fuentes secundarias de información: informe anual, memorias, etc.

c)La valoración de expertos de aquellas variables principales relacionadas con su especialidad: analistas financieros, miembros de ONG, etc.

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FUENTE: Villafañe (2004: 128).

Figura 7.2.—Esquema metodológico de Merco.

Concluida la evaluación directa, estos resultados se integran con los de la encuesta y se halla el índice de RC, cuyo valor constituye el criterio objetivo para elaborar el ranking definitivo del Merco centrado en las 100 empresas con mejor reputación de España, denominado mercoEMPRESAS. No obstante, los resultados de la encuesta inicial dieron como consecuencia la confección de otros rankings diferentes, como el de las empresas con mejor reputación por sectores, o el de los 100 líderes empresariales con mejor reputación. Además de este clásico ranking, en los últimos años la consultora ha desarrollado otros estudios y creado nuevos rankings, a saber: mercoLÍDERES, mercoTALENTO, mercoRESPONSABILIDAD y GOBIERNO CORPORATIVO y mercoCONSUMO y MRS.

Sobre la base de esta amplia experiencia en la elaboración de un sistema de medición de la reputación, Villafañe & Asociados gestó un modelo propio de gestión reputacional que ha sido aplicado en diversas empresas españolas y que puede servir de inspiración a otros nuevos. Con una duración mínima de implantación de un año, este modelo de gestión comprende cuatro etapas:

1.Definición de la visión reputacional de la empresa.

2.Diagnóstico reputacional de la empresa y benchmarking de la competencia.

3.Ejecución del plan director de reputación corporativa.

4.La comunicación de la reputación.

1. Definición de la visión reputacional de la empresa

Según explica Villafañe, la primera etapa de este modelo tiene como objeto definir y formular la visión que la alta dirección de la compañía tiene sobre lo que esta necesita para tener éxito y alcanzar el liderazgo reputacional en su sector y entre las compañías de similar dimensión corporativa. En este sentido, el profesor define la visión reputacional como «la imagen compartida por los miembros de la alta dirección, que identifica los hechos que permitirán a la compañía alcanzar el liderazgo en reputación y los grupos de interés en los que tendrá que apoyarse para lograrlo» (2004: 138). Cabe destacar aquí que las nociones visión estratégica y visión reputacional están próximas y pueden llegar a coincidir en el caso de que la estrategia de gestión reputacional se convierta en la estrategia de la empresa, es decir, cuando la RC sea la palanca fundamental del management corporativo. Para el investigador, las entrevistas en profundidad son el principal método para obtener los testimonios y opiniones de los miembros del Comité Directivo de la empresa. En ellos, los directivos responsables de las políticas corporativas habrán de definir y formular explícitamente la visión reputacional de la compañía, identificando:

Los valores de reputación de la empresa, que deben satisfacer, al menos, estas condiciones:

1.Constituir fortalezas objetivas de la empresa.

2.Que se puedan convertir en una ventaja competitiva dentro del sector.

3.Que impliquen de modo directo a alguno de los grupos de interés estratégico de la compañía.

Los stakeholders que tienen un carácter estratégico. Los stakeholders son, en tal sentido, «intermediarios necesarios» para lograr las metas contenidas en la visión reputacional de la empresa que ha formulado la alta dirección. Si la RC depende del reconocimiento que estos stakeholders estratégicos hagan del comportamiento de la empresa, de forma automática quedan excluidos del ámbito de la gestión reputacional los públicos que no sean estratégicos.

Esta primera etapa del modelo concluye con la elaboración de la macro de reputación, un acrónimo —matriz corporativa de riesgos y oportunidades— que se refiere a la herramienta que sintetiza la visión reputacional de la alta dirección de la compañía, poniendo en relación sus valores de reputación con los stakeholders estratégicos. De esta macro surgen las variables de reputación como consecuencia del cruce en la matriz de un determinado valor de reputación con un stakeholder98.

2. Diagnóstico de la empresa y benchmarking de la competencia

Una vez definida la visión reputacional, es necesario conocer el punto de partida donde se encuentra la compañía en lo que a su RC se refiere. Es decir, el primer objetivo del diagnóstico será establecer la distancia que existe entre la RC que la empresa tiene en la actualidad y la que debería tener, de acuerdo con la visión reputacional formulada por su alta dirección. Pero ya que la reputación no es un valor absoluto —no todos los sectores tienen el mismo estándar reputacional—, sino que hay que valorarla en términos relativos, se debe completar el diagnóstico anterior con un benchmarking que contextualice la reputación dentro del sector de actividad en el que opere la compañía. En este modelo de Villafañe & Asociados, el diagnóstico de la reputación de la compañía cliente se efectúa a través de un análisis que abarca tres etapas sucesivas:

a)Evaluación reputacional a través de la base de datos Merco.

b)Un análisis de las investigaciones existentes en la empresa sobre las políticas corporativas concernidas por la visión reputacional, gracias a un trabajo de gabinete que utiliza la técnica de la desk research.

c)Audit de reputación sobre aquellos aspectos sobre los que se carezca información, mediante técnicas cualitativas y cuantitativas convencionales.

La etapa de diagnóstico se completa con el benchmarking de la competencia, cuya dimensión es variable dependiendo de la estructura de la empresa cliente.

3. Plan director de reputación corporativa

Según explica Villafañe (2004: 146), el Plan director de reputación corporativa es la estrategia operativa que la empresa cliente debe implementar para eliminar el gap o diferencia que existe entre su reputación actual y la exigida por la visión de su alta dirección. Este plan tiene una concepción integradora que incluye esa visión de la alta dirección sobre lo que debe ser la reputación de la compañía, así como las herramientas necesarias para ejecutar esa gestión reputacional según sean las singularidades de la empresa. Se define a partir de cuatro componentes:

1.Modelo de gestión reputacional de la compañía.

2.Matriz corporativa de riesgos y oportunidades (macro) de reputación.

3.Monitor de reputación corporativa.

4.Guía operativa de gestión reputacional.

4. La comunicación de la reputación

Como es lógico, Villafañe pone de manifiesto que «la reputación que no se comunica no genera valor para la empresa» (2014: 151), aunque esta exista. De ahí la importancia de contar con un plan de comunicación que contribuya a difundir entre todos los grupos de interés el efecto del Plan director de la reputación visto con anterioridad. Según explica, este plan de comunicación debe diseñarse de acuerdo a una triple dimensión:

1.Dimensión estratégica: requiere adoptar un posicionamiento reputacional99 que sea la referencia en todas las comunicaciones de la empresa.

2.Dimensión instrumental, referido a las distintas herramientas aplicadas en un plan de comunicación y que Villafañe sintetiza en dos: un mapa de stakeholders —que a efectos de la estrategia de diplomacia corporativa ya habría quedado cubierto en la fase anterior de networking— y un triple informe elaborado bajo el enfoque de Triple Bottom Line, referido a los tres tipos globales de impacto que genera cualquier empresa: económico, social y medioambiental (2014: 153).

3.Finalmente, la dimensión operativa del plan de comunicación incluye las acciones y programas cuya implementación será esencial para revalorizar comunicativamente la RC de la empresa: a) la comunicación con los organismos de prescripción internacional; b) la sensibilización interna de la organización; c) la comunicación con inversores, y d) la información destinada a los medios de comunicación (2014: 164-175).

En cualquier caso, para que los resultados obtenidos a través de la gestión de la RC sean efectivos y contribuyan en alto grado al éxito de las empresas que implementan una estrategia de diplomacia corporativa, es además necesario contar con líderes que sepan entender este nuevo entorno y conozcan en profundidad las expectativas de los stakeholders, hoy poseedores del poder político y económico, así como responsables de otorgar la licencia social para operar en otros mercados. Como ya se ha señalado en el presente libro, el éxito debe medirse como la capacidad de responder a esos riesgos y exigencias mejor que los competidores. De ahí que las empresas necesiten dotarse de personal con conocimientos especializados, con buena capacidad de adaptación y un perfil de gran negociador. De ello va a depender en mucho el papel que juegue la compañía en los mercados exteriores y su capacidad de influencia, sobre todo ante gobiernos e instituciones en su labor de reguladores, mientras despliega otra fase en la estrategia de diplomacia corporativa.

7.2. La función de lobby ante los reguladores

Como se está pudiendo comprobar a lo largo de estas páginas, las empresas son relaciones, y sin estas aquellas no existirían ni se podrían desarrollar. El capital relacional100 representa la fuerza y la lealtad de los vínculos de la empresa con sus diversos grupos de interés, razón por la que el gestor o gestores de esas relaciones tienen la obligación de conocerlas en cada uno de sus estados y situaciones, para trabajarlas junto con las áreas de la empresa implicadas y velar por el equilibrio de estas en su interacción con todos los sistemas. El fin es obtener una serie de percepciones y/o evaluaciones favorables procedentes de sus públicos estratégicos, entre los cuales destacan, particularmente, los gobiernos y las administraciones públicas en su labor de reguladores. Y es que su relevancia para los negocios y las empresas es hoy, más que nunca, incuestionable.

En efecto, no hay sectores de actividad económica o industrial para los que el regulador no tenga una importancia crítica, bien porque tiene las herramientas propias del ejercicio del poder —las leyes, decretos, directivas, presupuestos, etc.—, bien porque es generalmente el mejor cliente o proveedor para muchos sectores de actividad. Esto quedó patente, por ejemplo, cuando una parte de la banca y las grandes aseguradoras estadounidenses fue intervenida por el gobierno federal, o también en el caso de la crisis de General Motors en Estados Unidos durante 2009, que se resolvió en la Casa Blanca y Europa con una conversación telefónica entre Barack Obama y la canciller alemana Ángela Merkel (Agencias, 2011), mientras que el entonces ministro español de Industria, Miguel Sebastián, volaba a Alemania para tratar de salvar la parte del negocio de Opel en nuestro país (Sánchez, 2009).

La regulación gubernamental sobre la actividad de las empresas comenzó hace más de un siglo, y es conocida desde la actual obligación para que las marcas de tabaco lleven en sus cajetillas advertencias sobre los riesgos de fumar, hasta el etiquetado de ciertos productos alimenticios en la Unión Europea como garantía de su calidad y de una información clara para el consumidor, de forma que no haya obstáculos a la libre circulación de productos. A lo largo de los años, las agencias reguladoras se han convertido en organizaciones muy sofisticadas que estabilizan los mercados financieros y sectores101 como las telecomunicaciones, el juego, el aeroportuario, la energía, etc., y hoy día puede decirse que el gobierno está implicado, prácticamente, en todas las etapas de la vida de un negocio. De hecho, muchas empresas no pueden operar hasta que reciben el permiso de una agencia reguladora, que entonces deberá inspeccionar y aprobar sus productos o estándares. Asimismo, el gobierno influye en los precios del transporte o en las comunicaciones y también evita la creación de monopolios. Y tampoco se puede olvidar que la implicación del gobierno en la prevención y el castigo del fraude empresarial también creció tras la desaparición del gigante energético Enron y de los escándalos en otras grandes empresas de Estados Unidos. Si se considera que en el mundo de las empresas el poder interno ya no está en manos de aquellos que controlan el mayor número de líneas de una cuenta de resultados, sino en las de quienes manejan las relaciones con los stakeholders críticos para el negocio, se podrá concluir que, debido al entorno operativo y regulador de hoy en día, los responsables de la gestión de las relaciones con el regulador están cobrando una importancia «política» creciente dentro de las empresas (Cachinero, 2011: 134).

A la luz de la fuerte implicación del gobierno en los asuntos comerciales, no es extraño que en muchas empresas esté cambiando el perfil profesional de los responsables de estas relaciones y de las relaciones de poder interno entre los miembros de los equipos directivos. Según Argenti (2003), las empresas pensaron que el enfoque más efectivo era defender sus posturas ante los órganos decisorios clave, razón por la que empezaron a proteger sus intereses con tácticas de lobby102 y negociación, especialmente cuando encontraban bastante oposición entre grupos de consumidores y de la comunidad local. El lobby contribuye a facilitar a todos los decisores el análisis técnico y científico necesario en áreas de complejidad política, y puede ayudar al regulador a identificar el posible impacto económico, social y medioambiental de las políticas públicas, bien a escala local, nacional o global (Cachinero, 2011: 137). Para Andrea Vota, actual portavoz de la asociación de lobistas APRI, la labor del lobista consiste en lo siguiente:

«Representamos intereses de colectivos. Podemos trabajar para compañías, organizaciones empresariales, asociaciones de pacientes, ONG... Para cualquiera que quiera influir en la agenda pública» (Pascual, 2016).

Argenti (2003) expone como ejemplos de empresas activas políticamente a la tabacalera Philip Morris, que aporta enormes contribuciones económicas y está muy implicada en actividades de lobby en Washington DC, y también a Microsoft, que tiene infinidad de consultores de asuntos públicos en DC y otros Estados103. Por su parte, pequeñas y medianas empresas de Estados Unidos también refuerzan sus propios programas de relaciones con el gobierno, implicando en sus actividades políticas a gestores con una dilatada experiencia, contratando servicios externos de lobby o implicándose en los llamados Comités de Acción Política, cuyo objetivo es recaudar y distribuir dinero para apoyar campañas políticas. Por lo que se refiere a España, como se verá en páginas posteriores, la regulación de los lobbies es, a mediados del año 2017, aún inexistente.

No obstante, y a la vista de los últimos datos de Inversión Directa Extranjera presentados por la UNCTAD, queda claro que la situación y la posición de los reguladores están cambiando. Como ya se ha analizado en capítulos anteriores, la globalización trajo consigo una nueva redistribución del poder entre los Estados, mercados y la sociedad civil, que ahora comparten papeles políticos, sociales y de seguridad, entre otros. Los poderosos actores no estatales tienen precedentes. La Compañía Británica de las Indias es un ejemplo, como se ha visto. Sin embargo, la influencia y la capacidad de conformar la agenda política que tienen las EMN y algunas ONG, como Amnistía Internacional o Greenpeace, nunca habían llegado al nivel de hoy. ¿Quiénes son realmente los reguladores en materia, por ejemplo, de nuevas tecnologías: los gobiernos, o grandes empresas como Google o Apple, que año tras año crean aplicaciones tecnológicas hasta hace poco impensables? Y ¿qué ocurre en otros sectores estratégicos como el del petróleo o el gas, o con el hecho de que enormes EMN, como Starbucks, Google o Amazon, hayan estado evadiendo el pago de impuestos por sus ventas en Europa (Barford y Holt, 2013)? El caso más reciente y flagrante es, sin duda, el protagonizado por Apple en Irlanda104.

La cuestión que cabe aquí preguntarse es: ¿Son las EMN, por tanto, actores internacionales que aceptan las reglas (rule-takers), o son ellas realmente quienes las crean (rule-makers)? Para Mathews (1997), la respuesta estaba clara hace veinte años:

«Con cada vez más frecuencia hoy, los gobiernos solo aparentan libre elección cuando establecen las reglas económicas. Los mercados son los que establecen de facto las reglas, obligados por su propio poder. Los Estados pueden saltárselas, pero los castigos son duros —pérdida del necesario capital extranjero, de tecnología extranjera y de empleos nacionales—. Incluso la economía más poderosa debe hacer caso.»

Este pulso entre la regulación gubernamental y el «orden privado» de las EMN dependerá de muchos factores, como la fortaleza o la fragilidad del Estado donde tienen lugar los negocios (si el gobierno es susceptible de llevar a cabo la nacionalización o la privatización de empresas, por ejemplo), el propio ámbito del que se trate o de la demanda social que exista, entre otros. En este sentido, la DC surge para anticiparse, analizar y activar estrategias que permitan crear, reforzar y cambiar estas reglas globales del mercado; y, en ocasiones, durante ese proceso las acciones de lobby resultan poco menos que primordiales.

7.2.1. La representación de intereses: el lobbying

El deseo de influir en las decisiones de carácter público por parte de los individuos o de los grupos es algo consustancial a la vida pública, ya que en todas las épocas de la historia se ha dado una interacción entre comunidad política e intereses de grupo (Álvarez y De Montalvo, 2014). Al tratar este tipo de uniones en su Introducción a la Política, Duverger (1997) sostiene que los denominados grupos de presión105 están presentes en todas las épocas y regímenes, frente a los partidos políticos, más propios de una época concreta de la historia y un cierto tipo de régimen; no obstante, pese a que estas formas de presión han existido siempre, Jerez (2008) destaca que la aparición de los lobbies está vinculada principalmente a tres factores clave:

1.Los procesos de industrialización.

2.El reconocimiento del derecho de libre asociación.

3.La regulación, por vía parlamentaria, de las más diversas actividades económicas (2008: 291).

Un ejemplo de sobra conocido, como ya se ha mencionado, es el de Estados Unidos. La poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA) gastó más de 20 millones de euros en la última campaña presidencial (Pascual, 2016). La organización, a la que contribuyen cuatro millones de miembros, ha logrado que los americanos estén convencidos de que resulta inconstitucional impedir que una persona posea armas (ibíd.). España cuenta con un ejemplo reciente, el que puso en marcha la Asociación de Pacientes de Hepatitis-C y que desembocó en la inclusión en la financiación pública de Sovaldi, el costoso medicamento que lo cura (ibíd.). Para Pascual (2016),

«La diferencia entre ambos casos, cuestiones morales (y presupuestarias) al margen, es que mientras que en Estados Unidos la NRA debe informar por ley de cada movimiento que hace, en nuestro país no hay manera de saber quién se reúne con quién y para qué».

La influencia es, en sí misma, una estrategia de poder que utiliza diversos mecanismos, entre los cuales destaca su comunicación, ya que ayuda a transmitir mensajes basados en la argumentación, lejos de la mera transmisión; la influencia es, ante todo, una cuestión de contenido: para influir debe haber un mensaje claro que, además, sea coherente. En este sentido, el lobbying es hoy en día una de las principales actividades comunicativas de cualquier organización —no solo empresas— en aquellos centros de poder que tienen un sistema de toma de decisiones complejo —la Unión Europea, por ejemplo— o cuya concepción de representación política no se diluye en la idea de partido político y la disciplina de actuación impuesta a sus miembros (la disciplina de partido que tanto resuena en el Congreso de los Diputados español), como sucede en Estados Unidos (Xifra, 2004: 162). Es una actividad estrechamente relacionada con lo que se conoce como government affairs (asuntos gubernamentales) o public affairs (asuntos públicos). Su función, que, según Xifra (2004), puede ser proactiva o reactiva, consiste en:

«intervenir en el proceso de toma decisiones públicas, ya sea de una norma jurídica —ley, reglamento, orden ministerial, resolución...— o un acto jurídico —adjudicación de una licencia de una obra pública o una concesión de un servicio público [...]— para modificar un proyecto de norma u acto, impulsar nuevas decisiones para cubrir una laguna legal existente que proteja los intereses promotores del programa o [...] para que sea derogada» (2004: 156).

Antes de proseguir, resulta obligado puntualizar que en España «influir sobre una licencia de obra pública o la concesión de un servicio público» no es lobby, sino que se considera un delito, pues ambos son actos reglados sobre los que no se puede ejercer influencia. Lo que probablemente quería decir Xifra es que sí es lobby influir sobre la necesidad de una obra pública —como puede ser el Corredor Mediterráneo— o sobre la conveniencia o no de que un servicio público se gestione desde lo privado —por ejemplo, un hospital—, pero en ningún caso sobre a quién se adjudica la obra o el hospital.

Según este investigador, el objetivo no es otro que «completar las lagunas de conocimiento que tiene el legislador respecto del objeto sobre el cual debe tomar una decisión o legislar» (2004: 155), gracias a mensajes que pueden adoptar forma informativa o publicitaria, como por ejemplo campañas de sensibilización sobre una materia que defienda el impulsor del lobbying; impulsor que, por norma general, suele ser un grupo de interés, aunque las grandes EMN e incluso los Estados y otros entes administrativos hacen cada vez mayor uso de este tipo de acciones ante instancias administrativas superiores.

Esto es especialmente interesante en el ámbito de la internacionalización de empresas y la exportación de bienes y servicios, que en el caso de España —como ya se ha dicho anteriormente— son los motores que están tirando de la economía y generando riqueza y empleo. A juicio de Mariz (2014), para que la globalización de la economía española y la internacionalización de sus empresas tenga éxito, es esencial dotarlas de las herramientas necesarias, entre las cuales destaca el lobby106, ya que con él podrán «participar activamente en los espacios públicos extranjeros en los que pretenden hacer negocio, convirtiéndose en miembros activos y de pleno derecho de la comunidad en la que van a establecerse» (2014: 88). Tres son las ventajas que destaca a la hora de aplicar acciones de lobby a la estrategia de la empresa: reputación, competencia y anticipación.

1.Reputación: según Mariz, el lobby permite generar una reputación y una imagen de miembro activo social en el mercado extranjero, al tiempo que contribuye a la adaptación cultural, legal, política y social de la empresa y de sus productos o servicios a dicho mercado; para ello recomienda la incorporación de personal multinacional en sus plantillas ejecutivas.

2.Competencia: la participación en espacios públicos extranjeros permitirá anticiparse a su competencia local y nacional, así como a otras empresas extranjeras que actúen en contra de sus intereses y puedan afectar a sus resultados. El uso del lobby también posibilita «la generación de alianzas con otros actores que refuercen el poder de influencia de la empresa» (2014: 89).

3.Anticipación: recuerda este lobista profesional que los legisladores del país anfitrión están atentos al desembarco de nuevas empresas y suelen adaptar constantemente la política fiscal y las normas económicas a las necesidades del momento; por ello el lobby «permite a las EMN conocer de antemano las prioridades de los poderes legislativo y ejecutivo para formular una estrategia empresarial acorde con el entorno que propician los poderes públicos, así como para influir sobre las mismas» (2014: 89).

No obstante lo anterior, no parece haberse captado todavía la importancia y relevancia del lobby, que en España sigue teniendo connotaciones negativas, por lo que suele dejarse la responsabilidad en manos tanto de asociaciones sectoriales como de las instituciones públicas nacionales, pese a que a estas últimas no les corresponde defender los intereses de empresas privadas. Sin embargo, las EMN de países como Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Holanda o Francia llevan décadas incorporando el lobby en sus estrategias corporativas y de marketing de expansión comercial internacional, al tiempo que reciben colaboración de sus instituciones.

Quizá el ejemplo más relevante sea el de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, uno de los mayores grupos de lobby del país y del mundo, que representa los intereses de muchos negocios y asociaciones profesionales a lo largo y ancho del globo y que invirtió cerca de 85 millones de dólares en este tipo de actividades durante 2015, muy lejos de los 124 millones de 2014 (Opensecrets.org, 2016). En particular, la Cámara de Comercio de Estados Unidos para la Unión Europea, que representa a unas 160 empresas de los más diversos sectores ante las instituciones europeas, ofrece asesoramiento a través de 750 lobistas107, al tiempo que celebra seminarios, talleres y conferencias que sirven de plataforma para la discusión y el debate, y cuenta con 15 comités y grupos encargados de los más diversos temas sobre asuntos transatlánticos, desde política de la competencia hasta propiedad intelectual, seguridad y defensa o asuntos institucionales. Además de contar con el apoyo de un departamento equivalente en la Embajada de Estados Unidos ante la Unión Europea, la AmCham hace tan bien su trabajo que funciona diariamente como fuente de consulta para las instituciones europeas sobre la visión y la opinión de las empresas americanas sobre las iniciativas legislativas de la Unión Europea, al tiempo que es parte del equipo que estaba asesorando sobre el polémico Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP) entre la Unión Europea y Estados Unidos antes de la llegada de Donald Trump. Estas compañías son consideradas miembros de pleno derecho de la sociedad europea, mantienen estrechos lazos con funcionarios de la Unión y comparten espacio con representantes de empresas de origen británico, alemán, holandés, italiano, francés y escandinavo, que también desarrollan una labor permanente de participación y defensa de sus intereses.

Precisamente es en Estados Unidos donde los lobbies han emergido con más fuerza y donde ocupan un espacio político vital, merced a un modelo considerado de referencia. Resulta, pues, obligado echar una breve mirada histórica a estos si se quiere analizar el origen del lobbying.

7.2.1.1. Breve retrospectiva sobre el origen de los lobbies

El origen etimológico de lobby se encuentra en Inglaterra a finales del siglo XVIII. La Enciclopedia Británica señala que, en su significado original, el lobbying «se refería a los esfuerzos por influir en los votos de los legisladores, normalmente en el vestíbulo fuera de la Cámara»108, pues el acceso de los ciudadanos a la Cámara de los Comunes estaba prohibido y estos debían reunirse con los diputados en los pasillos o vestíbulos del Parlamento (lobbies en inglés). Al margen de esta curiosidad, parece aceptado que el lobby como estructura parlamentaria formal data de febrero de 1884 (Álvarez y De Montalvo, 2014: 363) y que los principios modernos pueden encontrarse en Estados Unidos, pero no en Washington DC, como se suele creer, sino en el Capitolio del Estado de Nueva York, en Albany, hacia 1829 (ibíd.).

La actividad de los grupos de presión en Estados Unidos está regulada por la Federal Regulation of Lobbying Act de 1946, las leyes de acompañamiento de 1970 y la LDA (Lobbying Disclosure Act) (Tijeras, 2000), es decir, la ley de 19 de diciembre de 1995 que impulsó el ex presidente Bill Clinton para arreglar los desajustes históricos de la primera. El lobbying había sido víctima de numerosos avatares hasta entonces; así, aunque en el año 1876 la Cámara de Representantes ya exigía el registro de lobistas en sus oficinas y en 1890 el Estado de Massachusetts dictó la primera ley reguladora de esta actividad en el país, en 1897 la Constitución del Estado de Georgia todavía consideraba el lobby como una actividad delictiva. El acta de regulación de 1946 es, pues, el primer punto de referencia para determinar las condiciones en las que pueden actuar los lobbies norteamericanos. Según esta ley, un lobista es:

«toda persona física o jurídica que por sí mismo o a través de cualquier agente o empleado por cuenta ajena recaude o reciba dinero o cualquier otro objeto de valor, directa o indirectamente, para ayudar o influir en la aprobación o denegación de cualquier legislación del Congreso» (Tijeras, 2000: 284).

Sin embargo, esta legislación contenía lagunas que durante varias décadas no hicieron sino poner de manifiesto su ineficacia. De ahí la aprobación en 1995 de la Lobbying Disclosure Act, que definió claramente lo que debe entenderse como la actividad propia de lobby y como lobista. Según esta nueva legislación, un lobista es «quien lleva a cabo una actividad de lobbying, en representación de un cliente o como empleado de una empresa u organización» (Tijeras, 2000: 286). Como puede verse, aquí la LDA distingue entre el lobista interno —es decir, el empleado de una empresa que lleva, en representación de esta, actividades propias del lobbying— y el externo —en representación de empresas cuya actividad principal es el lobbying—. En el primer caso, las empresas deberán registrarse e identificar a sus lobistas internos, mientras que en el segundo estas tendrán que cumplimentar un registro separado por cada cliente representado, identificando aspectos como el cliente y el asunto objeto de lobby (García, 2008: 113).

Para inscribirse como lobista la ley exige acreditar que se ha mantenido más de un contacto con representantes públicos durante los dos semestres fijados por esta, entre enero y junio, y de julio a diciembre, salvo que dedique menos del 20% de su actividad a realizar tales funciones para un cliente (Hiltzik, 2015). La ley excluye a quienes prevén recibir menos de 5.000 dólares de un cliente durante uno de los semestres, y a aquellos cuyas empresas esperen invertir menos de 20.000 dólares en actividades de lobby durante ese año. El lobbying, según esta regulación, es toda actividad dirigida a establecer contactos con funcionarios públicos del Congreso, el Senado y el Ejecutivo, lo que se denomina lobbying contact; es decir, cualquier comunicación oral, escrita o electrónica dirigida a gestores públicos o políticos en representación de un cliente109. En este sentido, según Tijeras, el lobista puede:

«presentar proposiciones de ley, ayudar a formular, modificar o adoptar legislaciones federales, realizar acciones relacionadas con el Ejecutivo federal destinadas a la aprobación de rules, regulations, orders o cualquier otro tipo de programa que haya podido poner en marcha la política o la postura del Gobierno de Estados Unidos. Los lobbies pueden [...] administrar o ejecutar un programa federal [...] negociar, adjudicar y gestionar licencias y contratos federales» (2000: 286).

No obstante, la ley excluye de estas actividades las que pudieran realizar los grupos y los organismos extranjeros dedicados a presionar a los poderes públicos norteamericanos. Estos casos los regula la Foreign Registrarion Act de 1937, que obliga a dichos grupos y organismos, así como a algunas organizaciones religiosas, a inscribirse en el Departamento de Justicia (Tijeras, 2000: 286). Además de registrarse, los lobistas deben entregar informes trimestrales que cubran los períodos desde el 1 de enero al 31 de marzo, del 1 de abril al 30 de junio, del 1 de julio al 30 de septiembre y del 1 de octubre al 31 de diciembre (Álvarez y De Montalvo, 2014: 365). Cabe destacar en este punto que en 2007 la LDA fue modificada por la Ley de Liderazgo Honesto y Gobierno Abierto (Honest Leadership and Open Government Act) del expresidente republicano George W. Bush, que introdujo restricciones y ciertas incompatibilidades a exsenadores y congresistas, entre otros participantes de la vida pública, para llevar a cabo actividades de lobby (Hiltzik, 2015).

Hoy en día, cada Estado norteamericano tiene su propia ley reguladora con sus correspondientes registros de lobistas. El lobbying en Estados Unidos es una actividad protegida por ley, que realizan sobre todo empresas contratadas como mediadoras entre los intereses de ciertos sectores y el poder legislativo, y que alberga un gran poder. Según Tijeras (2000), «los despachos de lobby norteamericanos tienen una capacidad de actuación infinitamente mayor que cualquier embajada» (2000: 281). De ahí que puede entenderse que el sistema norteamericano «base en gran parte su funcionamiento en el poder y la actividad de los lobbies» (ibíd.). En la calle K trabaja la mayoría de los casi 12.000 lobistas inscritos en Washington DC en el año 2014 (Bump, 2015), una cifra que, pese a dar una idea de la importancia de este negocio, ha decrecido en los últimos años. No obstante, esto no significa que el lobbying esté decayendo, sino que las empresas de lobby juegan con los vacíos legales que aún existen y la mayor parte de su actividad no está registrada; se estima que el número real de lobistas se acerca más a los 100.000 (Fang, 2014).

A la vista del papel crítico de las acciones de lobby en países como Estados Unidos, con quien la Unión Europea parece prestarse a firmar un histórico Tratado de Libre Comercio, y de que muchos Estados miembros han introducido o iniciado una regulación de la actividad desarrollada por tales grupos (Álvarez y De Montalvo, 2014: 374), está claro que España necesita un marco regulador que normalice el ejercicio de estas actividades si quiere que sus empresas nacionales las integren en su proceso de internacionalización y en sus operaciones en mercados extranjeros.

7.2.1.2. Regulación existente sobre el lobby en España

El debate sobre la conveniencia y la necesidad o no de regular los lobbies en España siempre ha estado presente en la democracia actual, aunque su actualidad haya gozado de mayor o menor intensidad según la época y la situación política del país. En cualquier caso, todo debate sobre este tema que surja en la segunda década del siglo XXI debe abordarse siempre desde un doble enfoque, el nacional y el europeo: uno nacional, en la medida en que nuestro país vive hoy un inconcluso proceso de regeneración y mejora de su sistema democrático donde los principios de transparencia y lucha contra la corrupción se han vuelto ya ineludibles, por lo que regular la actividad de los lobbies y también la de los representantes públicos que interactúan con ellos solo puede ser en beneficio de tales principios; y otro de índole europea, por cuanto dicha regulación incidirá en una mejor defensa de los intereses nacionales, ya sean públicos o privados, en aquellos ámbitos donde se toman las decisiones europeas que nos afectan a todos.

A efectos del presente manual, cabe reseñar que han sido numerosas y diversas las propuestas de incorporar una normativa que regule la presencia de los grupos de presión en su relación con los poderes públicos, si bien todas han sido rechazadas o bien su aplicación ha sido interrumpida o pospuesta. Una breve mención a estas propuestas debe comenzar por incluir la introducida durante los trámites de elaboración de la Constitución de 1978, cuando se quiso añadir un artículo entre los 70 y 71 del anteproyecto de Constitución, con dos párrafos:

«3. Las Comisiones podrán recibir delegaciones de grupos legítimos de intereses, en sesiones que siempre tendrán carácter público.

4. Una ley orgánica establecerá un sistema de control y registro para los grupos de intereses que actúen de modo permanente» (BOCG, 1978: 698-699).

Casi quince años después, el grupo parlamentario del Centro Democrático y Social (CDS) presentó dos propuestas, una en el año 1992 y otra en 1993, con el objetivo de regular la actividad de los grupos de interés, donde se planteaba la creación de un registro de estos grupos, se emplazaba al gobierno y al Congreso a establecer las condiciones para poder acceder a dicho registro, y se incluía la creación de un código deontológico que diese pautas para el funcionamiento de los mismos en su relación con los poderes públicos (Álvarez y De Montalvo, 2014: 356). Asimismo, en el año 2008 Esquerra Republicana-Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya Verds presentaron una proposición no de Ley para solicitar la creación de una Comisión de Control y Fiscalización del Lobby en el Congreso, donde se instaba al gobierno a presentar en seis meses un proyecto de Ley de Registro y Control de Lobbies cuya finalidad sería regular la actividad de promoción, defensa o representación de intereses de personas y/u organizaciones públicas o privadas, ejercida por personas naturales o jurídicas al objeto de influir en las decisiones a adoptar por el gobierno (ibíd.). En él se contemplaba la elaboración de un código de conducta y de un sistema de control y sanciones, entre otras medidas.

Más adelante, ya en el año 2014, se aprueba la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, que al fin reabrió el latente debate sobre las influencias que reciben los poderes públicos en la toma de decisiones y, por tanto, la conveniencia de regular los lobbies. En esta línea, a finales de febrero de ese año, el Pleno del Congreso de los Diputados aprueba una resolución, impulsada por el Grupo Parlamentario de CiU y acordada con el Grupo Popular, donde se incluye la regulación de estos lobbies:

«Esta regulación debe dirigirse a canalizar el ejercicio de todas aquellas actividades que tienen como objetivo influir en la formulación de políticas y en los procesos de toma de decisiones, garantizando la transparencia en el ejercicio del derecho que los representantes de la sociedad civil y las empresas tienen de acceder a las instituciones, así como la observancia del código de conducta que en su momento se apruebe» (TIE, 2014: 13).

Este acuerdo lo suscribieron el Foro por la Transparencia y APRI (la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales), que representa a los lobistas profesionales en España y que reclama desde 2007 una regulación sobre este tema. Precisamente en 2014 un estudio de Transparencia Internacional España sobre los riesgos de corrupción asociados a la falta de transparencia y la adecuada regulación de la actividad de lobby concluyó que España suspendía en los tres aspectos cruciales del lobby: transparencia, con un triste 10%; integridad, 35%, e igualdad de acceso, 17% (TIE, 2014: 10-11). Pese a todo lo anterior, ninguna iniciativa concreta se puso en marcha.

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FUENTE: https://rgi.cnmc.es.

Figura 7.3.—Registro de lobbies de la CNMC.

No obstante, en marzo de 2016, y con un gobierno en funciones tras las elecciones de diciembre, parece que comenzaron a darse algunos tímidos pasos: la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de España creó entonces un Registro de Lobbies (https://rgi.cnmc.es) y puso en marcha su correspondiente reglamento, basado en el de la Comisión Europea (Noceda, 2016), convirtiéndose en el primer organismo en aplicar una normativa sobre este tema en nuestro país (véase figura 7.3).

El 24 de agosto de 2016 dicho registro superaba las 300 inscripciones de personas y grupos de interés bajo las categorías sector empresarial y de base asociativa (175), sector de servicios de consultoría y asesoramiento (69), organizaciones no gubernamentales (56), sector científico y de investigación (10) y otros (4). Este registro cuenta con un código de conducta que fija los límites de actuación. Inscribirse no es obligatorio, pero los representantes de las organizaciones privadas que quieran actuar como grupos de presión deberán hacerlo si quieren ser recibidos por los responsables de CNMC.

Un año después, a finales de febrero de 2017, el registro contaba con unos 350 inscritos (CNMC Blog, 2017). El propio organismo señalaba que si bien en su mayoría eran importantes asociaciones empresariales, profesionales y sociales, aún era muy escasa la presencia de empresas del IBEX-35. En este sentido, aseguraba que «[...] no estamos satisfechos porque no están todos los que deberían y que han hecho de la RSC o el Buen Gobierno su forma de presentarse públicamente» (ibíd.). Asimismo, se alude a que los despachos legales «se escudan en el secreto profesional para eludir el registro. No cuestionamos la fuerza de los preceptos constitucionales que amparan esa decisión, esperamos que argumenten iguales motivos en otros futuribles y obligatorios registros que aparecerán en España» (ibíd.).

Por su parte, justo antes de disolverse las Cortes Generales de la XI Legislatura110, el Grupo Parlamentario Catalán (Democràcia i Llibertat) presentó en el Congreso de los Diputados una proposición de Reforma del Reglamento del Congreso para la creación del Registro de los Grupos de Interés o lobbies, que quedó lógicamente en stand by; y en septiembre, el Grupo Parlamentario Ciudadanos presentó la Proposición de Ley Integral de Lucha contra la Corrupción y Protección de los Denunciantes, que incluye más protección para los denunciantes, prohíbe indultos a los condenados y regula los lobbies, a cuya tramitación parlamentaria dio luz verde el Congreso en febrero de 2017. A mediados del mes de julio aún está en tramitación, al igual que la proposición de ley que el Grupo Parlamentario Popular hizo en marzo de este mismo año para modificar el Reglamento del Congreso a fin de regular los lobbies y aumentar la transparencia de las relaciones con los grupos de interés.

No hay que olvidar, por último, el creciente número de lugares en España que, a escala regional e incluso local, están liderando iniciativas en este sentido, como sucede en el caso del Ayuntamiento de Madrid, cuya Ordenanza de Transparencia establece en su artículo 34 la creación de un Registro de lobbies; la Generalitat de Catalunya, que en febrero de este año publicó el Decreto-Ley 1/2017, de 14 de febrero, mediante el que se crea y regula un Registro de Grupos de Interés, o Castilla-La Mancha, cuya Ley 4/2016, de 15 de diciembre, de Transparencia y Buen Gobierno, regula los lobbies. Así, pues es cierto que algo se está moviendo, al fin.

Por otro lado, como se señalaba antes, la necesidad de regular los lobbies también viene marcada por la integración de España como miembro de la Unión Europea. Como recuerda Xifra (2004), el lobbying se practica en las proximidades de los centros de poder, una práctica que, en el caso de la Unión Europea, adquirió su sentido hace cuatro décadas, desde la ampliación de las competencias y el reforzamiento del carácter supranacional de las decisiones tomadas en Bruselas. Cabe destacar aquí el Registro de Transparencia Europeo (figuras 7.4 y 7.5), un sistema voluntario basado en una herramienta pública interactiva, creado por el Parlamento Europeo y la Comisión, para reforzar la transparencia del proceso de toma de decisiones de la Unión Europea y brinda a los ciudadanos y a las personas que trabajan en las instituciones información sobre las organizaciones que participan.

A fecha de 24 de agosto de 2016 contaba con 9.711 organizaciones inscritas (Europa.eu, 2016), desglosadas en consultorías profesionales, bufetes de abogados y consultores por cuenta propia; grupos de presión dentro de empresas y asociaciones comerciales, empresariales o profesionales; ONG; think-tanks, organizaciones académicas y de investigación; representantes de iglesias y comunidades afines; y organizaciones que representan a autoridades locales, regionales y municipales, etc.

De las cerca de 1.000 organizaciones inscritas, casi el 50% son lobbies (4.961), una cifra espectacular. En este sentido, Xifra (2004) añade que los lobistas no son solo asociaciones de intereses, sino que «las grandes empresas tienen sus delegaciones de asuntos públicos en Bruselas, a fin de ejercer el lobbying ante las autoridades de la Unión Europea» (2004: 168), algo que refleja la voluntad de seguir lo más cerca posible las intervenciones comunitarias para defenderse de las decisiones que les puedan afectar.

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FUENTE: ec.europa.eu.

Figura 7.4.—Registro de transparencia europeo (I).

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FUENTE: ec.europa.eu.

Figura 7.5.—Registro de transparencia europeo (II).

7.2.1.3. El plan de lobby

Cualquier empresa que quiera gestionar con profesionalidad y garantías sus relaciones con el regulador, tanto en mercados domésticos como internacionales, debe contar con una estrategia de lobby que contribuya al éxito de su diplomacia corporativa y, por ende, al de sus objetivos. Aunque no es el propósito de este manual profundizar en un ámbito que merecería una investigación aparte, consideramos necesario aportar una serie de ideas generales sobre cuáles pueden darse los primeros pasos para organizar una estrategia de lobby dentro de la empresa. Para ello, deberá contar en primer lugar con información; de ahí que, como señala Cachinero (2011), la compañía tenga que levantar el «mapa de los tomadores de decisiones», es decir:

«identificar a todo aquel que ejerce responsabilidades dentro de las administraciones públicas, que juega un papel en el parlamento nacional o en los autonómicos, o cualquiera de los funcionarios más importantes que trabajan para ellos y toda persona que forma parte de la clase política y que por su responsabilidad directa o indirecta pueda tener algo que decir sobre los asuntos de su interés empresarial» (2011: 148).

Este «mapa de los decisores», que puede generarse gracias al empleo de las herramientas de inteligencia competitiva mencionadas previamente, permitirá a la empresa establecer contacto y ayudar a desarrollar un diálogo constructivo con el regulador, algo que resulta fundamental durante todo el proceso de aprobación de legislación y formulación de políticas públicas. Dicho diálogo contribuirá además a la posibilidad de compartir información fiable sobre las intenciones y necesidades de ambas partes, y a crear así vínculos de confianza. Una vez culminada la primera fase, Cachinero entiende necesaria la aplicación del Plan de Lobby, es decir, la herramienta de gestión directiva de las relaciones de una empresa con el regulador. Para ello deben darse los siguientes pasos (2011: 150):

1.Deben identificarse y priorizarse aquellos problemas regulatorios centrales para un negocio, bien por su potencial impacto en su cuenta de resultados, por la visibilidad política y de medios de comunicación que puedan generar, su alcance geográfico o su posible impacto en los objetivos a largo plazo de la empresa (2011: 149). Xifra (2004) recomienda delegar la labor de mantenerse informado sobre la futura legislación a asociaciones profesionales, pues a veces ni las grandes empresas tienen medios necesarios para hacerlo ellas mismas.

2.Dichos temas deben clasificarse en categorías, según el área de las políticas públicas al que estén referidos: política fiscal, económica, medioambiental, laboral, etc.

3.Se debe crear una hoja de ruta sobre el estado de desarrollo de estos asuntos en la agenda de los decisores (en desarrollo, para la toma de decisiones, para legislar o para litigar, según el caso).

4.Desarrollar las posiciones propias frente a esos retos que pueda plantear el regulador. Aquí Cachinero ve necesario combinar una argumentación sólida, creíble y fundamentada —principios, méritos económico-financieros, sociales u otros— que pueda resistir las opiniones en contra. Para ello es clave conocer y evaluar la posición de los competidores y la identificación de las motivaciones y posiciones de potenciales aliados u oponentes; el fin no es solo definir y articular mensajes, sino tratar de reforzar la relación o acercar posiciones con aquellos.

5.Segmentar las audiencias para el desarrollo de mensajes, y que su transmisión sea lo más consistente, clara, cortés y culturalmente apropiada.

6.Tras el Plan de Lobby, un encuentro con el regulador permitirá que la empresa contribuya en el proceso de formulación de políticas públicas, provea de información útil y contrastada y dé a conocer su posición.

Por su parte, Valiente (2014) destaca la figura del director de public affairs para liderar esta estrategia y el diálogo con las áreas de negocio de la empresa para completar la preparación del plan, aunque no descarta contar con el apoyo de un despacho de lobby experimentado en esta labor, ni tampoco la posibilidad de coordinarse en sus objetivos y buscar alianzas con otros sectores que puedan estar interesados en la misma cuestión. Asimismo, sostiene que una estrategia de public affairs (figura 7.6) resulta «fundamental para el negocio y reputación de la empresa» (2014: 37) y puede proporcionar ventajas competitivas considerables, al permitir a la compañía:

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FUENTE: Political Intelligence, en Valiente (2014).

Figura 7.6.—Pirámide de estrategias de public affairs.

1.Definir y ordenar sus objetivos institucionales (outputs). Por ejemplo, crear un «mapa de contactos» o un «programa de reuniones con el gobierno o el Parlamento».

2.Alinear estos objetivos con la estrategia general de la empresa y sus objetivos de negocio.

3.Fijar las actuaciones a desarrollar a fin de alcanzar los resultados (outcomes) buscados, que deben ser evaluables, razón por la que deben contar con indicadores de éxito medibles y revisables. Un resultado puede ser una declaración pública de un ministro en línea con la visión de la empresa sobre una reforma concreta, la participación de esta en un grupo de trabajo del gobierno para reestructurar el sector, o quizá una pregunta parlamentaria de un diputado que fuerce al gobierno a posicionarse.

4.Diseñar un calendario de actuaciones, asignar un presupuesto a las mismas, dedicar los recursos internos necesarios para implementarlas y coordinar su ejecución con el resto de la compañía (2014: 37).

Finalmente, una vez ejecutada la estrategia, Valiente considera crucial medir en el largo plazo y evaluar los resultados. Para ello propone un seguimiento, con el fin de verificar si esta estrategia permite a la empresa elevar su posicionamiento institucional, es decir, incrementar su reputación institucional, y consecuentemente crecer conforme a la curva de éxito en public affairs (figura 7.7).

Señala que en una primera fase la empresa debe centrar su estrategia en el seguimiento exhaustivo de aquellas iniciativas políticas y legislativas que puedan afectar a la empresa o a cualquiera de sus áreas de negocio, lo que le va a permitir «anticipar riesgos regulatorios, tomando las decisiones adecuadas que le permitan minimizarlos [...] y detectar oportunidades que, bien aprovechadas, redundarán en una mejora de la situación competitiva de la empresa» (2014: 41). En un nivel superior, la elaboración de un mapa de contactos y el desarrollo del programa de contactos facilitarán a la empresa el acceso a los decisores en el entorno político. También los decisores podrán conocer a la empresa, su visión y filosofía, y cómo puede contribuir a la consecución de los objetivos del sector público.

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FUENTE: Political Intelligence, en Valiente (2014).

Figura 7.7.—Curva de éxito en public affairs.

A medida que se avance en la ejecución de la estrategia, la empresa debe ir desarrollando una relación de asociación con los stakeholders clave que facilite su posicionamiento como un interlocutor relevante y de referencia con los decisores políticos. Esto hará que gradualmente la empresa pueda influir en las iniciativas políticas y regulatorias, y desarrollar la capacidad de introducir propuestas en la agenda política. Según Valiente, estas actuaciones harán que la empresa, a medio y largo plazo, no solo mejore su reputación institucional, sino que «lidere cambios políticos y normativos que mejoren su entorno de negocio de modo profesional, ético, responsable y transparente» (2014: 42).

Perfil profesional del lobista

Por otra parte, cabe preguntarse en este punto qué perfil profesional puede necesitar una persona o el equipo de una empresa para realizar las funciones de lobby. Parafraseando a Norman Broadbent, Córdova (2014b) señala que «el lobista perfecto depende de sus habilidades personales en un 70% y el 30% restante de su conocimiento y experiencia». Con otras palabras, este mismo investigador (2014b) califica la profesión de lobista como la de un «escultor de intereses; [...] hecha de sensibilidad pública, habilidades sociales, conocimientos políticos, jurídicos y de comunicación» (2014: 53), y pone de relieve la exigencia de su profesionalización, así como de la ética y la transparencia en su desempeño.

A partir de diferentes ofertas de trabajo en empresas y EMN de Estados Unidos para el puesto de director de Government Affairs, este investigador (2014b) sintetiza una serie de habilidades y cualidades exigidas de forma repetida a los candidatos y que, por tanto, componen la base del perfil del lobista. Entre estas habilidades destacan las siguientes:

Conocimiento y sensibilidad política y estar familiarizado con las estructuras de gobierno del país.

Excelentes dotes comunicativas a nivel oral y escrito.

Excelentes dotes interpersonales para establecer contactos y tratar con las personas relacionadas con la empresa, incluyendo políticos, funcionarios y representantes de organizaciones sociales.

Pensamiento crítico, analítico y amplio para diseñar las estrategias más adecuadas a los intereses de la organización que representa.

Habilidad para ejecutar proyectos de manera eficiente, cumpliendo con períodos de tiempo cortos.

Espíritu proactivo, con habilidad para trabajar de manera independiente y supervisar varios proyectos a la vez.

Capacidad de extraer y sintetizar información valiosa de múltiples fuentes, así como de encontrar soluciones creativas a problemas complejos.

Habilidad para organizarse y gran capacidad motivacional.

Trabajador en equipo.

Buena presencia para representar a la organización al más alto nivel.

Por su parte, Ureña (2014: 56-59) destaca diez aspectos clave que debería tener hoy un buen lobista, y que se enumeran a continuación:

Capacidad de síntesis.

Comunicación eficaz.

Conocimiento de los procesos legislativos.

Dominio del funcionamiento de la vida política.

Capacidad de adaptación al cambio, concretamente en relación a las nuevas herramientas de comunicación social, que han alterado los procesos de comunicación, movilización e influencia.

Entendimiento del funcionamiento de los medios de comunicación, así como saber qué es noticia y qué no lo es.

Visión estratégica y metodología, con el fin de poder tener una visión de conjunto y anticiparse a los hechos, las acciones y reacciones, e interpretar el contexto social y político.

Capacidad de generar consensos. Debe ser un hábil negociador capaz de armonizar las legítimas aspiraciones de todas las partes en un conflicto.

Visión internacional, debido a que los desafíos a los que se enfrenta toda empresa son cada vez más globales.

Principios éticos y transparencia, ante los recelos que aún pueda generar la actividad del lobby.

En cuanto a la formación que es clave, Córdova (2014a) indica que el lobista debe tener conocimientos jurídicos, políticos y del área social y comunicacional.

Tendrá que conocer a la perfección los procesos legislativos, así como las leyes y la jurisprudencia de los asuntos de interés de los clientes. De hecho, cabe advertir que el departamento encargado del lobby comienza a actuar cuando, por ejemplo, se aprueba un Proyecto de Ley que afecta inesperadamente a su sector profesional o a su ámbito de interés. A partir de ese momento es cuando se asesora sobre las posibilidades de dar a conocer a los parlamentarios las consecuencias negativas del proyecto y de introducir cambios legislativos a lo largo del proceso de aprobación de la ley. El conocimiento jurídico es, pues, fundamental.

En segundo lugar se hace necesario tener conocimientos políticos y sobre la Administración Pública, no solo en cuanto al funcionamiento de los poderes públicos —legislativo y ejecutivo, principalmente—, sino además «los mecanismos de los partidos políticos, sus procesos internos de decisión, la gestión de los tiempos políticos (campañas, elecciones), e interpretar las decisiones públicas» (2014: 51-52), algo que no debe ceñirse al ámbito regional o estatal de un Estado, sino también a otros Estados e instituciones públicas transnacionales.

Asimismo, este investigador afirma que un lobista debe tener conocimientos del ámbito social y comunicacional para poder mantener relación directa con todos sus stakeholders y con la opinión pública a través de los medios de comunicación, lo que permitirá fortalecer la legitimidad social de su empresa. En este sentido, Caso (2014) cree que los lobistas «deben ser, ante todo, expertos en comunicación política» (2014: 45), ya que sus interlocutores «son los organismos públicos, las asociaciones sociales, sindicales o patronales, así como las ONG» (ibíd.)

Además de estos requisitos, Córdova (2014a) menciona que para ser lobista se necesita tener vocación pública o inquietud por el interés público, ya que «sus iniciativas y acciones tienen como finalidad influir en lo que se convertirá en una decisión pública que afectará a millones de ciudadanos o a un sector social o empresarial» (2014: 53), por lo que no puede ser indiferente, sino que se le debe exigir un gran ejercicio de responsabilidad.

Como ha podido comprobarse a lo largo de estas páginas, los instrumentos de la diplomacia corporativainteligencia competitiva, networking con los stakeholders externos, gestión de reputación corporativa y lobby— cuentan con diversos elementos en común y establecen sinergias que permitirían su integración en el diseño de una política exterior corporativa. Por ejemplo, Navarro y García (2015) señalan que para la gestión de los asuntos públicos —es decir, influir a través de acciones de lobby sobre el proceso regulatorio que afecte a las actividades de una empresa— se requiere, sobre todo, información y capacidad de anticipación, por lo que es necesario en primer lugar «el análisis continuo del contexto social y político» (2015: 37) a través de la monitorización y el trabajo de inteligencia; en segundo lugar, también consideran fundamental:

«analizar desde fuera de la organización su grado de notoriedad, el conocimiento y la valoración que de ella se tiene, así como su nivel de credibilidad para el asunto o asuntos sobre los que pretendemos ejercer influencia» (2015: 38).

En otras palabras, para gestionar los asuntos públicos de la empresa esta va a necesitar también gestionar su reputación corporativa, y después contar con una buena «identificación del mapa de influencia sobre el que intervenir» (ibíd.), o, con otras palabras, una estrategia de networking sobre los stakeholders externos. En este sentido, consideramos que, dada la necesidad de actualización constante de estos instrumentos —en la medida en que también son constantes los riesgos e incertidumbres en el entorno no de mercado—, estos deben desarrollarse de manera cíclica.

Una vez analizadas las herramientas fundamentales para implementar una estrategia de DC en la empresa, se analizará dónde pueden integrarse dentro de la estructura organizativa y quién será el encargado de ponerlas en práctica.

 

Cuestiones en clave diplomática

¿Cómo puedes ganar y perder tu reputación?

MARTA CARRIÓ1

Se reconoce a una empresa con reputación favorable no solo por haber cumplido de manera consistente las expectativas de sus stakeholders principales, sino, también, por superarlas. Algo que genera confianza, una confianza que rige nuestras vidas tanto a nivel personal como profesional.

La reputación es un activo tan importante para las organizaciones porque el éxito de un negocio, sin duda, requiere confianza entre las diferentes partes implicadas, así como la voluntad de cooperar. En cierta medida, podríamos decir que la reputación de una empresa contribuye a decidir cuándo y con quién queremos establecer una relación. A pesar de que el comportamiento humano es sensible al contexto y nos puede parecer que lo mejor es evaluarlo a través de nuestra propia intuición, la realidad es que la reputación nos ayuda a tomar mejores decisiones, dado que indica el nivel de confianza percibida que tenemos hacia algo o alguien.

Es por ello que, cuando el dinero y los recursos están sobre la mesa, basarse en la reputación de una empresa nos puede ayudar a valorar su nivel de confiabilidad y, por tanto, a mejorar la probabilidad de éxito en la toma de una decisión concreta.

Esto es así porque la reputación es un indicador que valora el grado de integridad que una organización ha mantenido en el pasado y hasta la fecha. Es evidente que la integridad no es un rasgo estable, sino que depende de las circunstancias. A pesar de ello, hay una tendencia que apunta que quienes han sido justos y honestos en el pasado son más proclives a continuar siéndolo en el futuro.

Pero para confiar o no en otro la integridad no es suficiente; la competencia también es un aspecto fundamental. En otras palabras, las intenciones honorables no importan si las capacidades de una organización no están a su la altura. De nuevo la reputación es un predictor sólido en esta dirección. Lo es porque las capacidades suelen ser bastante estables y no están sujetas a un cálculo moral.

Dado que las empresas con una reputación favorable generan confianza por su integridad y competencia, son más capaces de atraer el talento, establecer unos precios más altos y mantener un mayor rendimiento financiero. Sin embargo, estas empresas también se enfrentan a una mayor presión para lograr un crecimiento rápido. Esta presión es, en la mayoría de casos, lo que puede llevar a poner en peligro su reputación. Y ello se produce por la toma de decisiones que afectan a la competencia o la integridad de la compañía que tanto esfuerzo y beneficios a lo largo del tiempo les han implicado.

Microsoft, por ejemplo, es una empresa que siempre ha gozado de una gran reputación. La compañía tiene líneas de negocio líderes en Windows y Office, una enorme rentabilidad y es un imán de atracción de los mejores talentos. A finales de la década de los noventa, la reputación de Microsoft parecía indestructible, gracias a la gran confianza de los stakeholders en relación al crecimiento de la compañía. Pero solo unos años después se empezó a considerar una organización en declive, a pesar de triplicar sus ventas y sus beneficios, debido a los diferentes grados de éxito en la estrategia de diversificación de sus líneas de negocio. Por ejemplo, en esos tiempos Microsoft adquirió Nokia y Skype, pero no pudo convertir estas inversiones en sólidos negocios de éxito, lo que puso en entredicho la competencia de la compañía en su toma de decisiones.

Por otro lado, el escándalo de las emisiones de Volkswagen (VW) muestra que ninguna empresa, aunque sea importante y consolidada, es inmune a una crisis cuando la presión para crecer afecta a su integridad. Es sabido que una crisis puede surgir de cualquier parte: accidentes industriales, errores de diseño, una mala comunicación, entre otros ámbitos. Pero, como VW descubrió, las crisis más difíciles de gestionar son las que derivan de un escándalo corporativo, como son la infracción deliberada, la falta de una conducta organizacional ética o los actos delictivos realizados por los empleados o cargos directivos, por citar algunos ejemplos.

Este tipo de escándalos provoca un profundo sentimiento de indignación, cuestionan la integridad de la organización y, consecuentemente, la posicionan en el centro de atención de una forma muy negativa. En consecuencia, suelen provocar renuncias a nivel directivo, así como importantes cambios organizacionales. Lo primero proporciona el «castigo» a ojos del «espectador». Lo segundo manifiesta el compromiso de que ello nunca va a volver a suceder, así como la voluntad de recuperar de forma creíble la confianza de los clientes y otros públicos relevantes de la empresa.

La pérdida de la confianza por falta de competencia y/o integridad suele estar en el origen de la pérdida de una reputación favorable. La manera como la organización actúa y responde cuando las cosas van mal puede marcar la diferencia: la recuperación de la reputación perdida solo va a lograrse a través del cambio demostrable y el compromiso firme con la reconstrucción de la confianza mediante una performance adecuada, sólida, fiable e íntegra.

* * *

Cómo poner en marcha un programa de lobby empresarial

JOSÉ RAMÓN CASO2

Como hemos ido viendo a lo largo del capítulo, cada vez son más las empresas y organizaciones que reconocen la importancia de relacionarse con los públicos institucionales como parte de su estrategia de marketing y comunicación. Hoy en día, las organizaciones saben que pueden verse afectadas por decisiones tomadas en la Unión Europea, en las Cortes Generales, en los Ministerios o en los órganos de las Administraciones Autonómica y Local.

Partiendo de este hecho irrefutable, cabe preguntarse cómo debe ponerse en marcha un programa de lobby. A menudo se tiende a pensar que la actividad de lobby se centra en conseguir una reunión con un legislador o con un miembro de la administración pública para intentar persuadirle en un tema concreto, pero la realidad es que esta actividad requiere una estructura y metodología de trabajo que, indudablemente, rinde mejores resultados cuando se configura y desarrolla con objetivos a medio y largo plazos.

En esta metodología hay una serie de fases que cabe clasificar de la siguiente manera:

1. Mapping de stakeholders institucionales.

Es necesario identificar correctamente a los actores que pueden influir en una determinada decisión legislativa o ejecutiva que nos puede afectar: personas clave en determinados ministerios, portavoces parlamentarios… Es básico establecer relaciones fluidas con ellas, pues eso facilitará enormemente el acceso cuando surge la necesidad de transmitir determinada información sobre una materia concreta.

2. Monitoring.

Es la información anticipada o, lo que es lo mismo, el intelligence. Por ello es importante hacer un seguimiento intensivo de las iniciativas, las declaraciones y los documentos de trabajo que emanan de los diferentes agentes políticos que nos pueden afectar y, por supuesto, de los medios de comunicación, ya que, con frecuencia, hechos que tienen gran notoriedad en los medios desencadenan acciones políticas.

3. Definición de la estrategia.

Este es el punto clave para conseguir los mejores resultados. Sin los pasos previos es difícil hacer una estrategia verdaderamente ganadora, clara y realista. La manera de acercarse a los decisores y el enfoque del plan tienen que quedar definidos en esta fase. Con el plan en marcha, la estrategia debe guiar las acciones y ser revisada periódicamente para adaptarla a los nuevos escenarios, aliados o detractores que encontremos.

4. Storytelling.

La articulación institucional de los mensajes que queremos trasladar es de enorme trascendencia. Por ello, definir muy bien los mensajes, nuestro posicionamiento argumentado sobre una materia, ofreciendo datos relevantes y con posibles soluciones a un problema, es clave. En este sentido, si lo que se trata, por ejemplo, es de influir en algunos aspectos de un proyecto de ley, es muy importante la preparación de las enmiendas y los argumentos que las sustentan para ser sometidos a la consideración del Gobierno o de los diferentes grupos parlamentarios.

5. Elección de los instrumentos de comunicación.

Una vez establecida la estrategia, debemos definir qué instrumentos de comunicación son los adecuados. En algunas ocasiones se tratará del diseño de un plan de encuentros individuales o la realización de eventos institucionales (visitas a centros de I+D, desayunos con diputados, etc.), o bien la participación en foros y en grupos de trabajo donde se definen líneas futuras de actuación política, o la elaboración de position papers y newsletters adaptadas al público institucional. Lo más frecuente es la mezcla adecuada de todos ellos (y muchos otros que nos ofrecen hoy día las redes sociales).

Caso real. Desnutrición relacionada con enfermedad (DRE)

Veamos estas fases con un ejemplo real de una sociedad científica y una fundación. Su objetivo era concienciar a los decisores sanitarios acerca del problema de la desnutrición relacionada con la enfermedad (DRE) y posicionar a España como líder en el abordaje de la DRE. Problema existente en todo el mundo, pero totalmente desconocido en muchos ámbitos sanitarios. Contábamos con estudios relevantes, así como la acción llevada a cabo en Holanda, donde una actividad coordinada y con implicación de las autoridades estaba dando frutos.

En España, además de hacia las autoridades nacionales, era necesario encaminar la estrategia hacia las comunidades autónomas, ya que aglutinan competencias en sanidad. También había que integrar a la comunidad médica, enfermería, farmacia y a los pacientes.

La estrategia que definimos fue crear una alianza nucleada por un grupo de trabajo de expertos médicos en desnutrición que trabajaran en cada comunidad autónoma. En la actualidad hay 37 médicos activos por toda España ejerciendo de portavoces del proyecto. A la vez queríamos atraer a las organizaciones clave para generar conjuntamente los materiales de difusión y el diseño del plan con las autoridades. La alianza cuenta en estos momentos con 11 sociedades científicas, la Alianza General de Pacientes y una fundación.

Se identificó a actores institucionales responsables en materia de calidad asistencial, gestión de hospitales y residencias, así como a otros que trabajan en estrategias nacionales de enfermedades cuyo tratamiento mejoraría en caso de un abordaje correcto de la DRE.

Otra decisión estratégica fue crear herramientas que mostraran las vías de trabajo para poder abordar el asunto en cualquier nivel asistencial. Así, se creó una web para difundir los materiales desarrollados, guías de implantación, artículos y noticias de interés, links con páginas internacionales... Además, se edita una e-newsletter que se envía a todos los contactos institucionales y se organiza una jornada anual de debate con responsables institucionales sobre las diferentes iniciativas. Se han realizado más de 200 reuniones con decisores nacionales y regionales.

El trabajo desarrollado ha generado resultados esperanzadores: un documento consensuado en el Ministerio para el abordaje de la DRE, se han establecido métodos de cribado en hospitales de cuatro comunidades autónomas, y en otras la DRE se ha incorporado en los planes de atención a la cronicidad, además de iniciativas parlamentarias a escalas nacional y autonómica. El impulso de la alianza ha hecho que actualmente haya cuatro sociedades científicas nuevas que han pedido su incorporación.

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La oportunidad de regular, ahora, el lobbyen España

ESTEBAN EGEA SÁNCHEZ3

Como bien se indica en el cuerpo de este capítulo, tras algunos de los intentos de regulación del lobby en España de los últimos años, asistimos hoy a varias iniciativas que han iniciado ya esa regulación, tanto a nivel sectorial como en algunos territorios. Para empezar, debemos dejar claro que hablamos del lobby profesional, no de las acciones delictivas o impropias que algunos, especialmente en los medios de comunicación, llaman lobby, bien por simplificar, bien por desconocimiento.

La influencia ante los decisores públicos respecto a las opiniones o los intereses de las personas físicas o jurídicas siempre ha existido —de hecho, es uno de los oficios más viejos del mundo— y siempre existirá. Es más, es parte del derecho a la libertad y la igualdad de cualquier ciudadano o de los grupos de la sociedad civil en los que se integra, como recoge hoy en España el artículo 9.2 de nuestra Constitución.

La diferencia está en si se ejerce de forma que ayude a la consideración con la máxima transparencia, con luz y taquígrafos, de todas las opciones posibles y las ventajas e inconvenientes de cada una de las opciones en discusión en la arena pública, de forma que se tomen las mejores decisiones posibles por parte de las autoridades responsables de decidir el interés general, o que se realice en las oscuridad de las cloacas, donde cualquier irregularidad es posible y difícilmente detectable.

Regular el lobby significa exactamente eso: llevarlo de la oscuridad de las cloacas a la plena luz del día, de forma que sea controlable por la opinión pública y por cada ciudadano y pueda aportar todos sus potenciales beneficios.

Muchos son los intereses que se oponen a su regulación: desde aquellos que, por una u otra razón, ya tienen un acceso privilegiado a los decisores públicos y temen mayores dificultades o mayor competencia si este se regula, a —mucho peor— aquellos que tratan de obtener ventajas personales, económicas o políticas ilegales y que saben que lo tendrían mucho más difícil con normas claras y transparentes de acceso a los responsables públicos.

Y es aquí donde se obtienen las razones de por qué, ahora, se abre la ventana de oportunidad de una buena regulación del lobby en España, algo que resumiré en dos razones íntimamente ligadas entre sí y una tercera relacionada con nuestro entorno.

La primera, aunque resulte paradójico, tiene que ver con el alto nivel de corrupción que perciben en su entorno los ciudadanos y que les hace reclamar insistentemente medidas tajantes que lo eviten y lo corrijan. Correctamente entienden que la falta de normas, claras y transparentes, de acceso y diálogo entre los individuos, la sociedad civil y sus representantes en las instituciones es utilizada por criminales sin escrúpulos, mal llamados lobistas, para ejecutar sus fechorías, y esto ejerce presión sobre la clase política, que necesita demostrar que trabaja para evitarlo.

Y, por otra parte, muy ligada a esta, es la amplia mayoría —sí, amplia— de políticos decentes que cada vez necesitan más de claras normas que les separen el trigo de la paja y que les permitan filtrar y alejar a los delincuentes y sinvergüenzas, y tener una relación adecuada con los profesionales del lobby, que les pueden proporcionar todo el conocimiento sobre las diversas consecuencias posibles sobre un tema concreto. Para que, así, puedan tomar las decisiones que lleven a crear las mejores leyes y las mejores decisiones del poder ejecutivo en beneficio de todos los ciudadanos y del conjunto de su país.

En tercer lugar, en los últimos informes de recomendaciones específicas por país (REP) de la Comisión Europea, en las que recoge las propuestas dirigidas a los Estados miembros para fortalecer sus finanzas públicas y hacer frente a los desequilibrios económicos, se reclama a España la necesidad de regulación del lobby como un instrumento necesario para luchar contra la corrupción y mejorar la transparencia de las decisiones públicas, lo que pone al Gobierno de España en la situación de tener que explicar periódicamente sus acciones al respecto.

Así que, esta es la hora, esta la ventana de oportunidad. Aprovechemos las iniciativas de regulación en marcha y construyamos un entorno donde consigamos las mejores decisiones públicas y donde la democracia española obtenga un importante instrumento para su regeneración.

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Nuevos retos y grupos de interés: las Entidades de Dinero Electrónico en España

ALEJANDRO CASTILLA4

Antes de tratar de explicar qué son las Entidades de Dinero Electrónico y su papel en España, sería bueno saber qué se entiende por dinero electrónico. La primera directiva europea al respecto (2000/46/CE, de 18 de septiembre) lo define ampliamente, aunque lo resumiré como un nuevo instrumento financiero que permite a los usuarios realizar pagos y transferencias, de cuenta a cuenta, a través del teléfono móvil o de cualquier otro dispositivo electrónico. Nace, pues, como una nueva alternativa en el ecosistema de pagos, con la idea de convivir en los próximos años con la tarjeta, con la que no necesariamente competirá, sino que ambos sistemas se complementarán y ayudarán a la transformación digital en los medios de pago, propiciando la reducción del uso de efectivo en las transacciones y, por tanto, la mejora, al provocar una menor dimensión de la economía sumergida. En este sentido también influirá en su crecimiento la muy probable promulgación de nuevas medidas regulatorias estatales para reducir el volumen y el importe de las transacciones en efectivo.

Decir que estos sistemas de pago convivirán durante años no es adivinar mucho, pues en Europa a finales de 2015 ya existían más de 300 millones de tarjetas financieras en circulación, de las que 70 millones fueron emitidas en España (44,5 millones de crédito y 25,1 millones de débito), y no se prevé que la irrupción de nuevos actores y sistemas de pago pueda eliminar un sistema tan arraigado y en crecimiento en nuestro entorno europeo, y concretamente en España, donde en 2015 se emitieron 2,2 millones de plásticos nuevos con respecto al año anterior, según el Informe AFI-Tecnocom 2016.

La aparición en el mercado comunitario de los primeros instrumentos de prepago electrónicos produjo el debate y posterior adopción de la Directiva 2000/46/CE, de 18 de septiembre, ya mencionada. El propósito entonces era crear un marco jurídico claro y armonizado que fortaleciera el mercado interior y estimulara la competencia en el sector de la emisión de dinero electrónico, garantizando un nivel de supervisión prudencial adecuado. En España se incorporó a nuestro ordenamiento a través del artículo 21 de la Ley 44/2002, de 22 de noviembre, de medidas de reforma del sistema financiero, y el Real Decreto 322/2008, de 29 de febrero. Ambas respondían al propósito principal de estimular la competencia y abrir el sector de la emisión de dinero electrónico a instituciones distintas de las bancarias, permitiendo la creación de un nuevo tipo de entidades, las entidades de dinero electrónico, a fin de beneficiar en última instancia al consumidor final y caminar hacia una homologación en el sistema de pago europeo.

Desde entonces —y ya han pasado 17 años— hemos visto el desarrollo de nuevas directivas europeas, como son las 2005/60/CE, 2006/48/CE, 2007/64/CE, 2009/110/CE y sus correspondientes transposiciones en España, siendo las últimas la Ley 21/2011, de 26 de julio, y el Real Decreto 778/2012, de 4 de mayo.

Para ser una entidad de dinero electrónico en España hay que someterse a un régimen de autorización que otorga el Ministerio de Economía y Hacienda, tras informe favorable del Banco de España. Este proceso es complejo y somete al grupo promotor a un análisis profundo de sus sistemas, procedimientos, estructura, solvencia e idoneidad para garantizar que la entidad va a ejercer una gestión sana y prudente, y así asegurar la estabilidad y seguridad del sistema financiero. En España hay, en la actualidad, solo cinco entidades de dinero electrónico autorizadas y registradas en el Banco de España, y dos extranjeras con establecimiento. Este escenario es muy diferente en relación a otros países europeos, donde el número de entidades es bastante superior.

Las entidades de dinero electrónico pueden no solo emitir dinero electrónico, sino también otras actividades, como la apertura de cuentas de pago y todas las operaciones necesarias para la gestión de la propia cuenta de pagos, como la ejecución de adeudos domiciliados, la emisión de transferencias, la emisión de tarjetas de pago (débito, crédito o prepago), la instalación de terminales punto de venta (TPV) en comercios físicos y electrónicos, o incluso la instalación de cajeros automáticos. Para poder realizar tales actividades, como proveedores de servicios de pago que son, se debe acceder a servicios de infraestructuras técnicas de sistemas de pago, en España llamado Servicio Nacional de Compensación Electrónica (SNCE), dado que, además, sus procedimientos internos, analizados previamente por el Órgano Regulador, son tan sólidos como para enfrentarse a todo tipo de riesgo y cumplir los requisitos pertinentes, a fin de garantizar la integridad y estabilidad del SNCE.

Pues bien, la realidad es que ninguna de las entidades de dinero electrónico autorizadas en España ha podido realizar una domiciliación o emitir directamente una transferencia desde la propia transposición de la directiva europea, a pesar de que en el preámbulo de la Directiva de servicios de pago 2007/64/CE estuviera recogida la necesidad de garantizar la igualdad de trato para todos los proveedores autorizados de servicios de pago.

La transformación digital de los medios de pago en los últimos años ha traído consigo importantes retos, en gran medida generados por un entorno de mayor competencia y complejidad, provocando que la propia evolución del sector haya ido por delante del marco regulatorio; esto ha hecho imprescindible establecer nuevas disposiciones para solucionar las lagunas legales y aportar, a la vez, condiciones operativas equivalentes a todos los actores implicados en los medios de pago, de forma que se pueda llegar a un mayor número de consumidores y asegurar así su protección en el uso de esos servicios de pago en toda la Unión Europea. El resultado es el nuevo marco regulatorio definido en la Directiva 2015/2366, de 25 de noviembre, en cuya transposición España tiene de plazo hasta finales de 2017.

Este nuevo marco regulatorio es una oportunidad para las entidades de dinero electrónico españolas, pues abre la posibilidad de realizar en todo el sector las acciones oportunas para que la transposición final que se realice en el anteproyecto de ley español recoja, de forma fiel y adecuada, todos los parámetros que los considerandos de la citada Directiva establece, y no como ocurrió en la transposición de la Directiva 2007/64/CE, donde la ausencia de efectividad práctica de la LSP española, tanto en la Ley 16/2009 como en la 21/2011 y los Reales Decretos 708/2010 y 778/2012, fue total. Es una pena que aquella directiva quedara en España cercenada por la propia transposición, pues no se tomaron las adecuaciones necesarias en la ley de firmeza o en los estatutos de Iberpay, empresa participada por las entidades de crédito españolas que tiene delegadas por el Banco de España las competencias del SNCE. El resultado es que hoy, en España, y a diferencia de lugares como Bélgica, Inglaterra o Francia, las entidades de dinero electrónico nacionales no pueden realizar parte de los servicios de pago establecidos en dichas leyes. De hecho, el sistema español, en contra de la tendencia europea, ha eliminado la posibilidad de acceder al SNCE a proveedores de servicios de pago distintos de las entidades de crédito, situación denunciada no solo por el sector, a través de alegaciones al anteproyecto, sino también por la Autoridad Catalana de la Competencia (ACOO), para quien existen restricciones a la competencia en el segmento financiero minorista.

En la misma línea de limitación de la competencia a las entidades de dinero electrónico españolas se suma el hecho de que el Consejo Europeo de Pagos (European Payments Council) está en fase de consulta de un nuevo servicio de pago denominado Instant Credit Transfer (SCT Inst) Scheme, que por supuesto está basado en SEPA y cuyo requisito básico es pertenecer a los esquemas de pago nacionales. En España, varias entidades de crédito han lanzado su propia plataforma denominada BIZUM, que conlleva el pago directo a particulares y comercios, que para la adhesión se exige ser entidad de crédito y pertenecer al SNCE, hecho hoy imposible en España para las entidades de dinero electrónico cuando también poseen la tecnología para realizar esta actividad igualmente a través del dispositivo móvil, de cuenta a cuenta.

Desde el sector creemos firmemente que la transposición pendiente de la nueva Directiva Europea 2015/2366, PSP2, recogerá las alegaciones presentadas, y que se tomarán las medidas necesarias, pero no limitativas, para que las entidades de dinero electrónico puedan estar presentes como representadas en el SNCE, al igual que ya están presentes en el sistema de pagos de los esquemas 4B, Servired y Euro6000, los cuales exigen, en función del negocio de cada una de estas entidades, las garantías suficientes, y de esta forma poder competir y beneficiar en definitiva al consumidor final español, que podrá tener diferentes alternativas para elegir sus proveedores de servicios de pago, al igual que en otros países europeos.

NOTAS

1 Marta Carrió es PhD en Gestión de la Reputación y Partner_PLAN/BLOC QUATRE.

2 José Ramón Caso es CEO de Ketchum Public Affairs.

3 Esteban Egea es secretario de la Junta Directiva de APRI (Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales).

4 Alejandro Castilla es presidente de la Asociación Española de Dinero Electrónico. Ha sido director general de Banco Pichincha España, así como directivo en diversas entidades financieras.

 

Resumen del capítulo (ideas principales)

Las imágenes particulares que los stakeholders tienen de la excelencia de una empresa se combinan para crear su reputación corporativa, elemento diferenciador que se convierte en una ventaja competitiva.

La reputación corporativa, como instrumento de la diplomacia corporativa, surge de confrontar lo que la empresa dice que hará con lo que hace, y con la opinión que los stakeholders tengan de ese comportamiento.

Una empresa del siglo XXI, bien liderada, gestiona de forma proactiva su reputación corporativa para aumentarla, a través del análisis de las percepciones de sus stakeholders y su integración en la toma de decisiones, porque incrementa el valor de la empresa en muchos aspectos.

La reputación corporativa debe comunicarse entre todos los stakeholders para que sea una fuente de valor para la empresa.

El capital relacional representa la fuerza y la lealtad de los vínculos de una empresa con sus diversos stakeholders, y en especial con las agencias reguladoras que estabilizan muchos mercados.

Cualquier empresa que quiera gestionar sus relaciones con las agencias reguladoras, para influir en sus complejas decisiones debe contar con una estrategia de lobby que contribuya al éxito de su diplomacia corporativa, y por tanto a crear, reforzar y cambiar las reglas del mercado.

Una buena estrategia de public affairs resulta fundamental para incrementar la reputación corporativa, y puede generar ventajas competitivas.

Las empresas deben desarrollar una relación de asociación con los stakeholders que les permita ser un interlocutor relevante, y de referencia, con los decisores políticos, e introducir propuestas que mejoren su entorno de negocios de modo ético, responsable y transparente.

NOTAS

92 Villafañe ofrece la siguiente definición de identidad corporativa: sería «la síntesis de la historia de la organización, de su estrategia o proyecto empresarial vigente y de su cultura corporativa» (2004: 30).

93 Andema (Asociación para la Defensa de la Marca), Cámara de Comercio de España. http://andema.camaras.org/?q=content/que-son-las-marcas. Se indica que esta es su función principal, según el artículo 4.1 de la Ley 17/2001, de marcas, pero que las marcas cumplen otras funciones, como las de indicar el origen empresarial del producto, servir como elemento publicitario, informar sobre el producto o sintetizar el prestigio o el buen hacer del fabricante.

94 Según Villafañe (2004), el liderazgo reputacional es «la atracción racional y emocional que hace que una empresa sea la opción preferida para trabajar, comprar, invertir y compartir vecindad en un mismo territorio» (2004: 138).

95 Para Garicano (2011), el riesgo reputacional es «el impacto favorable o desfavorable que un determinado evento o suceso puede causar en la reputación de la empresa» (2011: 132).

96 Para Reputation Institute (2012), las percepciones públicas generan comportamientos favorables, por lo que la RC genera apoyo, que se traduce en resultados empresariales. Sus estimaciones en 2007 indicaron que en Estados Unidos una variación del 1% en las percepciones públicas conllevaba a un aumento del apoyo en otro 1%, lo que genera una mejora del 1,3% en las ganancias. Hasta qué punto una empresa está dispuesta a invertir en RC para llegar a ese 1,3% más de beneficios dependerá, entre otras cosas, de su tamaño. Según recuerdan, una empresa como Best Buy, que en el año 2008 tenía un valor de mercado de 17.000 millones de dólares, hubiera proyectado un aumento de 220 millones con ese 1,3% procedente de una buena reputación, una cifra nada desdeñable.

97 En su web (http://www.merco.info/es/que-es-merco) indica que KPMG realiza revisiones independientes de su proceso de elaboración y resultados, según la norma ISAE 3000.

98 Para profundizar en la macro, véase Villafañe (2004: 141-142).

99 Se trata del «estado de opinión que una empresa pretende construir en la mente de sus stakeholders como el resultado de una relación eficaz con ellos, orientada a satisfacer las metas contenidas en su visión reputacional» (Villafañe, 2014: 152).

100 El llamado capital relacional es un concepto estudiado dentro de la lógica del capital intelectual y cuyo valor reside en lo que aportan las relaciones (Brooking, 1996; Sveiby, 2000; Carson et al., 2004; Youndt et al., 2004). Habitualmente, se considera que el capital intelectual de una empresa consta de tres elementos: el capital humano, el capital estructural y el capital relacional, que hacen referencia al conocimiento individual, organizativo e interorganizativo, respectivamente. Delgado-Verde et al. (2011) incluyen el conocimiento surgido como consecuencia de las relaciones personales e informales mantenidas entre los empleados de la empresa dentro del capital social (2011: 208), por lo que definen el capital relacional como «el conjunto de conocimientos debido a las relaciones institucionales que mantiene una empresa con otros agentes (clientes, proveedores, aliados) y que le reporta un valor y una base de conocimientos necesarios para realizar su actividad de manera más eficiente» (2011: 209). La importancia de este tipo de capital ha llevado a algunos autores a intentar medir el valor de estas relaciones para la empresa. Gummensson (2004) define el Return on Relationship (ROR) o Ingreso por Relaciones como una medida del resultado neto a largo plazo originado por el establecimiento y mantenimiento de las relaciones en red de una empresa. Asegura que el ROR ayudaría a la empresa a determinar si realmente debe invertir tiempo y dinero en mantener una relación concreta o si, por contra, esa relación no le está siendo productiva.

101 En España, el gobierno anunció en febrero de 2012 la unificación de los organismos supervisores existentes en nuestro país en la Comisión Nacional de Mercado y Competencia.

102 Xifra (2004) define lobbying como «un proceso de comunicación persuasiva (el objetivo es influir y predisponer al receptor) que se concreta en la relación con los poderes públicos» (2004: 155). Ejercer esta actividad es «relacionarse y negociar con un público concreto de las organizaciones: el poder político, tanto el legislativo como el ejecutivo» (2004: 156), con el fin de «intervenir en el proceso de toma de decisiones públicas» (ibíd.).

103 Sin olvidar otros importantes centros de decisión, como la Unión Europea. Según Business Insider (Rossof, 2015) o The Wall Street Journal (Fairless, 2015), Microsoft y otras tecnológicas norteamericanas como Google invierten millones de dólares anualmente en actividades de lobby realizadas a través de diversos grupos de interés y dirigidas a los reguladores europeos, sobre temas como la protección de datos a patentes, acusaciones de posición dominante, etc.

104 En agosto de 2016, la Comisión Europea ordenó al Gobierno irlandés que recuperase hasta 13.000 millones de euros, más intereses, en impuestos no pagados por Apple entre 2003 y 2014 (Suanzes, 2016). La conclusión de la investigación indica que Apple recibió ayudas ilegales de Irlanda, lo que permitió a la firma pagar sustancialmente menos impuestos que otras empresas durante años. La EMN estadounidense pagó un tipo efectivo del Impuesto de Sociedades sobre sus beneficios del 1% en 2003, pero incluso del 0,005% en 2014 (ibíd.).

105 Álvarez y De Montalvo (2014) aclaran que cuando un grupo utiliza su actividad para influir, presionando, en el poder político, se debe hablar de grupo de presión. En este sentido, sostienen que «un grupo de presión es un grupo de interés, pero no todo grupo de interés se transforma en grupo de presión» (2014: 362), algo que ocurrirá «cuando aquel entra en la esfera política» (ibíd.).

106 Para Mariz (2014), el lobby es «la defensa de los intereses privados ante los poderes públicos y la sociedad civil» (2014: 87).

107 AmCham EU: About us. http://www.amchameu.eu/about-us.

109 Office of the Clerk, US House of Representatives (2014): Lobbying Disclosure Act Guidance (página web revisada el 15 de diciembre de 2014). http://lobbyingdisclosure.house.gov/amended_lda_guide.html.

110 La XI Legislatura de España dio comienzo el 13 de enero de 2016, tras la celebración de elecciones generales y la constitución de las Cortes. Concluyó el 3 de mayo de 2016 ante la incapacidad de formar Gobierno.