La creación del cambio sostenido
¿De qué modo puede el líder crear una organización resonante que perdure a lo largo del tiempo? Este es un reto que solo puede superarse asegurándose de que el liderazgo emocionalmente inteligente impregna la totalidad del entramado de la empresa. Si tenemos en cuenta que la resonancia de una determinada organización depende del grado de inteligencia emocional de sus líderes, no cabe la menor duda de que la profundidad del cambio será mayor cuanto mayor sea el número de líderes implicados en él.
En toda gran organización existen, de manera natural, bolsas de resonancia y bolsas de disonancia y es la proporción entre unas y otras la que determina su clima emocional y, en consecuencia, también su rendimiento. La clave para decantar ese equilibrio inestable en la dirección deseada consiste en crear un cuadro de líderes capaces de crear grupos emocionalmente inteligentes.
No obstante, la misma naturaleza de las organizaciones no parece predisponerlas a alentar el nuevo aprendizaje.[1] De hecho, los líderes que buscan el cambio deben comenzar reconociendo que se enfrentan a una paradoja, ya que las organizaciones se asientan en la rutina y el statu quo y los profesionales que trabajan en ellas confían en los sistemas establecidos para llevar a cabo su cometido con la menor resistencia y el menor esfuerzo posibles. Por eso los trabajadores no suelen estar muy dispuestos a aprender cosas nuevas.
El desarrollo de un nuevo estilo de liderazgo se centra, fundamentalmente, en la transformación de las relaciones interpersonales. Y esta es, en el mejor de los casos, una tarea compleja que trasciende con mucho el ámbito exclusivamente teórico. Lamentablemente, sin embargo, la mayor parte de la formación académica y de los procesos de desarrollo del liderazgo al uso se quedan muy cortos, no solo debido a lo que hacen, sino, sobre todo, a lo que no hacen. Aun los mejores procesos de desarrollo —los basados en los cinco descubrimientos que hemos subrayado en este libro— servirán de muy poco para transformar una organización si únicamente se centran en el nivel individual y no tienen en cuenta el poder de la realidad emocional y de la cultura de la organización.
Consideremos, a este respecto, la situación descrita en el siguiente apartado, en la que, más allá de la bondad de las intenciones, el resultado del aprendizaje de la organización solo conllevó la transformación de unas pocas personas a expensas de un gran dispendio de tiempo y energía.
Después de haber atravesado personalmente un proceso de desarrollo de las competencias de la inteligencia emocional con un coach, de haber recibido el feedback proporcionado por una evaluación de 360 grados y de haber constatado palpablemente una espectacular mejora de sus habilidades de liderazgo, el CEO de una sucursal del banco Pacific Rim se empeñó en que los seiscientos ejecutivos de su empresa tuvieran también la posibilidad de beneficiarse de un proceso parecido y, para ello, encomendó al jefe del departamento de recursos humanos la elaboración de un programa similar. Pero, cuando ese proceso se puso finalmente en marcha, solo se inscribieron y pasaron por él los más curiosos y valientes… precisamente los que menos lo necesitaban.
El problema era que, hasta ese momento, la cultura de la organización había desdeñado como una pérdida de tiempo la asistencia a ese tipo de seminarios y, en consecuencia, nadie los valoraba. Una de las formas de garantizar la adecuada valoración de los programas de aprendizaje consiste en asegurarse de que se trata de una iniciativa impulsada por el principal líder. Y es que cualquier programa de desarrollo del liderazgo que aspire a tener éxito deberá convertirse en una prioridad estratégica de la empresa, una cuestión promovida y alentada desde los niveles más elevados del escalafón como, por ejemplo, la junta directiva o el consejo de administración.
Y eso fue, precisamente, lo que no pareció comprender el CEO de Pacific Rim. De hecho, cuando se enteró de las pocas personas que se habían interesado en recibir el mismo tipo de coaching y feedback que tan patentemente había transformado su propio estilo de liderazgo —ya que su anterior modalidad compulsivamente timonel se había visto ampliada con facetas de liderazgo más afiliativas, visionarias y coaching—, se quedó desolado. Porque hay que decir que ese líder había comenzado a dirigir sesiones de coaching con sus colaboradores más directos y también había pedido a sus subordinados que le mantuvieran informado de los acontecimientos importantes de las vidas de sus empleados. Un ejemplo muy claro de esta transformación tuvo lugar cuando desconvocó una reunión y envió a una empleada a casa al enterarse de que su marido había enfermado de repente, un gesto amable y bondadoso que anteriormente jamás se le hubiera ocurrido.
A pesar de todo ello, sin embargo, fueron muy pocas las personas que se inscribieron en el programa de desarrollo del liderazgo, porque todavía parecía percibirse como algo carente de importancia para la agenda global de la dirección. Es cierto que el CEO había pasado por una experiencia realmente transformadora, pero no lo es menos que también la había interrumpido. Y, por más palpables que fueran los cambios que experimentó, nadie pareció comprender realmente el proceso de aprendizaje que había atravesado: el coaching, el feedback y el programa de desarrollo personal. Por eso el nuevo plan de desarrollo del liderazgo que se les presentó no dejó de ser uno más del amplio repertorio que les brindaba el departamento de recursos humanos de la empresa. Fue como si, al delegar y encauzar el programa a través del departamento de recursos humanos, el CEO hubiera transmitido también —de manera ciertamente inadvertida— el mensaje de que se trataba de algo que no tenía demasiada importancia.
Así pues, para que el desarrollo del liderazgo sea un éxito, el equipo directivo debe demostrar que el compromiso viene de la misma cúpula de la empresa. Desafortunadamente, sin embargo, lo que hemos observado en la mayor parte de los casos no difiere de lo que sucedió en Pacific Rim, es decir, que los programas de desarrollo del liderazgo suelen acabar convirtiéndose en una iniciativa más del departamento de recursos humanos.
EL COACHING EJECUTIVO
Los líderes deben equilibrar el aprendizaje —que, por definición, conlleva cierta vulnerabilidad— con la gestión de su imagen en tanto que líderes. Y un buen modo de conseguirlo consiste en contratar los servicios de un coach ejecutivo, un tipo de relación en la que el líder se siente lo bastante seguro como para hablar libremente de las aspiraciones y retos a los que se enfrenta y explorar nuevos caminos. En el contexto proporcionado por el coaching ejecutivo, los líderes pueden hablar de las cosas que les duelen y les apasionan y llegar a establecer un contacto muy profundo consigo mismos, con sus equipos y con la organización. Pero es evidente que este tipo de relación —profunda, segura, confidencial y casi sagrada— está lejos de ser moneda corriente dentro del ámbito de las organizaciones.[2]
El llamado coaching ejecutivo suele centrarse en la evaluación del liderazgo y en la atención continua al proceso del desarrollo personal. También incluye trabajar en cuestiones organizativas de índole general que suelen afectar a las relaciones interpersonales, como los retos que debe afrontar en la relación con su equipo, con el clima, la cultura y la política, la organización y el modo en que todo ello se adapta a la estrategia de la empresa.
Existen muchos tipos de evaluación y de feedback del liderazgo, pero los mejores de ellos pasan por la entrevista y la observación realizada por un coach ejecutivo profesional. En este sentido, las entrevistas se asemejan a conversaciones que tienen la intención de establecer una relación profunda y confidencial entre el líder y el coach. El proceso típico consiste en hablar de la carrera y de la vida del líder, de los problemas ligados a la gestión y el liderazgo y de cuestiones de índole organizativa, como el clima emocional, la política y los sistemas de la organización. Esta última fase, además, también suele incluir la observación sistemática del funcionamiento del líder en entornos como reuniones, conferencias y revisiones del rendimiento de sus empleados.
Uno de estos procesos —denominado «Un día en la vida»— fue desarrollado por nuestro colega Fran Johnston, del Gestalt Institute de Cleveland.[3] Se trata de un proceso en el que el coach pasa un día entero con el líder, siguiéndole literalmente a todas partes, asistiendo a todas sus reuniones, acompañándole durante las sesiones individuales que mantiene con sus empleados y permaneciendo a su lado mientras realiza incluso sus llamadas telefónicas. Ni que decir tiene que esta actividad se lleva a cabo explicitando claramente a los empleados lo que se está haciendo, lo cual tiene la ventaja añadida de poner claramente de manifiesto el compromiso del líder con el proceso de aprendizaje y de desarrollo del liderazgo.
El proceso de coaching también suele incluir evaluaciones más estructuradas, como la entrevista conductual, el feedback de 360 grados sobre las competencias de la inteligencia emocional, el estilo de liderazgo, el clima emocional y otros factores relativos al líder y a su organización. Es evidente también que, cuando el coaching se refiere a los equipos y a las organizaciones, no se circunscribe exclusivamente a la perspectiva proporcionada por el líder. Poco importa, en tal caso, que el líder padezca o no la enfermedad del CEO porque, sea como fuere, son muchos los datos que se filtran, atenúan o disfrazan antes de que la información llegue a la cúspide de la organización.
Por eso las entrevistas, la observación, la evaluación —y hasta una especie de miniproceso de indagación dinámica— pueden proporcionar al coach una información muy valiosa que sirva al líder para comprender lo que realmente está ocurriendo en una determinada organización. Huelga decir que este proceso solo funciona bien cuando el coach puede garantizar la confidencialidad de las personas que han proporcionado información acerca del líder, lo cual supone que solo transmite al líder datos generales y nunca cuestiones concretas.
De este modo, el coaching constituye una especie de catalizador del aprendizaje del líder que proporciona una imagen diferente —y, en ocasiones, muy precisa— de lo que está sucediendo en la organización, especialmente del modo en que los empleados perciben al líder y al equipo directivo.
Pero, a pesar de su experiencia técnica y, en muchos casos, de su contribución a la estrategia, el departamento de recursos humanos no puede provocar grandes cambios en la conducta ni en la cultura de una empresa. Aun los mejores profesionales del campo de los recursos humanos saben bien que, en opinión de los empleados, su actividad se halla desconectada de las cuestiones cotidianas. Y, aunque se trate de una estimación injusta, subraya claramente la importancia de que los líderes de la cúpula directiva de la organización se comprometan activamente en cualquier tipo de proceso de desarrollo del liderazgo.
Pero existe otra razón que explica las ventajas de que el compromiso provenga de la cúspide de la empresa y es que el tipo de cambio del que estamos hablando exige esfuerzo, apoyo y recursos (y, con ello, no solo estamos refiriéndonos a los recursos económicos). El nuevo tipo de liderazgo que proponemos en este libro requiere de una nueva actitud mental y de nuevas conductas y, para que tal cosa ocurra, la cultura, los sistemas y los procesos de la organización deben experimentar también una transformación muy profunda. Cuando hablamos de líderes que alientan la resonancia estamos hablando de líderes capaces de sintonizar con la realidad emocional de la organización —con su cultura y con las conductas más profundamente arraigadas— y de transformarlas. Pero, si tenemos en cuenta que los grupos y las organizaciones giran en torno al statu quo y se resisten a todo aquello que pueda amenazarlo, comprenderemos fácilmente que este nivel de cambio requiere de un liderazgo valiente y fuerte, así como de un compromiso inquebrantable.
Pero ni siquiera las órdenes procedentes de los niveles superiores de la organización pueden garantizar que una determinada iniciativa de desarrollo del liderazgo ponga en marcha los cambios deseados. Consideremos, por ejemplo, el caso de una empresa de servicios con la que trabajamos. Los altos directivos de esa empresa sabían bien que, dada la naturaleza fluctuante de su negocio, no tardarían mucho en perder el lugar que habían alcanzado si no conseguían modificar el comportamiento de sus empleados. Pero, en lugar de intentar transformar los hábitos de toda la organización —algo que les pareció demasiado complejo— decidieron que bastaría con que un pequeño número de directivos aprendiesen las nuevas competencias. Pocos años después, sin embargo, resultó evidente el fracaso de esa iniciativa. Las prácticas del liderazgo eran sumamente confusas, la moral se hallaba por los suelos, la movilidad laboral era más elevada que nunca y la empresa se hallaba a punto de ser vendida en contra de la voluntad de sus líderes.
Al comienzo, el equipo directivo hizo las cosas bien. Empezaron determinando la necesidad estratégica de emprender un proceso de desarrollo del liderazgo. Luego llevaron a cabo una investigación y esbozaron un modelo de aptitudes que incluía la mayor parte de las competencias de la inteligencia emocional. Posteriormente, diseñaron un interesante proceso de desarrollo del liderazgo centrado explícitamente en los cinco descubrimientos y seleccionaron a personas que estaban muy motivadas a participar en él.
La dirección de la empresa, en suma, elaboró un proceso de cambio integral. Entonces comenzaron a modernizar los procesos de relaciones humanas que utilizaban para su política de contratación y ascensos de modo que tuvieran en cuenta las nuevas competencias del liderazgo. Era como si los líderes supieran intuitivamente que la organización reforzaba normas culturales negativas y que los viejos hábitos se hallaban desconectados de lo que esperaban los nuevos clientes, vendedores y socios. Pero lo cierto es que ignoraban el modo de transformar la cultura de la organización y, puesto que la modificación de los hábitos profundamente arraigados y de la cultura subyacente de la organización les parecía una tarea imposible, decidieron centrar su atención en el desarrollo de un determinado número de líderes individuales. Pero su expectativa de que tuviera lugar una especie de «efecto dominó» que acabase transformando a toda la empresa no tardó en desvanecerse en la nada. Y es que algunas de las nuevas competencias del liderazgo eran tan opuestas a la cultura de la empresa que, cuando comenzaron a aplicarlas, no hicieron más que ahondar los problemas existentes.
Una de las nuevas competencias, por ejemplo, alentaba la importancia de hacer lo que uno considerase correcto, aun cuando ello supusiera enfrentarse al jefe. Fue entonces cuando cierto líder, animado por la aparente predisposición de la dirección a respaldar la asunción de riesgos, se puso inmediatamente a trabajar en lo que él consideraba como un problema empresarial… y ético. Cuando comenzó a discutir esta cuestión en el programa del liderazgo, llegó a verlo como una oportunidad para ejercitar una nueva conducta y contribuir también, según creía, a que la empresa hiciera lo correcto. La respuesta de su jefe no fue nada sorprendente pero, habida cuenta de la gran alharaca publicitaria que se había dado a las nuevas competencias, resultó muy decepcionante. Y es que, cuando el líder habló con su jefe, este le alabó por defender lo que creía pero, apenas concluyó la entrevista, esbozó un plan para desembarazarse rápidamente de él, porque resultaba demasiado peligroso.
Fueron muchos los episodios de este tipo que vimos en esa organización. Aunque estuviera muy claro que la conducta de los líderes debía cambiar y aunque las personas supiesen claramente lo que tenían que hacer, se hallaban, en realidad, maniatados y no podían actuar de un modo nuevo. Hay que tener en cuenta que la inercia de la cultura de una organización es muy fuerte y son muchos los núcleos de resistencia al cambio. Un solo líder no puede transformar la cultura de toda una organización y, para que la nueva visión termine instaurándose, debe generalizarse a todos los niveles. En una gran organización como la que estamos considerando, se hubieran necesitado centenares de conversos para provocar una auténtica transformación cultural.
No podemos pasar por alto la cultura de una organización y tampoco podemos esperar que un solo líder sea el causante del cambio. Al desatender ese punto y centrarse exclusivamente en el desarrollo individual de los líderes, los gerentes de esa empresa estaban, en realidad, ahondando su fracaso. Es cierto que las personas trataron de hacer las cosas de manera diferente pero, al no modificar las pautas básicas, los líderes tropezaron con la imposibilidad de alcanzar los objetivos de aprendizaje que se habían propuesto. Así pues, el hecho de no cambiar los poderosos movilizadores de la conducta acabó dando al traste con todo el programa de cambio.
Son varias, según nuestra investigación, las razones que explican el fracaso de las iniciativas de desarrollo del liderazgo. Una de ellas —como ya hemos visto en el capítulo 6— es que muchos de los programas no se centran en la totalidad de la persona o en los descubrimientos que conducen al cambio sostenible como, por ejemplo, conectar con nuestros propios sueños o tratar de desarrollarlos. Otros programas no tienen adecuadamente en cuenta el poder de la cultura e incurren en alguno de los siguientes errores:
• Pasar por alto el estado real de la organización suponiendo que, si las personas aprenden lo que deben hacer y ser, los sistemas y la cultura de la organización se adaptarán automáticamente al proceso del cambio.
• Centrar el proceso de cambio exclusivamente en la persona y desdeñar las normas cotidianas de los grupos y de la cultura circundante.
• Impulsar el proceso de cambio desde un nivel equivocado de la organización. El desarrollo del liderazgo que realmente transforma a las personas y a las organizaciones debe partir de la cúpula directiva y convertirse en una prioridad estratégica.
• No desarrollar un lenguaje del liderazgo que incluya términos significativos que capten el espíritu del liderazgo y simbolicen conceptos, ideales y prácticas emocionalmente inteligentes (una noción a la que volveremos más adelante en este mismo capítulo).
Los programas que pasan por alto estos puntos generan de manera natural individuos frustrados y cínicos y malgastan el tiempo, la energía y el dinero de la organización.
Supongamos que, en tanto que líder, usted ya ha preparado el escenario evaluando la cultura, es decir, examinando la realidad y la visión ideal de la organización. Supongamos que también ha alentado la resonancia en torno a la idea del cambio y ha seleccionado a las personas que, en el futuro, asumirán las funciones del liderazgo. El siguiente paso consiste en diseñar un proceso realmente fructífero de desarrollo del liderazgo. Este proceso deberá contribuir a que los líderes de la organización establezcan contacto con sus aspiraciones e ideales personales, descubran sus fortalezas y sus debilidades y utilicen su trabajo cotidiano como un laboratorio de aprendizaje. ¿Qué otras cosas pueden hacerse?
En primer lugar, hay que evitar las trampas en que suelen caer muchos de los programas de desarrollo del liderazgo. Con demasiada frecuencia se trata de meras clases teóricas impartidas por expertos sobre distintos temas, como estrategia, marketing, finanzas, gestión empresarial y abstracciones similares. Y, por más cierto que sea que todas estas disciplinas teóricas tienen una gran importancia, ningún programa concreto centrado en ellas provocará la menor transformación del individuo ni de la organización.
Aunque, en estas páginas, nos hemos referido en varias ocasiones a los «programas» de desarrollo del liderazgo, lo cierto es que las organizaciones no suelen necesitar programas, sino procesos concebidos como sistemas holísticos que impregnan todos y cada uno de los estratos de la organización. Las mejores iniciativas de desarrollo del liderazgo son aquellas que se basan en la comprensión de que el auténtico cambio discurre a través de un proceso multifacético que afecta a los tres niveles fundamentales de toda organización: el nivel individual, el nivel de los equipos en los que trabajan esos individuos y, finalmente, el nivel general de la cultura de la organización. Basándose en los principios del aprendizaje adulto y del cambio individual, ese tipo de procesos embarcan a las personas en un viaje simultáneamente intelectual y emocional que sirve tanto para afrontar la realidad como para abarcar la visión ideal. Y esto es algo que, en nuestra opinión, difiere mucho de lo que suele enseñarse en la mayoría de las escuelas de gestión empresarial y en otros centros de formación.
Los mejores procesos de desarrollo se ocupan de crear un espacio seguro, convirtiendo el aprendizaje en una aventura que no sea demasiado arriesgada. Además, para que los líderes realmente aprendan algo nuevo, necesitan experiencias interesantes que rompan los antiguos esquemas. Las experiencias deben ser lo suficientemente singulares como para despertar la imaginación de los implicados, pero también lo bastante familiares como para ser relevantes. Como advierte muy a menudo nuestro colega Jonno Hanafin, del Gestalt Institute de Cleveland: «Cuando uno trata de provocar un cambio en una persona —o en una compañía— debe ser lo suficientemente cuidadoso como para gestionar adecuadamente su "índice percibido de rareza"»[4] o, dicho en otras palabras, debe romper las reglas sin asustar demasiado a las personas.
Los procesos de desarrollo del liderazgo se centran tanto en el aprendizaje emocional como en el intelectual y deben ser activos y participativos, es decir, deben subrayar el aprendizaje activo y el coaching, en donde las personas utilizan lo que están aprendiendo para diagnosticar y resolver los problemas reales de sus organizaciones. Ese tipo de procesos se asienta en el aprendizaje mediante la experiencia y en simulaciones basadas en equipos en los que las personas se implican en actividades estructuradas que pueden utilizar para examinar su conducta y la de los demás. Los mejores procesos son multifacéticos, recurren a una combinación de técnicas de aprendizaje, se llevan a cabo durante cierto período de tiempo y no dudan en enfrentarse a la cultura de la organización.
Cuando los miembros directivos de Unilever comenzaron a diseñar una nueva iniciativa de desarrollo del liderazgo para la cúpula directiva se pusieron nerviosos. Ellos sabían que la empresa necesitaba algo que la hiciera más competitiva. Su propuesta, por consiguiente, aspiraba a cambiar las conductas del liderazgo y a crear una cultura empresarial completamente nueva. Hablando en términos generales, se trataba de un proceso que se extendería a lo largo de los años, los niveles, la ubicación geográfica y las distintas empresas y que obligaría a los líderes a repensarlo todo, desde sus sueños personales hasta su visión de la empresa y de los estilos del liderazgo. Se trataba, en suma, de una iniciativa muy ambiciosa.
En la medida en que los líderes comenzaron a esbozar una imagen de los seminarios y cursillos planificados por la compañía, empezaron también a utilizar palabras inusuales como pasión, carga emocional, vulnerabilidad, riesgo y visión personal. En las muchas conversaciones que sostuvieron durante ese período que se prolongó a lo largo de varios meses, se dedicaron a observar los rostros de sus interlocutores para captar sus reacciones y siguieron adelante, convencidos de que su proyecto para el cambio individual y de la organización era bueno y de que, para tener éxito, los ejecutivos debían comprometerse emocionalmente con el proceso.
Este fue el plan que diseñaron. Los cien principales líderes de la empresa participarían en un primer retiro, dirigido por los presidentes Niall FitzGerald y Antony Burgmans, en el que analizarían sus hábitos pasados, así como también sus creencias personales y sus expectativas sobre el futuro. El retiro tendría lugar en un entorno seguro que resultara lo suficientemente inspirador, pero que también sacara al equipo de lo que podríamos denominar su «zona de seguridad». También debería conllevar algún tipo de actividad física e invitar a las personas a emprender un viaje emocional con sus colegas, convirtiéndose así en una ocasión para llegar a conocerles mejor y desarrollar un nivel de confianza y de sinceridad hasta entonces inconcebible; una oportunidad, en suma, para abrirse y ser más sinceros. Debería tratarse de una experiencia que llegara a conectar con el corazón de las personas y que tuviera también implicaciones cuando regresaran a sus respectivos hogares. El objetivo final del retiro, en suma, era el de provocar un cambio de conducta, una nueva actitud mental y nuevos métodos de funcionamiento cuando volvieran al trabajo.
Después de ese primer retiro comenzaría la segunda fase, en la que los quinientos líderes principales de la organización asistirían a una serie de seminarios prácticos diseñados para ejercitar las nuevas normas de la cultura, llevar a la práctica la visión e impulsar, de ese modo, el cambio de la empresa. Finalmente —y a lo largo de un proceso que duraría varios años—, las distintas secciones de nivel inmediatamente inferior de todo el mundo pasarían por el mismo proceso orientado a estimular los sueños y dirigir el entusiasmo de las personas hacia el ámbito laboral.
En la medida en que las nuevas ideas fueron difundiéndose y los líderes comenzaron a animarse, las conversaciones fueron tornándose más concretas y se centraron en lo que realmente se haría en estos seminarios. Los ejecutivos, por ejemplo, reflexionarían y entablarían conversaciones profundas entre sí sobre aspectos importantes y significativos de la vida personal y laboral, sobre sus valores, relaciones, ilusiones, expectativas, aspiraciones y situaciones dolorosas del pasado. Trazarían un mapa de sus éxitos —y de sus fracasos— y centrarían su atención en lo que cada uno de ellos podía aportar para resolver los problemas con que se encontrasen. Pensarían en el modo de superar las deficiencias personales y organizativas y también esbozarían una visión colectiva del futuro. Este compromiso emocional les permitiría crear una comunidad de aprendizaje, es decir, equipos de personas que se tomasen en serio el proceso de desarrollo y crecimiento de la empresa y, en consecuencia, estimulasen el cambio.
Este tipo de sesiones centradas en lo que los ejecutivos esperaban ser y hacer en el futuro resultan muy instructivas y estimulantes. Durante las conversaciones, todo el mundo intervendría para alentar una reflexión más profunda, ir más allá de los tópicos y hablar directa y concretamente de la vida, el cambio y la empresa. También hablaron del modo de aprovechar el entusiasmo puesto en marcha por ese proceso y orientar la energía hacia un futuro más halagüeño para Unilever.
Ocasionalmente, sin embargo, la elaboración del proceso también se atascaba, como ocurría, por ejemplo, cuando se proponía un tipo de liderazgo más tradicional, familiar y estratégico. Y es que, cuando se afrontaban cuestiones más habituales, como los debates de los accionistas, los objetivos y «los muchos obstáculos que impiden el éxito», la energía parecía estancarse y evocar los muchos programas de planificación estratégica seguidos por los directivos de Unilever a lo largo de los años que, por más buenos que pudieran haber sido en el pasado, no eran precisamente lo que más se necesitaba en ese momento. Durante una de esas reuniones, un alto directivo de Unilever no pudo permanecer callado por más tiempo y tranquila, pero también apasionadamente, señaló: «Debemos ser muy cuidadosos. Nuestros líderes han seguido todos los ejercicios de planificación estratégica propuestos por los mejores profesores y gurús de las escuelas de gestión y administración de empresas. ¡Basta ya de estrategias! ¡Lo último que necesitamos es un nuevo análisis de la situación realizado por los accionistas!». Esta intervención puso de relieve que los ejecutivos ya comprendían la estrategia y que había llegado el momento de comprometerse en el desarrollo de una nueva actitud mental y de nuevas conductas del liderazgo que permitieran convertir la visión en una realidad.
EL APRENDIZAJE DE LA ACCIÓN
Cierto vicepresidente de una empresa de telecomunicaciones de Estados Unidos escuchó con mucha atención las presentaciones del aprendizaje de la acción que hicieron los empleados de su compañía recién salidos de un proceso de desarrollo ejecutivo y multifacético de un año de duración. Cuando hubieron acabado, el vicepresidente exclamó: «Estas personas son auténticos líderes. No tenía la menor idea de que en nuestra empresa ocurrieran estas cosas. Estamos esforzándonos en encontrar unos pocos líderes y aquí mismo teníamos veinte. ¡Veinte! Me gustaría que, en nuestras reuniones, todo el mundo hablara como lo he escuchado hoy. ¿Acaso hay una forma mejor de ejemplificar el liderazgo y el coraje?».
¿De qué se sorprendió tanto ese vicepresidente? Después de todo, acababa de gastarse varios centenares de miles de dólares en una iniciativa del desarrollo del liderazgo dirigida a minorías como mujeres y personas de color. Aunque sus expectativas eran las de conocer a unas pocas personas sobresalientes y escuchar algunas presentaciones interesantes sobre el programa de aprendizaje de la acción que acababan de concluir, se quedó fascinado al escuchar a los veinte ponentes hablando de cuestiones estratégicas clave y del modo de afrontarlas. Entonces se enteró de sus planes creativos, poderosos y viables para resolver algunos de los problemas que le quitaban el sueño y de un montón de otras cuestiones de interés para los líderes de la empresa. Y, lo que resulta todavía más importante, oyó a los participantes hablar claramente de las cuestiones de las que la organización nunca se ocupaba, porque estaban demasiado cargadas políticamente.
Los proyectos de aprendizaje de la acción que formaban parte del proceso del desarrollo ejecutivo de esa empresa podrían ser considerados como una experimentación activa con un objetivo.[5] Ese método permite que los participantes ejerciten lo que están aprendiendo, tomando los desafíos de la vida real de la organización como punto de partida de los proyectos que asumen los distintos equipos de trabajo, sobre los que deben trabajar durante todo el curso con el aprendizaje como objetivo primario y con el logro de resultados como objetivo secundario.[6]
Veamos ahora algunos principios que no debemos olvidar para emprender el aprendizaje de la acción:
• Los proyectos deben ser estratégicos, multidimensionales, ambiguos (lo que quiere decir que, en realidad, no existe ninguna respuesta predeterminada) y nuevos (es decir, debe tratarse de algo sobre lo que nadie esté trabajando en la organización).
• El nivel ejecutivo de la organización debe participar activamente en la determinación de los proyectos y en el trabajo con los equipos.
• Los proyectos deben ser fruto del trabajo de los equipos (no de los individuos) y estos deben promover durante todo el proyecto la creación de un clima sano, mantener normas funcionales, alentar la inteligencia emocional, hacer frente a los conflictos, centrar la atención en el aprendizaje en lugar de en los logros, etcétera.
• El proceso de aprendizaje debe ser evaluado y esa evaluación debe formar parte del resultado.
• Los proyectos deben ser transparentes.
• Hay que dedicar suficientes recursos a los equipos y liberar, en cierta medida, a algunas personas de sus obligaciones para que puedan zambullirse profundamente en los proyectos.
Cuando los líderes se comprometen con la estrategia exclusivamente a nivel intelectual, resulta casi imposible mantener el entusiasmo, lo cual merma necesariamente el compromiso y el aprendizaje. ¿Qué es, pues, lo que necesitan los líderes de la compañía? «Comprometerse emocionalmente con su pasión y con sus sueños, con los demás y con la estrategia —prosiguió ese ejecutivo—, conectar con las posibilidades que nos brinda el futuro y tener la oportunidad de hacer algo con ello.»
Lo que los líderes —e incluso los directivos— suelen necesitar no son nuevas estrategias más claras. No se trata, por tanto, de concebir un nuevo plan quinquenal o un nuevo programa de liderazgo al uso. Lo que hay que hacer es conectar con el entusiasmo por el trabajo, la estrategia y la visión y movilizar el corazón y la mente en la búsqueda de un futuro más significativo. Un nuevo ejercicio intelectual de planificación no conseguirá alentar el compromiso y, ciertamente, tampoco logrará transformar una cultura. Aun los mejores programas teóricos de desarrollo del liderazgo servirían muy poco para alentar el tipo de cambio que tanto necesitan las organizaciones de hoy en día.
Los líderes deben descubrir el modo de alentar el compromiso emocional de los ejecutivos con sus respectivas visiones y estimulantes a actuar en consecuencia. No debemos olvidar que las personas solo cambian cuando están comprometidas emocionalmente. Afortunadamente, el proceso de planificación del desarrollo del liderazgo llevado a cabo en Unilever tuvo en cuenta esta clave del cambio, ya que el equipo que diseñó el programa se aseguró de promover el entusiasmo y de encauzar esa energía hacia la acción. Por su parte, el hecho de que el programa estuviera dirigido por los principales líderes garantizó que los implicados asumieran la responsabilidad del cambio. Fue un proceso que provocó una auténtica transformación cultural en el desarrollo del liderazgo.
El proceso diseñado en Unilever provocó que muchas personas pensaran en el liderazgo, reflexionaran en la cultura de la organización y considerasen la posibilidad del cambio. Pero, para terminar instaurando el desarrollo del liderazgo, uno debe crear consenso en toda la organización, lo cual, como ya hemos señalado, debe comenzar con una directriz que emane de los niveles superiores de la organización. Para ello, los líderes deben ocuparse personalmente del proceso, como hicieron Niall FitzGerald y Antony Burgmans en Unilever. Además, para que las personas se impliquen realmente, el proceso mismo debe resultar emocionalmente recompensante.
En este sentido, por ejemplo, hay que asegurarse de que las personas cobren conciencia de que la invitación recibida para participar en la nueva iniciativa constituye un signo de reconocimiento, algo que, en el caso concreto de Unilever, era considerado como un honor y un distintivo de agradecimiento de la empresa. Así fue como los ejecutivos empezaron a considerar el programa como una oportunidad para avanzar en su carrera y comenzaron a interesarse por él.
Pero todo eso no ocurrió de un modo accidental, sino que fue el fruto de una estrategia perfectamente orquestada. Así fue como perfilaron claramente los rasgos que se utilizarían en el proceso de selección de los participantes y mandaron cartas y mantuvieron conversaciones informales que sirvieron para difundir deliberadamente un rumor que tenía por objeto despertar el interés por el programa de desarrollo de las capacidades del liderazgo y del cambio de la cultura de la compañía. Luego, los principales líderes explicaron personalmente a los implicados por qué se les había seleccionado y lo que significaría ser un líder en la nueva organización que estaban tratando de construir.
Pero Unilever también era muy consciente de la necesidad de llevar a cabo un proceso imparcial de selección de los candidatos porque, de no hacerse así —si el proceso, por ejemplo, se hallara distorsionado por cuestiones ligadas a la política propia de la empresa—, la manipulación resultaría evidente y el proceso perdería credibilidad. Eso fue, precisamente, lo que ocurrió en cierta fábrica europea en la que la selección de los participantes en el programa se llevó a cabo en función de tres criterios diferentes: los que se lo merecían, los que necesitaban ponerse al corriente (como los líderes más jóvenes, por ejemplo) y los que la cúpula directiva consideraba que tenían derecho a una gratificación por los muchos años de servicio. Imagínense la dinámica que se puso en marcha en ese caso, ya que todo el mundo se dio perfecta cuenta de quién se hallaba, en opinión de la empresa, integrado en cada categoría.
Los líderes de la organización deben utilizar un proceso de selección de candidatos que tenga en cuenta la paradoja de la implicación, es decir, que solo participen los mejores y que todos tengan las mismas oportunidades. Pero no basta, para ello, con mandar una nota o dejar un mensaje en el contestador convocando a los seleccionados al nuevo programa del liderazgo sino que es preciso mantener conversaciones reales. Es cierto que todo ello exige un gran esfuerzo, pero también lo es que merece la pena, puesto que la atención prestada a las fases iniciales del proceso suele ser determinante para el éxito de este tipo de iniciativas.
Una vez iniciado este proceso, el establecimiento y uso de un nuevo lenguaje del desarrollo del liderazgo constituye una herramienta muy poderosa para mantener vivo el compromiso de los implicados. Así, por ejemplo, el primer retiro de los ejecutivos de Unilever se llevó a cabo en Costa Rica (algo que, para lograr el máximo impacto emocional, se mantuvo en secreto hasta el último momento). Ese retiro, que incluía un largo viaje y profundas conversaciones interpersonales y grupales, acabó transformando sustancialmente el modo en que los líderes se veían a sí mismos, a sus compañeros y a la empresa en general. Este simple pero profundo encuentro que tuvo lugar en un entorno tan maravilloso como delicado posibilitó el aprendizaje de nuevas formas de comunicación que acabaron transformando el clima emocional de la empresa.
Cuando regresaron a casa y empezaron a aplicar lo que habían aprendido, «Costa Rica» llegó a convertirse en una expresión que servía para evocar la profunda conexión emocional que los participantes habían experimentado y querían instaurar en su entorno laboral. Así fue como, durante el año y medio posterior al proceso de cambio, términos tan normales y corrientes como relaciones auténticas, integridad, responsabilidad y capacitación han acabado convirtiéndose, en Unilever, en verdaderos símbolos de las nuevas conductas del liderazgo. Y aunque se trata de términos normales y corrientes, han cobrado un sentido muy especial a causa de los procesos en los que han participado sus líderes.
Hoy en día, varios años después de haber puesto en marcha la agenda del cambio, el desarrollo del liderazgo de Unilever se centra fundamentalmente en el modo de dirigir la empresa y de gestionar las relaciones; los líderes son responsables de los resultados y de respaldar también la nueva actitud mental y la nueva realidad emocional. Por su parte, los sistemas de recursos humanos como la planificación de la sucesión, la política de indemnizaciones y la gestión de la eficacia se hallan en consonancia con la estrategia de cambio y se ocupan deliberadamente de la consolidación de la nueva cultura empresarial.
Pero el desarrollo del liderazgo no debe centrarse exclusivamente en el nivel individual sino que, como ya hemos visto, también debe implicar a la totalidad de la cultura y los sistemas de la organización que promueven y constriñen el comportamiento de los individuos, los grupos y los equipos y las cuestiones más patentes como el estado de la organización y los desafíos externos a los que debe enfrentarse. Por eso, si queremos alentar la resonancia de una organización, resulta imprescindible asumir un proceso de desarrollo del liderazgo orientado hacia todos los niveles.
El esfuerzo múltiple del desarrollo del liderazgo que tuvo lugar en uno de los departamentos de la empresa Merrill Lynch nos proporciona un buen ejemplo en este sentido.
Merrill Lynch era una empresa de éxito con un largo historial de liderazgo sólido y experimentado, pero el departamento encargado de la gestión de la cartera de clientes estaba enfrentándose a una competencia cada vez mayor. Las demandas de los clientes eran cada vez más apremiantes, la globalización del mercado era ya una realidad y la revolución provocada por el comercio electrónico ponía en peligro el corazón mismo de la empresa. Para asegurarse de que las fortalezas del liderazgo se adaptaran a las nuevas necesidades, la vicepresidenta Linda Pittari elaboró con Tim McManus, director del departamento de formación y desarrollo del liderazgo, un método más sistemático para el desarrollo del liderazgo que se centró en las competencias de la inteligencia emocional.
«Éramos muy conscientes de que los retos a que deberíamos enfrentarnos en el futuro serían de naturaleza muy distinta a los habituales —nos dijo Pittari— y queríamos estar seguros de que nuestros líderes sabrían moverse bien en el nuevo entorno.»
El proceso comenzó identificando a todos aquellos empleados —incluidos los administrativos— que mostraban cierta aptitud para el liderazgo y, posteriormente, Pittari y su equipo se encargaron de llevar a cabo con ellos un coaching durante los primeros años de su trabajo, una experiencia que, combinada con la tutela, les permitió acabar desarrollando un buen elenco de líderes. Pero el éxito de esta iniciativa se debe a que no se centró exclusivamente en las personas —como suele ocurrir en la mayor parte de los programas de desarrollo personal similares que comienzan y acaban en el individuo—, sino que también tuvo en cuenta la importancia de la cultura subyacente de la empresa y el modo en que alentaba o inhibía el liderazgo.
La iniciativa puesta en marcha por Linda Pittari se ocupó de diferenciar claramente las normas esenciales de la cultura empresarial que posibilitaban el nuevo tipo de liderazgo y aquellas otras que lo obstaculizaban. Utilizando el proceso de indagación dinámica que hemos presentado en el capítulo 10, ella y su equipo se entrevistaron con los líderes clave para determinar el marco cultural en que vivían. Las preguntas que, a este respecto, se formularon podrían resumirse en las siguientes: ¿Qué es lo que está permitido? ¿Cuáles son las conductas y valores que se esperan? ¿Qué estilos de gestión se promueven y cuáles se desalientan? ¿Qué aptitudes se desarrollan y cuáles se pasan por alto?
Pero ese no fue más que el comienzo, puesto que Pittari y su equipo siguieron ahondando en el tema y buscaron las razones culturales que explicaban el éxito y el fracaso,[7] investigando la relación existente entre el grado de compromiso con los principios de la organización y la conducta de los líderes. Así fue como preguntaron a los implicados su visión del liderazgo en el seno de la empresa, una clave muy importante que utilizaron posteriormente para reformular su programa de desarrollo del liderazgo. Disponiendo de esta nueva información, el equipo pudo determinar cuáles eran los aspectos de la cultura empresarial que obstaculizaban la eficacia del liderazgo y, en consecuencia también, cuáles eran las prácticas que debían conservar y cuáles necesitaban cambiar.
En esta empresa que, después de todo, se asentaba en el establecimiento de una buena relación con los clientes, las personas confiaban en el estilo del liderazgo afiliativo. Por eso las cordiales relaciones que los directivos mantenían con sus colaboradores más directos alentaban el compromiso, el esfuerzo y la lealtad. Pero no es menos cierto que esa modalidad de liderazgo también dificultaba descubrir las áreas que debían mejorarse y obstaculizaba el coaching. Por más, pues, que los directivos trataran de compensar esta deficiencia mediante el uso de elaborados sistemas de gestión de la eficacia y haciendo que cada cual asumiera su responsabilidad, lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, podían pasar años sin recibir el menor feedback directo que pudiera servir para mejorar.
Así fue como, basándose en el proceso de indagación dinámica y en una investigación exhaustiva de los individuos que parecían más eficaces para el nuevo entorno comercial, el equipo de Pittari pudo elaborar una agenda de desarrollo del liderazgo diseñada para contrarrestar los viejos hábitos culturales y promover valores, normas y sistemas más positivos y útiles para el desarrollo de un nuevo tipo de liderazgo. Para ello identificaron las habilidades y competencias que se necesitaba desarrollar como, por ejemplo, el intercambio de feedback, la manera de lograr el adecuado equilibrio entre la sensatez y la asunción de riesgos, la forma de promover la creatividad y el modo adecuado de gestionar un mundo laboral cada vez más complejo. También, evidentemente, identificaron las habilidades propias del talento comercial que necesitaban desarrollarse.
Varios años después de que Pittari y su equipo pusieran en marcha el proceso de desarrollo del liderazgo en Merrill Lynch, el 40 por ciento de los que participaron se ha visto ascendido y, en la actualidad, ocupan cargos de mayor responsabilidad. Pero lo más importante de todo es que el esfuerzo del cambio centró su atención en la gestión, el liderazgo y las prácticas culturales que realmente necesitaban cambiar y que, desde entonces, han seguido funcionando. Hoy en día, la planificación de la sucesión es más sistemática y presta mayor atención a los individuos que manifiestan un tipo de liderazgo más adecuado para afrontar el futuro.
Consciente de que su iniciativa duplicaría las obligaciones —es decir, que tendría que ejemplificar el modelo del cambio individual, al tiempo que modificar también los aspectos culturales que así lo requiriesen—, Pittari elaboró un proceso tan orientado a transformar la cultura de la organización como las vidas de quienes trabajaban en ella.
En resumen, los mejores programas de desarrollo del liderazgo son aquellos orientados a la transformación de la cultura, las competencias y hasta el espíritu de la organización. Son programas que se atienen a los principios del cambio autodirigido y que utilizan un enfoque múltiple del aprendizaje y el desarrollo que se centra simultáneamente en el individuo, los equipos y la organización. Los mejores de estos programas suelen incluir los siguientes elementos:
• Tener en cuenta la cultura —y, en ocasiones, el cambio de cultura— de la organización.
• Seminarios en torno a la filosofía y la práctica del cambio individual.
• No centrarse únicamente en el talento para los negocios, sino tener también en cuenta las competencias de la inteligencia emocional.
• Experiencias de aprendizaje creativas e intensas que apunten hacia un objetivo.
• Servirse de relaciones que respalden el aprendizaje, como los equipos de aprendizaje o el coaching ejecutivo.
Nuestra intención consiste en poner a punto procesos de desarrollo del liderazgo que maximicen la vida media del aprendizaje. La idea consiste en desarrollar un proceso que tenga el «gancho» suficiente como para promover el aprendizaje continuo.
Los mejores procesos son aquellos que enseñan el modo de aprender y que se centran en una forma nueva y sostenida de realizar los sueños compartidos. De este modo puede elaborarse un mapa que tenga en cuenta los valores, las creencias, las expectativas y las aspiraciones de las personas y proporcione un significado, al tiempo que sirva de guía tanto para el trabajo actual como en cualquier posible ocupación futura. En este sentido, el desarrollo de las competencias de la inteligencia emocional propias de un determinado trabajo no es más que una pequeña parte de ese mapa y lo más importante es asegurarse de que el proceso en cuestión deja su impronta en las personas, la cultura empresarial y los sistemas que promueven el cambio, el desarrollo y las normas eficaces. Y una de sus ventajas principales consiste en un tipo de aprendizaje continuo que predispone al cambio.
Las personas pueden cambiar y lo harán cuando encuentren una buena razón para ello. En este sentido, el cambio del liderazgo contribuye a que el individuo se dé cuenta de lo que quiere cambiar y del modo en que tiene que hacerlo. Pero, para que ese tipo de aprendizaje provoque un efecto duradero en una determinada organización, es necesario ir más allá de los individuos y tener también en cuenta lo que necesitan los grupos —y las organizaciones— para alentar el desarrollo de líderes emocionalmente inteligentes.
Quisiéramos ahora, antes de dar por concluido nuestro viaje, echar un vistazo al futuro y considerar las posibles implicaciones de lo que hemos analizado en este libro.
En primer lugar, hemos subrayado la extraordinaria importancia que tienen las emociones en el ámbito del liderazgo. Y es que el liderazgo primal es una dimensión crucial, una dimensión que determina si los esfuerzos de un líder son adecuados o están fuera de lugar. Luego hemos hablado del fundamento neurológico de las emociones —especialmente de lo que suele denominarse el «circuito abierto» de las emociones— en la tarea fundamental del líder, que consiste en alentar la resonancia.
También hemos señalado que las competencias fundamentales del liderazgo resonante pertenecen al dominio de la inteligencia emocional y que esas habilidades pueden ser cultivadas y fortalecidas, tanto en el ámbito individual como en el grupal. Este tipo de liderazgo, además, puede expandirse hasta llegar a abarcar a toda una organización, en cuyo caso son muchos los datos que subrayan sus ventajas para la eficacia y rendimiento de la organización o de la empresa implicadas.
Nuestra propuesta va mucho más allá de una nueva teoría sobre el liderazgo, puesto que ayuda a responder a la pregunta «¿Qué es lo que puedo hacer al respecto el lunes por la mañana?». La primera aplicación práctica de este enfoque sirve para actualizar las competencias del liderazgo emocionalmente inteligente y, en este sentido, hemos esbozado los pasos que conducen a una mejora estable y duradera de las competencias fundamentales de este tipo de liderazgo.
Luego hemos dirigido nuestra atención al modo de aumentar la resonancia de los grupos, los equipos y las organizaciones. Y es que el impacto de la mejora de la inteligencia emocional de un grupo es mucho mayor que el que acompaña al cultivo de la inteligencia emocional de un solo individuo. Pero, para ello, se necesita un líder capaz de tomar el pulso emocional del grupo y encauzar las normas y la cultura de la organización en la dirección adecuada. Por último, las organizaciones mismas pueden convertirse en excelentes promotores del liderazgo resonante, lo cual supone una diferencia crucial para los trabajadores… y, en última instancia también, para el rendimiento de la empresa.
Pero ¿cuáles son las razones que explican por qué es tan importante todo esto, no solo hoy sino, sobre todo, en el futuro?
Los líderes están obligados a afrontar los imprevistos de una realidad política, económica y tecnológica que se halla en un continuo cambio. Nuestro mundo —y, con él, el mundo empresarial— está atravesando un profundo proceso de transformación que exige de un nuevo tipo de liderazgo. El constante aumento del poder de la informática, la rápida expansión del comercio electrónico, la creciente diversificación de la población laboral, la globalización de la economía y el implacable aumento del ritmo de los negocios se hallan sumidos en un proceso de aceleración creciente.
Todas estas realidades convierten al liderazgo primal en un factor cada vez más importante. Consideremos, por ejemplo, las implicaciones que tiene el hecho evidente de que muchas de las estrategias comerciales de hoy en día serán mañana irrelevantes. «Dentro de cinco años, la mitad de los modelos comerciales actuales ya no nos servirán —se lamentaba el CEO de una empresa de servicios de información—. La información que hoy en día vendemos no tardará mucho tiempo en estar disponible gratuitamente en Internet, de modo que debemos apresurarnos a encontrar nuevas formas de comercialización.» O, como nos comentó el director de una importante empresa financiera: «Las empresas perecen y sus directivos están muertos de miedo».
La flexibilidad de una empresa para adaptarse a los sobresaltos que nos depare el mañana depende, en gran medida, de la capacidad de sus líderes —especialmente de su cúpula directiva— para gestionar adecuadamente las emociones en medio de una situación que se halla en un continuo proceso de cambio. Cuando los beneficios caen en picado o cuando la empresa se ve asediada por la competencia, los líderes pueden aterrorizarse y sus miedos alentar la negación —con la absurda cantinela de que «todo va bien»— o aplicar soluciones automáticas para salir del paso, en cuyo caso pueden, por ejemplo, centrar desmesuradamente la atención en reducir los gastos y despreocuparse de conservar a los trabajadores más capaces. No olvidemos que la ansiedad reduce la capacidad del cerebro para comprender y responder y que, cuando el miedo atenaza a los líderes y les impide tomar decisiones, la organización entera puede tambalearse.
Los líderes emocionalmente inteligentes saben gestionar sus emociones perturbadoras para poder mantener la atención y seguir pensando con claridad aun en medio de una situación crítica. No esperan a que la misma crisis sea la que imponga la necesidad de cambiar, sino que permanecen lo suficientemente flexibles para adelantarse a los acontecimientos y adaptarse a las nuevas realidades. Son personas que, aun en medio de profundos cambios, saben encaminarse hacia un futuro más abierto y dirigir de un modo resonante a sus subordinados.
También debemos señalar que las empresas que antaño se desenvolvieron bastante bien en un pequeño sector del mercado deben afrontar, hoy en día, una competencia mucho más amplia. Por eso, en un mercado cada vez más global, las normas que determinan la actuación del líder deberán hallarse en consonancia. Así, para que una empresa antiguamente puntera en una determinada región o país siga conservando su posición privilegiada en el mercado global actual deberá experimentar una profunda transformación. Y esta exigencia la obligará a ampliar la resonancia desde el ámbito de acción de un determinado líder a toda la organización.
Pero eso no es todo, porque hay otras razones que justifican la creciente importancia del liderazgo primal. El viejo modelo del liderazgo se centraba en una dimensión funcional que no tenía en cuenta los aspectos emocionales o personales y consideraba a las personas como unidades intercambiables, un modelo impersonal que hoy en día resulta ya inaplicable. Los líderes resonantes han roto el molde de un liderazgo creado a imagen y semejanza de los viejos magnates de la industria, una figura autoritaria y obsoleta que dirigía todos los hilos de la empresa desde su inaccesible atalaya.
Pero cada vez resulta más evidente que el liderazgo no debe apoyarse tanto en la autoridad como en la excelencia en el arte de las relaciones, una singular habilidad que los cambios que experimenta el mundo empresarial están tornando indispensable. Hoy en día, cuando las grandes corporaciones trascienden las fronteras nacionales y los clientes y proveedores redefinen la red de relaciones, el liderazgo depende más que nunca de variables interpersonales.
Los líderes resonantes saben cuándo deben aplicar una modalidad colaboradora y cuándo ser visionarios, cuándo deben escuchar y cuándo impartir órdenes. Este tipo de líderes posee una especial habilidad para conectar con lo que realmente es importante y esbozar una visión ideal que sintonice con los valores de sus subordinados. Son personas que alientan de manera natural las relaciones, poniendo sobre el tapete las cuestiones ocultas y generando una sinergia que armoniza a los grupos; personas cuyo interés por sus empleados les lleva a despertar su lealtad e inspirarles a dar lo mejor de sí en aras de los valores compartidos.
Y todo esto es algo que el líder emocionalmente inteligente hace en el momento preciso, del modo correcto y con la persona adecuada. Ese tipo de liderazgo genera un clima de entusiasmo y flexibilidad en el que las personas se sienten estimuladas para ser más creativas y dar lo mejor de sí mismas. Y ello, dada la realidad empresarial de hoy en día, supone un valor añadido centrado en las dimensiones humanas que resulta esencial para el buen funcionamiento de cualquier organización.
Este tipo de líderes se halla más impulsado por los valores y son más flexibles, informales, transparentes y sinceros que los de antaño. Son líderes conectados con las personas y con las redes, líderes que parecen destilar resonancia, líderes que saben contagiar su entusiasmo a toda la organización, como si irradiasen espontáneamente un entusiasmo y un interés que estimulara a sus subordinados. No olvidemos, pues, que la resonancia es la auténtica clave del liderazgo primal.