I

EMPECÉ A LLORAR sin motivos cuando cumplí siete años.

—Nosotros nos hemos hecho nada — decían asustados mi hermana y mi hermanos que eran más pequeños que yo.

—Yo tampoco le hice nada —murmuró mis maestra cuando yo rompí en llanto mientras ella daba la lección de ortografía.

—Nadie le ha hecho nada —le explicó mi mamá a la médico y a la dentista, cuando ambas terminaron rascándose la cabeza en el mismo consultorio.

—Todo está bien con este niño —concluyó la pediatra, luego de escuchar el latido de mi corazón.

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—Sano y entero como roble —diagnosticó la dentista, después de asomarse por mi boca quizá para ver también mi alma.

Y sin embargo, yo continuaba llorando, así que esa noche papá vino por primera vez a mi recámara para hablar del tema.

Cuidándose de emparejar la puerta y sentándose a un costado del colchón, susurró para no despertar a mis hermanos que dormían en la litera:

—¿Estás bien?

Yo no estaba bien. Lloraba en silencio y no pude articular palabra alguna.

—¿Quién te persigue? —intentó adivinar él—. ¿Es alguien de sexto..., de quinto…, de cuarto? Porque te quiere pegar, ¿verdad?... Seguro que un niño te amenazó con esperarte a la salida… No, no necesitas decírmelo… Créeme que te entiendo bien… Gurrola era gigantesco… La tomó contra mí quién sabe por qué… Todos los días me esperaba afuera de la escuela, recargado en un árbol, apretando los puños, con los ojos entornados… Había en su cara un gesto de loco que yo espiaba desde las rejas sin atreverme a salir…

Papá se quedó con la mirada fija en la pared. Luego sacudió la cabeza, suspiró, me acarició el pelo.

—Vamos… Trata de dormir… Mañana paso por ti a la escuela…

Y me dio un beso.