III

AL DÍA SIGUIENTE mi papá llegó de improviso al salón de clases. ¡Quién sabe qué pretexto usó para ir hacia el escritorio! Al menos en ese momento yo no estaba llorando. Desde mi pupitre vi que él estaba muy atento buscando la mirada de mi maestra. No le fue difícil ubicarla porque ella usaba unos lentes enormes, como lupas, que le hacían crecer los ojos igual que una sombrilla cerrada que de buenas a primeras se abre. A papá lo noté un poco decepcionado, quizá porque los ojos de mi maestra no parecían lagunas sino búfalos salvajes listos para lanzarse en una estampida cuando alguien se portaba mal.

Por el gesto que apareció en ese momento en su rostro, supe que a mi maestra no le había gustado nada que la interrumpieran a mitad de una lección y que sus ojos empezaban a desbocársele.

—Gracias, maestra, ya no la molesto más —pude oír las últimas palabras dichas por papá. Luego, al llegar a la puerta, él me lanzó una mirada que fue como un papalote tristemente enganchado en la fronda de un árbol y meciéndose de cabeza.

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Lo que nadie entendía es que yo no gobernaba mi llanto. Al revés, me sucedía como la ocasión aquella en que se me rompió el volante de mi carrito chocón en la feria. Me fui a estrellar directo contra el portón de la pista aunque yo giraba el volante hacia la izquierda y hacia la derecha: el portón se vino abajo escandalosamente y casi le cae encima a una familia, mientras mi carrito eléctrico se salía de la pista entre el chisporroteo de la barra guía y los alaridos del dueño.

Era igual. El volante de mi tristeza estaba descompuesto, y de buenas a primeras, cuando ni yo me lo esperaba, me lanzaba de lleno contra un llanto que no era muy sonoro pero sí muy peligroso.

Era peligroso porque nadie soporta el llanto. Si yo empezaba a llorar, mi maestra ya no podía continuar con la clase. Mis compañeros ya no se concentraban en las numeraciones. Todos en la calle miraban feo a mi mamá. Mis amigos no querían incluirme más en ninguno de sus juegos, porque no hay juego que soporte la tristeza. Lo peor era cuando mi lloriqueo se contagiaba. Entonces los ojos de los demás, que me miraban primero con curiosidad y luego con susto, comenzaban a aguarse también y empezaba algo así como un coro de llantos.

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