ESA SEMANA tuve la última pesadilla. Fue después de ver un programa de televisión con mi papá. Para entonces aún tenía las nueve pastillas en mis manos y un dolor de cabeza sordo pero pertinaz, porque nunca imaginé lo difícil que resultaría salvar a la gente. Primero había sido lo de mi abuela, después lo de mi mamá, y entonces, en el colmo de los colmos, cuando yo creí que mirar la tele me ayudaría a distraerme, apareció ese escritor de manos temblorosas apoyadas en un bastón para decir algo que acabó por confundirme completamente.
—Para llegar a la inmortalidad —dijo el escritor a la mujer que lo entrevistaba— no hace falta vivir mil años. Basta con vivir un poco más que tu generación y ver morir al mundo en que naciste. La gente que amas va desapareciendo ante tus ojos y frente a tu impotencia, y así vas descubriéndote cada vez más solo… Es como una maldición esa vida demasiado larga que llamamos “inmortalidad” —repitió él con voz quebrada y con los ojos anegados de lágrimas y con manos cada vez más temblorosas. —Duele.
Fue cuando sucedió el colmo de los colmos.
—Es cierto —murmuró papá.
Yo me volví para mirarlo con tal brusquedad que me torcí el cuello, pero papá ni siquiera pareció notarme.
Apagó el televisor con el control remoto y se levantó abstraído en sus pensamientos.
Yo me quedé de una pieza sentado en el tapete.
Claro que me enojé. Y mucho. Hasta me rechinaron los dientes de lo fuerte que apretaba las mandíbulas.
Luego me fui calmando y ya metido en la cama, a punto de dormir, decidí que a lo mejor tenían razón mi papá y el escritor.
Por vivir eternamente, mamá se iba a quedar sin sus amigas aunque ahora fueran tantas. A mis hermanitos les iba a tocar ver la desaparición de su perrita y quizá de muchas perritas más. Yo lo sabía bien porque cuando la niña pelirroja del parque hubiera crecido, se hubiera casado, hubiera tenido hijos, hubiera envejecido y, cuando muriera, yo seguiría aquí en el mundo, para siempre, sin ella.
Soñé que estaba en medio del parque y que tenía la mano en alto mostrando mis pastillas e iba ofreciendo a gritos: “¡Quiero salvarlos!”, “¡Quiero salvarlos!”. Pero las personas se alejaban de mí asustadas, como si yo fuera un monstruo, huyendo las mujeres y los ancianos, los hombres adultos y los niños, pero sobre todo la niña pelirroja, alejándose a todo correr de mis pastillas salvavidas y de mis lágrimas porque yo no quería quedarme solo en el mundo.