Iona se puso un pañuelo en la cabeza mientras avanzaban aceleradamente por la carretera de la costa en el descapotable de Zane. El mar, rompiendo al pie del acantilado mientras el cielo se teñía del naranja del atardecer, ofrecía una vista espectacular.
–¿Cuántos coches tienes? –preguntó Iona, alzando la voz.
Zane se había doblado las mangas de la camisa, dejando ver su piel tostada, cubierta por vello oscuro. Su cabello negro, alborotado por el viento, le daba un aspecto relajado y sensual. Iona tenía el pulso acelerado y los nervios a flor de piel.
Él le dedicó una breve sonrisa, unas gafas de diseño ocultaban sus espectaculares ojos, afortunadamente para Iona; pero aun así pudo percibir que la miraban con sorna.
–Varios –contestó–. Los coches son una de mis pasiones.
Iona rio ante el énfasis que él puso en la palabra. No cabía duda de que estaba coqueteando con ella.
–¿Qué te llevó a pintar la naturaleza? –preguntó Zane.
–Hay tanta en Kelross Glen que ni siquiera tuve que planteármelo.
–¿Cómo es tu pueblo?
–Pequeño –dijo Iona. Pero decidió no extenderse en la respuesta.
Ya había proporcionado suficiente información de sí misma. Durante el trayecto, Montoya había usado su mirada y su sonrisa arrebatadora para sonsacarle detalles de su infancia, de la depresión de su padre, de la tienda que poseía en Kelross Glen. Por el contrario, él había evitado responder cualquier pregunta personal sobre sí mismo. No era de extrañar que se ganara la vida como detective.
Pero Iona aprendía rápido y una vez descubiertas sus tácticas, no pensaba darle más información hasta que él correspondiera con algo suyo. Porque todo aquello de lo que evitaba hablar aumentaba la curiosidad que ella sentía.
Aminoró la velocidad al entrar en la ciudad de Santa Cruz. La carretera abierta dio paso a barrios con casas de madera pintadas de colores, adolescentes patinando por las aceras, ciclistas en el carril bici. Todo tan apacible y tranquilo que resultaba encantador.
Zane tomó una sinuosa carretera secundaria y ante su vista apareció un restaurante al borde del acantilado, con una gran terraza de madera que se proyectaba sobre el mar, en la que numerosos clientes disfrutaban de su cena. Las luces que colgaban del toldo le daban un aire festivo. A ambos lados del estrecho camino de acceso había coches aparcados. Zane condujo hacia la parte trasera del local y detuvo el coche en un espacio con una gran señal amarilla que anunciaba: «Prohibido aparcar. Llamamos grúa veinticuatro horas».
–¿No deberías tener en cuenta el aviso? –preguntó Iona cuando Zane le abrió la puerta.
Él le dedicó una seductora sonrisa y, tendiéndole la mano, dijo:
–¡Qué detalle que te preocupes por mí!
–Me preocupa más tu coche que tú –dijo ella. Y el pulso se le aceleró cuando le posó la mano en la cadera para dirigirla a la entrada.
Iona sintió una descarga eléctrica de bajo voltaje, perturbadora y agradable a un tiempo, como un masaje estimulante.
–¿Y cómo voy a volver a casa si se lo lleva la grúa? –preguntó, intentando ignorar el contacto.
–No te preocupes, uno de mis primos es el dueño del restaurante –dijo él con una risa grave que le reverberó por todo el cuerpo a Iona–. El coche está a salvo.
Ella se estremeció y Zane le frotó la espalda mecánicamente, haciendo que la suave vibración se disparara, transformada en una sacudida de energía que le endureció los pezones, apretándoselos contra el sujetador.
–Tienes frío –dijo él, lanzando una mirada hacia su escote a la vez que pasaban de largo la cola de la gente que esperaba mesa–. Vayamos dentro.
Iona vio los apartados con altos respaldos de cuero y velas sobre las mesas que había al fondo del restaurante y que tenían un aire excesivamente romántico.
–Sentémonos fuera, mirando al mar –Iona temía ronronear si Zane la tocaba. Y la situación podía resultar terriblemente embarazosa.
Él enarcó una ceja y sonrió con escepticismo.
–¿Estás segura? –preguntó, aunque sonó más bien como una acusación de cobardía –. Hace una noche fresca.
–Completamente –contestó ella con firmeza.
Las preguntas de Montoya en el coche y el abierto coqueteo que habían mantenido le habían hecho sentirse importante. Aunque fuera la táctica que seguía con todas las mujeres, su castigado ego lo agradeció. Además, el restaurante era precioso; el aroma a carne asada y especias mejicanas resultaba delicioso; y el ambiente animado y divertido era un agradable contraste con los gritos y las obscenidades que había aguantado en los últimos tiempos.
Un camarero joven, de cabello pelirrojo y sonrisa amable, saludó a Zane como si fuera un viejo conocido y los llevó a una mesa al borde de la terraza. Iona se dejó arrullar por el rumor de las olas.
Zane alzó la mirada del perfecto trasero de Iona mientras Benji les ayudaba a acomodarse.
La cuestión era que Iona MacCabe tenía numerosas partes excepcionales, tal y como demostró en aquel momento una ráfaga de viento que le pegó el vestido al pecho. Benji les entregó la carta y Zane respiró profundamente para recuperar la calma. Se suponía que aquella cena debía ser divertida y frívola, por un lado; e informativa, por otro. De camino al restaurante había descubierto algunas cosas sobre ella, pero Iona se había cerrado completamente aun antes de que llegara a mencionar su asociación con Demarest.
Así que él tenía que tranquilizarse, activar su encanto y dejar de fijarse en todos sus evidentes atributos o nunca llegaría a averiguar nada.
Benji les llenó los vasos con agua.
–Bienvenidos a la Cantina de Manuel –miró a Zane y añadió–: Le diré a Mani que has venido, Zane.
–No te molestes, Benj. Seguro que está ocupado –dijo Zane tensándose ante la perspectiva de ver a su primo. Manu le caía bien y su comida era extraordinaria, pero nunca se sentía cómodo fingiendo que la relación familiar significaba algo para él.
–Le gustará saberlo –dijo Benji. Y los dejó tras enumerar la lista de platos fuera de la carta.
–¡Todo suena delicioso! –dijo Iona mirando la carta.
Una vez más Zane pensó que parecía una niña. Sin embargo, sabía que tenía veinticuatro años porque lo había visto en su pasaporte. El recuerdo de Demarest sentado tras el cristal con una sonrisa cruel le formó un nudo en el estómago.
«Olvídalo». Fuera lo que fuera lo que le había dicho, Iona estaba a salvo con él.
–¿Sabes qué quieres? –preguntó, dejando la carta sobre la mesa.
–Un montón de cosas –dijo ella, con un brillo coqueto en la mirada.
–¿Quieres que te ayude? –preguntó él, estirando las piernas y apoyando los codos en la mesa a la vez que respiraba para intentar ignorar el pulsante calor que sentía en la ingle.
Él jamás se acostaba con una mujer en la primera cita. Respetaba y disfrutaba de la compañía de las mujeres, y consideraba que el sexo debía llegar a su debido tiempo.
–Mi plato favorito son las enchiladas de cangrejo con chili verde.
–¿Ah, sí? ¿Y por qué? –preguntó ella, esbozando una pícara sonrisa.
–Porque son picantes y están especiadas.
Iona apoyó un codo en la mesa y, ladeando la cabeza, se humedeció los labios.
–Dime, Zane, ¿sales con muchas mujeres? –preguntó con una sonrisa.
–¿Por qué lo preguntas?
–Por lo bien que se te da. Contéstame.
–Nunca salgo con dos al mismo tiempo –dijo Zane, que no quería admitir que llevaba seis meses sin quedar con nadie, lo que proporcionaría a aquella cita un excesivo significado.
–¡Qué esquivo eres! ¿Es propio de los detectives evitar cualquier tema personal?
–No –dijo Zane, riendo–. Soy un libro abierto –mintió, apoyándose en el respaldo con actitud falsamente relajada–. ¿Qué quieres saber?
–¿Por qué me has invitado a salir a cenar?
–Por las razones habituales –dijo él, evitando decir nada comprometedor.
–¿Y cuáles son esas razones? –insistió ella.
Zane comprendió entonces que buscaba que la halagara y se relajó. Teniendo en cuenta su reciente relación con Demarest, no era de extrañar que lo necesitara. Y él no tenía ningún problema en hacerlo.
–Porque eres una monada testaruda y obstinada. Me gusta tu espíritu luchador aunque signifique que necesites que alguien evite que te metas en líos
Lo cierto era que estaba deseando conocerla mejor, pero no era necesario ser tan explícito.
Sin embargo, en lugar de parecer halagada por la respuesta, la mirada de Iona se veló y miró hacia el mar con expresión pensativa y triste.
–Eres un buen tipo, ¿verdad? –dijo finalmente–. Siento haber sido tan desagradable contigo. No lo merecías.
A Zane le sorprendió hasta qué punto le irritó el comentario. Nadie había usado ese adjetivo para describirlo. Pero antes de que dijera nada, sintió una mano sobre el hombro y, al volverse, descubrió a su primo Manuel, la última persona con la que le apetecía encontrarse.
–¡Qué alegría verte, compadre! –dijo Manuel con una gran sonrisa que tensó aún más a Zane–. Bienvenido a mi humilde cantina.
«¡Una monada!».
Eso mismo era lo que Brad había dicho de ella al conocerla. ¿Por qué no podía ser sexy o, aún mejor, irresistible?
Iona intentó borrar su desilusión mientras escuchaba a Manuel, que le recomendaba las enchiladas de cangrejo. Notó una punzada de hambre en el estómago y volvió a animarse pensando en la velada que quedaba por delante.
«Ya está bien de hacerte la víctima. Si no querías saberlo, no haber preguntado».
Además, ser una monada era mejor que otras cosas, como que Montoya la hubiera invitado a cenar para sonsacarle información sobre Brad. Por encima de todo, tenía que evitar que averiguara la verdad.
–Suenan deliciosas, Manuel –dijo, sonriendo al dueño del local—Además, Zane ya me había dicho que son sus favoritas.
–¡No sabía que te gustaran! –dijo Manuel a Zane.
–No es ningún secreto que vengo muy a menudo.
El tono de Zane fue brusco y sin su habitual amabilidad.
–Y yo me alegro, primo –dijo Manuel.
El intercambio despertó la curiosidad de Iona al notar la evidente irritación que Manuel le despertaba a Zane.
–Disfrutad de la cena –dijo Manuel con una forzada sonrisa–. Nos vemos el sábado en la quinceañera de Maricruz, Zane.
Este apretó los dientes.
–Sí, claro –dijo. Pero por la expresión de su rostro, Iona dedujo que no le hacía la menor ilusión. Y eso incrementó su curiosidad.
–¿Quién es Maricruz?
Zane observó a Iona lamer la sal del borde del vaso de su margarita e intentó concentrarse en la pregunta y no en la pulsante tensión de su ingle.
El camarero había retirado los platos vacíos y Zane había descubierto que mirar a Iona comer le resultaba tan erótico como le había parecido la noche anterior. La mayoría de las mujeres con las que salía comían sin interés o se limitaban a pedir una ensalada porque temían engordar. En cambio, Iona comía con placer, disfrutando de cada bocado. Y con cada gemido de aprobación, Zane había encontrado más difícil concentrarse en la conversación.
–Es mi prima, como Manuel –explicó–. Como casi todo Santa Cruz.
–¿Cuántos primos sois? –Iona dejó el vaso sobre la mesa, mirándolo con sorpresa.
–La última vez que conté, veintiocho. Iona abrió los ojos desmesuradamente.
–Debió ser genial crecer en una familia tan numerosa –dijo con entusiasmo.
«No particularmente», pensó él, sintiendo que el antiguo rencor emergía a la superficie.
–Yo crecí sola con mi padre –continuó Iona–. ¿También tienes muchos hermanos y hermanas?
–No, soy hijo único –dijo él, dejándose envolver por el cálido acento de Iona como si fuera una caricia–. Mi madre se casó con un gran tipo hace diez años. Quería tener hijos, pero… –Zane calló bruscamente, sorprendido de lo que estaba contando–. Pero no fue posible.
María nunca se lo echaba en cara ni lo mencionaba, pero Zane sabía que, al tenerlo a él, había arruinado sus posibilidades de tener más hijos. Por eso siempre evitaba hablar de ello.
–¡Qué lástima! –musitó Iona, con una genuina compasión que le resultó analgésica, aunque la herida había cauterizado hacía tiempo–. Pero al menos tienes un montón de primos.
–De pequeños casi no nos veíamos –dijo Zane, evitando explicar por qué. Hacía tiempo que había mitigado su rabia, cuando su abuelo Ernesto se había visto finalmente obligado a admitir que el hijo gringo de María era digno de formar parte de la familia. Aun así, no era un tema del que le gustara hablar.
–¿Y qué es una quinceañera? –preguntó Iona, haciendo girar la paja en el vaso, antes de metérsela en la boca.
–La celebración que se hace cuando una chica cumple quince años. En la comunidad mejicano americana se considera el tránsito a la edad adulta.
–¿Y la fiesta de Maricruz es este fin de semana?
–Eso parece –¿por qué estaban hablando de su familia? Zane apartó la mirada de los tentadores labios de Iona y volvió al tema de conversación que le interesaba–. Dime, ¿cómo es que tu padre y Demarest se hicieron amigos?
La sonrisa se borró del rostro de Iona al instante.
–No tiene sentido hablar de ello.
–Siento curiosidad –Zane intentó ignorar lo que le molestaba notar que Iona se tensaba–. ¿Por qué no quieres contármelo? ¿Tienes algo que ocultar?
–Demarest entró en la tienda de mi padre –dijo ella, inexpresiva.
–Me dijiste que trabajabas allí –dijo Zane. Y supo que había dado en el clavo al ver que Iona se ruborizaba–. ¿Por qué no me contaste lo que había entre él y tú, Iona? –decidió aprovechar la ventaja a pesar de que los dedos de Iona temblaron cuando los cerró alrededor del vaso.
Estaba entrenado precisamente para eso. Y Zane sentía la necesidad de saber la verdad de labios de Iona.
–¿Por qué no me contaste lo que Demarest te había hecho? –la presionó
Ella permaneció rígida, con la mirada vidriosa.
–¿Temías que te juzgara?
Las lágrimas asomaron a los ojos de Iona, y Zane temió que la realidad hubiera sido aún peor de lo que imaginaba. Iona se las secó con el dorso de la mano y se puso en pie.
–Vete al infierno, Montoya –dijo con rabia.
Que se enfadara fue un alivio para Zane, pero solo momentáneo. A continuación, dejó la servilleta sobre la mesa y se dirigió a la salida precipitadamente.
Iona salió del restaurante, ignorando las miradas de la gente y las llamadas de Zane. Lo habría estrangulado con sus propias manos.
Cuando sintió su brazo sujetarla por la cintura, se giró para darle un puñetazo, pero él le retuvo la mano.
–Tranquilízate, maldita sea.
–¡No me toques! –gritó ella.
–¡Cállate, estás montando un escándalo!
–¡Lo tienes merecido! –dijo ella entre dientes, enfadada consigo misma porque el estremecimiento que la recorría no tenía nada que ver con el aire fresco y sí con la proximidad de Zane–. ¡Suéltame!
–Solo cuando te calmes –dijo él en tono autoritario.
–¿Cómo has podido hacerlo? –preguntó ella con la voz quebrada.
–¿El qué? ¿Preguntarte por Demarest? –dijo él–. Porque anoche me mentiste.
–¿Y qué? Ya sabía que esta era una cita por compasión –masculló ella, jurándose que no le dejaría ver hasta qué punto la había afectado. Liberó su mano y le golpeó el pecho.
–¡Una cita por compasión! ¿De qué demonios…?
–Vamos, Montoya, ya suponía que había una motivación oculta –¿cómo había sido tan tonta como para olvidarlo?–. Pero no pensaba que fueras a caer tan bajo.
–¿A qué demonios te refieres?
–A lo bien que has interpretado tu papel. Todas esas miradas seductoras, el coqueteo, el contacto físico ocasional… cuando los dos sabemos que solo querías interrogarme sobre Brad.
–¿Estás loca? –la rabia que teñía la voz de Zane desconcertó a Iona–. ¿Insinúas que he estado fingiendo?
–Así es –dijo ella.
Zane masculló algo ininteligible y luego dijo:
–Al demonio con todo esto.
Y tomando el rostro de Iona entre las manos, la besó. La exclamación de sorpresa de Iona le dio acceso a la cueva de su boca. Su lengua se adentró en ella, explorándola. Iona sintió una descarga de deseo. Él bajó los dedos por su cuello, ladeándole la cabeza para profundizar el beso.
Las llamas del deseo envolvieron a Iona al tiempo que la lengua de Zane se entrelazó con la de ella. El sabor de su boca era delicioso; el calor de su cuerpo; su olor varonil hicieron que la cabeza le diera vueltas. Iona alzó las manos para posarlas en su poderoso pecho.
Zane alzó la cabeza con la respiración entrecortada. La sujetaba por las caderas, haciéndole sentir su sexo endurecido contra el vientre.
–¿Crees que esto es fingido? –preguntó con ojos brillantes.
Iona se limitó a sacudir la cabeza.
–Llevo deseando hacer esto desde que has lamido la sal del margarita –añadió Zane.
Iona parpadeó. El deseo se propagaba por su cuerpo como un incendio descontrolado.
–Parece que he malinterpretado tus intenciones –susurró con voz ronca.
Zane enarcó las cejas y soltó una carcajada.
–Se ve que sí –dijo, apoyando la frente en la de ella–. No debería haber nombrado a Demarest; esta cita no tenía nada que ver con él. Siento haber metido la pata.
–Disculpas aceptadas –susurró ella, deleitándose en la presión contra su vientre.
Zane dio un paso atrás y la mirada de Iona se desvió hacia el bulto de su entrepierna.
–¡Vaya! –exclamó, abriendo los ojos desmesuradamente. Y añadió–: Va a ser verdad que esta cita no tiene nada que ver con la lástima.
Zane rio de nuevo y la condujo hasta el coche.
–Será mejor que te lleve a casa. No pienso acabar esta cita en un aparcamiento.