AL PRINCIPIO sólo lloraba por la noche cuando la luz estaba apagada y mis hermanos dormidos. Yo me recostaba boca abajo y ponía la almohada sobre mi cabeza para que la idea se quedara en paz y me dejara en paz. De pronto, la tenía encima de mí y yo empezaba con la tristeza. Pensaba que un día ya no estaría yo en esa cama, ni mis hermanos me verían, ni mi maestra leería mi nombre al pasar la lista de asistencia en mi salón, ni habría regalos para mí bajo el pino en la Navidad. Lo que me oprimía el pecho y me hacía sollozar, aunque yo apretaba la boca contra el colchón para amortiguar los gemidos, era reconocer que aunque yo desapareciera no iban a desaparecer conmigo ni la recámara, ni mi familia, ni el colegio, ni la ciudad, ni el planeta. Todo iba a seguir como si nada. Los mismos programas en la televisión aunque ya no pudiera yo verlos nunca, los columpios firmes en el parque, el circo seguiría viniendo cada año; en fin, los días amanecerían con la misma luminosidad y con el mismo calor, pero mi sombra ya no volvería a estar nunca en ningún suelo del mundo. Como si yo fuera la pieza de un rompecabezas que podía ser quitada sin que se descompusieran las figuras. Un día iba a desaparecer, pero el mundo proseguiría su marcha como un tren, como un barco que se pierde en la lejanía.
Cuando terminé de confesarle todo esto a papá, ya casi ni podía verlo porque los ojos se me hincharon y me ardían de tanto llorar. La nariz me escurría igual que la llave descompuesta del lavadero. La cabeza parecía explotarme por el dolor.
Recuerdo haber sentido el brazo de papá rodearme por los hombros, oler su loción cuando apoyó su pecho en mi frente aunque yo no quería ensuciarle la camisa, pensar que el sabor salado de mis lágrimas se le estaría metiendo en la boca cuando me besó; pero lo que más recuerdo fueron los latidos de mi corazón, fuertes y más fuertes, mientras yo esperaba las palabras que él diría y que le pondrían fin a la mala idea que llevaba muchos días viviendo dentro de mi cabeza y enterrándome los colmillos. Esa era mi esperanza ahora que por fin lo había contado todo. Que mi papá me salvara.
Él me dio otro beso.
—Te amo —dijo.
Y, sin embargo, después no agregó ninguna palabra más.
Antes de que cerrara la puerta, le oí susurrar a mis hermanos:
—No lo molesten… Su hermano está enfermo…
—¿Se va a curar pronto?— preguntó mi hermanita entonces.
Pero la puerta se cerró y me quedé atrapado en la mala idea que empezó a removerse en mi cabeza.