7

 

La motivación para el cambio

 

 

 

 

Abdinasir Ali estaba a punto de realizar su sueño. Hidrogeólogo durante los últimos ocho años de una empresa multinacional de energía de Estados Unidos, Ali era una persona bondadosa y un amante padre de familia. Pero, en lo más profundo de su corazón, albergaba un sueño que siempre había postergado para el momento de su jubilación.

Nacido en el seno de una familia de veinticinco hermanos de Mandera, una localidad del norte de Kenia, había decidido emigrar a Estados Unidos para poder proporcionar a sus hijos las ventajas de una buena educación y de una adecuada asistencia sanitaria. Siempre había pensado que, cuando se jubilase y sus hijos fueran ya mayores, regresaría a Kenia con su mujer para dedicarse a la enseñanza de la gestión del agua y contribuir, de ese modo, a la construcción de pozos que tanto necesita su país.

Ese era un sueño que había comenzado a gestarse durante los largos períodos de sequía que, en su infancia, asolaron su aldea nativa, situada en una región fronteriza con Etiopía y Somalia. En una temporada especialmente rigurosa en la que Ali recordaba haber visto morir cientos de vacas, cabras y camellos, su familia —acostumbrada a una dieta de carne y leche— se vio obligada a sobrevivir a base de cereales. En los últimos años, la sequía había llegado a poner gravemente en peligro los proyectos de irrigación de Mandera y también había problemas con el suministro de energía eléctrica procedente de las centrales hidroeléctricas de Kenia.

Con cuarenta años de edad, su sueño de ayudar a su pueblo natal todavía quedaba muy lejano y, aunque valoraba muy positivamente las ventajas de trabajar en una gran multinacional, empezaba a experimentar un leve desasosiego, de modo que bastó con una simple insinuación para provocar el cambio.

—¿Qué es lo que está esperando, Ali? —le preguntó su coach.

Cuando Ali respondió que todavía no se hallaba en condiciones de renunciar a los beneficios que le proporcionaba su trabajo, su coach inquirió de nuevo:

—¿Está diciendo acaso que no hay multinacionales en Kenia o en África oriental que se dediquen a la gestión de los recursos hídricos?

Cuando Ali replicó que no había ninguna, su coach fue un paso más allá y le preguntó si no había pensado en la posibilidad de presentar a su empresa —o a cualquier otra— un proyecto para establecer una filial en África oriental, Ali contestó que se trataba de un proyecto tan caro que jamás se hubiera atrevido.

—Supongamos —señaló entonces su coach— que su proyecto contempla la posibilidad de que, al cabo de un tiempo, la empresa acabe cediendo la central a la comunidad o a la región.

Al escuchar esta sugerencia Ali se quedó callado y su rostro fue iluminándose lentamente, como si se hubiera encendido una bombilla en una habitación a oscuras: asintió con la cabeza, se arrellanó en su asiento y sonrió. Luego comenzó a articular lentamente, pero con todo lujo de detalles, las ventajas estratégicas que supondría para su empresa un proyecto hidráulico de tal envergadura. Entonces cayó en la cuenta de que podía presentar ese proyecto al Global Social Initiative, un departamento de su empresa que se encargaba, precisamente, de ese tipo de actividades. Ali había establecido contacto con su sueño y, en ese mismo instante, se dio cuenta de que era mucho mayor de lo que nunca hubiera imaginado y hablaba de él con tal pasión que era como si estuviera pronunciando un discurso ante una multitud hechizada.

Ese fue el momento crucial que jalonó su primer descubrimiento, el momento en que conectó con su pasión y sintió súbitamente la motivación necesaria para acometerlo. Donde antes solo vislumbraba un posible camino —trabajar duramente y ahorrar hasta el momento de la jubilación— comenzaron a abrirse multitud de posibilidades.

Esa simple conversación fue suficiente para que cobrase conciencia de que ya se hallaba en posesión de las competencias de la inteligencia emocional necesarias para llevar a la práctica su proyecto, especialmente la conciencia social y la gestión de las relaciones. Siempre se había sentido a gusto trabajando en equipo y disfrutaba colaborando con los demás. Además, su trabajo como ingeniero le había permitido desarrollar algunas de las competencias de la autogestión, aunque todavía tenía ciertas dificultades con la confianza en sí mismo y con la adaptabilidad.

Ali sabía bien que, para concretar su sueño, tenía que actuar como un catalizador del cambio, un visionario que supiera transmitir a los directivos de su empresa las ventajas de su proyecto, lo cual le obligó a ahondar en su confianza en sí mismo. También tuvo que aprender a ser lo suficientemente flexible como para promover una nueva estrategia entre sus colegas y alentar su espíritu innovador. Así fue como su sueño fue concretándose y ampliándose de un modo antes imposible dada su escasa confianza en sí mismo y no solo se circunscribió a su aldea natal, sino que acabó expandiéndose hasta llegar a abarcar Kenia y toda el África oriental.

Bastó con un solo chispazo de comprensión para que Ali reformulase la ilusión de toda su vida. En el mismo momento en que conectó con su yo ideal, cobró clara conciencia de las fuerzas con que contaba para llevar a la práctica sus expectativas. A la semana siguiente —mucho antes de lo que nunca hubiera pensado— ya tenía el proyecto medio esbozado. Es cierto que su nueva función le obligaría a desarrollar nuevas competencias de la inteligencia emocional, pero ya había dado el primer y más importante paso: establecer contacto con su yo ideal.

 

 

El primer descubrimiento: el yo ideal, el comienzo del cambio

 

El hecho de conectar con los propios sueños libera tal pasión, entusiasmo y energía que, en el caso del líder, puede acabar contagiándose a sus subordinados. Ese es el «primer descubrimiento» del proceso que, en el capítulo anterior, hemos denominado aprendizaje autodirigido y que comienza estableciendo contacto con el yo ideal, la persona que a uno le gustaría ser, tanto a nivel personal como a nivel profesional. Y es que, como ilustra el caso de Ali, en el mismo momento en que conectamos con lo más profundo de nuestro ser, con nuestras propias vísceras, emerge un súbito entusiasmo ante las posibilidades que nos depara la vida.

Para emprender —o proseguir— el proceso de desarrollo de la inteligencia emocional es necesario comenzar estableciendo contacto con el potencial que se oculta en nuestro yo ideal. Como bien ejemplifican las dificultades que acompañan a las resoluciones de cambio que asumimos cada noche de año nuevo, no resulta nada sencillo cambiar de hábitos. Tengamos en cuenta que quien quiera transformar su forma mecánica de pensar y de actuar, deberá contrarrestar muchos años de aprendizaje que se hallan profundamente inscritos en sus circuitos neuronales. Por eso el auténtico cambio exige el compromiso y la dedicación profunda a una imagen ideal futura de uno mismo, especialmente en situaciones difíciles o en épocas de grandes responsabilidades.

¿CÓMO SERÁ USTED DENTRO DE QUINCE AÑOS?

 

Piense en dónde podría estar sentado leyendo este libro dentro de quince años. ¿Quiénes le rodearían si lograra realizar su ideal? ¿Qué aspecto tendría y cómo sería su entorno? ¿Qué es lo que haría a lo largo de un día o de una semana normal y corriente? No se preocupe por la viabilidad de esta visión, trate simplemente de evocar la imagen y de sentirse dentro de ella.

Expláyese libremente en la descripción de esa visión de sí mismo dentro de quince años, grabe sus impresiones al respecto o hable de ello con alguien en quien confíe. Son muchas las personas que, al realizar este ejercicio, afirman experimentar una liberación de energía que despierta su optimismo. Esta forma de visualización ideal del futuro suele ser una forma muy poderosa de establecer contacto con las posibilidades reales de transformar nuestra vida.

 

De hecho, el mismo acto de visualizar el cambio puede llenarnos de preocupaciones por los obstáculos que puedan presentarse. Hay veces en que, después de que haber experimentado una sensación inicial de entusiasmo por nuestro futuro ideal, la perdemos de inmediato y nos frustramos porque caemos en la cuenta de que, en la actualidad, nuestra vida cotidiana dista mucho de nuestro ideal. Tal vez, en este punto, pueda servirnos recordar el papel que desempeña el cerebro en los sentimientos. Como ya hemos visto en el capítulo 2, la activación de la corteza prefrontal izquierda resulta sumamente movilizadora, porque nos permite imaginar —más allá de todos los obstáculos que puedan presentarse— lo bien que nos sentiremos el día en que alcancemos nuestra meta ideal.

Cuando, por el contrario, no prestamos tanta atención a nuestra imagen ideal como a los problemas que obstaculizan nuestro camino, se activa la corteza prefrontal derecha y nos sumimos en una visión pesimista y desmotivadora que puede acabar impidiendo realmente el éxito.

 

 

El yo debería frente al yo ideal

 

En The Hungry Spirit: Beyond Capitalism. A Quest for Purpose in the Modern World, Charles Handy describe del siguiente modo las dificultades de conectar con nuestro yo ideal:

 

Pasé la primera parte de mi vida tratando de ser otra persona. En la escuela quería ser un gran atleta, en la universidad un miembro admirado de la alta sociedad, luego un hombre de negocios y más tarde el director de una gran institución. Y aunque, de un modo u otro, sabía que no estaba destinado a alcanzar ese tipo de logros, ello no me impidió intentarlo y darme de cabeza, una y otra vez, contra el mismo muro.

El problema era que, al tratar de ser otra persona, me negaba la posibilidad de ser yo mismo. En esa época se trataba de una idea demasiado aterradora. Me bastaba con asumir pasivamente las convenciones de la época, valorando el éxito en términos de dinero y de estatus social, centrar toda mi atención en ascender en la escala social a pesar de los obstáculos que me ponían los demás y acumular cada vez más cosas y más relaciones, en lugar de buscar el modo de expresar mis propias creencias y mi propia personalidad.[1]

 

Esta es la reveladora confesión de Charles Handy, una persona que tuvo bastante éxito como ejecutivo en el mundo de la industria, como dirigente de la London Business School, como presidente de la Royal Society of the Arts y como autor y profesor mundialmente conocido. A fin de cuentas, son muchas las personas que, como él, se ven seducidas por el poder y la fama y acaban sucumbiendo a las expectativas de los demás.

Cuando un padre, un esposo, un jefe o un maestro nos dicen cómo debemos ser están dándonos su versión de nuestro yo ideal, una imagen que contribuye a configurar el llamado yo debería (es decir, la persona en la que supuestamente deberíamos convertirnos). Y, cuando aceptamos ese yo debería, se convierte en una prisión —que el sociólogo Max Weber denominó nuestra «jaula de hierro»— en la que acabamos atrapados como el mimo dentro de una habitación imaginaria de paredes invisibles de la que parece no poder salir. Eso es, precisamente, lo que ocurre cuando, en el seno de una organización, las personas conciben el avance como una especie de «ascenso», en lugar de reconocer que cada uno puede tener sus propios sueños y su propia definición del éxito. Por eso ese tipo de creencias pueden convertirse fácilmente en elementos del yo debería.

Con el paso del tiempo, las personas acaban perdiendo el contacto con su yo ideal, su visión se torna confusa y pierden de vista sus sueños. Apremiados por la obligación de liquidar una hipoteca, sufragar la carrera universitaria de sus hijos o el deseo de mantener cierto estilo de vida, hay quienes terminan olvidando si el camino que han emprendido les ayuda o no a alcanzar sus sueños, en cuyo caso su entusiasmo inicial se embota y acaban resignándose. El ejemplo más típico en este sentido —un ejemplo, por otra parte, muy frecuente en profesionales nacidos en el seno de culturas muy asentadas en la tradición— es la persona que sigue una determinada carrera por el simple hecho de que sus padres le han dicho que debe hacerlo. Conocemos el caso de un indio que nació en ese tipo de familia y que, pese a ser un auténtico apasionado de la música, acató respetuosamente la voluntad familiar y se convirtió en dentista como su padre. Finalmente renunció a su consultorio en Mumbai (Bombay), emigró a Nueva York y hoy en día se gana la vida —muy felizmente, por cierto— como concertista de sitar.

Resulta muy fácil confundir el yo debería con el yo ideal y acabar siendo insincero con uno mismo. Ese es precisamente el motivo por el cual resulta tan importante que los programas de desarrollo del liderazgo se centren en el descubrimiento del yo ideal. Es lamentable que muchos de esos programas partan de la creencia de que la persona solo quiere mejorar su rendimiento laboral pero, de ese modo, descuidan un aspecto vital y se desentienden de la búsqueda de la posible vinculación existente entre las metas del aprendizaje y los sueños y aspiraciones del individuo. No deberíamos olvidar que, cuando la distancia existente entre el yo ideal de la persona y el ideal impuesto por el programa de formación es demasiado grande, el resultado es la apatía o la insubordinación.[2]

 

 

Sin visión no hay entusiasmo

 

Sofia, una importante ejecutiva de una empresa de telecomunicaciones del norte de Europa, era muy consciente de la necesidad de desarrollar sus competencias de liderazgo. Había leído multitud de libros, se había inscrito en todo tipo de seminarios y también había recurrido a mentores que la ayudaron a esbozar varios planes de desarrollo y a establecerse metas a corto y a largo plazo. Pero, por más que supiera lo que tenía que hacer, ninguno de esos enfoques pareció servirle y, al cabo de pocas semanas, acababa inevitablemente relegándolos al fondo del cajón de su escritorio. «No me malinterpreten —nos dijo—. Yo quiero alcanzar el éxito profesional, pero ninguno de esos programas tiene gran cosa que ver con lo que realmente me preocupa. Y es que no tengo el menor interés en desarrollar una determinada competencia simplemente porque así lo exija mi guión laboral.»

Son muchas las personas que, al igual que Sofia, han seguido programas de desarrollo del liderazgo con resultados similares. Sucede que muchos de esos programas parten de creencias erróneas. El auténtico desarrollo del liderazgo debe asentarse en una visión holística que vaya más allá de la mera planificación de la carrera profesional y tenga en cuenta toda la riqueza de la vida humana. Los líderes que quieran mejorar su rendimiento laboral deben hallarse emocionalmente comprometidos con su propio desarrollo personal y, para ello, es necesario que establezcan contacto con lo que realmente les importa.

Por eso le pedimos a Sofia que se relajara, imaginase cómo sería su vida en un determinado momento del futuro, tratara de visualizar un día normal y corriente y nos contase qué haría, dónde viviría, con quién estaría y cómo se sentiría. Luego le pedimos que fijara una fecha futura entre ocho y diez años más adelante (lo suficientemente distante como para que su vida pudiera haber experimentado cambios de importancia, pero no tanto como para que le resultara inimaginable) y describiera —en primera persona y en tiempo presente— cómo visualizaba su vida, teniendo deliberadamente en cuenta sus sueños y valores en esa nueva etapa vital. Sofia eligió un determinado día del mes de agosto de 2007 que, para ella, sería significativo, porque su hijo mayor estaría a punto de ir a la universidad. Este fue su relato:

—Me imagino dirigiendo mi propia empresa, una empresa pequeña y unida en la que trabajan unas diez personas. Disfruto de una relación sana y abierta con mi hija y también mantengo una relación similar con mis amigos y colaboradores. Me veo relajada y feliz como líder y como madre y queriendo a todas las personas que me rodean.

Este tipo de reflexión holística le permitió cobrar conciencia de la distancia existente entre las distintas facetas de su vida y de que la elaboración de un plan para convertir en realidad ese sueño no solo sería movilizador, sino también inspirador. Como señaló ella misma al final de ese proceso: «Durante años me he visto en la obligación de trabajar el modo en que me relaciono cuando estoy bajo tensión. Recurro demasiado al estilo de liderazgo timonel. Pero, después de haber echado un vistazo global a mi vida, me doy cuenta de que ese es, precisamente, el tipo de relación que mantengo con mi hija». A partir de ese momento, Sofia pudo comenzar a elaborar esas visiones y determinar objetivos del desarrollo personal que le permitiesen afrontar más adecuadamente las situaciones estresantes.

Nuestra investigación ha puesto de relieve que, a diferencia de lo que ocurre con los líderes de generaciones anteriores, los objetivos de aprendizaje de muchos jóvenes líderes (de menos de cuarenta años) no se hallan circunscritos al ámbito estrictamente laboral, sino que son mucho más holísticos. Las investigaciones realizadas con miembros de las llamadas generaciones X e Y parecen sugerir que ese cambio refleja parcialmente el hecho de que las personas que hoy en día se hallan en la veintena tienen una visión más equilibrada y saludable de la vida y del trabajo que las generaciones anteriores. Son personas que no están dispuestas a hacer los sacrificios que vieron hacer a sus padres, personas que aspiran a una vida más equilibrada y no esperan a que un infarto, un divorcio o la pérdida del trabajo ponga en marcha su vida de relación, su vida espiritual, su responsabilidad social o el cuidado de su salud física. También hay que decir que muchos de sus colegas mayores están llegando a las mismas conclusiones aunque, para ellos, forma parte del proceso natural de envejecimiento, la crisis de la mediana edad o una crisis profesional.

 

 

La filosofía: cómo determinamos los valores

 

Los valores desempeñan un papel muy importante en el descubrimiento del yo ideal pero, puesto que van modificándose a lo largo de la vida en función de acontecimientos como el matrimonio, el nacimiento de un hijo o un despido, sería interesante prestar atención a cuestiones más estables como nuestra filosofía subyacente.[3] Y por eso estamos aquí refiriéndonos al modo en que la persona determina los valores y, en consecuencia también, a los estilos de liderazgo que le son más afectos. El líder que valore por encima de todo el logro de objetivos, por ejemplo, será naturalmente un líder timonel y desdeñará los estilos más democráticos como una completa pérdida de tiempo. Tal vez, de este modo, la comprensión de nuestra filosofía subyacente pueda ayudarnos a ver el modo en que el yo ideal refleja nuestro sistema de valores.

LOS PRINCIPIOS QUE NOS GUÍAN

 

Considere los ámbitos más importantes de su vida, como la familia, las relaciones, el trabajo, la espiritualidad o la salud. ¿Cuáles son sus valores en cada uno de ellos? Enumere cinco o seis principios que rigen su vida o su trabajo y considere luego si se trata de valores que realmente vive o simplemente le gusta hablar de ellos. Luego esboce en una página o dos lo que le gustaría hacer el resto de su vida o enumere las veintisiete cosas, por ejemplo, que le gustaría hacer o experimentar antes de morir. No se preocupe por las prioridades ni por su viabilidad y ocúpese simplemente de escribir lo que se le ocurra al respecto.

Este ejercicio resulta bastante más difícil de lo que parece a simple vista, porque la naturaleza humana tiende a centrarse en lo que tiene que hacer (mañana, la semana próxima o el mes que viene), una perspectiva muy estrecha que no se ocupa tanto de lo importante como de lo urgente. Cuando ampliamos nuestra visión y pensamos, por ejemplo, en lo que podríamos hacer antes de morir, se abre ante nosotros un horizonte de posibilidades completamente nuevo. La investigación que hemos realizado con líderes que llevan a cabo este ejercicio nos ha llevado a descubrir el sorprendente hecho de que, aunque la mayor parte de las personas enumeran los objetivos de su carrera, más del 80 por ciento de lo que escriben no tiene nada que ver con el mundo laboral. Cuando concluyan el ejercicio y reflexionen en lo que han escrito, adviertan la presencia de pautas que puedan ayudarles a cristalizar sus sueños y sus aspiraciones reales.

 

Cierto líder de una empresa de asesoría, por ejemplo, enumera a «la familia» como valor dominante pero cada semana pasa cinco días alejado de su esposa y sus dos hijos. Según dice, su modo de abordar ese valor consiste en conseguir el dinero suficiente para cubrir las necesidades de su familia. Otro directivo de una industria que también señala a «la familia» como su valor dominante, por su parte, ha renunciado a varios ascensos para poder cenar cada noche con su esposa y sus hijos.

Es muy probable que la diferencia entre ambos radique en la distinta conciencia de sus auténticos valores, el distinto modo en que los interpretan o la mayor o menor disparidad existente entre sus acciones y sus valores. Y tal vez ahí se asienten también las profundas divergencias existentes en el modo en que los seres humanos valoramos a las personas, las organizaciones y las actividades. Hay que decir que esas diferencias reflejan las distintas filosofías subyacentes operantes, las más comunes de las cuales son la pragmática, la intelectual y la humanista.[4 ]Aunque ninguna filosofía sea «mejor» que otra, cada una de ellas moviliza de un modo distinto nuestras acciones, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos.

La filosofía pragmática gira en torno a la creencia fundamental de que el valor de una idea, esfuerzo, persona u organización reside en su utilidad.[5] Quienes sustentan esta filosofía creen ser los principales responsables de sus vidas y suelen medir las cosas para determinar su valor. No resulta, pues, sorprendente que la competencia de la inteligencia emocional que más valoren sea la autogestión. Resulta lamentable, sin embargo, que la orientación individualista que les caracteriza les empuje demasiado a menudo —aunque no siempre— a asumir un estilo de liderazgo timonel en lugar de uno democrático, coaching o afiliativo.

Consideremos, por ejemplo, el caso de Larry Ellison, CEO timonel de Oracle Corporation que, en su incansable esfuerzo por aumentar la cuota de mercado de su empresa, subraya constantemente sus logros frente a la competencia y salpica sus conferencias y entrevistas de metáforas como «aplastar» y «eliminar» a la competencia que revelan claramente su filosofía pragmática subyacente.[6]

El tema fundamental de la filosofía intelectual, por su parte, gira en torno al deseo de comprender a las personas, las cosas y el mundo elaborando modelos de su funcionamiento que nos ayudan a predecir el futuro y, en ese sentido, nos proporcionan cierta seguridad emocional.[7] Quienes sustentan esta filosofía adoptan sus decisiones basándose en la lógica y valoran las cosas en función de un código o de un conjunto de pautas racionales, confiando en las competencias cognitivas y dejando de lado, en muchas ocasiones, las competencias sociales. No es infrecuente oír a alguien que sustenta una filosofía intelectual decir, por ejemplo: «Cuando uno tiene una solución elegante los demás le creerán y no existirá la menor necesidad de tratar de convencer a nadie de sus méritos». Son personas que también pueden apelar al liderazgo visionario, siempre y cuando la visión describa un futuro bien razonado.

Cuando John Chambers, director general de Cisco Systems, describe el prometedor futuro que nos augura la tecnología está ejemplificando perfectamente la perspectiva intelectual. Chambers parece extasiarse cuando habla de sistemas electrónicos integrados que ajustarán automáticamente la temperatura de la ropa cuando pasemos de una casa bien acondicionada a nuestro automóvil en medio de un invierno riguroso. Se asemeja a un predicador que expresa abiertamente la creencia de que su empresa puede contribuir a crear ese tipo de futuro y ayudar a que todo el mundo disfrute de una sociedad mejor.[8]

Quienes sustentan la visión humanista, por último, consideran que el sentido de la vida se asienta en las relaciones personales.[9] Son personas comprometidas con los valores humanos y que, en consecuencia, valoran más a la familia y a los amigos íntimos que al resto de las relaciones. Para ellos, por tanto, la importancia de una determinada actividad depende del modo en que afecta a sus relaciones y valoran más la lealtad que el dominio de una tarea o de una habilidad. Donde el líder pragmático podría «sacrificar a uno por el bien de muchos», el humanista valora la vida de toda persona y cultiva de modo natural las competencias de la conciencia social y de la gestión de las relaciones. Es comprensible, pues, que los líderes humanistas tiendan hacia aquellas modalidades del liderazgo que subrayan la interacción con los demás, como el democrático, el afiliativo o el coaching.

Narayana Murthy, por ejemplo, es el inspirado CEO que fundó Infosys Technologies Limited, con sede central en Bangalore (India). Su visión es la de una empresa en la que trabajan personas comprometidas con su trabajo y a las que dirige recurriendo a un estilo democrático. Como resultado de todo ello, Murthy ha convertido Infosys en una de las empresas más atractivas para trabajar dentro del campo del desarrollo y mantenimiento del software personalizado. De hecho, Murthy se describe a sí mismo como «de mentalidad capitalista, pero de corazón socialista».[10]

 

 

El ideal del cambio constante

 

Los sueños y aspiraciones de las personas van transformándose y reformulándose a lo largo de la vida profesional y lo mismo ocurre también con el yo ideal, que va tornándose cada vez más proteico. Estos cambios no solo determinan el talento y competencias que las personas están dispuestas a utilizar, sino que también ponen de relieve sus compromisos y, en consecuencia, dónde pueden crear resonancia… aunque haya ocasiones en que hagan oídos sordos a su vocación y pasen por alto sus sueños y las cosas que les interesan y se empeñen en seguir haciendo lo mismo.

Ese es el motivo por el cual no resulta nada extraño ver que un líder de mediana edad cambia de orientación vital y emprende otra carrera. Y es que, cuando el líder ha alcanzado cierto grado de dominio y ha logrado la mayor parte de sus objetivos profesionales, puede perder fácilmente el entusiasmo. No es infrecuente que, llegados a ese punto, den la espalda a su antiguo ideal y se apresten a buscar otro nuevo. Eso fue, precisamente, lo que le ocurrió a Peter Lynch. Cuando alcanzó la cúspide de su carrera como jefe de la espectacularmente exitosa Fidelity Magellan Fund, Peter anunció que abandonaba la empresa, pero no para irse a otra, sino para crear una fundación filantrópica con su esposa. Según dijo, ya sabía que «podía hacer las cosas bien» y ahora quería, cuando todavía se sentía con la fuerza y creatividad necesarias, «hacerlas mejor».[11]

Una y otra vez hemos visto a los líderes aplicar las habilidades que les han proporcionado el éxito en el mundo de los negocios a otros escenarios vitales en la medida en que ha ido cambiando su foco de atención. Eso fue lo que le sucedió a John Macomber, que pasó de director general de Celanese a jefe del Export-Import Bank[12 ]y a Rex Adams, antiguo jefe de recursos humanos de Mobil, que se convirtió en decano de la Fuqua School de la Universidad de Duke, dos ejemplos que ilustran claramente el modo en que se va transformando el yo ideal a lo largo de la vida profesional.

La imagen ideal que tenemos de nosotros mismos despierta nuestro entusiasmo, nuestra emoción y nuestra motivación. Esta imagen es la expresión más profunda de lo que esperamos de la vida y constituye tanto la guía más adecuada para tomar decisiones como el termómetro más fiel de nuestro grado de satisfacción con la vida.[13]

Pero si lo que uno quiere es dirigir una organización, no basta con esbozar una imagen personal ideal, sino que también hay que hacer lo mismo con la imagen ideal de la organización. Resulta imposible contagiar el entusiasmo a los demás si uno mismo carece de objetivo y de dirección. Este es el motivo por el cual la imagen ideal del individuo debe evolucionar hasta convertirse en una visión compartida del futuro. Y es que, para conectar con la visión de los demás, uno debe conectar antes con sus esperanzas y con sus sueños.

 

 

El liderazgo apasionado

 

Jurgen era un alto ejecutivo de un banco suizo que estaba atravesando una crisis de compromiso. Es cierto que su banco funcionaba bastante bien, pero no todo su equipo directivo estaba interesado en su proyecto e incluso había quienes ni siquiera participaban y Jurgen no quería oponerse a la tradición y cesarles. Además, tampoco sabía lo que ocurría en otros departamentos porque sus subordinados no le daban la información correcta, como si temieran expresar las opiniones polémicas o críticas. Fue esa sensación de ineficacia, según dice, la que le llevó a dejar de disfrutar de su trabajo y a considerar muy seriamente la posibilidad de abandonarlo.

Al cabo de seis meses de trabajar con él pudimos esbozar una imagen de su vida y de su liderazgo en el banco, que le resultó sumamente estimulante y que también fue igualmente inspiradora para sus subordinados. Jurgen empezó entonces a mirar en su interior, reflexionando sobre el ideal de su vida tanto dentro como fuera del ámbito laboral. También se hizo una imagen muy clara de la situación real del banco y de por qué había dejado de satisfacerle. La posterior comparación entre el yo real y el yo ideal le proporcionó mayor claridad —y, admitámoslo también, mayor ansiedad— sobre las cuestiones concretas que debía cambiar. Entonces se formuló la más importante de todas las preguntas: «¿Me gusta lo suficiente esta empresa y estas personas como para emprender los cambios que tendría que llevar a cabo para seguir adelante?».

Una mañana de verano, Jurgen fue de excursión con un amigo a un lago alpino y le expresó sinceramente sus dudas de no hallarse en condiciones de acometer los cambios necesarios. Revisó su pasado, su presente y su posible futuro y también tuvo en cuenta a las personas, con algunas de las cuales llevaba trabajando varios años. Luego consideró los problemas y su propio compromiso y se preguntó también cómo podrían funcionar las cosas si llevara a cabo los cambios necesarios. Finalmente reflexionó sobre su imagen ideal personal y se centró en lo que tendría que cambiar en el caso de que decidiera seguir en su puesto. Esa misma tarde había tomado ya la resolución clara de seguir en el banco.

Esa decisión resultó sumamente estimulante porque provocó una transformación en lo más profundo de su ser que le permitió reavivar su interés por el liderazgo, un interés que, como él mismo dice, le proporcionó la fuerza necesaria para acometer el duro trabajo que se le avecinaba.

Para identificar su yo ideal y esbozar —como hizo Jurgen— una imagen del camino que uno quiere seguir en la vida, es absolutamente necesario ser consciente de uno mismo. Pero, una vez clarificado el yo ideal, también es preciso estimular la esperanza, el único antídoto que nos permite vencer la inercia impuesta por los hábitos. Y es que, como dijo en cierta ocasión Napoleón: «Un líder es un dispensador de esperanza».[14] El reto, pues, al que se enfrenta el líder consiste en establecer contacto con la fuente de la esperanza, porque es ahí donde reside el poder de evocar y articular la imagen ideal de uno mismo y los ideales compartidos que dimanan de ella y el poder, por tanto, de orientar a los demás en la misma dirección.

Pero, para ello, no solo basta con vislumbrar el yo ideal, sino que también es necesario forjarse una imagen clara de las realidades en las que uno se halla inmerso.

 

 

El segundo descubrimiento: el yo real y «el síndrome de la rana hervida»

 

Si echamos una rana dentro de un cazo de agua hirviendo veremos que salta instintivamente fuera de él pero, si la metemos en un cazo de agua fría y vamos aumentando gradualmente la temperatura, no se dará cuenta de lo que ocurre hasta que sea demasiado tarde. Ese es, precisamente, el destino que aqueja a algunos líderes que acaban instalándose en la rutina o que permiten que los pequeños contratiempos cristalicen en grandes hábitos que, finalmente, los sumen en la inercia.

Consideremos, por ejemplo, el caso de John Lauer. Cuando aceptó el cargo de presidente de BF Goodrich, nadie hubiera imaginado que pudiera acabar atrapado en la apatía. Era un hombre alto, bien parecido y con una sonrisa encantadora que asumió con resolución el reto del liderazgo haciendo gala de una especial habilidad como líder democrático y visionario. En una de las primeras reuniones con directivos de un importante departamento que siguieron a la asunción de su cargo, Lauer escuchó detenidamente sus comentarios y luego esbozó su visión de la empresa, una visión que tenía en cuenta sus fortalezas y la posicionaba mejor en el mercado mundial, que resultó sumamente movilizadora para sus subordinados. En los años siguientes, Lauer siguió siendo un líder eficaz y un importante miembro del equipo directivo que se encargó de dirigir el proceso de reestructuración.

Seis años después de asumir el timón de BF Goodrich, Lauer pronunció una conferencia sobre el liderazgo empresarial ante alumnos de un máster de gestión en la que quedó patente que había perdido el carisma, ya que todo lo que decía sonaba rutinario y aburrido, como si el contagioso entusiasmo que anteriormente le caracterizaba se hubiera esfumado.

Y es que, como ocurre con el caso de la rana que se hierve a fuego lento con que iniciamos esta sección, Lauer había ido instalándose sin darse cuenta en la desilusión, la frustración y el tedio de la práctica y de la política cotidiana de una gran empresa. Su trabajo había dejado de interesarle. No es de extrañar por tanto que, pocos meses después de pronunciar ese tedioso discurso, Lauer abandonara la empresa y se fuera a trabajar con su esposa Edie, que estaba muy comprometida con una organización humanitaria húngara.

Al afrontar su desinterés y desmotivación por el liderazgo, Lauer puso en marcha el proceso que habría de llevarle al segundo descubrimiento. Después de haber establecido contacto con el yo ideal, el desarrollo de la inteligencia emocional del líder nos obliga a buscar dentro de sí al yo real, el líder interno que se halla dentro de cada uno de nosotros.

Dos años después de abandonar BF Goodrich, Lauer asistió a un seminario de desarrollo del liderazgo como parte de su doctorado.[15] Todavía afirmaba que el mundo empresarial ya formaba parte de su pasado. La realización del doctorado era una simple puerta de acceso a una nueva vida y, aunque no sabía bien hacia dónde encaminaría sus pasos, se hallaba entusiasmado.

Ese seminario le permitió cobrar conciencia de sus valores, de su filosofía, de sus aspiraciones y de sus particulares competencias distintivas. Cuando llegó el momento de visualizar cómo sería su vida en la siguiente década y reflexionó en sus capacidades, se dio cuenta de lo mucho que había disfrutado dirigiendo una empresa, trabajando con un equipo de ejecutivos y construyendo algo importante. Un buen día se despertó con la idea bien clara de que estaba dispuesto a volver a trabajar como CEO y poder poner en práctica las ideas que había aprendido en su programa de doctorado.

Entonces respondió a las solicitudes de varios cazadores de talentos y, al cabo de un mes, recibió la oferta de dirigir Oglebay Norton, una empresa de materias primas cuya facturación anual superaba los doscientos cincuenta millones de dólares. Una vez allí no tardó mucho en convertirse en un modelo del estilo de liderazgo democrático, escuchando lo que sus empleados tenían que decirle y alentando a su equipo de directivos a hacer lo mismo. Entonces esbozó una nueva visión de la empresa que resultó sumamente movilizadora. Como nos dijo uno de sus ejecutivos: «John estimula nuestro espíritu, aumenta nuestra confianza y alienta nuestra pasión por la excelencia».[16] Y, aunque la empresa comerciaba con artículos tan poco fascinantes como la grava y la arena, Lauer consiguió que, durante el primer año, Oglebay Norton alcanzara un crecimiento tal que mereció una mención especial en Fortune, Business Week y The Wall Street Journal.

Resumiendo, pues, cuando Lauer realizó su primer descubrimiento —establecer contacto con su yo ideal— se vio obligado a abandonar BF Goodrich. Cuando posteriormente afrontó la realidad de la rutina en la que se hallaba inmerso y se dio cuenta de sus cualidades distintivas, volvió a establecer contacto con la pasión del liderazgo. Solo entonces pudo retomar nuevamente su camino y encontrar la satisfacción en una modalidad de liderazgo diferente.

 

 

El esquivo yo real

 

Para llevar a cabo una valoración exacta del yo real —es decir, la persona que realmente somos— es necesario reconocer nuestros talentos y nuestras pasiones, una tarea, por cierto, que resulta bastante más difícil de lo que puede parecer a simple vista. Porque hay que decir que, para ello, se requiere, en primer lugar, de una buena dosis de autoconciencia, aunque solo sea para superar la inercia de la inevitable falta de atención que generan los hábitos arraigados. Así es como, con el paso del tiempo, acabamos sumiéndonos en una rutina desde la que resulta muy difícil advertir la realidad de nuestra vida, como si contempláramos nuestra imagen en un espejo empañado en el que no resulta nada sencillo ver quiénes somos realmente. Por eso cuando, finalmente, el espejo se aclara —a menudo en un instante de revelación— la realidad que nos muestra puede llegar a ser sumamente dolorosa. Como dijo cierto ingeniero con el que estuvimos trabajando: «Entonces fue cuando descubrí aterrado que me había convertido en la persona que nunca quise ser».

¿Cómo es que personas razonablemente inteligentes se ven atrapadas en este tipo de cosas? ¿Cómo es la persona en que hemos terminado convirtiéndonos? El denominado síndrome de la rana hervida —la lenta e inadvertida inmersión en la autocomplacencia— ilustra perfectamente las dificultades que nos impiden vernos tal cual somos. Pero lo cierto es que, aunque nosotros no podamos ver con claridad la persona en la que nos hemos convertido, quienes nos rodean suelen tener una visión mucho más clara de nosotros.

Son muchos los obstáculos que nos impiden cobrar conciencia de nuestro yo real. A fin de cuentas, el psiquismo humano nos protege de aquella información que pueda poner en peligro la percepción que tenemos de nosotros mismos. Pero aunque los mecanismos de defensa del yo —como se los denomina— cumplen con la función de protegernos emocionalmente para que podamos afrontar la vida con más facilidad, también ocultan y desdeñan información esencial como, por ejemplo, el modo en que los demás responden a nuestra conducta. Con el paso del tiempo, estos autoengaños del inconsciente acaban convirtiéndose en mitos que se autoperpetúan y persisten a pesar de las dificultades que nos causan.[17]

Es evidente que los mecanismos de defensa tienen sus ventajas. Las personas con un rendimiento más elevado, por ejemplo, son más optimistas que las personas normales.[18] Es como si llevaran unas gafas de color rosa que alentase su entusiasmo y les proporcionasen la energía necesaria para llevar a cabo sus objetivos. El problema aparece cuando esas defensas van demasiado lejos y distorsionan desproporcionadamente la visión que tenemos de nuestro yo real, de la persona en que nos hemos convertido.

EL «TEST DE LOGAN»

 

En cierta ocasión, Logan, de nueve años de edad, fue a pasar una semana de vacaciones a casa de su tío. Cuando, la primera mañana, oyó que su tío comenzaba a moverse en el piso de abajo, Logan saltó inmediatamente de la cama, sin importarle gran cosa que fueran las cinco de la madrugada, porque no quería perderse ni un solo segundo de lo que el nuevo día pudiera depararle. Su tío, que había pensado que podría trabajar un poco a solas mientras Logan dormía, se quedó sorprendido, porque la madre del niño le había dicho que solía despertarse entre las siete y media y las ocho. Y esa fue una escena que se repitió a diario puesto que, cuando su tío despertaba, Logan ya estaba levantado y dispuesto a afrontar todo lo que el nuevo día pudiera depararle.

El «test de Logan» nos proporciona un método muy sencillo para saber si nos hemos convertido en una rana hervida. Para ello basta con observar el modo en que vivimos realmente nuestra vida y compararla con la persona que éramos en el pasado. ¿Se despierta cada mañana dispuesto a afrontar el nuevo día y sin remolonear en la cama más de lo absolutamente necesario? ¿Disfruta tanto como lo hacía en el pasado? ¿Su vida es tan divertida como antes? ¿Se lo pasa bien en el trabajo? Si descubre que su trabajo, sus relaciones o su vida no le hacen sentir vivo y esperanzado sobre el futuro debería considerarlo como un buen indicador de que probablemente haya perdido el contacto con su yo real y podría cobrar conciencia de la persona en que ha terminado convirtiéndose.

 

El dramaturgo Henrik Ibsen denominó «mentiras vitales» a esos autoengaños, consoladoras verdades a medias que las personas se cuentan a sí mismas para evitar afrontar realidades demasiado inquietantes.

 

 

Mentiras vitales

 

El autoengaño, de hecho, es una trampa muy poderosa que distorsiona todo intento sincero de autoevaluación. Él es, en suma, el que nos lleva a prestar atención a aquello que confirma nuestra tergiversada autoimagen y a pasar por alto lo que no lo hace.

Pero lo más sorprendente de todo es que este tipo de distorsiones no siempre son interesadas. Las sesiones de coaching que hemos llevado a cabo con líderes han demostrado que hay ocasiones en que hasta los que parecen más brillantes y más reconocimiento externo reciben, no siempre comparten esa opinión. Se trata de una especie de subestimación —que, a simple vista, parece humildad— que se deriva de unos patrones de rendimiento demasiado elevados que, en consecuencia, no les permiten prestar tanta atención a lo que hacen bien como a su fracaso en alcanzar el elevado listón que se proponen.

La forma más sencilla de corregir los errores de apreciación de uno mismo consiste, evidentemente, en solicitar el feedback correctivo de quienes nos rodean. Pero, si es tan sencillo, ¿por qué no se hace? Todos conocemos personas que podrían hablarnos de nuestra conducta y, en consecuencia, pensamos que recibimos el feedback adecuado y que estamos en condiciones de corregir este tipo de distorsiones. Pero ¿por qué no ocurre así?

Una de las respuestas a esta pregunta hay que buscarla en la enfermedad del CEO de la que hablamos en el capítulo anterior, un fenómeno que lleva a las personas a negar a los líderes información relevante, no solo sobre su conducta y estilo de liderazgo, sino también sobre el estado general de la organización. Y recordemos que esta negativa se deriva del miedo al enfado del líder, de no querer ser considerados como portadores de malas noticias y del deseo de querer aparecer como «buenos ciudadanos».

Pero esta es una enfermedad que no afecta únicamente a los CEO, porque hay que decir que la mayor parte de los líderes carecen de feedback. Y es que resulta bastante incómodo proporcionar un feedback sincero sobre la conducta de otra persona. Nadie quiere herir intencionadamente los sentimientos de los demás y, muy a menudo, la gente desconoce el modo de dar un feedback provechoso. Por eso suelen hacer la vista gorda y centran todos sus esfuerzos en «ser amables», con lo cual el feedback que transmiten no proporciona ninguna visión real sobre la conducta o estilo del líder y, en consecuencia, carece de todo interés.

 

 

El problema de «ser amables»

 

El dueño y chef de cierto bistró de París se hallaba junto a la puerta de su establecimiento ataviado con su traje blanco y su gorro de cocinero. Una pareja entró, sonrió y dijo:

—¿Es usted el dueño?

—Sí —replicó el chef.

Los expectantes comensales echaron entonces un vistazo al lugar, la decoración y el surtido de platos del menú y, dirigiéndose hacia el dueño, le dijeron:

—¡Qué lugar más exquisito! ¡Una gran atmósfera y una comida excelente!

—¡Eso deberían decirlo después de haber comido! —apostilló el chef.

Y es que, aunque a nadie le amargue un dulce, las alabanzas infundadas que son meros gestos de cortesía carecen de todo sentido. Eso es, precisamente, lo que ocurre en el mundo de la empresa cuando las personas confunden el feedback con tratar de ser agradables, con lo cual despojan de todo sentido sus comentarios.

Durante años, los científicos de la conducta han estado aconsejando el feedback no valorativo en la creencia de que, despojado de toda acritud, resulta más aceptable —y, en consecuencia, provechoso— para quien lo recibe.

Pero, según una investigación llevada a cabo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el feedback neutro y evasivo carece de todo interés.[19] Esta investigación, que formó parte de un curso introductorio sobre conducta de las organizaciones, aspiraba a que los alumnos identificasen un objetivo de cambio sobre el que deberían trabajar durante las quince semanas siguientes. Cada semana, los alumnos se reunían en grupos para recibir información sobre su progreso y, al final de cada clase, debían identificar tres ejemplos de feedback que les hubiera resultado especialmente útil.

Contrariamente a lo que entonces se creía, la investigación demostró que el feedback valorativo —es decir, el feedback centrado en la comunicación de detalles sinceros sobre su conducta— era más útil que el no valorativo. Y estas conclusiones no dejan de tener sentido porque todos sabemos que, a cierto nivel, los demás ven y juzgan lo que hacemos, de modo que a todos nos interesa tener una visión clara y no descafeinada de lo que ocurre. Así pues, cuando los demás pretenden cuidarnos y «ser amables», están haciéndonos un flaco servicio, porque nos despojan de información esencial sobre los aspectos que debemos mejorar.

Nuestra investigación, en suma, ha puesto de relieve que los líderes emocionalmente más inteligentes buscan activamente tanto el feedback negativo como el feedback positivo porque saben bien que, para ser más eficaces, deben disponer de un amplio abanico de información… aunque se trate de información que pueda resultar desagradable.

 

 

Enterarse de la verdad

 

Los líderes que quieran ser más eficaces deben romper la cuarentena de información que les aísla y la conspiración de silencio que les mantiene satisfechos en la ignorancia. Poca gente se atreve a decirle a un líder autoritario que es demasiado duro o que podría ser más visionario o democrático. Por eso los líderes emocionalmente más inteligentes necesitan descubrir la verdad por sí mismos.

Pero ¿qué debe hacer un líder para descubrir la verdad? Una investigación realizada con casi cuatrocientos ejecutivos ha puesto de manifiesto que los más eficaces utilizan la conciencia de sí mismos y la empatía para supervisar sus propias acciones y el modo en que reaccionan los demás. Son personas tan abiertas a la crítica de sus ideas como de su liderazgo, personas que buscan activamente el feedback negativo y valoran adecuadamente la importancia de un buen abogado del diablo. Los líderes menos eficaces, por el contrario, se aferran excesivamente al feedback positivo y sostienen, en consecuencia, una visión menos exacta de su actuación. No es de extrañar, por tanto, que existiera poca discrepancia entre la evaluación de los líderes más eficaces realizada por otras personas y su propia autoevaluación.[20]

Del mismo modo, la información de varios miles de encuestas utilizando el feedback de 360 grados procedente de jefes, iguales y subordinados puso de relieve que la búsqueda activa del feedback negativo —que no se contenta con los comentarios exclusivamente confirmatorios— constituye un excelente indicador de la conciencia que las personas tienen de sí mismas y, en consecuencia también, de su eficacia. Y es que el líder que sabe lo que debe mejorar, sabe también dónde tiene que concentrar su atención. Quienes se contentan con el feedback positivo, por el contrario, tienen una visión inexacta de sí mismos y, en consecuencia, son menos eficaces.[21]

Es evidente, por tanto, que la búsqueda activa de información negativa puede resultar vital para el desarrollo y la eficacia de una persona. Pero ¿a quién deberemos dirigirnos en busca de un asesoramiento y de un feedback que no necesariamente concuerden con el modo en que nos vemos a nosotros mismos? ¿Cuál es, en suma, la auténtica prueba de realidad de un líder?[22]

 

 

Completar el segundo descubrimiento

 

Como ya hemos visto, el primer paso del aprendizaje autodirigido consiste en identificar la imagen ideal de uno mismo. El segundo paso, por su parte, es el de llegar a descubrir la realidad, es decir, cómo se ve uno mismo y cómo le ven los demás. Pero, para ello, es necesario cobrar conciencia de las propias fortalezas y debilidades, es decir, de las similitudes y diferencias existentes entre el yo ideal y el yo real.[23]

El auténtico punto de partida del aprendizaje autodirigido, pues, consiste en determinar lo que uno quiere conservar y lo que debe cambiar o adaptar a las nuevas circunstancias. La conciencia que la persona tiene de sí misma —la comprensión del equilibrio existente entre lo que uno debe conservar y lo que debe mejorar— constituye el auténtico motor del cambio. Pero para ello es necesario aprender a contemplar las cosas a la luz de la perspectiva que nos brindan los demás.[24] Hay que decir que, en ocasiones, las fortalezas provocan debilidades, como ocurre, por ejemplo, cuando la persona confía tanto en su iniciativa que no ejerce el debido autocontrol emocional. También sucede, por el contrario, que algunas debilidades se derivan de una fortaleza, como ocurre, por ejemplo, con la falta de adaptabilidad y exceso de celo del líder visionario y excesivamente centrado en su propia visión de las cosas.[25]

Las fortalezas del liderazgo —lo que uno quiere conservar— descansan en la intersección entre el yo real y el yo ideal, mientras que las debilidades, por el contrario, se asientan en aquella región en que la realidad no coincide con el ideal. La articulación de las visiones ideal y real de uno mismo se asemeja a componer un rompecabezas en donde uno comienza con las piezas más fáciles y, a partir de ahí, va colocando poco a poco el resto. Tal vez, al comienzo, uno no alcance a ver el significado de la imagen completa pero, en la medida en que va colocando en su sitio las distintas piezas, el cuadro va cobrando sentido.

 

 

Un antídoto para los puntos ciegos

 

Como ya hemos visto cuando hablábamos de la enfermedad del CEO, no es fácil que el líder identifique por sí solo sus fortalezas y sus debilidades. Es precisamente por ese motivo que el líder que desee tener una imagen más exacta de sí mismo y consolidar sus capacidades se verá obligado a recurrir a la opinión de los demás, para lo cual resulta muy interesante utilizar el método de evaluación de 360 grados. La recopilación de información procedente de personas de muchos niveles diferentes —como el jefe, los iguales y los subordinados, por ejemplo— nos permite beneficiarnos de un amplio abanico de puntos de vista sobre el modo en que actuamos y cómo nos ven los demás. En este sentido, el método de 360 grados nos proporciona una imagen consensual bastante completa de nuestro perfil de competencias. Pero ese consenso solo reflejará nuestra imagen real si: 1) mantenemos una relación regular con las personas que deben evaluarnos, y 2) no nos ocultamos de ellos.[26]

Cuanto más diversas sean las personas a quienes solicitamos el feedback de 360 grados más completa será la imagen que este nos proporcione. No olvidemos que nuestra conducta varía en función del entorno y la persona con quien estemos y que, en ese sentido, nuestra esposa, nuestro jefe, nuestros compañeros y nuestros subordinados, por ejemplo, tienen imágenes relativamente distintas de nosotros. De hecho, la investigación realizada al respecto ha corroborado algo que parece de sentido común y es que los jefes, los compañeros y los subordinados ven aspectos distintos de nuestro repertorio conductual. Por eso el mismo líder puede parecer muy distinto en función de la perspectiva que sostenga la persona que lleva a cabo la evaluación.

La investigación realizada en una empresa de transportes por los profesores Gene Harris y Joyce Hogan, de la Universidad de Tulsa, ha puesto de manifiesto que la evaluación de 360 grados de la inteligencia emocional de los jefes llevada a cabo por sus colegas y subordinados subrayó, respectivamente, mayor presencia de las competencias de la estabilidad emocional y de la integridad.[27] Por su parte, la autoevaluación realizada por los mismos líderes enfatizó la madurez interpersonal, algo que sus subordinados —e incluso sus jefes— situaron casi en último lugar. Ambas fuentes también señalaron las dificultades que parecen tener los líderes en proporcionar un buen feedback. En suma, pues, la visión proporcionada por puntos de vista muy diversos ayuda a contrarrestar los propios puntos ciegos y compensar, de ese modo, las limitaciones inherentes a cualquier fuente individual de feedback.

Otra investigación dirigida por Fred Luthans y algunos de sus colegas de la Universidad de Nebraska se centró en determinar la diferencia existente entre el «éxito» (definido en función de los ascensos, los aumentos de sueldo y el salario neto) y la «eficacia» (definida a partir de la visión consensual de las personas implicadas, especialmente los subordinados que, en su opinión, podían asumir una visión a largo plazo).[28] La investigación también trató de recabar información sobre la conducta de los líderes procedente de otras fuentes. No resulta sorprendente que sus resultados pusieran de relieve que los jefes tendieran a subrayar las competencias del establecimiento de vínculos, la comunicación y la influencia ya que son esas, precisamente, las competencias utilizadas por el líder en su relación con las personas de los niveles inferiores del escalafón organizativo. Los empleados, por su parte, señalaron competencias ligadas al desarrollo de los demás, el trabajo en equipo, la colaboración y la empatía que también son, evidentemente, las más utilizadas por el líder en la relación con sus subordinados.

Las manifiestas diferencias en la evaluación que jefes y subordinados hacen de las fortalezas del líder justifican perfectamente la necesidad de que el desarrollo del liderazgo recurra al método de evaluación de 360 grados. Recordemos que los mejores líderes son aquellos que utilizan de modo selectivo las distintas competencias de la inteligencia emocional, apelando a unas u otras en función del interlocutor. De ahí que un determinado grupo —como el de subordinados, iguales, jefes, clientes, familia o amigos, por ejemplo— solo pueda advertir un segmento limitado del repertorio de competencias que presenta el líder.

De todas ellas, la perspectiva que parece poseer mayor valor predictivo de la eficacia del líder no es la visión de los jefes, sino las de los iguales y subordinados.[29] Según los resultados de una investigación longitudinal sobre la eficacia de los líderes de cierta entidad gubernamental, por ejemplo, la valoración realizada por los subordinados demostró ser un excelente indicador de su éxito y de su eficacia, tanto a los dos como a los cuatro años de la evaluación. Siete años después, la valoración realizada por los subordinados seguía siendo un indicador más exacto del éxito del líder que la autoevaluación. También hay que decir, por último, que la visión de los subordinados demostró poseer mayor valor predictivo del éxito que otras evaluaciones mucho más detalladas basadas en el método denominado assessment center (y que consiste en una batería de pruebas que simula las actividades de un puesto de trabajo concreto).[30]

 

 

La tiranía de las debilidades

 

Solo cuando uno está seguro de que el feedback le ha permitido esbozar una imagen completa de sí mismo está en condiciones de echar un vistazo a sus fortalezas y debilidades. Como casi todo el mundo sabe, es muy fácil centrarse en demasía en las debilidades. Eso es, a fin de cuentas, lo que más suele subrayarse en el ámbito de las organizaciones, sobre todo en lo que respecta al desarrollo del liderazgo. La cultura empresarial también puede alentar esta focalización de la atención en las debilidades, especialmente cuando el estilo del líder presta más atención a lo que está mal que a lo que está bien. Porque es muy frecuente que este tipo de líderes sustente la filosofía pragmática que anteriormente señalamos que tan afecta es a la motivación de logro.

Hay veces, sin embargo, en que las personas se fijan más en las debilidades porque tienen una escasa confianza en sí mismos y se consideran menos capaces de lo que realmente son y, en consecuencia, tienden a desdeñar o a desconfiar del feedback positivo. Es muy frecuente que estos líderes, al revisar los resultados de una evaluación de 360 grados, exageren sus debilidades al tiempo que pasen por alto sus fortalezas.

El énfasis en las debilidades suele activar la corteza prefrontal derecha, es decir, los sentimientos de ansiedad y las resistencias. Hay que recordar que la resistencia es desmotivadora y llega a obstaculizar —e incluso, en ocasiones, a imposibilitar— el aprendizaje autodirigido y, con él, toda posibilidad de cambio.

 

 

El balance personal

 

A pesar de lo dicho anteriormente, son muchos los programas de formación de líderes —o de líderes que llevan a cabo un balance de su rendimiento anual— que suelen racionalizar este error con la frase «me las arreglo bastante bien solo».

Pero el hecho de centrarse exclusivamente en las debilidades soslaya las competencias más positivas de las personas. De ahí que ese tipo de revisión acabe proporcionándonos una imagen muy sesgada. No olvidemos que nuestras fortalezas nos revelan las cosas importantes que hemos ido aprendiendo en el curso de nuestra vida y de nuestra carrera. Ellas constituyen el bagaje con que contamos, las cosas que hemos aprendido, algo que se asemeja a los beneficios netos conseguidos por una empresa.

Las competencias aprendidas a lo largo de los años —a las que, en ocasiones, denominamos signo distintivo— son aspectos que los líderes quieren conservar, aun cuando permanezcan en estado latente durante mucho tiempo.[31] Estos signos distintivos son recursos innatos a los que el líder puede recurrir. Herb Kelleher, antiguo director general de Southwest Airlines, por ejemplo, tenía un gran sentido del humor, le gustaba reírse y hacer reír a los demás y era un auténtico maestro en el uso de esa habilidad que acabó transmitiendo a toda la empresa hasta el punto de convertirla en un rasgo distintivo que la diferenciaba de la competencia.

Por eso la recopilación de información sobre la visión que tienen los demás acerca de las distintas facetas de nuestra vida nos ayuda a reconocer más fácilmente nuestros peculiares signos distintivos.

Ya hemos visto que la motivación de cambio parte de los dos primeros descubrimientos: el descubrimiento del yo ideal y el descubrimiento del yo real, el descubrimiento de nuestras fortalezas y de nuestras debilidades. Pero ¿qué tenemos que hacer para provocar el cambio? Para ello será necesario disponer de un mapa del camino, un plan que nos ayude a contar con nuestras fortalezas para contrarrestar nuestras debilidades y, de ese modo, contribuir a convertir en realidad nuestros sueños y nuestras aspiraciones.